Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Rogelio Saunders

Rogelio Saunders (1963). Poeta cubano. Nació en 1963 en La Habana. Entre otros títulos suyos se destacan Algo tan mezquino (cuento, Letras Cubanas, 1993) y Polyhimnia (Colección Pinos Nuevos, Letras Cubanas, 1996). Es, también, redactor de la revista Diáspora(s).

Berlín infuturos

Las grandes ruedas se detuvieron
pero el odio continúa.
En el poema más perfecto
es falsa una línea.
Berlín: ciudad abierta.
En la oscura madeja avanzan
lentos-rápidos trenes.
No somos (nunca seremos)
como ellos.
La rubia de labios morados
saluda desvergonzada al general
disfrazado de cameraman.
En el arco invisible donde hubo la mano
aún vendrán los ataúdes.
Los borrachos con grandes vasos de cerveza
en equilibrio sobre el amasijo de cerámica.
Ellos no son (nunca serán)
como nosotros.
Salvo
que no hay ningún ello
o un nosotros.
Sólo el no-ello
y el no-nosotros.
Los rieles con las cabezas cortadas
y los edificios de hielo.
En la niebla negra de los campos
grandes ratas retozan
con un hilo de sol en los dientes
afilados
allende el rosáceo levitón
que restalla en la cuenca de lija del ojo.
El ayer es ese humo
que despiden los canalizos.
Los patios ensobrasados de historia
donde lo histórico
es la desaparición.
Íbamos por estas calles cenizosas
como fantasmas pisoteados
por lo imposible.
Las antenas ahora se levantan como uñas
en la carne sin forma de los edificios.
El cielo es el gran vacío-ojo de hebras rojas
que de golpe puede
tragarlo todo.
Continúa el comic,
las figuras a punto de cruzar una avenida
y las grandes vigas balanceándose
perpetuamente entre el azul
horriblemente falso de los cristales.
Continúa la gran risa
como una gran rueda
que nada puede detener.
Los gigantescos obreros que Marx edulcoró
son la materia prima del fascismo.
El gran cielo de Berlín
es como la boca insaciada
del futuro.
Los pequeños hombres mueven sus antenas
de hormigas
contra el fondo aguachiento
de la ausencia del mar.
Es pues imposible volver
y todo espera
como en ninguna otra parte
el golpe promisorio de la ruina.
El viento arrastra los rostros como hojas.
El carnaval en blanco y negro
no cesa
y puede oírse el galope de caballos
a través de las mudas puertas
no destinadas a cerrarse.
El gran viento perpetuo
arranca los calendarios de la pared.
El viento-tiempo es un continuo
de dos dimensiones
idéntico al paso amarillo
de un tranvía.
Ese que saluda allí
colgado en 1930
no ha muerto todavía.
Me mira y sé
que me conoce, apretujados
ambos,
ojo con ojo
en este andén de 1880.
Es imposible volver
pues no hay historia
a la que volver.
Ella es (falla o clinamen)
irremisible.
El discurso es el sobrante
que baja por los canalizos.
Los ojos y manos
también
vencidos
por el golpe de insomnio
de la ruina
y por el cielo
que no tiene fin.
Es ese fin sin fin
hacia el que todo
fuga
lo que mantiene
la risa perpetua
y el incesante martilleo,
los habladores parapetos
del carnaval,
el arlequín de ceño despejado
con la cabeza partida en dos
como una marioneta
del kabuki.
Sabido es así que subir al tren
no significa dirigirse
a ninguna parte.
Bajo el cielo no redondo
no hay partes.
Sólo la anárquica partición
del mediodía,
la catastrófica desmesura
de lo histórico.
Aquí, donde todo es medida,
reina la alucinación perpetua
del homo.
La historia coincide
con el gran vacío
del cielo
que se repite en el embudo dejado
por cada edificio.
Todo fuga, continuo.
Todo se descamina sin regreso.
La falla o corte
no destruyó nada
sino que lo mostró todo,
ni falso
ni verdadero.
Abierto a lo abierto, fugacidad continua
de lo sólido.
Los ojos golpeados por la luz
son como los cuerpos grandes ruedas.
El cielo rueda y fuga.
Los campos ruedan y fugan.
Los pasajeros apresurados
ruedan y fugan
centrifugados
por la velocidad,
alzados y diseminados
por los infuturos.
La sombra de la gran máquina
desciende con los desesperados
despojada de sí misma
a donde todo es despojo.
Todo continúa
enlistado por la falla
ni cerrada ni abierta.
Lo fabuloso es esta
prostituta que espera
en pleno día
ni cerrada ni abierta.
Oh homo, grita el humo
tan lejano del homo.
El cielo abierto grita
y no hay tragedia,
no hay historia ni rostro.
Sólo la pequeña música que susurran
las ruedas dentadas.
El cuchicheo-mordisqueo
al fondo de los teatros.
Los vastos paisajes
desmenuzados por el viento.
El golpe de semen de la gota
contra la ventana.

