Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Roberto Fernández Retamar

Roberto Fernández Retamar. La Habana, 1930 – 2019. Escritor cubano. Perteneciente al grupo de los «poetas de la Revolución», Roberto Fernández Retamar es uno de los mejores exponentes del llamado coloquialismo hispanoamericano. Su papel protagónico dentro de la política cultural revolucionaria suele dejar en segundo plano su obra, que se inició tempranamente con los poemas de Del principio (1948-1949), que lo apartaban del hermetismo predominante hasta entonces en la lírica cubana, con una expresión clara e irónica que en algunos versos se acercaba a lo coloquial. Ese tono se desarrolló más aún en Alabanzas, conversaciones (1951-1955) y en Vuelta a la antigua esperanza (1959), y culminó tras el triunfo de la revolución de Fidel Castro y Che Guevara en Con las mismas manos (1962), Historia antigua (1965), Buena suerte viviendo (1966) y Que veremos arder (1970). Sin embargo, para un sector de la crítica, lo mejor de la poesía de Retamar se encuentra en sus textos más íntimos y menos programáticos, como los que integran A quien pueda interesar (1970). Además de poeta, Roberto Fernández Retamar es conocido también como polémico ensayista y defensor de la ortodoxia castrista, de lo que es buena muestra su libro Calibán, de 1971, donde ataca la posición antirrevolucionaria de algunos autores contemporáneos como Carlos Fuentes. Su tarea al frente de la Casa de las Américas corrobora ese aspecto.

A mi amada

En el Día de los Enamorados, el domingo, he despedido a mi amada.
Subió al ómnibus de la mano de su compañero,
Que en la otra mano llevaba una guitarra remendada.
Se sentaron sonrientes en el primer asiento: ella ocultaba su tristeza con un giro
de sus bellos ojos,
Y él estaba ya proyectando aventuras, cacerías, veladas con música.
Los rodeaban nuevos amigos que aún ignoraban que lo eran:
Iban a empezar a conocerse en un largo viaje,
Cambiando de avión en Madrid, en Roma, hasta llegar a su destino,
Su destino de médicos durante dos años.
Fui a buscar una flor, o al menos una hoja de árbol,
Para dársela como hacía cuando ella regresaba cada domingo a su beca.
Pero el ómnibus empezó a ronronear, y tuve que regresar de prisa.
Mi amada había de4scendido y me esperaba en la calle.
Apenas nos abrazamos. No teníamos tiempo. Quizás tampoco teníamos fuerza.
Regreso a su asiento. Movimos nuestras manos en el aire del mediodía.
Sé que lleva en su maletín dos dólares y unos centavos y una novela alucinada.
Confío en que le duren los tres días del viaje.
Luego empezará su otra vida, su otra novela, de médica en África,
De médica en Zambia, adonde mi hija ha marchado,
En el Día de los Enamorados, de la mano de su gallardo compañero de barba
roja.
–Sé útil. Sé feliz. Este triste está orgulloso de ti–.
Te espero siempre, amada.

Oyendo un disco de Benny Moré

Es lo mismo de siempre:
¡Así que este hombre está muerto!
¡Así que esta voz
Delgada como el viento, hambrienta y huracanada
Como el viento,
es la voz de nadie!
¡Así que esta voz vive más que su hombre,
Y que ese hombre es ahora discos, retratos, lágrimas, un sombrero
Con alas voladoras enormes
—y un bastón—!
¡Así que esas palabras echadas sobre la costa plateada de Varadero,
Hablando del amor largo, de la felicidad, del amor,
Y aquellas, únicas, para Santa Isabel de las Lajas,
De tremendo pueblerino en celo,
Y las de la vida, con el ojo fosforescente de la fiera ardiendo en la sombra,
Y las lágrimas mezcladas con cerveza junto al mar,
Y la carcajada que termina en punta, que termina en aullido, que termina
En qué cosa más grande, caballeros;
Así que estas palabras no volverán luego a la boca
Que hoy pertenece a un montón de animales innombrables
Y a la tenacidad de la basura!
A la verdad, ¿quién va a creerlo?
Yo mismo, con no ser más que yo mismo,
¿No estoy hablando ahora?

