Poetas

Poesía de Argentina

Poemas de Olga Orozco

Olga Orozco, la destacada poeta argentina, cuyo nombre resuena como un eco en los pasillos de la literatura, dejó una huella indeleble en la poesía del siglo XX. Nacida el 17 de marzo de 1920 en Toay, La Pampa, y fallecida el 15 de agosto de 1999 en Buenos Aires, su vida y obra son testimonios de una creatividad inquebrantable y una profunda exploración de la condición humana.

Orozco, cuyo nombre completo era Olga Nilda Gugliotta Orozco, creció en un entorno multicultural, siendo hija de un siciliano y una argentina. Desde temprana edad, demostró una pasión por la literatura y se sumergió en el movimiento surrealista argentino, donde compartió espacio creativo con figuras notables como Oliverio Girondo y Ulises Mezzera. Esta asociación marcó el inicio de una carrera literaria que dejaría una profunda impresión en la poesía argentina.

A lo largo de su vida, Orozco incursionó en diversas facetas creativas. Además de su labor como poeta, trabajó en periodismo bajo seudónimos y dirigió publicaciones literarias. Su versatilidad se manifestó en su capacidad para comentar sobre teatro, actuar en el escenario y participar en la radio. También se destacó en la creación de horóscopos para un periódico importante.

Sin embargo, es su contribución a la poesía la que la eleva a la categoría de figura literaria excepcional. Orozco perteneció a la generación conocida como la «Tercera Vanguardia», que abrazó el surrealismo y exploró nuevas formas de expresión poética. Sus obras están impregnadas de influencias de autores como San Juan de la Cruz, Arthur Rimbaud, Gérard de Nerval y Rainer Maria Rilke.

La poesía de Orozco se caracteriza por su inteligencia sutil y su habilidad para emplear tropos de manera magistral, especialmente el oxímoron. Sus temas recurrentes incluyen la infancia, que consideraba una puerta hacia lo misterioso, y la memoria como una forma de resistir el paso del tiempo y la muerte.

El amor desempeñó un papel importante en la vida de Orozco, y su poesía refleja la profundidad de sus sentimientos. Su matrimonio con el arquitecto Valerio Peluffo fue una parte significativa de su vida, y después de su muerte en 1990, le dedicó conmovedores versos que capturan la esencia del duelo y la esperanza de la reunión en la eternidad.

El legado de Olga Orozco en la literatura argentina es innegable. A lo largo de su vida, recibió numerosos premios y reconocimientos por su obra, y su influencia perdura en generaciones posteriores de escritores. Su poesía, imbuida de una profunda introspección y una riqueza lírica, continúa siendo leída y apreciada en todo el mundo. La Casa Museo Olga Orozco en Toay, La Pampa, es un testimonio vivo de su legado, donde su obra y su memoria son honradas a través de actividades culturales y la consulta de su biblioteca personal. Olga Orozco es y será siempre una voz eterna en la poesía argentina y una figura inmortal en el panorama literario mundial.

La corona final

Si puedes ver detrás de los escombros,
de tantas raspaduras y tantas telarañas como cubren el hormiguero de otra vida,
si puedes todavía destrozarte otro poco el corazón,
aunque no haya esperanza ni destino,
aparta las cortinas, la ignorancia o el espesor del mundo, lo que sea,
y mira con tus ojos de ahora bien adentro, hasta el fondo del caos.
¿Qué color tienes tú a través de los días y los años de aquel a quien amaste?
¿Qué imagen tuya asciende con el alba y hace la noche del enamorado?
¿Qué ha quedado de ti en esa memoria donde giran los vientos?
Quizás entre las hojas oxidadas que fueron una vez el esplendor y el viaje,
un tapiz a lo largo de toda la aventura,
surjas confusamente, casi irreconocible a través de otros cuerpos,
como si aparecieras reclamando un lugar en algún paraíso ajeno ya deshora.
O tal vez ya ni estés, ni polvo ni humareda;
tal vez ese recinto donde siempre creíste reinar inalterable,
sin tiempo y tan lejana como incrustada en ámbar,
sea menos aún que un albergue de paso:
una desnuda cámara de espejos donde nunca hubo nadie,
nadie más que un yo impío cubriendo la distancia entre una sombra y el deseo.
Y acaso sea peor que haber pasado en vano,
porque tú que pudiste resistir a la escarcha y a la profanación,
permanecer de pie bajo la cuchillada de insufribles traiciones,
es posible que al fin hayas sido inmolada,
descuartizada en nombre de una historia perversa,
tus trozos arrojados a la hoguera, a los perros, al remolino de los basurales,
y tu novela rota y pisoteada oculta en un cajón.
Es algo que no puedes soportar.
Hace falta más muerte. No bastarían furias ni sollozos.
Prefieres suponer que fuiste relegada por amores terrenos, por amores bastardos,
porque él te reservó para después de todos sus instantáneos cielos,
para después de nunca, más allá del final.
Estarás esperándolo hasta entonces con corona de reina
en el enmarañado fondo del jardín.