Los rieles, los rieles, los rieles.

Desexilio

Me escapé
del interminable
cañaveral,
y ahora estoy
mirando la
oigopa
de antiguos parapetos,
los
pastos verdes sin fin
bajo los cuales
sin duda
fluyen también
el silencio
el olvido
y la sangre.

Nada cesa
aquí
donde todo
de algún modo
ha muerto.
Hay un pueblo invisible
bajo los rieles.
Canciones nocturnas
que ascienden
como fuegos fatuos.
El rastro
de fuego
de la poesía
es un gran peso muerto. El
insonoro cadáver
que arrastra un pálido
asesino,
indigno del antiguo
y fiero
oficio
del guardabosques.
No hay ninguna hacha
enterrada
bajo los abedules.
Sobre el relumbre indiscreto
del paisaje
fluye, como una marquesina,
la vieja
consigna: Tempus fugit.
Rostros antiguos
y vacíos. Excavados
por una angustia
demasiado
sostenida,
por un sueño
demasiado vasto
y confuso
y sórdido. El
sueño del corazón
hinchado
por el ansia romántica.
El tullido
yo errante de las alcantarillas,
la
indetenible
sombra de nerval con su
desarbolado
albatros-langosta,
pasando junto a un
chansonnier que silba,
último hombre en pie,
soberbio,
con la giganta-niña
a sus pies,
ahíta de semen,
oh noche impar de la hecatombe,
del gran toro ciego que baila
dormido en medio del aguacero,
perplejo entre los barriles que ocultaban
a la gorda dietrich de su amante
tuberculoso y epiceno,
hoy más que nunca tú eres eso,
tú, la charca, la claridad
glauca de la epidemia,
el sol amarillo flotando en la
sorda pupila del judío
de nariz hinchada,
roja contra el cristal sin brillo del bistrot,
grandioso incomprendido vástago del
siempre póstumo
papa goriot
solo en la estepa veloz
con su caspa de hielo y su boca
indescriptible
abierta
y muda.

Ya sé que nadie
podría decirnos
quiénes somos.
Mudos y anónimos
entrechocamos los codos
insomnes
en la barra inexistente
al sordo desleírse de pasos
de caballos
que tampoco existen.
Hay huecos de obuses
por todas partes,
y el brillo dudoso
de las alcantarillas.
Ese hedor temible
hoy sin valor alguno,
al cabo de todas las tragedias.
Como si hubiera
inadvertidamente, advenido
una tragedia última
de colosales
dimensiones
y de
incalculables
consecuencias.
Tragedia
invisible.
Muerte
invisible del hombre,
cambiado en símil,
en puro de
signio nimio. En
tintineante
círculo de latón
que
rota y ríe
callejuela abajo
perseguido
por una muchedumbre
de números.
La gran cara del payaso o
simple
clown de invisibles
rayas. Rayado
por el retardado
sol, caminando
hacia atrás
o
desesperadamente
hu
yendo con
todos los
invisibles otros
de ansiosas
bocas sedientas, de bocas
de guillaume, de caras
rajadas a cuchillo,
distendidas
a fuerza de olvido,
de inimaginable
lentitud
y sequía,
y sueño
de entretelas,
de fulminantes
fardos
caídos a destiempo
y de
fragorosas aceras
que avanzan
hacia el vacío,
llevando enseres
opacos, y listas
agujereadas,
como
artificiosos
restos del día.

