Poetas

Poesía de Estados Unidos

Poemas de Robert Pinsky

Robert Pinsky (Long Branch, Nueva Jersey, 20 de octubre de 1940) es un poeta, editor, crítico literario y traductor estadounidense.

El tarro de los bolígrafos

Algunas veces simplemente el verlos
apiñados en su cilíndrica formación
me repele: humildes, erectos,
mudos y expectantes en su
enjuagada jarra de miel: mi carcaj
de desprendidos aguijones. (O un ramillete
de mentiras y de intenciones sin usar).

Pilotos, zánganos, obreros. La Reina está
molesta. La logia vertical
de los que trabajan duro, reunidos
en posición de firmes como si creyeran
que toda la tinta del mundo sería suficiente
para cubrir la primera sílaba
de toda la confusión de un corazón.

Esta gruesa estilográfica desearía
con todo su elástico corazón
que yo fuera un chico de granja
cuyo padre analfabeto
la rescata del retrete
tras haberse caído del pantalón del chico:
el hombre escarbando con sus botas
a la luz de un farol, ahí abajo en la fosa.

Otra pluma se esfuerza en recobrar
los caracteres de las miles
de lenguas del mundo que han muerto desde 1900,
florituras, espirales, salpicaduras
de pincel y arabescos:
las huellas de unas especies extinguidas.

El padre le da un manguerazo a las botas
y tras dejarlas en el granero
junto al pantalón y la camisa
entra en la cocina,
sosteniendo el pequeño y recuperado
símbolo de la confección de símbolos.

Oh, camada de rascadores de líneas,
vainas de plástico para el alma, habéis
durado más que las espadas—vosotras,
las garras y las alas de las manos.

Teclado

Un piano incorpóreo. Los auriculares otorgan
al que toca las teclas una cierta soledad
en el interior de su música; grítale y no se volverá:

la imagen de un alma que piensa dar la espalda al mundo.
Apolo en su piel de serpiente despelleja vivo al músico
ingenuo: Marsias adquirió entonces sensibilidad suficiente

para sentir en cada roce el mundo entero. En África
los invasores llevan machetes para amputar las manos
y tal vez hagan elegir a la víctima, «mangas largas o cortas».

Shahid Ali dice que les ocurrió a los tejedores de Cachemira:
acabar con el arte. Solo hay un cierto número de historias.
La Pérdida. El Elegido. E incluso antes El Viaje,

La Transformación: la fruta de cualquier árbol, la puerta
de cualquier aposento, menos este—y el alma codiciosa,
la cuchilla del torno. El Ejército Rojo destrozaba pianos,

pero una vez capturaron a alguien de las SS que sabía tocar.
Le sentaron al piano y se llevaron los dedos
a la garganta para explicarle que iban a matarle

cuando dejara de tocar, y así durante dieciséis horas
bebieron y lo destrozaron todo mientras el nazi tocaba las teclas.
La gran Canción del Mundo. Cuando se desplomó

sollozando frente al instrumento le golpearon la cabeza
y le reventaron los sesos. Orfeo despiadado regresa
de nuevo a su teclado para improvisar un planto:

los pequeños gemidos de placer de ella, bla bla, la zona
tras su oreja, lilas bajo la lluvia, un acorde suspendido,
una frase igual que una polilla volando indecisa a la luz de la luna,

Oh, perdida Eurídice, bla bla. Su arcaica cabeza
continuó cantando tras arrancarla del cuerpo:
el cuerpo, viejo y largo compañero, sostén—la esencia

de las naranjas, la-la-la, el aroma de los almendros,
el sabor de las aceitunas, su falda de paño. El grandísimo
anciano poeta dijo, ¿Qué deberíamos ponernos para el recital—corbata?

¿O mejor sin corbata, cuello alto? La cabeza
a flote se gira hacia Apolo para cantar y Apolo,
el lagarto de fuego de ojos gélidos, recorre las teclas.