Andante en tres tiempos

Más borroso que un velo tramado por la lluvia sobre
los ojos de la lejanía, confuso como un fardo,
errante como un médano indeciso en la tierra de nadie,
sin rasgos, sin consistencia, sin asas ni molduras,
así era tu porvenir visto desde las instantáneas rendijas del pasado.
Sin embargo detrás hay un taller que fragua sin cesar tu muestrario de máscaras.
Es un recinto que retrocede y que te absorbe exhalando el paisaje.
Allí en algún rincón están de pie tus primeras visiones,
y también las imágenes de ayer y aun los espejismos que no se condensaron,
más las ciegas legiones de fantasmas que son huecos anuncios todavía.
Entre todos imprimen un diseño secreto en las alfombras por donde pasarás,
muelen tus alimentos de mañana en el mortero de lo desconocido
y elaboran en rígidos lienzos los ropajes para tu absolución o tu condena.
Cambia, cambia de vuelo como la ráfaga del enjambre bajo la tormenta.
Un soplo habrá disuelto la reunión; un soplo la convoca en un nuevo diseño,
junto a nuevos ropajes y nuevos alimentos.
¡Qué vivero de formas al acecho de un molde desde el principio hasta el final!

Palmo a palmo, virando de un día a otro fulgor,
de una noche a otra sombra,
llegas con cada paso a ese lugar al que te remolcaron todas las corrientes:
una región de lobos o corderos donde erigir tu tienda una vez más
y volver a partir, aunque te quedes, aspirado de nuevo por la boca del viento.
Es esa la comarca, esa es la casa, esos son los rostros que veías difusos,
fraguados en el humo de la víspera,
apenas esculpidos por el aliento leproso de la niebla.
Ahora están tallados a fuego ya cuchillo en la dura sustancia del presente,
una roca escindida que ahora permanece, que ya se desmorona,
que se escurre sin fin por la garganta de insaciables arenas.
Entre la oscilación y la caída, si no te deslizas hacia adelante, mueres.
Apresúrate, atrapa el petirrojo que huye, la escarcha que se disuelve en el jardín.
Somételos con un ademán tan rápido que se asemeje a la quietud,
a esa trampa del tiempo solapado que se desdobla en antes y en después.
Sólo conseguirás un presagio de plumas y un resabio de hielo.
A veces, pocas veces, un modelo para los esplendores y las lágrimas de tu porvenir.
¿Y qué fue del pasado, con su carga de sábanas ajadas y de huesos roídos?
¿Es nada más que un embalaje roto,
una mano en el vidrio ceniciento a lo largo de toda la alameda?
¿O un depósito inmóvil donde se acumulan el oro y las escorias de los días?
Pliega las alas para ver.
Esa mole que llevas creciendo a tus espaldas es tu albergue vampiro.
No me hables solamente de un panteón o de algún tribunal embalsamado,
siempre en suspenso y hasta el fin del mundo.
Porque también allí cada dibujo cambia con el último trazo,
cada color se funde con el tinte de la nueva estación o la que viene,
cada calco envejece, se resquebraja y pierde su motivo en el polvo;
pero el muro en que guardas estampadas las manos de la infancia
es ese mismo muro que proyecta unas manos finales sobre los muros de tu porvenir.
¿Y acaso ayer no asoma algunas veces como marzo en septiembre y canta en la enramada?
Todo es posible cuando se desborda y rehace un recuento la memoria:
imprevistas alquimias, peldaños que chirrían, cajones clausurados y carruajes en marcha.
Sorprendente inventario en el que testimonian hasta las puertas sin abrir.
Hoy, mañana o ayer, nunca ningún refugio donde permanecer inalterable
entre la llama y el carbón.
Los oleajes se cruzan y conspiran como los visitantes en los sueños,
intercambian espumas, cáscaras, amuletos y papeles cifrados y jirones,
y todo tiempo inscribe su sentencia bajo las aguas de los otros tiempos,
mientras viajas a tumbos en tu tablón precario justo en el filo de las marejadas.
Pero hay algo, tal vez, que logró sustraerse a las maquinaciones de los años,
algo que estaba fuera de la fugacidad, la duración y la mudanza.
Guarda, guarda esa prenda invulnerable que cobraste al pasar y que llevas
oculta como un ladrón furtivo desde el comienzo hasta el futuro.
Estandarte o sortija, perla, grano de sal o escapulario,
describe una parábola de brasas a medida que te aproximas, que llegas, que te alejas:
tu credencial de amor en la noche cerrada.