Las aves
y las rosas
electrocutadas en los alambres
ladran un discurso
sin sílabas
a la luna de cartón-piedra.
Diógenes ha vuelto
con una linterna
de luz negra.
Lo siguen cinco estúpidos
alabarderos mecánicos
devotos de sturlusson
y su inútil
balbuceo en la estepa,
en el ondulado
zinc de grandes batallas.
El arte de los bardos
ha muerto en la celosía
de los almenares.
No legaremos nada
a nuestros descendientes.
Elevaremos
a magi y sacrum
la imitación
de las bacterias,
pequeños y victoriosos
como siempre
en medio del charcutante
doppeluniversum.
El hilo rojo nos guía
por entre la selva oscura.
Pero también
de él prescindiremos
en el instante
salvaje de la libertad.
Los que deben morir
morirán. Y des-a
parecerán.
Es así. Será así.
Ya tenemos
la mirada rapidísima
de la rata
y el olor eterno
de los suicidas-niños.
Miro el alba
con mi falsa cabeza
de bronce
y mis ojos
completamente redondos,
rectilíneos-esféricos.
Todos los héroes
han muerto.
Las mariposas de hojalata
vuelan con rabia tornasol
sobre la derruida
tumba del ídolo-cometa.
Su risa roja, enorme
mueve con trazo negro la
pésima ola que encalla
una y otra vez sobre la misma
solitaria péndulaymaderamen.
Con increíble
dificultad la insomne
cabeza inicia un canturreo
que acaba en seguida en
gulp
cadavérico.
El sueño del clinamen
tiene los ojos en blanco.
Los adolescentes psicopompos
humedecen sus dedos blancos
en la blancura estremecedora
que empolva los jubilosos
esqueletos.
Sonámbulos, recomienza la danza.
El triángulo vertiginoso.
El agua verde y la luz tendinosa
se cruzan bajo el cerrado improviso.
Los campos negros reaparecen
en lontananza
cantando la guerra y sus torvas
figuras de cartón
apedreadas por el viento.
Pasan los peregrinos silentes
borrachos en la luz negra del alba.
Con fijos ojos de greda
Diógenes mira la hastiada
silueta de la tumba, y el brazo
fantástico que divide
el mar infinito de olas de hielo.
Cruza los pies engualdrapados
en mezclilla, y bebe de la botella
de los condenados,
con el glog-glog con que se escurren
por el caño de plomo y cinabrio
todos los sueños perdidos,
y el lejano
sonido de flauta del cristalero,
tijera en mano,
intraspasable como la hilaza
de ceniza y fría cabeza de muñeco
del laberinto.

El camino a casa

Vivir la vida,
¿no es cruzar un campo?

