Poetas

Poesía de Chile

Poemas de Sergio Infante

Sergio Infante es un escritor chileno residente en Suecia, que se dedica principalmente a la poesía y a la novela. Publicó su primer poemario, «Abismos grises», a los 20 años y durante la década de los sesenta desarrolló una intensa vida cultural en los círculos artísticos de Santiago. Debido al clima político imperante, suspendió sus estudios de arte y se trasladó al sur de Chile, donde residió principalmente en la isla de Chiloé.

El golpe militar de 1973 lo obligó a exiliarse a Argentina y luego a Suecia, donde reside desde entonces. Allí cursó estudios universitarios de Castellano y fundó el Grupo Taller de Estocolmo con los poetas Adrián Santini, Carlos Geywitz, el poeta Sergio Badilla Castillo y el narrador Edgardo Mardones. Infante fue profesor del Departamento de Español, Portugués y Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Estocolmo por más de 20 años y se jubiló en 2013.

Infante es hermano mayor del editor Arturo Infante, quien fundó Catalonia en Santiago de Chile en 203. La tesis doctoral de Infante se centró en la obra «Yo el Supremo» de Augusto Roa Bastos y fue publicada en 1991 con el título de «El estigma de la falsedad». En resumen, Sergio Infante es un escritor chileno residente en Suecia con una destacada carrera en la poesía y la novela, además de haber incursionado en la docencia y la investigación literaria.

Retrato de Época

Apunto con mis ojos al añil y escupo
los azulejos como quien escupe al cielo.
Me acerco porque quiero ver
si por mi boca salieron maravillas,
una delegación de sabios microbianos
o el detrito de las más antiguas penas.
Me acerco porque quiero ver y veo
los cuajos de esa cara que tuve,
múltiple y distinta,
hirviendo y reventando en cada globito de saliva
que resbala, que se escurre alejado entre las grietas.
Antes que sea tarde, ven, acércate,
tal vez puedas rehacerme intacto en tus pupilas.
Y porque quieres ver, vienes, te acercas y miras
la imagen de tu rostro triturada en la baba
y cada pedacito se separa y se presenta como tú
y cada pedacito puede llegar a los congelamientos
o a esfumarse entre vapores
o a morir de vergüenza acunado entre hendiduras.
Vamos, dices, es hora de correr a buscar los fragmentos,
de recomponernos.
Tal vez queden huecos insaldables.
No seremos los mismos de seguro.

GUIÓN DE PELÍCULA

Primera escena

El calentamiento del planeta,
más rápido de lo que se creía.
La disminución de los gases,
más lenta de lo que se pensaba.
No se cumplen las promesas,
no se alcanzan las metas.

Segunda escena

El ping-pong de las recriminaciones,
en armonía con el aumento de la temperatura.
El resultado de los esfuerzos, la razón de las raciones,
inversamente proporcional a los delirios mesiánicos.

Tercera escena

El esmog apenas permite la visión de edificios y calles.
Los especialistas en la materia se quedan afónicos
y a las ciencias se les empaña la paciencia.
La polución enturbia el cristal en la bola del vidente.

Cuarta escena

Por tradición, en letras de molde se modela el mundo:
HABRÁ CORTE PERMANENTE DE LLUVIA
(no se pagaron a tiempo las exigencias del cielo).
SE INTENSIFICAN LOS DESGARRAMIENTOS POR EL AGUA
(la ley del gallinero sigue siendo la base del derecho,
las raciones se distribuyen conforme a dicha ley).
COMIENZA LA GUERRA POR LAS RESERVAS Y LOS ALJIBES.
LOS EJÉRCITOS REGULARES DERROTADOS POR LA DISENTERÍA.
LAS GUERRILLAS, DE ESPEJISMO EN ESPEJISMO
(alucinadas con la victoria final).
LA MADRE DE LAS BATALLAS
(una riña sangrienta de todos contra todos).

En la última escena

el sol calcina la soledad del pedrusco.
La palabra FIN se vuelve redundante.
Anodinos los créditos con los nombres
de los primeros actores, roles secundarios,
dobles, técnicos de variada índole.
Anodinos incluso los nombres
del guionista, del productor y del director.
Absurdas las palabras de agradecimiento,
son demasiados los auspiciadores,
son demasiados los auspiciadores,
son demasiados los auspiciadores,
son demasiados los auspiciadores.

Sobre lo irreversible de la Historia

Ligaduras sin fin, espirales vencidas,
azogue medieval prolongando el estigma de las sogas;
días de ayer: las torceduras de los tientos
sobre este tronco mío que ya entiende
que hay un timón que gira
en sentido contrario al de sus vértebras.
Amarrado al potro del tormento, floto
y la resaca del silencio me lleva hacia alta muerte
y a cada quejido que sueltan las cuadernas
responde el graznar de las aves siderales
que picotean el gran cuero de la noche…

Amarrado al potro del tormento
observo el cosmos
y me abundo de los astros como un último recurso.
¡Es mi tiempo!, confieso al Santo Oficio.
¡Es mi tiempo!, le grito a quien me inquiere.
¡Mirad los senderos en el cielo, allí van los astronautas!

