Poetas

Poesía de España

Poemas de Santos Domínguez

Santos Domínguez Ramos (Cáceres, 1955) es un poeta, catedrático de literatura y crítico literario español.

La orilla del invierno

«Así tuvo lugar el único viaje»
F. Brines

I

Surcarás otros mares de amarga geografía.
Volverá con las naves la paloma del sueño,
el velo del ocaso, la túnica del alba fría de los inviernos.

II

Sobre este mar de sueños el ocaso te avisa
acantilados. Sube
a la gavia más alta.
Date al recuerdo, cruza la estela de la espuma
azul de las trirremes: ceniza leve, sombra
arcana de los días.
Noche
antigua del sentido.

III

Vuelves a la ciudad dormida. Las hogueras,
presagio ritual de la noche de niebla
en los bosques fluviales. Sobre los arrabales,
la lepra de los muros y las torres del sueño.
Decadencia del mundo al sur de la penumbra.

IV

La ruina de los templos, la hojarasca,
el musgo en el jardín y el peristilo,
indicios, Livio, dan en esta noche
del rito de las horas: el salitre en la oscura
acrópolis del tiempo.
Avisa a los augures. Por la almena
de ortigas y cicuta, el centinela
pide la contraseña al verdín que ya gana
con sus manos leprosas
el teatro y las puertas negras de la muralla.

V

Lenta baja la tarde hacia los arrabales
del sueño o de la luz:
tras la niebla encendida
el agua recupera el pulso subterráneo
del tiempo: ya es de noche.

VI

¿Qué oscuro capitán lleva la nave a un puerto
de poniente, a la niebla cruel del acantilado?
Seguimos en silencio
el ritmo indiferente de las constelaciones.

VII

Fanal de la nostalgia: detrás de la necrópolis
por el valle galopa el caballo del sueño:
sus cascos oscurecen las aguas pantanosas
de la marisma turbia.
Tabletea por el puente de musgo y hiedra negra:
ah, frágil recorrido del hombre hacia la sombra.

VIII

Con esa obstinación inútil de las olas
que van y vienen, van
y reiteradamente vuelven,
tu corazón se rompe contra el acantilado
alto de las estrellas
calcáreas e impasibles.

IX

Mascarones de ausencia y sargazos de niebla
cruzan los litorales de tirso y malvavisco.
Esta noche de invierno fermentan los recuerdos:
el mar es un caballo con las crines de espuma
y hay brea en la tristeza licuada de los puertos.

X

Litoral de los sueños: la torre blanca, el musgo
y los puentes de niebla en los pinares negros.
Sólo vuela el vencejo, procesión agorera
de las noches del mundo.
¡Ah, mar caliginoso de diciembre y ventiscas!

XI

La noche nos mandaba su látigo de espumas
y había vinos frutales y hogueras en la costa.
El bálsamo en las bocas musicales del sur.
Íbamos navegando, sin luna, hacia el oeste.

XII

¿Quién quema en esta noche espliego por los montes
inciertos del insomnio? ¿Quién denuncia
la silueta del toro en la orilla de juncos?
El cárabo remueve el esqueleto triste del olivo.

XIII

Sobre el mar y los pinos, la noche de alabastro
fija su muda estirpe de jazmín y magnolios.
El arco planetario traza su celosía
de mármol en los patios silentes de beleño.
Un efebo sin sombra desliza sigiloso
su espada de cristal sobre las azoteas.
Viajero transitivo de noches cinerarias,
arde en el dulce incendio de grisallas sin cauce.
Fluye el agua sin borde por los pinares húmedos
y el jinete del sueño huye por las barandas.
Ya aguarda el columbario y avisa el heliotropo.

XIV

Otra vez los esquifes, la orilla sin contornos.
Emergen las murallas asediadas, la niebla
adelgaza sus manos en la mañana gris.
Si llegáis a esta costa de lluvias minerales
y eternas, no busquéis
una imagen más pura de la desolación.

XV

Bajo el acantilado la noche es una grieta
vertical. Las espumas de los siglos horadan
el perfil insistente de la erosión. El pecio
calcáreo, la arenisca de todos los naufragios.

XVI

Abandonas el puerto sin luces de noviembre:
llevas al hombro el fardo ácimo de los días,
dulces como los bulbos blancos de la nostalgia.
Hacia las altas naves, la pasarela de algas
efímeras del llanto.

XVII

El mar ha clausurado
sus puertas con el negro celaje del invierno.
Mirad: la nave rinde su pecio al horizonte
de las últimas brumas.