Perplejo ante
la abrumadora
sabiduría de los muros,
trató
de volver la vista
atrás, hacia
su vida
oscura o clara como un
túnel. Deslumbrado
por el sol de invierno.
Olvidado como
el yermo espacio de juncos
entrelazados sin futuro
con la tierra negra.
El largo,
desmesurado camino inexplicable.
El hombre-simio recorriendo
con terror los campos desiertos,
el espacio infinito,
entre centelleos,
entre gritos
de devastación
salidos
de bocas pálidas,
de mudas,
sigmoideas cabezas repetidas.
No había nada.
No hubo nada.
Sólo
la casa vacía, el
vacío espejeo
de las manos. El sórdido
ajetreo alegre de papeles
revoloteando alrededor
del hacha. Los lentos
y feos edificios curvados
bajo el denso cielo.
El camino de hierro
final, el vertiginoso
fracaso. El humo
de los ojos que,
preguntando,
parpadean.
Un balbuceo
como de niño que sueña.
Un dedo que ondula
en el vaho. El paso
urgente no sujeto al hogar,
fortuito
como un beso:
esa cara
es la mía.
En la multiplicidad
del rezo,
la boca sueña.
Hay más cristales enterrados
debajo de los cimientos
del puente,
de los que puede contar
el ojo del hombre.
Todos los días
son el mismo día.
Todos los rayos
parten en dos el mismo ojo
que gotea.
La mano restaña
la herida del ave
con desgano
o reluctancia.
El caminante grita perplejo.
Cae como un badajo el:
«No he vivido ahora».
Pero, ¿quién ha vivido?
Nadie sabe
a dónde va la mano.
La boca
habla para sí misma.
El sordo sonido sacude
los pastos amargos.
híbridos, sin oportunidad.
El ilusorio cristal vuelve,
la historia
se repite.
Llegado a un alto
casi final al absurdo
pataleo o carrera,
todo se levanta
como un gran muro invisible
fabricado por fantasmas.
¿Cuál era tu casa?
¿Quién hizo
todo esto?
¿Para qué? ¿Cuándo?
Ritmo uniforme que va segando
las pálidas,
orgullosas cabezas
con aburrimiento
metódico,
al término de un aquelarre
descolorido,
digno del movimiento
sin defensa.
Látigo acabado en codo que cruza
la cara: el quebrado,
irreconstruíble
espejo.
Las absurdas palomas
pegadas
como manos
al cristal fallido.
El sordo
goteo en la
vastedad vacía
de la ajena casa,
construida por nadie
para nada.
El silencioso
páramo de los sueños
cruzado
por el relámpago
de la risa.
El miedo
antiguo como la voz pánica
que canta sola.
Escalofrío
del shakuhashi.
¿De qué trataba
todo esto?
La madera se curva
vencida por el peso
del agua.
La erizada
cercanía de los campos
y su imposible sueño.
El movimiento
ridículo como una
escaramuza.
Confusión
amarga o
meramente ingloriosa
de noche y día.
Noche y día
las manos en la cabeza.
Los pies
sobre la tierra cruda.
Diez mil años
para saber esto,
con certeza de brocal.
Nuestra vida es como una
batalla
entre los cuernos
de una serpiente.
Los huesos entrechocan
en la mano inmóvil.
El final
no es amargo
ni sórdido.
Es como una
conversación junto a la ventana.
La oblicuidad
del cuello
lo dice todo.
Hay un ojo despiadado que mira
desde la contraventana.
Ojo de pájaro.
Ojo inmóvil que de
limita.
Creeríamos
que estamos enfermos
sólo hoy?
Qué sólo
hoy supura, jadeando,
la garganta,
rehén de lo desconocido
en pos del desviado ojo?
Oh las flores
de papel.
Oh el rostro
acanalado.
Todavía
corre pero ya
sin el salvaje miedo,
pues lo desconocido ha sido
sepultado por la grisura
de las ciudades.
El tren sigue su marcha,
borrando la encorvada espalda
o lomo
engrosado de escarmiento.
Pero el ojo,
mudo en su cuenca,
abultado de horror,
sigue fijo en el aire,
en el espeso
jarabe de sueño y nada,
viendo la huella roja del camino
y el trazo
fulgurante del relámpago.
Libre y muerto para siempre bajo
los pálidos,
derrumbados abedules.

Le clapotement

El mundo se va a acabar.
Dice el niño ante el coro de niños.
¿De dónde le viene esta extraña sabiduría?
Esta palabra ajena e inconmensurable
Este peso oscuro y aterciopelado con el que él juega
ligeramente, como un saltimbanqui
con un gran globo transparente, suspendido (en el aire) (?) (?)
Él mismo suspendido (?)

Es una broma —dicen los niños.
No —dice el niño.
Ah, ¿es cierto? —dicen los niños.
Ah. Es cierto —dicen los niños.
Recostado a una columna soleada, el maldito, el profeta.
Ríe.
Ríe y ríe.
Ríe.
El coro ríe.
El coro ríe. El coro duda. Ríe.
El niño ríe y ríe.
Los niños ríen.
Las niñas ríen.
(ríen) – (nada) – (ríen)
Pared soleada tras la columna soleada.
Cruza la pierna. Pelota. Columna. Pared soleada.
Sombra de la risa. Risa de la sombra.
Asombro.

“Oh, no es cierto”.
“Oh, vamos, no es cierto”.
“Oh, no. Oh, no. No. Claro”.
“Claro, no. Oh”.

El mediodía es un puente. Lo ha dicho ayer la radio —dice el niño.
Cruza la pierna. Zapatos grises en la sombra.
Sombra soleada. Sol aliado con la sombra. Sombraliada.
Alivio de la sombra. Sol y sombra. Asombro. Ah-sombra. A-
¿La radio? ¿El radio?
En fin.
El círculo.

En fin, en fin. A- da
Zapato gris en la sombra. da-da
Cordones grises en la sombra. el-da
Medias blancas. el- la- a- sombra
Piernas blancas. ella-sombra
Piernas negras. ellasombra
Medias negras. e-l-l-a-s-o-m-b-r-a
Zapatos blancos en la sombra.
Cordones blancos en la sombra.
Cordones negros en lo blanco. (Hummm)_ _ _ _ _ _

eones
dones
nociones
canciones
pares
nones

Cordones. Zapatos. Blanco. Negro. Sombra. Sol. Cruz (¿)
Crucicruz. Cruz-cruz. Cruz-ad. Cruzad-o. Cruzad-a.
¿Cruzada?