Cabalgata del tiempo

Inútil. Habrá de ser inútil, nuevamente,
suspender de la noche, sobre densas corrientes de follaje,
la imagen demorada de un porvenir que alienta en la memoria;
penetrar en el ocio de los días que fueron dibujando con terror y paciencia
la misma alucinada realidad que hoy contemplo,
ya casi en la mirada;
repetir todavía con una voz que siento pesar entre mis manos:
-Alguna vez estuve, quizás regrese aún, a orillas de la paz,
como una flor que mira correr su bello tiempo junto al brazo de un río.

Todo ha de ser en vano.
Manadas de caballos ascenderán bravías las pendientes de su infierno natal
y escucharé su paso acompasado, su trote, su galope salvaje,
atravesando siglos y siglos de penumbra,
de sumisas distancias que irremediablemente los conducen aquí.

Tal vez sería dulce reconquistar ahora una música antigua,
profunda y persistente como el eco de un grito entre los sueños,
sumirse bajo el verde sopor de las llanuras
o morir con la lluvia, tristemente,
entre ramos llorosos que sombrearan viejísimas paredes.

Imposible. Sólo un fragor inmenso de ruinas sobre ruinas.
Es el desesperado retornar de los tiempos que no fueron cumplidos
ni en gloria de la vida ni en verdad de la muerte.
Es la amarga plegaria que levantan los ángeles rebeldes
llamando a cada sitio donde pueda morar su dios irrecobrable.
Es el tropel continuo de sus lucientes potros enlutados
que asoman a las puertas de la noche la llamarada enorme de sus greñas,
que apagan con mortajas de vapor y de polvo toda muda tiniebla,
agitando sus colas como lacios crespones entre la tempestad.
La sangre arrepentida, sus heroicas desdichas.

Y nada queda en ti, corazón asediado:
apenas si un color, si un brillo mortecino,
si el sagrado mensaje que dejara la tierra entre tus muros,
se pierden, a lo lejos,
bajo un mismo compás idéntico y glorioso como la eternidad.

Cuando alguien se nos muere

Poema a Eduardo Bosco

Fue necesario el grave, solitario lamento del viento entre los árboles,
para que tú supieras más que nadie ese desesperado resonar,
ese rumor sombrío con que pueden decirse las palabras
cuando de nada vale su fugaz melodía,
cuando en la soledad -la única apariencia verdadera -,
contemplamos, callando, los seres y los tiempos que fueron en nosotros
irrevocables muertes cuyos nombres no sabremos jamás.

Fue necesario el ocio de aquellas largas noches
que minuciosamente ordenaste en recuerdos, memorioso,
para que tú pasaras sosteniendo la sombra con tu sombra,
apenas presentida por los días,
con tu misma pausada palidez demorándose aún después de haberte ido,
porque era tu adiós la despedida última,
la última señal que acercaba los sueños desde el incontenible amanecer.

Fue necesario el lento trabajo de los años,
su rápido fulgor, su mustio decaer entre pesados muros
que sólo levantaron respuestas de ceniza a tu llamado
para que tú miraras largamente tus despojadas manos
como una llanura donde los vientos dejan polvaredas mortales,
mientras disponen, lejos,
la tempestad que arrase desmedida su sediento destino.

Fue necesario todo lo que fuimos contigo,
lo que somos contigo del lado de los llantos,
para saber, viviendo, cuánta sorda tiniebla te asediaba
y encontrarnos, después,
Con el transido resplandor del aire que dejaste muriendo.