IMPOSIBLE DE DECIR

Lento dulcimer, gavota y arco, en otoño
Bashô y sus amigos salen a mirar la luna;
en verano, arcoiris de gasolina en la cuneta,

la secreta cortesía que corre como icor
por la versión antigua de un chiste grosero a gran escala,
imposible de contar por escrito. «Bashô»

se llamó a sí mismo, «Platanero»: plátano
como la planta que unos alumnos le entregaron,
quizás en agradecimiento a su guía

al atravesar una larga noche por las reglas y canales
del poema encadenado, colectivo,
compuesto en el corazón de su profesor: vivo, estrico, fluido

como pasajes grabados en un circuito microscópico.
Elliot sabía de memoria tantos chistes
que parecían reproducirse como microbios en un cultivo

en su cerebro, cada uno dando paso a tantos otros
que era imposible poder contarlos todos:
en la cultura cortesana de los chistes, el mandamás.

Imagina una corte de un solo miembro: la reina una madre joven, infeliz,
a solas todo el día con su primogénito
y su nuevo bebé en un apartamento miserable

de demasiadas pocas habitaciones, de una raza distinta a sus vecinos.
Le dice al niño que va a suicidarse.
Se obsesiona, se enfurece. Esperando distraerla,

el niño juguetea, canta, hace imitaciones
de diferentes personas del edificio, bromea,
siente que si la mantiene con vida hasta que el padre

llegue del trabajo, estarán a salvo hasta mañana.
Es la risa contra el dormitorio y las pastillas.
¿Qué es él en sus esfuerzos sino un cortesano?

Imposible de contar su ilusión equivocada.
En los primeros meses tras haber vuelto al Este
desde California, al dejar un mensaje

en el contestador de Bob, cogí la costumbre
de contarle a la cinta un chiste; y en algún momento,
solía fingir que olvidaba el final,

o pretendía que algo quizá me interrumpía—
para que le entraran ansias de escuchar el final
y tuviera que devolverme la llamada. El chiste era de Elliot,

la más de las veces. Los médicos cometieron el error
que le mataría algún tiempo después ese mismo año.
Un día cuando llegué a casa encontré un mensaje

de Bob en mi contestador. Era una historia
sobre dos rabinos, uno alto, el otro bajo,
un día mientras caminan juntos por la calle

ven el cadáver de un chino frente a ellos,
y Bob decía, perdón: había olvidado el resto.
Por supuesto él sabía que su chiste era una mala imitación,

imposible de contar—un desafío sin salida posible.
Pero aquí está, tal y como Elliot me lo contó:
la viuda del muerto se acerca llorando a los rabinos,

implorándoles, que si pueden, lo resuciten.
Estupefacto, el rabino alto dice rotundamente que no.
Pero el rabino bajo le dice que lleve el cuerpo

dentro del estudio, y ordena cerrar los postigos
para que el cuarto quede a oscuras. Después reza
sobre el cuerpo, entonando una secreta letanía

sacada de la Cábala. «Levántate y respira», grita;
pero nada sucede. El cuerpo sigue inerte. Entonces
el pequeño rabino pide cientos de velas

y baila alrededor del cuerpo, cantando y rezando
en hebreo, después yiddish, luego arameo. Reza
en turco y en egipcio y en antiguo gallego

durante casi tres horas, saltando alrededor del ataúd
bajo la luz de las velas de modo que sus pequeños zapatos negros
parecen no tocar el suelo. Con una última plegaria

gimoteada en un español anterior a la Inquisición
se detiene, agotado, y observa fijamente la cara del muerto.
Jadeando, alza los dos brazos en un místico gesto

y dice, «¡Levántate y respira!» Y como antes
el cuerpo sigue inerte. Imposible de decir
con palabras como las cejas de Elliot se estremecían y bramaban

como greñudos mamuts cuando—con el permiso
de la viuda china—el pequeño rabino canta
la bendición para realizar la circuncisión

y elimina el prepucio del muerto, cantando loas
en finés y swahili, y baña el cadáver
de la cabeza a los pies, y con una oración final

en babilónico, resoplando por el agotamiento,
toma la cabeza del muerto y le besa en los labios
y la deja caer de nuevo y apartándose de un salto ordena,