En fin, en fin.

Zapato gris en la sombra.
Cordones grises en la sombra insistire in- dia est dia
Medias blancas. est sis- bó sis bo
Piernas blancas. diabolicum ti- li ti li
Piernas negras. re- cum re cum
Medias negras.
Zapatos blancos en la sombra. in- dia-bo-li-sis ti-re-cum

Cruza la pierna.
Vendrán los ejércitos del Maligno sobre el puente del mediodía.
(¿dice el niño?)
(¿dice el niño?) ¿él? ¿dice? -quién
-quién -dice -él
di-es-i-ra-el
di-el-si-e-ra
di-si-el-es-i-ra
i- s- r- a- e- l
i- r- r- e- a- l
es-di-s-ra-el-li
(¿él?) (¿puede?) es-ra-el-di-si ha- cer-
di-si-di-si-di es- to-
di-si-si-si-si cer- to-
disisisisisisi
(¿los niños?) sisisisisisisi do- sis-
sssssssssss cier- vos-
diás- to- le muer- tes
sís- to- le prue- bas
¿Quién -o- quién? o-le o-le o- can- tos-
le-o le-o le- res- tos-
o- el- o- him
en- el- him- no- si-to-do-es
en- el- him- en to-es-to-es
cier-ta-men
te-nue-vo-si
Ay- Ay- Ay- Ay —canta. to-do-es-to-
es-nueva-men
te-cier-to

Ay-Ay-Ay-Ay-Ay —canta.

Recostado a la columna soleada. En- som- bra-
Aislado en sombra. en- sem- ble-
(Aliviado en sombra).
(Asilado en la sombra). som- bre- ro-
(Alisado en la sombra). som- bri- lla
(Alabado en el nombre).
(Alado en la sombra.) um- bre- la
(Las alas del nombre.) u- cel- lo
(El nombre de la sombra.)
(La sombra del nombre). bra a
(Las alas del nombre) som la
(Las alas de la sombra.) la ba
(El alado nombre.) de do
(La sombra alada.) bre se
(El nombre del asombro.) nom a
(El asombro del nombre.) el el
(El nombre- el hombro). a nom
(Omphalus- Umbravit). se bre
ET CAETERA do del
ba a
la som
ET CAETERA a bro

Soliviantado. Levantado entre los suyos. (¿Sus iguales?).
Hablando lenguas.
Riendo como si aquello no pudiera ser una lengua.
Como si aquel discurso (¿no era un discurso?) no pudiera ser un discurso.
Un dis- curso. (Un de- cur- so). Of course.

Bye- by- Bye- ba
Korus de Horus (chorus) ba ba
ba ba ba
Aden —— Hauer (ad) ba ——— ba
R- Euler (add)
H- Aulet (and) khora
Adden — Hour An
Adden — Adden Houarden Enourmous
Add — On — I Room
(Adonai) (?) How are then(?) A Roumour

P o u l e t D d e n a r h o u r
e t — e t — e t o u r Lingua-ríen a coro
e — e — e d e n a r In-des-truc-ti-ble
e l — e l — e l e n e n e n e n Ríen. Ríen. Ríen.
ó ó ó I n-I n-e l-n a I-n a I-m a I-¿m a I?
o h . . .

Por cierto —dice el niño— el mundo se va a acabar.

¿Pero cuándo cuándo cuándo cuándo cuándo cuándo cuándo cuándocuandocuandocuandocuandocuandocuandocuandocuandoc
uandocuandocuando cuandocuando cuando cuandocuand
do
cuán——————————— cuán—————————————do
cuán——————————————————————————do
cuán
do
cuán
do
cuán
do
cuán
do
cuán
do
cccccccuuuuuuuuaaaaaaaaaaaaaannnnnndddddddddoooooooooooooo
SE VA A ACABAR EL MUNDO (?)

Pregunta riendo el coro de sacerdotes ante el niño que dice las variantes
de esta salmodia son infinitas por lo tanto yo no les he dicho nada dice el
rabino ante el coro de aprendices que preguntan riendo.