XVIII

Hay sombra sólo en torno del muelle occidental,
sombra sobre las velas plegadas de los puertos
y en las hojas basales del eléboro fétido de los acantilados
y una estela difusa en la neblina azul
de los cardos del mar.

XIX

¿Quién vigila esta noche desde las altas torres
en sombra? ¿Quién agita el hachón encendido
en los adarves? Miras su reflejo en el agua:
ves la cara
secreta de la muerte.

XX

La muerte con su alcuza va rompiendo la escarcha
bajo el lentisco. Dalias de penumbras y vuelos
frágiles como el polvo frutal de los caminos.
Ya los pinos afilan sus agujas aéreas.
Noche por la carcoma sorda de los cipreses.

XXI

No volverás a ver este puerto de niebla.
La nave ya se adentra en la devanadera
líquida de la noche.
Al este las estrellas se copian en el duro
corazón de noviembre y el otoño alimenta
la lluvia que mañana caerá sobre tu boca.

XXII

Cuando lleguéis al faro y descendáis del barco
con líquenes salobres, comprenderéis al fin
que el mar es un aldaba abisal que golpea
la quilla de la nave con uvas y sargazos.
Colocad la tablilla con légamo en sus muros
y la última tesela salitre y circular
de un mosaico de niebla.

XXIII

Has visto la tesela sigilosa y el mosaico confuso de los días;
las alcuzas del sueño, la dura geografía
del dolor, los pinares, el atrio del tetrarca.
Has visto los pretorios con luna, las almenas,
las orillas oscuras y el mirto de los patios.
Eras joven y había acanto en los adarves
y hogueras en los puertos orientales. El mundo
bajaba cada tarde a los huertos de oro
del mar. Eras más joven.
La vida era una nave
con las velas abiertas.

XXIV

Y tú, Livio, te quedas
en el aire sin plomo de las constelaciones
y en los mares sin muertos de las cartografías.

Los puertos de la tarde

«veo llegar cada tarde mis restos a la playa»
J. Rodríguez Marcos

I

Así como el que cuenta sus denarios,
pesadamente inclina
su esqueleto de plomo en la tarde imprecisa,
así tú vas contando los ocasos del agua,
los ríos inseguros, los barcos que se llevan
el eco de los címbalos tras el viento delgado.

II

Dejar pasar el tiempo: ni angustia ni dolor
ante este mar antiguo cuyo contorno borran
las nubes de poniente que envuelven los veleros.
Ahora que la alta tarde sedimenta en la arena
restos de caracolas, algas, ramas de pino,
capiteles de acanto o cicutas marinas
y las horas calcáreas se esparcen por la playa
o se deslizan, frágiles, entre tus dedos húmedos.
Señas de otros naufragios al borde de los pinos.
Jardín de la memoria celeste de las olas.

III

Las naves han varado
en esta tarde extensa en que arde el horizonte
y brillan sobre el agua las manzanas del tiempo.

IV

Cuando caiga la tarde soltarás por la proa
el pañuelo de pétalos mínimos de los días.
Cruzarás las callejas tras esa luminaria
azul de la palabra.

V

Mirad: el mar ha abierto su daga de cristales:
su filo luminoso socava el basamento
frágil de las murallas.
Metáfora de espumas sonoras de la tarde.

VI

Desde las altas torres siempre espera la tarde
su pasaje de sueños. Y se acerca la nave
al sur de las hogueras de las tardes del mundo.

VII

La galería, el pórtico, los pilares, las gradas,
el canal subterráneo, la basa del tetrarca,
los arcos orientales
del templo, las columnas,
el propíleo y la estatua sedicente , el estigma
amargo de los días: ceremonia del mármol,
fisonomía de un mundo alzado en el pantano
negro de las cloacas.

VIII

Sobre las caracolas líquidas del placer
la tarde va a la fragua caliente de los faros:
la brasa azul, la grama, el soto con enebros,
la luz horizontal
y roja del poniente.

IX

Bajan al mar los pinos en esta tarde húmeda
de luz difusa y verde. No cambiarán los dioses
el jardín mineral de clivia y sanguinaria,
de crestas afiladas y acantilados cóncavos.
Los días depositan sus rescoldos amargos
en la cima fugaz
de espuma de las olas.

X

Ya asedian las almenas los vencejos
y en la floresta oscura del mar, los tiburones
acompasan la danza siniestra y circular
de su aleta metálica. Sobre la sima el ritmo
ambiguo de la espuma. Bajo la torre el látigo
amargo del ocaso.