«¡Levántate y respira!» El cuerpo, inerte como siempre.
Aquí, como cuando los discípulos de Bashô serpentean
a lo largo del espinazo curvo que une el renga

a través de las diferentes voces, cada una añadiendo
una transformación de acuerdo a las reglas
de la pausa y la repetición, todo en orden

y sin embargo imposible de decir de antemano,
Elliot se prepara para el remate del chiste: el pequeño
rabino, aún jadeando, como un boxeador sobresaltado,

mira al muerto, después a todos los que están observando,
una especie de ademán a lo Mel Brooks: «¡Oh tío!» dice,
«Eso es a lo que yo llamo estar bien muerto». Oh mortales

poderes y príncipes terrenales, y vosotros inmortales
Señores del abismo y la vida eterna,
Jehová, Raa, Bol-Morah, Hécate, Plutón,

¿Qué tiene que ver un alma viva y brillante
con vuestras arpas y fuegos y barcas, vuestras baratijas
y pozos de humeante sangre? Canallas provincianos,

nuestros idiomas no os tocan, sois como esa madre
a la que su hijo pequeño entretenía para rogarle por su vida.
Posiblemente creció hasta convertirse en el rabino alto,

el que se lavó las manos ante todas esas bromas
desde el principio. O quizá se convirtió
en el autor de estas líneas, un renga de un solo hombre,

ese a quien le parece imposible
contar una historia sin rodeos. Era un procedimiento
de rutina. Cuando terminó los médicos

le dijeron a Sandra y a los niños que había sido un éxito,
pero que Elliot no iba a despertarse hasta dentro de una hora,
que deberían ir a comer algo. A los dos les encantaba discutir

de una forma que por parte de él se remontaba al yiddish,
por parte de Sandra a cierto dialecto siciliano.
Solía regañarla interminablemente por fumar.

Cuando regresó de la cena con sus hijos
los doctores les tuvieron que informar del error.
¡Oh, torbellino de pétalos, hojas caídas! El movimiento

del renga encadenado persiguiendo de momento en momento
su significado, dice Bob en su libro de haikus.
Oh, torbellino de pétalos, todas las cosas vivas son fortuitas,

hojas caídas, y efímeras, y sufren.
Pero lo Universal es el objeto de los chistes,
especialmente ciertos chistes étnicos, que se estrechan

a través del embudo espiral de las lenguas y los gestos
hacia su absurda Ítaca. Hay uno
que me contó un periodista. Lo escuchó mientras un héroe

del movimiento de liberación sudafricano hablaba
a unos ancianos judíos. El brazo derecho del orador
se lo había volado un paquete bomba de la Derecha.

Contaba a los oyentes que tuvieron que votar
por el ANC—un grupo que los viejos judíos temían
como algo «a favor de los árabes». Pero empezaron a llorar

mientras el viejo y tullido luchador les contaba que su país
necesitaba que votaran por lo correcto, su voto
podría producir un país al que sus hijos pudieran volver

de Londres y Chicago. Los emocionados ancianos
aplaudieron como locos, y el amigo del orador
susurró al periodista, «Es el chiste

del Ejercito Belga en vivo». Ojalá pudiera contárselo
a Elliot. En el Ejercito Belga, la contienda
entre flamencos y valones se pone seria,

así que el ejército, fuera de control, apenas puede funcionar.
Finalmente un comandante reúne a sus hombres
en una gran sala, para tratar las cosas directamente.

Cuadrándose, permanecen ante él. «Todos los flamencos»,
ordena, «a la pared izquierda». La mitad de los hombres
se apiñan a la izquierda. «Ahora todos los valones», ordena,

«muévanse a la derecha». El mismo número se acumula
contra la pared derecha. Solamente un hombre queda
en posición de firmes en el medio: «¿Qué es usted, soldado?»

