Poetas

Poesía de España

Poemas de Pedro Jesús de la Peña

Pedro Jesús de la Peña de la Peña (Reinosa, Cantabria, 1944) es un escritor y profesor universitario español. Es doctor en Filología y licenciado en Ciencias de la Información. Desde 1982 es profesor del Departamento de Filología Española de la Facultad de Filología de la Universidad de Valencia, donde imparte asignaturas referentes a la literatura española de los siglos XVIII y XIX. Es también coordinador del departamento de literatura de la escuela privada católica CEU-San Pablo (Moncada, Valencia).

La zarza de moisés

Aquí tuve la fiebre.
Grandes selvas se extienden ante mí:
eran zarzas y ardían,
eran ardiente espino, pero no se quemaban.

Yo conocí estos templos en toda su pujanza,
conocí el santuario con doscientas vestales,
las ofrendas magníficas y las túnicas blancas
que daban un sonido de timbal y trompetas
a todo el escenario.
Hoy no creo en los templos triunfadores y firmes,
ni en el pulso arrogante o en la mirada altiva.

Por eso hice mi ley de beleño y mandrágora,
mi ley que quema y arde pero no se consume,
que sojuzgan los reyes y canta en los grilletes
que ahoga el poderoso en la bañera férrea…
y escapa con la espuma del jabón adherida.

No creáis nunca más en los altos principios.
Esta es mi única ley: El sueño es libertad.
Arder en él, es vida.

La zarza de moisés (la muerte de dios)

Medito a veces al recordarte vivo
sobre la cruel naturaleza de la muerte.
Seis años ya, y aún permanece tu rostro
sereno y sonriente en la fotografía
que adorna mi despacho.

Nada ha desmenuzado esa sabia apariencia
de la felicidad de un fugitivo instante.
Al contrario, más feliz cada día pareces
al mirarte eterno en la caricia de tu rostro
que una mano filial sostiene como una patena
sostendría una forma sagrada.
Soy yo quien se devora y envejece.
Quien es la imagen misma de la infelicidad
al mirarte sereno, aceptando a la muerte
como quien bebe el trago de un cáliz sanguinario
y encuentra vino en él
y en él encuentra rosas.

Créeme que te envidio tanto como te quiero.
No he sabido templarme con tu misma paciencia,
no he sabido crecer insondable y secreto
a esa necia miseria del instante continuo.
La vida a mí me puede mientras tu te consagras
a la muerte. Y esa desolación de tu vacío
aumenta con los días en que me estás faltando
y el fervor de tu nombre me sangra entre los labios.

La zarza de moisés (la vida es como un viaje ¿sin retorno?)

Te dirán muchas veces que la vida
es como un viaje sin retorno.
Que aproveches el tiempo -«carpe diem» –
y no mires ni atrás ni hacia delante.

Esos no saben nada, créeme.
La vida es ciertamente como un viaje
al que siempre volvemos,
en el que siempre estamos regresando,
del que nunca salimos.

Los paisajes que vemos ¡los tenemos tan vistos!
Esos desconocidos ¡nos son tan familiares!
¡Cómo negar entonces que estuvimos aquí,
bajo esos mismos árboles sin frutos,
huérfanos de sus sombras protectoras,
de sus hojas caducas y sus ramas perennes?

Distingamos lo real de lo accesorio:
ya hemos vivido antes y a vivir volveremos.
Somos viajeros quietos en un mar que se mueve
y los pies se nos bañan en idénticas olas.
El mar es el que cambia.
Nuestro río es inmóvil.

La zarza de moisés (champagne)

Sube la espuma del champagne: con ella sube
el ansia del amor ya turbia y desbocada.

Una mano azarosa derriba la botella
y los regueros del champagne, fundidos,
son burbujas que alfombran nuestros cuerpos
rendidos y anhelantes, en donde mecemos
la persuasión de vida que alivie nuestra nada.

Sueño sin ser son estos brazos que ciñen
tu cintura, que acarician tus altos pechos
y desembocan en el insomnio del placer.
Vida inconsciente, pero al cabo vida
que se anega en alcohol y en desengaño.

Toulouse-Lautrec pintaba monstruos
en el Moulin: nos pintaba a nosotros.

La zarza de moisés (aceptación del destino propio) (sagitario)

Felicidad a veces, pero nunca
conseguirás la plenitud.

Aunque tu flecha alcance
el aire abierto, el viento, el sol,
el curvo espacio, la infinita carrera,
la longitud perdida de la tarde,
hay un caballo ilimitado
que sin jinete corre más allá.

Y tú, loco centauro, has de saberlo
y conocer qué límite te obliga
a ser mero jinete de ti mismo
inaprensible ecuestre del carcaj.

Pero lanzas tu flecha y nunca llega
donde tu sueño quiere ir, Quirón demente:
donde la noche es vida
y vida es el silencio,
donde germinan oros sin medida,
donde nace el temblor del talismán..!

La zarza de moisés (mapamundi)

Recorro con el dedo los parajes lejanos,
los glaciares del norte, las pampas argentinas,
las soberbias montañas y las arenas finas
donde tienden su sueño los cansados humanos
en busca del sosiego de las playas marinas;
y de pronto me veo tocando con las manos
el paraíso entero con sus frutos paganos:
las manzanas de Tántalo y las murallas chinas.

Ese dedo que roza las costas caribeñas,
los altos de Txapala, las selvas intrincadas
y las taigas inmensas del bosque siberiano.
Ese dedo que cruza las montañas rifeñas,
el curso del Danúbio y las cumbres nevadas…
y hace del mapamundi la sombra de mi mano.

La zarza de moisés (locura y belleza)

Por algún raro hueco
destila la locura su belleza.

No sólo la belleza del deseo,

la del amor y las intensidades
más escondidas y soñadas,
sino esa otra belleza de lo incierto,
esa locura del bien inasible,
esa perplejidad ante lo estúpido
de que la vida sea real y no los sueños.

Esas mujeres astilladas, firmes
en su profunda convicción de errar
y de amar el error. Esas artistas
del autoengaño, como Emily Brönte,
esas poetas del salvaje viento,
del irisado sol, de la segura
e imprevisible tempestad del alma.

No son muchas acaso, pero son.
Y su golpe de fuego nos apaga.
Nos conmueve profundamente algo
de inquietante y obscena plenitud.

Me viene a la memoria Sylvia Plath.
Algunos de sus versos me emocionaron
hondamente, cuando fuí muchacho.
Ahora la imagino vestida de noche
como aquella otra loca se vestía de mar.

La zarza de moisés (electroshock)

Antes de meter la cabeza
en el horno de gas
te conocí una tarde
en que cortabas leñas menudas
para encender el fuego en el invierno.
Estabas reclinada con el hacha
que reposaba encima de la minifalda
y eras la obscenidad del paraíso
más deliciosamente hecha serpiente.
Tu madre no sabía en aquel tiempo
la rara enfermedad de tu cerebro.
Y ni yo mismo imaginé, al saberte
tan pronunciada de cadera y muslos,
que un gusano muy lento caminaba
en tu sangre.

Cuando te ví en el hospital atada
de pies y manos sobre la camilla
no parecías la misma. Y no lo eras.
El diablo del espíritu había invadido
hasta las mismas raices del cabello,
en otro tiempo firmes y sedosas.
Nadie tuvo la culpa o quizás sí.
Quizá fue predecible tu locura
y no supimos leerla en ese instante.
Luego, cuando asfixiaste tus pulmones
lo mismo daba saber que no saber.

Sólo puedo decirte, tras tu muerte,
que nunca enciendo el fuego de la hoguera
más que con viejos papeles de periódicos.