XI

Cruzan los cormoranes un cielo de banderas
salitres. La luz occidental corrompe el fundamento
de las murallas verdes.
Tras las torres de bruma el sol deja en el faro
su antorcha de nostalgia, fría sobre las aguas.

XII

Hogueras en la orilla, la luz de los pinares,
la lluvia litoral en las viñas. Las aves
de relojes secretos y vuelos sigilosos
tejen la urdimbre gris del otoño: los puentes
y la fronda de cañas negras de la bahía.

XIII

El sur: la desnudez blanca de los veleros
traza su partitura curva en el horizonte
azul de las mareas. Las yeguas desbocadas
por la luz del ocaso, hueco de fuga y fuego,
frío y occidental.

XIV

Quema tus ojos, Livio, con luz de las salinas,
que la letal cicuta y el áspero membrillo
maduran ya en los huertos nubosos de noviembre.

XV

Como otras tardes, pasan las gaviotas del sueño
hacia los faros rojos de poniente. Persiguen
los rescoldos que aún hieren la luz de las salinas.

XVI

Antes que el mirto de los patios, antes
que las murallas y el adobe dieran
esa cima de luz a las torres y el vuelo
de las tardes dormidas en la esquina del aire,
por el atrio del templo y al borde de la casa
los cipreses del tiempo, con su raíz secreta,
herían los oscuros cimientos de la vida.

Pastoral de otoño (con leopardi)

“ed erra l’armonia per questa valle”
(G. Leopardi)

Sentado en una piedra
he aprendido a mirar la tarde con los años,
más allá del paisaje, más allá de los hombres.
La luz dominical de una campana blanca
suena alegre y lejana y viene de la infancia.

Me he asomado al abismo
donde el cuervo levanta la urgencia de su vuelo
con el raudo dibujo de un presagio sin hora.

Con plenitud de mieses
está maduro el grano, en sazón la provincia
boreal de la fruta.

Segado está ya el trigo y lista la serpiente
al espasmo ondulante del ciclo riguroso.
Ya amarillea el hinojo su cruz invertebrada
contra la tarde leve y sus altos silencios
de pájaros azules.
En la base del monte una nube levanta
su columna barroca densa de agua y de luz.

Y están solos los ojos en el final estrecho
de esta tarde de plomo,
de helado plomo bajo y azul sobre las sierras.

El águila abandona su extensa envergadura
a las curvas caudales del viento largo y verde.
Con el canto del cuco
algo dice la tarde que el ojo no comprende
sobre la pesadumbre azul de la genciana,
sobre la persistente fragilidad del lirio,
escuetamente blanco contra la piedra gris,
bajo un ciprés sin nombre.

Y está cautivo el tiempo en los montes que asalta,
jadeante, una aspereza de jaras y cantuesos.
Cautiva la mirada del cielo de otras tardes,
desarmada y cautiva de la luz cereal
en donde ardió la infancia.

Yo no sé si esta tarde regresará otra tarde
con sus canciones verdes y su luz de campana.
Yo la fijo en su frágil vuelo y en la subida
agreste de retamas, en la ruina del arco
acosado de ortigas,
con el viento y la arena que desordena el tiempo.

El ángel necesario

¿Qué significa un sauce?
¿Llora con los pastores de Virgilio el paisaje?

El diente de un león,
¿tiene un significado además del indicio
de su inquietante acecho?

Un rabilargo, el verde feraz de aquella vega,
¿qué símbolos transitan?
¿Dónde habita el sentido de las hogueras blancas
más allá del provecho agrícola del huerto?
¿Surte el arroyo un canto a la hierba en la orilla?
¿Reside en algún sitio la expectación de un pájaro?

No.

Sólo el ojo que mira y una lengua secreta
que convoca en lo oscuro palabras y metáforas
para explicar el sueño temporal de la vida,
la luz de la mañana, las venas, el latido
monótono del mundo.

En lo que estás mirando, ¿quién pone pena o pinta
un eje y el espíritu en la forma desnuda que hiere la retina?

El temblor del que escribe sin nombre y sin historia
y obedece a una antigua voz de granito y lava,
el que entra en la ciudad pensando en un incendio,
el que camina a ciegas por un bosque extranjero
cuando el sol se ha callado y el silencio es oscuro
y sube de la tierra como sube la noche
de la humedad del tiempo.

El que vuelve al insomnio de una voz que no es suya
pero eleva en la mano un vuelo blanco y ágil,
alto en el horizonte, lejano en los sonidos
como de otros planetas de azul desmesurado,
como una luz no usada y una lengua invisible.