ERA YO MUY JOVEN

Vamos a la pieza del fondo,
m’hijo lindo,
me indicó la vidente.
Atravesamos el largo pasillo
y el silencio inquieto.
En el cuarto, las velas retenían
la tarde ya perdida en la calle.

Fíjese bien en esta bola de cristal,
ordenó quitando el tafetán.
No es la misma que usa en la feria,
dije para disimular el apocamiento,
unos destellos de arco voltaico
me achicaban en mi metro ochenta.

Cuando la vidente me invitó a su casa,
puso una condición: pasara lo que pasara,
jamás lo imprevisto me haría cerrar los ojos
juré obedecerla, pensando en el acertijo
de su cuerpo bajo el disfraz de maga.

Fíjese bien en lo que ve,
m’hijo lindo.
Dentro de la bola de cristal,
otra esfera: fumarolas y fuegos.
Me volví hacia la vidente
y dije muy seguro:
Es el sol. Es el sol,
llega a quemar.
Frío, frío como el agua del río,
se burló. Se había quitado el turbante
y, mientras reía, una agitación azabache
le tocaba los hombros y me tocaba.

Pero mire con sabiduría, m’hijo lindo.
Mis ojos rozaron un incendio
que maldije con diatribas de silencio.
Será el infierno entonces,
casi lo grité.
Pero usted, m’hijo lindo,
no cree en el infierno.
Acuérdese,
me lo contó por el camino.

Esto es lo que será la Tierra.
Escuche a ese potentado
cómo repite y repite:
Mis empresas
por un bidón de cristalina.
Qué agua, m’hijo lindo.
Ríos de lava, ladera abajo.

Me tomó la mano y agregó:
Ahora, si todavía le quedan ganas,
hay más piezas en la casa, m’hijo lindo.

El Pozo

Te inclinas ante el círculo.
Oscurece doblemente
con tu reflejo roto
por esa lágrima
que dejas y que bebes,
que vuelve siempre al sueño
de abrevarte a dentelladas
en la lluvia,
como el más chúcaro.
Como el más abandonado.

Dédalo

Aquí, bajo el tamiz del lápiz y la rama,
donde el sol y los copos se revuelcan, se apagan
y son el contorno de mis botas sobre las últimas hojas.
Aquí, con mis costados semejándose a estos troncos
que ennegrecen destrinados y desolados del viento, incluso
cuando les silbo o me apoyo en ellos para reconocerme
en cuerpo y no en ánima que ambula y simula
su madera, su majadera fórmula de huir, su formalina.
Aquí, no en el asiento del tren donde escribo,
donde tampoco acabo nunca de llegarme, menos
en la pantalla en que corrijo y me escarbo
de todo lo que estorba con ímpetus de toro cebado
en símbolos, aburrido de éstas mis estrechas veredas
y mis verdades en ella jadeando, hediendo a vanidad,
sobre sus clamores concéntricos, sus pasmados pasillos,
sus hilachas sobadas más de Aracne que de Ariadna.
Aquí, ahora atrapado en este bosque nómina,
que la nieve, nombrada, calmosamente anega y niega
y que una luz lázara y final, llamada no llameante,
recobra, camino y columbro sin encontrar la salida,
sin ocuparme siquiera de encontrar la salida.

La Poesía

Y en realidad,
¿de qué flores podría hablarte?
El nombre
no es una sucesión de pétalos
o la armonía de un centro
sostenida en el perfume.
El nombre
ya viene marchito,
a nada huele
el nombre;
de ningún viento
es aventura,
ni barajando
el vilano
de su estertor
con la pelusilla
que corona los frutos
nacientes,
el latir de la rama.
Pero sólo tengo eso,
el nombre.
Y sin el nombre,
todo el jardín
es la nada.

De Novela

En cada tramo la noche es más cerrada,
no traen lumbre las palabras que la nombran.
La estrella en la frente del héroe
apenas deja ver lo incierto del rumbo.

Mareado vuelvo a escribir timón
aunque piense un par de estribos,
un pastizal en sol, un caserío en lontananza.
Y encallo cuando me arrastra el recuerdo
de una ciudad perdida en la certeza de sus calles.

Tarde es para achicar lo que son voces al conjuro
o las astillas de mi voz entre el dolor y los delirios
de mudo que advierte la zozobra en el tobillo
como inminente final de toda historia.

Salto.

Me salvo a nado
con un poema entre los dientes.

Segunda muerte de Narciso

Me acerco a la superficie de un remanso,
me devuelve la cara inesperada del Gran Rasca.
No salgo de mi estupor mientras las aguas
menguan sin dejar de mostrarme en esa cara.
Se evaporan, pierden volumen hasta ser
pedregullo y lamilla, yesca en breve.
Y mi cara, la del Rasca,
unas lajas y un cangrejo
podrido por el sol,
por el mismo sol
que atraviesa el tamiz roto del ozono,
y me cae en la nuca
como una guillotina encariñada;
muy pulcra, les diría.