Porque todo este tiempo
es el innumerable testigo que nos trae las mismas evidencias,
aquello en lo que fuiste cuanto eras, de una vez para siempre:
acostumbrados gestos,
ciertos ritos que cumpliera tu sangre sumisa a la memoria,
esos nocturnos pasos acercando los campos
donde la luz es sólo un repetido comienzo de penumbras,
las remotas paredes, las efímeras cosas a las que retornabas
con la triste paciencia de quien guarda afanoso, en la mirada,
paisajes habituales que más tarde
aliviarán el peso de las horas en sabido destierro.

Tú pedías tan poco.
Apenas si anhelas un tranquilo vivir que prolongara la duración de tu alma
en idéntico amor,
en radiante amistad, en devoción sagrada
por gentes que existieron con la simple nobleza de la tierra,
sin glorias ni ambiciones.
Tú amabas lo inmortal, lo grandioso terrestre.

Mas no pudo el débil llamado de tu vida contra pesadas puertas
aposentos malditos, épocas miserables
donde la dicha duerme sordamente su legendario olvido-,
nada tu lejanía contra las invencibles mareas de lo inútil,
nada tu juventud contra ese rostro
que entre desalentadas rebeldías, nostalgias y furiosas pesadumbres,
infatigablemente se asomó a tus desvelos;
y unas noche sentimos dentro del corazón un ronco oleaje,
amargamente vivo,
en el preciso sitio donde ardía en nosotros,
como nosotros mismos duradera,
tu callada grandeza.

Ahora estamos más solos por imperio de muerte,
por un cuerpo ganado como un palmo de tierra por la tierra baldía,
recobrando al conjuro del más lejano soplo
realidades perdidas en lo más olvidado de los antiguos días,
imágenes que juntos traspasamos, que juntos nos esperan;
porque no es el recuerdo del pasado dispersos ademanes
-hojarascas y ramas que encendemos
para llorar al humo de una lánguida hoguera-,
sino fieles señales de una región dormida que aguarda nuestro paso
con las huellas de antaño suspendidas como eternos ropajes.

No es por decir, Eduardo, cuando alguien se nos muere,
no hay un lugar vacío, no hay un tiempo vacío,
hay ráfagas inmensas que se buscan a solas, sin consuelo,
pues aquí, y más allá,
tanto de lo que él fue respira con nosotros la fatiga del polvo pasajero,
tanto de lo que somos reposa irrecobrable entre su muerte
que así sobrevivimos
llevando cada uno una sombra del otro por los distantes cielos.
Alguna vez se acercarán,
Entonces, cuando estemos contigo para siempre,
Áltisimos como tú, como tú verdaderos.

Se descolgó el silencio…

Se descolgó el silencio,
sus atroces membranas desplegadas como las de un murciélago anterior al diluvio,
su canto como el cuervo de la negación.
Tu boca ya no acierta su alimento.
Se te desencajaron las mandíbulas
igual que las mitades de una cápsula inepta para encerrar la almendra del destino.
Tu lengua es el Sahara retraído en penumbra.
Tus ojos no interrogan las vanas ecuaciones de cosas y de rostros.
Dejaron de copiar con lentejuelas amarillas los fugaces modelos de este mundo.
Son apenas dos pozos de opalina hasta el fin donde se ahoga el tiempo.
Tu cuerpo es una rígida armadura sin nadie,
sin más peso que la luz que lo borra y lo amortaja en lágrimas.
Tus uñas desasidas de la inasible salvación
recorren desgarradoramente el reverso impensable,
el cordaje de un éxodo infinito en su acorde final.
Tu piel es una mancha de carbón sofocado que atraviesa la estera de los días.
Tu muerte fue tan sólo un pequeño rumor de mata que se arranca
y después ya no estabas.
Te desertó la tarde;
te arrojó como escoria a la otra orilla,
debajo de una mesa innominada, muda, extrañamente impenetrable,
allí, junto a los desamparados desperdicios,
los torpes inventarios de una casa que rueda hacia el poniente,
que oscila, que se cae,
que se convierte en nube.