A veces, en el tren que fuga

(nobody knows revariation)

A veces, en el tren que fuga
hacia Venusberg o las
constelaciones,
en pleno día
tú yo
tan desconocidos
como siempre,
giramos al uní
sono las bruñidas
cabezas de agónicos
y arcaicos
maniquíes
como en un bien ensayado
paso de baile sobre
el desvencijado
maderamen.
Dipsoicos habitantes de los trenes,
desangelados,
de estólidas capuchas negras,
la lluvia nos ha separado.
Como flores picoteadas
chapoleteamos sobre el papel
de las aceras
con el inoperante manuscrito enrollado
bajo el brazo
como un periódico.
El viejo letrero
escrito en alemán defectuoso
centellea como un tuerto
ojo machacón
de platillo de circo.
Nos hemos perdido
en un mar de rieles.
Otros niños sin escritura, sin gesto
nos circundan.
Oh la Moral.
Patinadores ciegos,
derribamos al mudo sol
como el padre varado
en la puerta, sin empleo.
El pétreo, desmigajado anuncio
de turbios productos
que no adquirió nadie.
Hay muchas palabras
perdidas. Muchos rostros
sepultados
bajo la arena
de las ciudades.

En resumidas cuentas,
nadie
conoce a nadie.
Nadie alza un
brazo o una copa.
En el silencio
del bullicio
vuelan la aligeradas
cortinas, como
telones de boca
donde
flotan
paródicas manos.
Signos
sin espacio. Como
el puro tiempo que no
señala nada. Hijo
del sueño cíclico. De la oscura
decisión que dibujan
las repeticiones.
Sin salida.
Sin nacimiento.
Entes sin presencia
altos como abandonados
sombreros detenidos
en el aire.
Eternos como la esferoide
de madera
dentro de los gastados
zapatos.
El trazo.
Un: no. O un: oh.
La palabra engolfada
en la boca abierta.
El asiento desplazado allende
el traqueteo mudo.
Sin campos de labranza.
Sin saludo.
El agua sobre la estatua.
Las ratas aplastadas
por el trueno súbito.
Presos en el staccatto agudo
de la trompeta.
Mientras el vigía
alto sobre los techos azules
da una única vuelta de campana.
Sin final. Sin lejanía.
Todavía veíamos las franjas.
Los gansos patéticos,
libres del torno de la cosecha.
El rielar del horrendo pozo
separando las piernas independientes.
El taconazo en la última
sílaba o paso.
Unísono
al golpe del sombrero.
El reflejo en el cristal.
La rima sin ojo.
El rostro sin risa.
La nada en todo algo.
«Si el mundo no era
para ellos…».
Pero, ¿qué mundo?
Oh: la dispensa.
Sol-cangrejo
sobresaliendo
en la nuca de la anciana.
No veo y todavía
veo. Cabezas
simultáneas, engolfadas
de un vacío inequívoco.
Los salvajes muñecos.
Los libertarios
paraguas quejumbrosos
saltando sin dueño
sobre los adoquines
en carne viva.
Cabezas antiguas
atornilladas a troncos
generales, enseñoreados
de mapas, oh cabezas.
A todo esto,
no hay refugio para los trenes
indetenibles. No hay olvido.
Nadie sabe nada.
Esa gran ignorancia
es lo que nos hace veloces.
Poseedores de una libertad
sin límites. Hecha de
la pureza de lo inexistente,
del Trasunto.
El otro de todo mundo.
El otro siempre inseparable
del otro.
Último, ulterior, ultra.
El canto machacón
y maniqueo
de un comisionado veloz
deslizándose muerto sobre la nieve.
Cabezas juntas.
Cabezas separadas.
Nunca cógnitas.
La ventana y el amanecer
encordados por la falta
de silencio
se igualan.
Si ser libre fuera
esto (este
átono díptono y paso)
ello (s) (imposible: tú
y yo)
lo hubiera (mos)
sido.

Acerca del instante y el espacio (o del ser entendido como transparencia)

Como en un bodegón flamenco, dispuestos
sobre una mesa (una mesa
imaginaria, que es
y que no es: un plano
de consistencia): papas
fermentadas por el calor,
diminutos quelonios de color de ciénaga,
el acre olor insituable del verano.