Así escribe el que habita en lo oscuro, el que a tientas
va cubriendo de imágenes un mundo que no es suyo,
un mundo que no entiende,
desordenado y tierno, perverso y necesario.

Las islas orientales

«sueño con los serrallos azules de Estambul»
A. Colinas

I

Detrás de las almenas frágiles de los días,
sólo una patria, Livio, leve al hombre:
evocar las hogueras
en la cima del monte azul de la nostalgia.

II

Por el confín amargo de la memoria, pájaros,
espumas y la lengua azul de la nostalgia.
¿Ciudades? No, las islas orientales
y el tránsito azaroso del barco por la bruma.

III

Sentado aquí, en la orilla del mar, ves otros barcos
y adivinas su pulso frágil como el estero
que atraviesa la arena
con la daga de luz curva de la mañana.

IV

Sobre la espalda lenta del mar el sol ha puesto
la espuela de luz fría de los amaneceres.
Es la hora de partir a la penumbra verde
y ácima de la aliaga.

V

Desde esta costa el mundo anuncia un cabotaje
tibio como la mano azul de los esteros.
Desde esta nave el mar abre la caracola
lenta de las mareas.
Con crótalos y erizos se mece el esqueleto
verde de los suicidas.

VI

Siempre parte la nave del mismo puerto. Rompe
el ritmo adormecido de las olas su bóveda
invertida y, al cabo, con viento de través regresa y recupera
la antigua ceremonia frutal de la colina.

VII

Bajo el sol o en tinieblas sin luna ni gaviotas
hasta la playa vuelve con su lengua de espuma
errante o submarina que busca, blanca y lenta,
la imagen de sí mismo. Y se encuentra, asombrado,
a la vez la serena armonía del verde de sus aguas someras
y el metálico azul de las penas mayores y del dolor adulto.

VIII

Islas de la memoria, límites orientales
de la luz que resbala por las fuentes salares.
¿Recordáis el viaje? Nos sorprendió la noche
del arrayán florido sin llegar a la orilla
de bajeles varados

IX

Por los montes del sueño la hoguera y los helechos
se estremecen. Ya anuncian su trote desbocado
los caballos que buscan
la sede circular de la luz: amanece.

X

Como cada mañana alzarán estas torres
sobre la niebla el filo azul de sus almenas.
La luna ha diluido su látigo de luz
leve sobre la espalda serena de este mar.

XI

Sobre la media luna del mar lleva la nave
su ambiguo cargamento de címbalos y flautas,
de gaviotas funestas, de sueños y nostalgias.

XII

Inútil la ambición, la pereza o la fiebre,
como la sombra oscura de la virgen prudente
con el torso desnudo y una alcuza en la mano
que persigue palomas sólo por recrearse:
una vez capturadas, se apiada y las libera.

XIII

Por este mismo mar, el antiguo viajero
peregrinaba, y eran sus días lampadarios
azules:
nostalgia y esperanza orientaban su rumbo,
los vientos le indicaban el rastro de su patria:
Husmeaban los canes las puertas de su casa.

XIV

Abril en los jardines sonoros del tetrarca.
La aldaba de los días aloja en el estanque
líquenes, musgo, limo y su orilla alimenta
la raíz amarilla de ortigas y beleños.

XV

Amargo, Livio, es, y leve, este periplo
que añade sigiloso sus teselas
frágiles al mosaico confuso de las horas.

La memoria, ese alcázar (i)

El pasado es arcilla que el presente
labra a su antojo. Interminablemente.

J. L. Borges.

Con letras coloradas dibujas en el yeso
la geometría del verbo fugaz de los cometas,
la compleja gramática de la veleta, el álgebra
secreta de las hondas albercas del recuerdo,
el ajedrez violento de las conspiraciones
en los baños lustrales con eunucos ambiguos.

La aljaba del viajero (v)

Los puentes van trazando su leve alegoría
del mundo:
los puentes se atraviesan
mirando el vado oscuro que dibuja en la orilla
la azul caligrafía del recuerdo,
sus pasadizos turbios, la trama del tapiz
con las uvas de Trípoli,
la taracea secreta que va labrando el agua
con ese empeño inútil que lleva hacia la nada.

La memoria, ese alcázar (vii)

Los ríos del paraíso en las lentas marismas
de Hudaybiya, la médula
insondable del limo.
Con cálamos del Tigris dibujas en el aire
la sedición del tiempo, las torpes abluciones,
el anaquel de arena, el alfar, la carcoma,
las altas caravanas que devora la luna.