El retoque final

Es este aquel que amabas.
A este rostro falaz que burla su modelo en la leyenda,
a estos ojos innobles que miden la ventaja de haber volcado a ciegas tu destino,
a estas manos mezquinas que apuestan a pura tierra su ganancia,
consagraste los años del pesar y de la espera.
Ésta es la imagen real que provocó los bellos espejismos de la ausencia:
corredores sedosos encandilados por la repetición del eco,
por las sucesivas efigies del error;
desvanes hasta el cielo, subsuelos hacia el recuperado paraíso,
cuartos a la deriva, cuartos como de plumas y diamante
en los que te probabas cada noche los soles y las lluvias de tu siempre jamás,
mientras él sonreía, extrañamente inmóvil, absorto en el abrazo de la perduración.
Él estaba en lo alto de cualquier escalera,
él salía por todas las ventanas para el vuelo nupcial,
él te llamaba por tu verdadero nombre.
Construcciones en vilo,
sostenidas apenas por el temblor de un beso en la memoria,
por esas vibraciones con que vuelve un adiós;
cárceles de la dicha, cárceles insensatas que el mismo Piranesi envidiaría.
Basta un soplo de arena, un encuentro de lazos desatados,
una palabra fría como la lija y la sospecha,
y esa urdimbre de lámpara y vapor se desmorona con un crujido de alas,
se disuelve como templo de miel, como pirámide de nieve.
Dulzuras para moscas, ruinas para el enjambre de la profanación.
Querrías incendiar los fantasiosos depósitos de ayer,
romper las maquinarias con que fraguó el recuerdo las trampas para hoy,
el inútil y pérfido disfraz para mañana.
O querrías más bien no haber mirado nunca el alevoso rostro,
no haber visto jamás al que no fue.
Porque sabes que al final de los últimos fulgores, de las últimas nieblas,
habrá de desplegarse, voraz como una plaga, otra vez todavía,
la inevitable cinta de toda tu existencia.
Él pasará otra vez en esa ráfaga de veloces visiones, de días migratorios;
él, con su rostro de antaño, con tu historia inconclusa,
con el amor saqueado bajo la insoportable piel de la mentira, bajo esta quemadura.

Densos velos te cubren, poesía

No es en este volcán que hay debajo de mi lengua falaz donde te busco,
ni es esta espuma azul que hierve y cristaliza en mi cabeza,
sino en esas regiones que cambian de lugar cuando se nombran,
como el secreto yo y las indescifrables colonias de otro mundo.
Noches y días con los ojos abiertos bajo el insoportable parpadeo del sol,
atisbando en el cielo una señal,
la sombra de un eclipse fulgurante sobre el rostro del tiempo,
una fisura blanca como un tajo de Dios en la muralla del planeta.
Algo con que alumbrar las sílabas dispersas de un código perdido
Para poder leer en estas piedras mi costado invisible.

Pero ningún pentecostés de alas ardientes desciende sobre mí.
¡Variaciones del humo, retazos de tinieblas con máscaras de plomo,
meteoros innominados que me sustraen la visión entre un batir de puertas!
Noches y días fortificada en la clausura de esta piel,
escarbando en la sangre como un topo,
removiendo en los huesos las fundaciones y las lápidas,
en busca de un indicio como de un talismán que me revierta la división y la caída.
¿Dónde fue sepultada la semilla de mi pequeño verbo aún sin formular?
¿En que Delfos perdido en la corriente
suben como el vapor las voces desasidas que reclaman mi voz para manifestarse?
¿Y cómo asir el signo a la deriva -ese y no cualquier otro-
en que debe encarnar cada fragmento de este inmenso silencio?
No hay respuesta que estalle como una constelación entre harapos nocturnos,
¡Apenas si fantasmas insondables de las profundidades,
territorios que comunican con pantanos,
astillas de palabras y guijarros que se disuelven en la insoluble nada!

Sin embargo
ahora mismo
o alguna vez
no sé
quién sabe
puede ser
a través de las dobles espesuras que cierran la salida
o acaso suspendida por un error de siglos en la red del instante
creí verte surgir como una isla
quizás como una barca entre las nubes o un castillo en el que alguien canta
o una gruta que avanza tormentosa con todos los sobrenaturales fuegos encendidos.

¡Ah las manos cortadas,
los ojos que encandilan y el oído que atruena!
¡Un puñado de polvo, mis vocablos!

