Poetas

Poesía de Argentina

Poemas de Paulina Vinderman

Paulina Vinderman, la renombrada poeta y traductora argentina, ha dejado una huella indeleble en el panorama literario contemporáneo. Nacida el 9 de mayo de 1944 en Buenos Aires, su vida se ha caracterizado por una dedicación inquebrantable a la poesía y la traducción, actividades que la han llevado a festivales internacionales de poesía y a ser incluida en diversas antologías de renombre.

La versatilidad de Vinderman como autora se refleja en su participación en publicaciones tanto en Buenos Aires como en Hispanoamérica, como La Nación, La Prensa, Clarín, Babel, «Diario de Poesía» e «Intramuros», por nombrar solo algunas. Además, colaboró en la revista feminista «Feminaria», donde dejó su impronta en el ámbito de la teoría feminista.

Graduada en Bioquímica por la Universidad de Buenos Aires, Vinderman desplegó su talento poético en una serie de obras notables, incluyendo «Cuaderno de dibujo» (2016), «Ciruelo» (2014), «Rojo junio y otros poemas» (2013), y «La epigrafista» (2012), entre otras. Su capacidad de traducción también se destaca, habiendo trabajado en la adaptación al español de autores como John Oliver Simon, Emily Dickinson, Michael Ondaatje, Sylvia Plath y James Merrill.

La carrera de Paulina Vinderman ha sido reconocida con varios premios y distinciones, como el Premio Nacional Regional de la Secretaría de Cultura de la Nación, el Premio Letras de Oro 2002 de la Fundación Honorarte, y el Premio Municipal de Poesía en varias ocasiones. Su obra y su compromiso con la literatura han dejado una marca imborrable en la poesía argentina y en el ámbito de la traducción, consolidándola como una figura literaria de importancia y relevancia en el panorama internacional.

Voy hacia el nombre

Y es siempre el terror a los veranos
y el lento no saber.
Voy hacia el nombre.
Tal vez me llame invierno
en el país del lenguaje.
Cuando no hay viento,
y el silencio se olvida de cerrar
una ventana,
hago el refugio en mi imagen perdida.
El alma
desparramada por los mundos,
reúne sus pedazos
en las noches sin luna.
El universo entero
se acerca de puntillas a mi mesa
cuando recobro la manera de mirar.

Cónsul honoraria II

Finalmente una tarde a punto de extinguirse
llega la notificación.
Habla de un destino remoto, tropical, casi ansiado,
de una inseguridad sutil.
Pero esta ciudad es una serpiente que muda de piel
y ya no puede recordar sus sueños.
La luz cae como una casa que se derrumba
y me enamoro de este corredor de piedra, de esta orfandad
cargada de lenguaje.

El cafetero espera para cobrar su deuda
mientras hago entrar en una caja azul varios años
y un día.
Es una derrota y un salvoconducto
y la emoción un simulacro de incendio de la memoria
tan fallido como real.

Miro mi árbol y guardo el lápiz mordido en la base,
como si fuera un incensario precolombino.
Esa mujer que se pierde en la noche, incandescente
de angustia, debo ser yo.
Una noche suave, indefinida, lavada por las estrellas jóvenes.

Bajo las arcadas del Paseo
veo cómo la luna se fotografía a sí misma sobre cada
columna:
vaticinios de una chatarra que no contemplaré.
La migración es tan vieja como la historia,
pero la historia es una laguna seca esta noche.
Voy por un mapa, los poemas de Yeats y alguna camisa para
dormir.
No me daré vuelta,
no bordé mis iniciales sobre nada ni nadie en esta ciudad
calcinada
(la ciudad donde los leones lloran).

Escalera de incendio

Me asomo a la ventana como todas las tardes
para escribirte.
Este cielo es tan pálido que da miedo mirarlo
(y de los jacarandáes con el abuelo basta.)
Sé que estoy viva, es decir
camino calles y Veo el trabajo del azar
en la arboleda.
Nada resplandece en los papeles que rondo,
el muchacho de la batería toca de seis a siete
mientras su madre visita amigas
con alguna receta para dejar de amar.
En todo caso la soledad es la que resplandece
y a veces la sequía,
quiero ver al infinito revolotear
en esa torpe batería:
una señal, la traición de una señal, la ficción
de una señal.
Nada es seguro, ya ni siquiera me desvelo
por una palabra para hacerle feliz.

La balada de Cordelia

IV

Gracias Juan, me apena
tu partida.
Pero no puedo viajar, no tengo pies.
Me he convertido
en una enorme raíz,
una especie de anti-árbol
de memoria y de miedo.
Tengo a la India en mi ventana
en forma de azalea.
Y mi corazón es un barco sin cubierta,
con todos sus camarotes vacíos
para que yo los llene.
Para mudar de uno a otro
cada noche, y esperarme.
Volveré un día al pueblo por los dos.
La plaza debe sentirse tan sola
con sus faroles nuevos.
Te envío siempre mi amor.

Los espejos y los puentes

XXII

La robaron el sueño, amor, se lo robaron.
La muñequita tonta, vestida de alfileres
que siempre muere acunando un sueño púrpura
entre brazos que no le pertenecen.
De noche fue, cuando siempre se mueren realidades.
Y se quedó mirando la luz del farol
en el aljibe-memoria.
Se habrá quedado allí, en el agua, dolor,
buscando las vertientes.
El sueño boquiabierto de estrellas
como el sapo del cuento.
La muñequita ojos cerrados de luna
volverá a su país sin duda
cuando acabe el número de sueños permitidos.
Habrá estatuas de cal y viejos terciopelos.
A su pequeño sol, al fin, lo habrán anochecido.

Sobrexposición

Y es allí, en ese pasto suave
de la obsesión a punto de revelarse,
donde el sonido y la furia del mundo
se atenúan
(tanto como costó acomodar el dolor:
un territorio chico
con un arroyo seco y un caballo)

Y es tan delgada la luz, la diferencia,
que puede oírse el golpe de la muerte
del amor,
mucho antes que los cuerpos se
separen, se bañen
y vayan hacia la vida bajo una luna despareja.

Como un barco en la noche
y la imaginación
que abandona la partida.

Transparencias

Escríbanme.
Resuelvo en medio de la crisis
volverme carta:
papeles que atraviesen los océanos
como frágiles balsas
(para dar importancia a las tormentas)
Anoche llovió.
Los senderos se embarraron,
atrapé una luciérnaga equivocada
-y esquiva-
y después leí poemas isabelinos
hasta que amaneció
(U n cierto orden es el que sostiene
la soledad
y los abrazos)
Hoy tomé cerveza con un hombre cansado
-de ojos endiabladamente hermosos-
y enmudecimos
frente a un pueblo fantasmagórico
levantado sobre nosotros como una
pintura surreal.

Todos los días voy hasta el río
después del café. Todos los días desisto
de mirarme en el agua barrosa.
En realidad, ya ninguna trasparencia es posible,
como si la vida se ocultara a sí misma
en el penacho de los cocoteros.
Como si la vida fuera todo y nada, orgullosa
de sus fosforescencias
hasta en las palabras, que finalmente nada dicen,
nada reclaman
sino el mínimo lugar en un universo
de ruido de sartenes
amores suntuosos
olas que arrasan las orillas
y códigos infinitos para desenterrar tesoros
(casi siempre con palas prestadas
y al amanecer.)