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Poesía de Estados Unidos

Poemas de T. S. Eliot

Thomas Stearns Eliot, más conocido como T. S. Eliot, emerge en el panteón literario como un faro de la poesía moderna del siglo XX. Nacido el 26 de septiembre de 1888 en San Luis, Misuri, este talentoso poeta, dramaturgo y crítico literario trascendió las fronteras de su tierra natal para convertirse en un icono de la poesía en lengua inglesa. José María Valverde, un ilustre crítico, reconocía que con la publicación de su obra cumbre, «La tierra baldía» en 1922, Eliot se erigía como la figura central de la poesía de habla inglesa en una época de desintegración, donde el poeta luchaba desesperadamente por restaurar un sentido de orden en medio del creciente caos, recurriendo a mitologías y formas heredadas del pasado.

La vida temprana de Eliot estuvo impregnada de un profundo interés por la literatura, una pasión que brotó como respuesta a las limitaciones físicas que enfrentó durante su niñez. Una doble hernia abdominal congénita lo privó de muchas actividades físicas y lo llevó a refugiarse en los libros. Desde que aprendió a leer, se sumergió en la literatura, siendo cautivado por los cuentos del Salvaje Oeste y las peripecias de Mark Twain. A través de sus lecturas, Eliot escapaba del dolor de vivir en un mundo que lo dejaba aislado.

Tras sus años de formación en la Smith Academy de Saint Louis, donde sobresalió en diversas materias, desde el latín hasta la física, Eliot comenzó a escribir poesía a una edad temprana, influenciado por la obra de Edward FitzGerald y su traducción del «Rubaiyat» de Omar Jayam. Su primer poema publicado, «A Fable For Feasters«, apareció en el Smith Academy Record en 1905. Durante sus estudios en la Universidad de Harvard, se sumergió en la poesía simbolista francesa, lo que lo llevó a París en 1909, donde asistió a clases de Henri Bergson y conoció a Alain-Fournier. Estudió a fondo a Dante, John Donne y otros poetas metafísicos ingleses, cuyas influencias se reflejarían en su obra madura.

En 1911, regresó a Harvard y se doctoró en filosofía con una tesis sobre F. H. Bradley y su obra «Knowledge and Experience«. Durante sus años universitarios, estudió con destacados filósofos y eruditos, como George Santayana, Irving Babbitt, Henri Bergson, y Bertrand Russell. La poesía simbolista francesa y su viaje a París influyeron en su obra, pero también encontró en Dante un anclaje profundo. Las palabras de Eliot sobre Dante resuenan como un eco duradero en su poesía: «Es uno de nuestros auténticos poetas únicos.»

La llegada de la Primera Guerra Mundial lo condujo a Londres en 1914, donde estableció su residencia permanente y se unió al círculo literario que incluía a Ezra Pound, Virginia Woolf y James Joyce. Su amistad con Pound le abrió las puertas al mundo literario inglés, y rápidamente se convirtió en una figura influyente.

Eliot pasó por un período personal y emocionalmente difícil, marcado por su matrimonio con Vivienne Haigh-Wood, quien sufrió una enfermedad mental. A pesar de los obstáculos en su vida, incluidos los trastornos nerviosos que él mismo experimentó, T. S. Eliot persistió en su búsqueda de la excelencia literaria. No fue hasta 1957 que contrajo un segundo matrimonio con Esme Valerie Fletcher, encontrando la compañía que anhelaba.

Su contribución a la literatura no pasó desapercibida. En 1948, Eliot fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura, un reconocimiento a su contribución sobresaliente y pionera a la poesía moderna. T. S. Eliot, con su elegante maestría de la palabra y su profundo compromiso con la tradición literaria, dejó un legado literario que sigue iluminando el camino para las generaciones futuras. Su influencia perdura como un faro de inspiración y creatividad en el vasto océano de la poesía moderna.

Conversación galante

Yo observo: «¡Nuestra amiga sentimental, la luna!
O quizás (es fantástico, confieso)
puede ser el globo del Preste Juan
o una vieja y abollada linterna colgada en lo alto
para alumbrar a los pobres viajeros en su angustia».
Y ella entonces: «¡Cómo divagas!»

Y yo entonces: «Alguien urde en las teclas
ese exquisito nocturno, con el cual explicamos
la noche y el claro de luna; música que agarramos
para materializar nuestra propia vacuidad».
Y ella entonces: «¿Te refieres a mí?»
«Oh no, soy yo quien soy inane».