Palacio cotidiano

Yo decía que el mundo era una estrella ardiente,
laberinto de plata, cerrazón con diamante:
y ahora descubro el júbilo de la estancia minúscula,
la vida emocionada del vaso entre mis labios,
más cristalino y claro si el sol se apoya y canta
en sus paredes límpidas. Ahora veo el dorado
temblor que se levanta del pedazo de pan,
y el crujido caliente de su piel. Y me es fácil
entrar en el palacio cotidiano, manual,
de las enredaderas del patio, donde un príncipe
de silencio y de sombra calladamente ordena.

Y es que a esta vivienda que va horadando el tiempo
-la cual es más hogar mientras es más profunda-
tú trajiste la primavera de tu beso;
trajiste tus sonrisas, como una fina lluvia
vista entre los cristales; trajiste ese calor
dulce, para el reposo, para el sueño posible.
Y supe que era bello el mundo aun fuera de ese
centro de perfección: el amoroso palio
del rocío, y el vidrio que calza y rompe el aire.
Yo sentí levantarse un pueblo de pureza
allí donde vivían ayer muebles y hierros.

Como quien abandona las lanzas y destina
sus manos a los árboles, que se vuelven viviendas,
mis ojos, amarrados a relámpagos de oro,
dejo caer ahora sobre la pobre mesa,
sobre la luz medida que ha inundado mi casa,
sobre el silencio y la quietud que la acompañan:
y miran cómo sale un sereno color,
una vida armoniosa y honda de sus cuerpos.

Hacia el anochecer

Hacia el anochecer, bajábamos
Por las humildes calles, piedras
Casi en amarga piel, que recorríamos
Dejando caer nuestras risas
Hasta el fondo de su pobreza.
Y el brillo inusitado del amigo
Iluminaba las palabras todas,
Y divisábamos un poco más,
Y el aire se hacía más hondo.

La noche, opulenta de astros,
Cómo estaba clara y serena,
Abierta para nuestras preguntas,
Recorrida, maternal, pura.
Entrábamos a la vida
En alegre, en honda comunión;
Y la muerte tenía su sitio
Como el gran lienzo en que trazábamos
Signos y severas líneas.

