Poetas

Poesía de El Salvador

Poemas de Salarrué

Salvador Salazar Arrué (Sonzacate, 22 de octubre de 1899 – Los Planes de Renderos, San Salvador, 27 de noviembre de 1975) fue un artista salvadoreño. Trabajó en el campo de la literatura y las artes plásticas, pero ha sido su obra narrativa la más conocida de sus creaciones, entre las que destacan Cuentos de barro y Cuentos de cipotes.

Sus dotes artísticos se revelaron desde muy joven. Estudió pintura en los Estados Unidos, donde conoció el libro costumbrista «El libro del trópico» de Arturo Ambrogi, que le animó a retornar a su país para dedicarse por entero al arte. A partir de los años 1930, y aunque prefería mantenerse alejado de la política, trabajó cercano a los regímenes militares en turno para promover las políticas culturales de la época. Desde el año 1946 fungió como agregado cultural de El Salvador en los Estados Unidos.

Retornó a El Salvador en 1958, y poco después terminó su producción literaria, aunque los libros publicados en años anteriores continuaron reimprimiéndose. En sus años postreros ganó reconocimientos por su obra, pese a que subsistía modestamente en su casa ubicada en Los Planes de Renderos. Falleció de cáncer, sumido en la pobreza.

Salarrué fue creyente de la Teosofía, una doctrina que influenció su producción artística. Ha sido considerado uno de los precursores de la nueva narrativa latinoamericana,​ y el narrador más importante en la historia de El Salvador.

El matadero

Hay un solar,
una galera de teja.
Es casa sin paredes.
Los muebles: varas de tarro
atadas de pilar a pilar.
Las cortinas, de carne olisca,
las alfombras de cuero estacado.
Casa acalambrada, hedionda…;
casa mala, de matar la res;
rastro, rastro de sangre…
Hay charcos rojos en el suelo.
Hay postes con ergástulas:
altares del Diablo
donde adoran rezando las moscas
negras,
rizadas como barbas de mono,
barba que se desplaza como gusanos
de gusanera.

En el solar hay tres palos mochos
donde se están, llorando apersogadas
las víctimas.
La res presiente la muerte,
avisada por el zumo
de su propia sanguaza.

El matador
es un hombre gordo,
bofo,
de voz delgada (voz amujerada)
y delantal overo,
en rojo barrioso
y amarillo-verde
de huevo-huero y bilis.
Es panzón y sonríe
con boca de chancleta.
Tiene manos peludas
y atamaldas.
¡Qué pobre hombre feo
y espantoso!,
si Dios lo perdona…,
¡que lo perdone!…
Amanece
con un quinqué y un cuchillo
largo, largo…
Anda entre berridos
arrastrando su sombra
larga larga…
Le ayudan dos mozos
descamisados,
prietos como él.
Le siguen los pasos
tres perros
gordos, gordos, pesados y sanguinolentes
como él.

Esta casa es una llaga
en el cerro.
La mantienen los dianches,
la custodian los zopes
en largos retenes,
por turnos,
entre graznidos y pleitos
y aletazos de escoba rota,
sobre los pedregales
y los basureros.

Un día el matador
se ahogará con su propia saliva,
alzando los brazos y dando trapiés,
rojo de asfixia.
Caerá donde destazan
y está mojado-caliente,
sanguinolente,
pestilente.
Un día se vendrá el temblor,
o el huracán, o el incendio
y la casa maldita
perecerá entre el polvo y el humo
y la res no llorará ya
nunca más, nunca más, nunca más…

El chucho

Por el camino polvoso,
al mediodía,
al medio del camino,
con la cola escondida
y la oreja tímida.

Por el camino desolado,
enclenque, descolorido,
con dos ojos pintados sobre los ojos…
Atemorizado,
enjiotado,
ahuesado de hambre, pasa…

No lo llames;
huirá despavorido.
Creerá que es pieda
el pan en tu mano.
Está escaldado,
apedreado,
molido a puntapiés
por los truhanes y borrachos
de los pueblos;
apaleado
por la placera
y las puyas largas
de los carreteros bribones.