Arriba: la viga inmóvil.
El denso espacio vacante y su oro,
su incandescencia, su silencio.
Muertos locuaces congelados por el ardor,
por la impaciencia que selló sus párpados
como se sella una carta que nadie ha de recibir.
Allí, en el cenador acristalado,
con sus diez mil reflejos que son
el éxtasis del sol, su despedida, su ausencia.
Allí la luz es cristal (triángulos, hexágonos, fragmentos),
rayos detenidos en pleno movimiento,
e infinitamente en movimiento en forma
de zigzagueantes y agudos centelleos: la catedral
estallando sin fin como la voladura
de la cantera en piedra que ilumina:
piedra hecha de luz y luz petrificada.
Allí el sol es el hueco negro de un sombrero.
Nunca más el disco de lava puntual,
la asombrosa derrota del crepúsculo.
La hueca luz es ahora providencia y casa de espejos.

Los que danzan en el césped verde
(que a veces es violeta y también rojo)
son habitantes de un país de ensueño: ingenuos
holandeses
con sus trajes polícromos de la Edad Media.
Más que bailar, levitan.
Levitamos con ellos, fascinados
por ese pintoresquismo familiar,
por esa otredad entrañable que tal vez
es la del teatro de sombras o de marionetas.
Fábula mítica hecha de mimbre y paño.
De colores puros y del olor de la madera
recién cortada, recién bendecida, recién barnizada.
Olor del invierno esta vez, donde el calor
es igual a la intimidad y el vino
a las palabras que todos piensan y que nadie pronuncia.
Sonido de campanitas lejanas,
de cuentos de Navidad (subyugantes y horribles),
y de los altos abetos y de los hombres de paja,
con la pálida luz de las colinas y el río que transcurre
—opaco, doloroso—
bajo el arco de un puente que vimos o soñamos.
Suizos, daneses, luxemburgueses y noruegos,
con gordas caras sonrosadas de viejas sirvientas
como si fueran los entes (coloridos y risueños)
en los que el sol, allende el sol, se ha transformado.
Mundo de tela que habla.
Mundo contrario y el mismo.

Aquí, la noche. (¿La misma?)
El bodegón flamenco donde el calor es el frío,
la humedad infinita de lo olvidado.
El barroquismo de la nada, la acumulación
incesante de lo imaginario.
Allí donde no hay nada, todo es posible.
Lo imposible se retira, el sol se oculta
en el clímax del sol, en la sobreabundancia
de lo imposible.
No hay sol: nada es imposible.

Dos cambistas se inclinan
sobre sus manuscritos contables.
No la historia de la óptica, sino el rojo.
La precisión del detalle, la espesura de los signos.
Astucia o sutileza
infinita del gesto. Espacio
que nos atrae como un abismo cuya substancia
es el color inmóvil pero vivo:
el contorno trazado por el vértigo
de lo natural hecho sobrenaturaleza.
El naturalismo, bien entendido, es eso:
un vértigo como una scienzia,
una ignorantia como un conocimiento,
una fe en los ojos como una ceguez homérica.
Ciegos, nuestros dedos irradian un contacto divino.
Ciegos, también, cuando nuestros ojos palpan.
Ojos que recorren la imagen como un cuerpo.
Dedos que subtienden el cuerpo como imagen.
¿Acaso no hay, en una sola
gota de agua, infinitas gotas?
Pintar el mar gota a gota: intención
admirable, propósito imposible.
Pero la lluvia está allí, cayendo sobre el puente
coos complicado.
Más sencillo y menos simple.
Más evidente y menos verdadero.
La seguridad del sonámbulo (dijo alguien alguna vez)
proviene de que sus percepciones
no son interferidas por ninguna sensación,
por ninguna enseñanza, por ningún significado.
Esto hay que dejarlo resonar, inconcluido.
Como sucede con la palabra realidad
una vez que se ha suprimido el énfasis que la hacía posible,
equivalente del ur y representante del Edicto.