Usted tenía razón, Tallet: somos hombres de transición

Entre los blancos a quienes, cuando son casi polares, se les ve
circular la sangre por los ojos, debajo del pelo pajizo,
Y los negros nocturnos, azules a veces, escogidos y purificados a través
de pruebas horribles, de modo que sólo los mejores sobrevivieron y
son la única raza realmente superior del planeta;
Entre los que sobresaltaba la bomba que primero había hecho
parpadear a la lámpara y remataba en un joven colgando del poste de
la esquina,
Y los que aprenden a vivir con el canto marchando vamos hacia un ideal,
y deletrean Camilo (quizá más joven que nosotros) como nosotros
Ignacio Agramonte (tan viejo ya como los egipcios cuando fuimos a
las primeras aulas);
Entre los que tuvieron que esperar, sudándoles las manos, por un trabajo,
por cualquier trabajo,
Y los que pueden escoger y rechazar trabajos sin humillarse, sin mentir,
sin callar, y hay trabajos que nadie quiere hacerlos ya por dinero, y
tienen que ir (tenemos que ir) los trabajadores voluntarios para que
el país siga viviendo;
Entre las salpicadas flojeras, las negaciones de San Pedro, de casi todos
los días en casi todas las calles,
Y el heroísmo de quienes han esparcido sus nombres por escuelas,
granjas, comités de defensa, fábricas, etcétera;
Entre una clase a la que no pertenecimos, porque no podíamos ir a sus
colegios ni llegamos a creer en sus dioses,
Ni mandamos en sus oficinas ni vivimos en sus casas ni bailamos en sus
salones ni nos bañamos en sus playas ni hicimos juntos el amor ni nos
saludamos,
Y otra clase en la cual pedimos un lugar, pero no tenemos del todo sus
memorias ni tenemos del todo las mismas humillaciones,
Y que señala con sus manos encallecidas, hinchadas, para siempre
deformes,
A nuestras manos que alisó el papel o trastearon los números;
Entre el atormentado descubrimiento del placer,
La gloria eléctrica de los cuerpos y la pena, el temor de hacerlo mal, de
ir a hacerlo mal,
Y la plenitud de la belleza y la gracia, la posesión hermosa de una mujer
por un hombre, de una muchacha por un muchacho,
Escogidos uno a la otra como frutas, como verdades en la luz;
Entre el insomnio masticado por el reloj de la pared,
La mano que no puede firmar el acta de examen o llevarse la maldita
cuchara de sopa a la boca,
El miedo al miedo, las lágrimas de la rabia sorda e impotente,
Y el júbilo del que recibe en el cuerpo la fatiga trabajadora del día y el
reposo justiciero de la noche,
Del que levanta sin pensarlo herramientas y armas, y también un cuerpo
querido que tiembla de ilusión;
Entre creer un montón de cosas, de la tierra, del cielo y del infierno,
Y no creer absolutamente nada, ni siquiera que el incrédulo existe de
veras;
Entre la certidumbre de que todo es una gran trampa, una broma
descomunal, y qué demonios estamos haciendo aquí, y qué es aquí,
Y la esperanza de que las cosas pueden ser diferentes, deben ser
diferentes, serán diferentes;
Entre lo que no queremos ser más y hubiéramos preferido no ser, y lo
que todavía querríamos ser,
Y lo que queremos, lo que esperamos llegar a ser un día, si tenemos
tiempo y corazón y entrañas;
Entre algún guapo de barrio, Roenervio por ejemplo, que podía más que
uno, qué coño,
Y José Martí, que exaltaba y avergonzaba, brillando como una estrella;
Entre el pasado en el que, evidentemente, no habíamos estado, y por
eso era pasado,
Y el porvenir en el que tampoco íbamos a estar, y por eso era porvenir,
Aunque nosotros fuéramos el pasado y el porvenir, que sin nosotros no
existirían.

Y, desde luego, no queremos (y bien sabemos que no recibiremos)
piedad ni perdón ni conmiseración,
Quizá ni siquiera comprensión, de los hombres mejores que vendrán
luego, que deben venir luego: la historia no es para eso,
Sino para vivirla cada quien del todo, sin resquicios si es posible
(Con amor sí, porque es probable que sea lo único verdadero).
Y los muertos estarán muertos, con sus ropas, sus libros, sus
conversaciones, sus sueños, sus dolores, sus suspiros, sus grandezas,
sus pequeñeces.
Y porque también nosotros hemos sido la historia, y también hemos
construido alegría, hermosura y verdad, y hemos asistido a la luz, como
hoy formamos parte del presente.
Y porque después de todo, compañeros, quién sabe
Si sólo los muertos no son hombres de transición.

A mis hijas

Hijas: muy poco les he escrito,
y hoy lo hago de prisa.
Quiero decirles
que si también este momento pasa
y puedo estar de nuevo con ustedes,
en el sillón, oyendo el radio,
cómo vamos a reírnos de estas cosas,
de estos versos y de estas botas,
y de la cara que ponían algunos,
y hasta del traje que ahora llevo.

Pero si esto no pasa,
y no hay sillón para estar juntos,
y no vuelven las botas,
sepan que no podía
actuar de otra manera.
Estén contentas de ese nombre
que arrastran como un hilo
por papeles.
Disfruten de estar vivas,
que es cosa linda,
como nosotros lo hemos disfrutado.
Quieran mucho las cosas.
Y recuérdenme alguna vez,
con alegría.