En tu inmensa pupila

Me reconoces, noche,
me palpas, me recuentas,
no como avara sino como una falsa ciega,
o como alguien que no sabe jamás quién es la náufraga y quién la endechadora.
Me has escogido a tientas para estatua de tus alegorías,
sólo por la costumbre de sumergirme hasta donde se acaba el mundo
y perder la cabeza en cada nube y a cada paso el suelo debajo de los pies.
¿Y acaso no fui siempre tu hijastra preferida,
esa que se adelanta sin vacilaciones hacia la trampa urdida por tu mano,
la que muerde el veneno en la manzana o copia tu belleza del espejo traidor?
Olvidaron atarme al mástil de la casa cuando tú pasabas
para que no me fuera cada vez tras tu flauta encantada de ladrona de niños,
y fue a expensas del día que confundí en tu bolsa la blancura y la nieve,
los lobos y las sombras.
Ahora es tarde para volver atrás y corregir las horas de acuerdo con el sol.
Ahora me has marcado con tu alfabeto negro.
Pertenezco a la tribu de los que se hospedan en radiantes tinieblas,
de los que ven mejor con los ojos cerrados y se acuestan del lado del abismo
y alzan vuelo y no vuelven
cuando Tomás abre de par en par las puertas del evidente mediodía.
Tú fundas tu Tebaida en lo invisible. Tú no concedes pruebas.
Tú aconteces, secreta, innumerable, sin formular,
como una contemplación vuelta hacia adentro,
donde cada señal es el temblor de un pájaro perdido en un recinto inmenso
y cada subida un salto en el vacío contra gradas y ausencias.
Tú me vigilas desde todas partes,
descorriendo telones, horadando los muros, atisbando entre fardos de penumbra;
me encuentras y me miras con la mirada del cazador y del testigo,
mientras descubro en medio de tus altas malezas el esplendor de una ciudad perdida,
o busco en vano el rastro del porvenir en tus encrucijadas.
Tú vas quién sabe adónde siguiendo las variaciones de la tentación inalcanzable,
probándote los rostros extremos del horror, de la extrema belleza,
la imposible distancia de los otros, el tacto del infierno,
visiones que se agolpan hasta donde te alcanza la oscuridad que tengo,
hasta donde comienzas a rodar muerte abajo con carruajes, con piedras y con perros.
Pero yo no te pido lámparas exhumadas ni velos entreabiertos.
No te reclamo una lección de luz,
como no le reclamo al agua por la llama ni a la vigilia por el sueño.
O habría de confiar menos en ti que en las duras, recelosas estrellas?
¡Hemos visto tantos misterios insolubles con sus blancos reflejos, aún a pleno sol!
Basta con que me lleves de la mano como a través de un bosque,
noche alfombrada, noche sigilosa, que aprenda yo lo que quieres decir,
lo que susurra el viento,
y pueda al fin leer hasta el fondo de mi pequeña noche en tu pupila inmensa.

Entre perro y lobo

Me clausuran en mí.
Me dividen en dos.
Me engendran cada día en la paciencia
y en un negro organismo que ruge como el mar.
Me recortan después con las tijeras de la pesadilla
y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:
una cara labrada desde el fondo por los colmillos de la
furia a solas,
y otra que se disuelve entre la niebla de las grandes manadas.

No consigo saber quién es el amo aquí.
Cambio bajo mi piel de perro a lobo.
Yo decreto la peste y atravieso con mis flancos en llamas
las planicies del porvenir y del pasado;
yo me tiendo a roer los huesecitos de tantos sueños
muertos entre celestes pastizales.
Mi reino está en mi sombra y va conmigo dondequiera que vaya,
o se desploma en ruinas con las puertas abiertas a la
invasión del enemigo.

Cada noche desgarro a dentelladas todo lazo ceñido al corazón,
y cada amanecer me encuentra con mi jaula de obediencia en el lomo.
Si devoro a mi dios uso su rostro debajo de mi máscara,
y sin embargo sólo bebo en el abrevadero de los hombres
un aterciopelado veneno de piedad que raspa en las entrañas.
He labrado el torneo en las dos tramas de la tapicería:
he ganado mi cetro de bestia en la intemperie,
y he otorgado también jirones de mansedumbre por trofeo.
Pero ¿quién vence en mí?
¿Quién defiende de mi bastión solitario en el desierto, la sábana del sueño?
¿Y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis propios dientes?