Es aquí, extrañamente aquí.
No un aquí sin ahora: algo más extraño.
Un vuelco de los ojos
hacia la insubstancialidad abismática de los dioses.
Una apertura de la mente (de la sensibilidad)
hacia la ausencia sin límites.
Lo demasiado abstracto
es inocente e inquietante como la carne de un niño.
El novum tiene la involuntaria sencillez de una sonrisa.
No será entonces (todavía
cabalgamos en símbolos), pero eso
es lo que puede verse
a través de los objetos,
de las cosas transparentes.
Ya que todo está aquí
reunido, envolviéndonos.
Esta atmósfera misma
es el significado del Tiempo.
Mas, ¿dónde está lo desaparecido,
lo que soñamos ayer, el laberinto y el árbol?
El mundo mismo es el espacio vacante,
aunque no podamos comprenderlo.
El simple más que ríe burlonamente en lo oscuro.
El bodegón inmóvil donde todo burbujea,
interrumpido por el parpadeo que subdivide los segundos.
Toda afirmación, allí, no puede ser sino una pregunta.
Como en la metamorfosis sucesiva de los temas
o de los motivos de una sinfonía.
Donde todo se pone en marcha y nada avanza.
Donde todo, sencillamente, se encamina.
No hay movimiento: sólo metamorfosis.
La mitad de un desplazamiento imaginario
y la mitad de esta mitad, infinitamente.
Inter alia: paseos en el spatium.
(Paseos que, en realidad, van desplegando el spatium.)
Entre un pensamiento y otro,
nace la cosa mentale.
El hundimiento de la existencia que hace
perceptible el instante.
Vemos. Pero, ¿qué vemos?
La fermentación fecunda, oímos las voces.
Todo está vivo, hostil o entrañable.
Humano, siempre demasiado humano.
A través de lo inverosímil o de lo fantástica
mente pintoresco de un carnaval en la nieve.
Todo se hunde porque todo permanece.
Todo desaparece porque todo persiste.
Todo está suspendido, navegando en el tiempo.
Disperso como los cristales
de luz del cenador constituido de reflejos
donde el sol es la instantaneidad de lo que no ha sucedido.
Oscuridad cegadora cuya aspersión, siendo infinita, no termina.
No hay centro ni origen.
No hay progreso ni historia.
Pero los dioses
seguirán existiendo mientras exista el sueño.
El sueño es la puerta mágica que nos une
con nuestra cantidad de desconocido.
Suspendidos en nuestra noche
y aún más absortos en el día.
Engendrando la geometría con un ojo
frío y sobresaltado.
El exaltado ojo en éxtasis del Observatorio.
El ojo ciego y vidente, colmado y cóncavo.
El ojo doble y único del instante
y el espacio: cadencia
del vértigo donde nada se mueve.
Vitral transparente de la mente (ese
confín de confines),
cuyos pedazos vuelan sueltos en indecisión eterna,
impulsados por el más allá
de su silenciosa insistencia cristalina.
El mismo más allá que ha dado al sueño del mundo
su realidad autosuficiente y dolorosa.
Y por la cual el mundo, siendo la Presencia,
es lo ausente, lo incomprensible, lo inhabitable.
No es que la vida esté en otra parte,
sino que es el mundo mismo el que está en otra parte
estando en todo momento delante de nuestros ojos.
Falsos profetas o locos, conscientes
de una verdad indecible, permanecemos en él.
Ni celebrantes ni cínicos,
ni resignados ni hipócritas.
Simplemente permanecemos en él,
mientras nos nace en el rostro
algo muy semejante a una sonrisa,
pero que en realidad es el movimiento
total y sin consecuencia de la mente que ha comprendido.
Que ha estallado, que ha enloquecido.
Mente girasol o mente remolino,
idéntica al sol-histrión que ilumina artificialmente.
Pero la luz es real (o mejor dicho: transreal)
como la mente que la nombra. Salvo que la mente
es ilimitada: space pantin
que puede confundirse con una claraboya,
con un avance del mar, con un olor indescriptible.
Con todo lo que fermenta,
lo que muere y lo que resucita.
Su permanente despliegue, ya se sabe, es locura.
Pura locura del pintor que se extravía en el detalle.
Y sin embargo, allí están
las cosas transparentes,
las cosas máximas allende la explosión sin tamaño.
Allí está la cabeza del salvaje, balanceándose como un pino.
El testimonio visible del viento
dando contra la ropa tendida,
haciéndola restallar con una resonancia pura.
Eso: la ropa que danza
y el viento que suena.
El instante y el espacio
como el latir de un diafragma.
La huella ensoñada del pintor
desdibujándose en la nieve del cuadro.
Nada más que lo que es (que lo que está):
incesante, transparente, sin límites.