Hoy por la tarde

Explosiones en el Sol. En las pantallas,
oleajes al rojo que enfría el telescopio.
No entiendo los gestos, la vastedad
tsunámica y silenciosa de ese fuego,
su pirotecnia distante y exultante.
No hay soldados en esas explosiones.

Aquí abajo, el mismo sol a diario
rotura desiertos con su arado de luz.
Y, frente al sillón, a eso de las siete,
otras imágenes grabadas despliegan
una llanura inerme y niños en armas,
eximidos para siempre del juego,
perdidos en lo penumbroso del fuego.
Artilleros custodian un pilón. Los vecinos
Yacen en la quietud de una alberca vacía
(Si cambiara de canal, alojarían en la nada.
De hecho, en este mismo instante, el zapping
hará un calado olvidadizo en la conciencia de millones).
Aguanto, veo las colas de sobrevivientes. Esperan
el advenimiento milagroso de los carros cisterna.
Al sol, las mutilaciones, las muletas improvisadas;
la sombra es el peso del hijo en el hombro
y las tolderías de la Cruz Roja
y los moscardones que sellan
una boca abatida ante el pezón
y la ansiedad morbosa de las cámaras.

Un hilo de agua atraviesa ese mundo en disputa.
Lo que parece emitirse en directo entrega el ocre
como anchura, y espiga el polvo en los campos.
Mugen famélicos cebúes; en off, continúan mugiendo,
huelen la zanja que se moja con un río en agonía.
Allí la casamata, esos niños, la granada al cinto.
Al cielo, se dirigen las miradas de las víctimas.
El humo de un caserío en llamas niega el cielo.
Y los quejidos quedan de inmediato amputados
por la dicción cuidadosa del comentarista.
Se esfuerza, emula al gran Cardini,
la varita de su voz transforma
en espectáculo todo lo que toca.
Este comentarista se ampara en la técnica.
La técnica se pasa de precaria,
no luce los olores que despiden los horrores.

Mi desconcierto exige un paseo por el parque,
aire pide y no este bajar escaleras preguntando
si un día sucumbiré maniatado con alambres
o si una muerte súbita sorteará aquella humillación.
O si he de encontrarme en el papel de cómplice,
socio menor de testaferros que cruzan las fronteras,
se hacen los lindos en las entrevistas, invocan
la paz en varias lenguas, pero trasiegan armas
en cuanto las cámaras dejan de enfocarlos
y quedan descarados por algunas horas. Armas
bajo cuerda para los niños de un poblado africano
donde todo lo viviente se está secando, donde el río,
día a día, pasa y adelgaza como si rehusara
alimentarse de tanta inmolación en su nombre.

Un atajo entre las lilas y los rododendros
me deja ante una milagrosa de piedra caliza
ajada por el viento y los destajos de la industria.
La ausencia de nariz, subrayada por el ocaso,
me recuerda la nariz y el ocaso de Aldonza,
la andaluza, en el umbral de il Sacco di Roma.
Me remuerde la analogía, tardo en preguntar:
Madre, protectora como ninguna entre las madres,
dime si nuestra ciudad será sometida a algún saqueo,
si las guerras por el agua anegarán estas calles.

Pero a la figura carcomida de una mujer santificada
no la conmueven mis presagios ni mi angustia.
Igual que siempre, a esta hora, contempla
cómo el sol baja, astillado por el follaje,
cómo en las acacias aún se anida y se canta,
cómo aún el magnolio sabe florecer su porcelana,
y la morera, el olmo, el ciruelillo, el álamo,
echar hojas en el pasto. Todavía.

Ni se te ocurra

intestina canes, cetera membra lupi, Catulo, CVIII
En la cara te lo digo, Gran Rasca,
compadrito sin cara en las disculpas.
No entonarás una elegía a este arroyo,
no podrías sin causarnos risa.Ahórrate
ser el gánster ante el féretro, el cliché
de dar el pésame a la viuda de la víctima.
Respeta la corriente esmirriada, el rumor
Desahuciado entre guijas calcinantes y no
te dispongas a cantar por él, Gran Rasca.
Omitirías el fruto, la fístula, el feto,
la falacia de tu proyecto estrella:
una legión de hombres de vien-
tres rellenos con la esponja de la avidez.
Mejor lúcete,dignifícate a las trasnochadas,
con un acto de excelsa sobriedad y calla
tus bemoles de chambónin corregible.
Has sido el ciego paladín de los éxitos
a ciegas. Esos que por inercia apagarán
este último gesto del agua correntina,
esos que ya apagaron todos los otros ríos
mientras tú chillabas: ¡Arriba esas palmas!,
feliz de avivar la sandunga, el zapateo.
¡Cómo salir,ahora,con cantos de sirena!