Poetas

Poesía de España

Poemas de Paz Díez Taboada

Paz Díez Taboada. Poeta española (Vigo, Pontevedra). Reside en Madrid. Licenciada en filología románica y doctora en hispánica, es profesora de lengua y literatura españolas de enseñanza universitaria.

El jardín

Está el jardín chiquito en la ladera
de un monte hostil y largo. El panorama
es tan desolador como la flecha
que se lanza imparable hacia el oeste.
Ramilletes de flores y blancas superficies,
letras doradas y ángeles sin vuelo;
algún árbol sumiso y desmedrado,
y caleados muros de tierra pedregosa.
Con la falsa alegría del fregoteo inútil,
brillos sin proyección y colores inanes.
Sólo las lagartijas dibujan un camino
intencionado. Lo demás es muerte.

Alerta

Si nombras este fuego, el límite es el margen,
pero no se han quemado las hojas ni la pluma.
Si nombras este llanto, no se moja la mesa
ni se esfuma la tinta en lágrimas de luto.
Pero si no clamaras al cielo, a grito abierto,
un azote continuo de varillas metálicas
arañará tu piel, sembrando arrugas.
Si no dices amor, si no escribieras
ni verdad ni alegría, no te quejes
de que brote a tu lado una rosa encarnada
y no sepas llamarla por su nombre.

Antes de que nos den las uvas de la ira

Envolveré el ayer. Pondré mucho cuidado
en recoger las briznas de los viejos tesoros,
también las horas llenas de un concierto de voces
ansiosas por huir de los sueños dormidos.
Recogeré uno a uno los cabos de los lápices,
las miguitas de pan de las meriendas,
las dulces y aromadas perrunillas
y el ondear del humo del chocolate hirviente.
Ordenaré aquel fuego entrecruzado
de agilidad verbal -surtidor crepitante-,
las vacuas sutilezas y juegos del ingenio,
siempre con una gota de acíbar escondido.
Pondré a secar al sol, en los balcones,
sobre una extensa sábana de lágrimas,
humores agrios, sangre desmedida
y la saliva espesa de la cólera.
…Enterraré el rencor en las macetas.
Tras el febril trasiego en tarea tan ardua,
abriré un libro antiguo con viñetas y “santos”
y emprenderé un buen viaje al país en que todos
los ogros son cobardes, las brujas, feas,
las madrastras, malas. Rubias y un poco tontas
las princesitas lucen cucurucho
y el rey es bonachón y regordete.
Hay un enano saltarín, un paje
enamorado de una pizpireta,
un chambelán estólido, un lacayo gomoso
y un pastor que conversa con la luna.
El héroe -siempre un poco afeminado-
porta una flor oronda en la mano derecha
y, a la izquierda, le cuelga la espada como adorno…
Hace tiempo que el sol se ha perdido. La sombra
acecha tras el oro de la lámpara.
Canta el reloj y en los cristales brilla
un irisado adiós. Esto es la noche.

Boliche

¿Quién eres tú, Boliche, que con azules lágrimas
me asaltas en la hora del olvido obstinado?
De tu postal, al dorso, las palmeras se cuelgan
como arañas sombrías en un cielo azul-acre,
rodeando, acechantes, al cenachero enclenque
-garabato de bronce sobre el Mediterráneo-.
Aún puedo recordar la vieja cantilena.
Entre juegos, jadeos y risas, la cantaban
niños de ayer, paseando la merienda
-pan de centeno y negro chocolate-:
Bolíiiche, gritan los niños del pueblo,
Bolíiiche, si te he visto no me acuerdo…
¿Quién eres tú, Boliche? Si alguna vez te he visto,
se me escapa tu rostro por el hilo de letras,
desemboca en la rúbrica -lazo azul de misterios-,
y el viaje fatigoso, remando a contra/tiempo,
me estrella en el fracaso de un nombre sin memoria.
El llamarte Boliche me robó tu figura
y me dejó sentada ante el mar del olvido,
mirando cómo avanza la ola de la firma,
larga lengua de asombros que me borra tu imagen.

Crepúsculo

Líquidas convergencias en la tarde
matizan los perfiles cotidianos.
Pasan coches y gentes. Pasa el tiempo.
Pero no han de volver rosas ni soles.

Compañía

Bajo la luz aquélla que en la acera oscilaba,
me la encontré en París. La tarde era muy fría
y en el viejo café lloraban los velones.
Me asaltó por la espalda en Leningrado,
una mañana cruel, soñando con el ronco
borbotear del samovar panzudo.
También estaba allí, bajando la avenida
de frente a Times Square, mientras la noche
devanaba un aroma a vómito de fresas.
Y, enfebrecida, aún la hallé una tarde
de la acre primavera madrileña.
Ahora está aquí y me guía. Acompañándome,
lleva mis libros y me frena el paso,
y me dicta el discurso de los sueños
cuando el vértigo impone el ritmo de la muerte.

Como un hilo

Fue la esperanza larga. Estrecha y larga
como una jabalina. Por el aire
volaba y se perdía entre las sombras,
cuando el tiempo pesaba sobre el hombro.
A veces me alcanzaba por la acera
y marchaba delante de mis ansias;
pero sólo una vez cogió mi mano
y me obligó a seguirla a contraviento.
Ahora ya, carcomida, adelgazada,
intenta dar un paso y está a punto
de partirse una pierna. Sin embargo,
se escapa -toma un taxi- y se me pierde
días enteros sin volver a casa.
La encontré ayer entre los Giacometti,
después de tanto trago de mal tiempo,
jugando, alegremente, a disfrazarse
de acabada y audaz obra maestra.

El fardo

Por un largo camino en donde el viento aúlla,
hace tiempo que arrastro el fardo de los sueños
rotos y apolillados, que me eché sobre el hombro
como un viejo mantón de enmarañados flecos.
Aunque ya hinchado, engrosa sin cesar
devorando tesoros, locuras y proyectos
que nunca se alzarán hasta la altura
de la ola inestable del deseo.
Confundidos, se caen, se precipitan,
en pugna sorda por llegar al suelo,
los cantos saltarines en la acera,
los amargos librotes del colegio,
las palabras valientes de la mañana joven
y las copas nocturnas, aromadas de besos.
Se van perdiendo al hilo del camino,
las charlas y paseos por los jardines yertos
-los libros bajo el brazo y el mirar de reojo
al muchacho de turno en la tarde de invierno-.
Se esfuman con las luces del lento atardecer
los rostros de los viejos compañeros,
se me enfría la cálida mano de la amistad,
me abandonan las voces amadas de los muertos.
Desde hace muchos años me entorpece en la marcha,
por el arduo camino que ya llega a su término,
este fardo cargado de alegrías perdidas,
de tanta fiera lágrima y de tan locos sueños.
Pero aún sonrío a/penas en el ámbito último
en donde la ternura tomó el cetro,
y avanzo tanteando hacia el final sombrío
con el cuerpo inclinado por el peso.