Saludando, el hombre dice, «Señor, soy belga».
«¡Vaya! Eso es asombroso, cabo—¿cómo se llama?»
Saludando otra vez, contesta, «Rabinowitz»:

un chiste que parece a primera vista una historia
sobre los judíos. Pero igual que el renga describe
un significado religioso haciendo entrar pétalos a la deriva

y hojas quebradizas que tocan y mueren y sufren
los vientos cambiantes que acarician el remolino en la cuneta,
así en el chiste, justo tras la música estridente

de flamenco, judío, valón, una lealtad cortés pasa al dulcimer, gavota y arco,
sobre el platanero la luna en otoño—
lealtad a un estado imposible de decir.

CANCIÓN DEL SAMURÁI

Cuando no tuve techo
hice de la Osadía mi tejado. Cuando no tuve cena
cenaron mis dos ojos.

Cuando no tuve ojos, escuché.
Cuando no tuve oídos, medité.
Cuando no tuve ideas, esperé.

Cuando no tuve padre hice
del servicio mi padre. Cuando
no tuve madre abracé el orden.

Cuando no tuve amigos hice
de la Quietud mi amigo. Cuando
no un enemigo me enfrenté a mi cuerpo.

Cuando no tuve templo hice
un templo de mi voz. No tengo
sacerdotes, mi lengua es, pues, mi coro.

Cuando no tengo medios
mi medio es la fortuna. Cuando no
tenga nada, mi fortuna la muerte.

La pobreza es mi táctica,
el desapego mi estrategia. Cuando
no tuve amante cortejé el descanso.

LA CIUDAD

Vivo en la pequeña aldea del presente
pero últimamente ya no sé cómo se llaman mis vecinos.
Más y más a menudo paso mis días en la Ciudad:

la gran metrópolis en la que puedo tener la esperanza
de vislumbrar imponentes espíritus cruzando la calle,
almas resistentes como la cucaracha y el pez pulmonado.

Cuando era joven, vivía en una aldea diferente.
Teníamos desfiles: el circo, el fuerte cercano.
Y el rabino Gewirtz inventó un juego llamado «Béisbol».

Para alcanzar primera base tenías que cantar correctamente
dos versos en hebreo. Los errores eran eliminaciones.
Un strike por cada tartamudeo o titubeo.

Los chicos dábamos gracias a la benevolencia del rabí,
cómo lograba equilibrar la inmensidad de las palabras
escritas en letras de fuego por el mismísimo Dios

con nuestro simple béisbol, con las cosillas que sabíamos…
O quizás recuerde yo mal, quizás los chicos pensábamos
(no había chicas) que el béisbol era la Ciudad

y que el lenguaje que aprendíamos a base de repetir
–con un poco de atención al significado, de vez en cuando–
era algo pequeño y local. Las Grandes Ligas, la Ciudad.

A uno de los chicos lo mataron pocos años después,
vistiendo el uniforme, a miles de millas de distancia.
Era un muchacho estúpido: las veces que yo hacía de capitán,

si se las arreglaba para llegar hasta primera base,
nunca lo dejaba avanzar dos líneas
para forzar un doble. Hace tantísimo tiempo…

A veces creo que nunca he visto la Ciudad,
que el lugar donde he estado es solo un barrio infame
en el que me convenzo de que estoy en el centro.

O: salvajadas, decapitaciones, ejecuciones en masa,
tropas con órdenes de violar y humillar –las noticias,
los Salmos, las epopeyas–, ¿y si la Ciudad es eso?

Gewirtz, nos contó, significa mercader de especias.
Anís y mejorana para el embalsamamiento de cadáveres,
para conservar o mejorar la comida y la bebida:

la materia de la civilización, como los juegos o los versos.
La otra noche soñé con aquel muchacho,
aquel insensato que murió en la guerra:

acercaba la silla para mirar hacia la pared.
Yo pretendía que leyera del libro de oraciones.
Él no contestaba, no iba a jugar a ese juego.