Chuchito bueno,
chuchito triste,
afligido,
chuchito mío sin dueño:
ésta es la montaña,
no temas,
la isla en el mar del cielo,
no temas,
la tierra de arboledas y de trinos,
de místicas cigarras
encendidas en llama sonora,
votiva,
ante el altar del infinito…

Éste es el mundo -nomasito…;
tierra de desiertos caminos
y niños cantureros
que juegan con piedritas
y semillas, por los matorrales;
tierra de las lluvias lejanas
y los ranchos tranquilos.
No temas
«Amarillo»,
«Canijo», «Cujinicuil»
como te llames, …si te llamas…
Quédate en algún rincón
de cocina,
oyendo moler,
oliendo el humo del horno,
masticando la tortilla tiesa,
Chuchito peregrino
del miedo supino;
ánges de la suprema desdicha
que todo has aguantado y sufrido:
quédate un rato, al menos,
a la sombra del tamarindo,
royendo el hueso del mediodía…
Deja ya de temer,
deja ya de huir,
ten valor
de resistir
la mano de amor
que quiere peinarte dulcemente
la cabeza afiebrada.
Aprende a cerrar los ojos
adormeciéndote,
confiado al fin…

Como se te da el agua del charco
quiero darte mi cariño.

La brisa

Sopla la caña de la brisa leve
y hay la melodía que se irisa;
se danza con la dicha de la brisa
y hay dicha en la hoja que se mueve.

Al soplo de esta música en crechendo”
la espiga ensaya un ritmo trascendente
aprendido en la fuga de la fuente
y se sabe fugar, permaneciendo…

Sobre el juncal que cimbra con delicia,
ondulando la luz, en su caricia
despierta melodías olvidadas

y se mueven sus manos angelinas,
que interpretan llanuras y colinas,
con prisa de palomas desaladas.

Lo que dice el caracol

Undilanilodano, el niño eterno
de la prístina mitología de la Bruma,
región enhiesta y aquilina del Continente Crisoprasio,
de que el pasado canta y cuenta,
sopla de su carrizo cristalino
(hecho del solicuerno
del unicornio marino)
las innumerables pompas de espuma
que el viento del Tiempo avienta
en el infinito Espacio:
los planetas,
los mundos,
las estrellas,
el Sol…

El Caracol,
si escuchas sus querellas
de motivos profundos,
como escuchamos los poetas,
te lo dirá con labios de marea,
con voz desvanecida
(rumor de lejanía tormentosa)
con silbo de serpiente caudalosa.
Y allí resuena el arpa citerea
y la flauta panida
cantando dolorosa,
adolorida,
como cantan los labios de la herida.

Undilanilodano,
el niño sobrehumano,
un ser algebraico,
filarmónico y neumático
que con el soplo espiritual
llena de potentísima ilusión
y sentimiento errático
de rotación y traslación-
las innúmeras pompas de jabón
del Cosmos Sideral:
los planetas,
los mundos,
las estrellas,
el Sol…

Ligeras,
efímeras siluetas
estos mundos fecundos,
vagabundos,
teorías de aves pasajeras,
esferas,
irisadas y bellas
pompas de evanescente tornasol,
sólo son notas sueltas, se diría,
en la pauta del siglo y del minuto,
componiendo la vasta sinfonía
del Silencio Absoluto,
melodía de gratos manantiales
cantada por los ángeles divinos
en coros aurorales.
lo dice el Caracol
con labios nacarinos:
«los planetas,
los mundos,
las estrellas,
el Sol…»

El ojo de agua

Entre cañas,
entre yerbas,
abrazando furtivo la paloma del cielo…

Escondido,
tembloroso,
ambicioso,
lúbrico…

Agua pechuga;
agua pluma;
agua…

¡Ladrón de luz, niño malo,
devuelve al aire
la mensajera luminosa,
la mensajera de amor,
la cristófora-colomba
que escondes contra el pecho!