«Tú, señora, eres la eterna humorista,
la eterna enemiga de lo absoluto,
¡dando a nuestro vago humor el más leve giro!,
con tu aire indiferente e imperioso
para refutar de un golpe nuestra loca poética».
Y «¿Pero es que hablamos tan en serio?»

El primer coro de la roca

Se cierne el águila en la cumbre del cielo,
el cazador y la jauría cumplen su círculo.
¡Oh revolución incesante de configuradas estrellas!
¡Oh perpetuo recurso de estaciones determinadas!
¡Oh mundo del estío y del otoño, de muerte y nacimiento!
El infinito ciclo de las ideas y de los actos,
infinita invención, experimento infinito,
trae conocimiento de la movilidad, pero no de la quietud;
conocimiento del habla, pero no del silencio;
conocimiento de las palabras e ignorancia de la palabra.
Todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia,
toda nuestra ignorancia nos acerca a la muerte,
pero la cercanía de la muerte no nos acerca a Dios.
¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?
Los ciclos celestiales en veinte siglos
nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo.

Los hombres huecos

Somos los hombres huecos
Los hombres rellenos de aserrín
Que se apoyan unos contra otros
Con cabezas embutidas de paja. ¡Sea!
Ásperas nuestras voces, cuando
Susurramos juntos
Quedas, sin sentido
Como viento sobre hierba seca
O el trotar de ratas sobre vidrios rotos
En los sótanos secos
Contornos sin forma, sombras sin color,
Paralizada fuerza, ademán inmóvil;
Aquellos que han cruzado
Con los ojos fijos, al otro Reino de la muerte
Nos recuerdan -si acaso-
No como almas perdidas y violentas
Sino, tan sólo, como hombres huecos,
Hombres rellenos de aserrín.

Luna de miel

Han visto los Países Bajos, vuelven a Tierras Altas;
pero una noche de verano, helos aquí Ravena,
muy cómodos entre dos sábanas, donde doscientas pulgas;
el sudor estival y un fuerte olor a perra.

Están de espaldas, con las rodillas separadas,
cuatro piernas hinchadas de mordiscos.
Echan atrás las sábanas y usan mejor las uñas.
A menos de una legua está San Apolinario-
en -Clase, una basílica para conocedores,
capiteles de acanto que agita el viento.
Tomarán el tren horario a las ocho y de Padua
llevarán sus miserias a Milán,
donde se hallan la Cena y un restaurant barato.
Él piensa en las propinas, saca cuentas.
Habrán visto Suiza y atravesado Francia.
Y San Apolinario, derecho y ascético,
vieja fábrica de Dios desvinculada, guarda
todavía en sus piedras derrumbándose la forma precisa de Bizancio.

Marina

Qué mares qué playas qué rocas grises y qué islas
Qué agua lamiendo la proa
Y aroma de pino y el tordo cantando a través de la bruma
Qué imágenes regresan
Oh hija mía.

Quienes afilan los dientes del perro, queriendo
Muerte
Quienes resplandecen con la gloria del colibrí, queriendo
Muerte
Quienes se sientan en la pocilga de la satisfacción, queriendo
Muerte
Quienes sufren el éxtasis de los animales, queriendo
Muerte

Se han vuelto insustanciales, reducidos por un viento,
Un soplo de pino, y la bruma que canta espontánea
Por esta gracia disuelta en su lugar
¿Qué es este rostro, menos claro y más claro,
El pulso en el brazo, menos fuerte y más fuerte
Dado o prestado? mas distante que estrellas y más cerca que el ojo

Susurros y sonrisitas entre hojas y pies apresurándose
Bajo el sueño, donde se juntan todas las aguas.
Bauprés rajado por hielo y pintura rajada por el calor.
Yo hice esto, lo he olvidado
Y recuerdo.
El aparejo débil y el velamen podrido
Entre un junio y otro septiembre.
Hice esto desconociendo, semiconsciente, desconocido, lo mío.
La hilada de aparadura hace agua, las costuras necesitan calafateo.
Esta forma. este rostro, esta vida, a mi palabra por la que no está dicha,
Por quien despierta, los labios separados, la esperanza, los barcos nuevos.
¿Qué islas qué playas qué islas graníticas hacia mis cuadernas
Y tordo que llama a través de la bruma
Hija mía.

Sweeney entre los ruiseñores

«¡Ay, herido estoy por un golpe mortal! «
ESQUILO, Agamenón

Sweeney, cuello simiesco, separa sus rodillas
dejando colgar sus brazos para reír,
listas de cebra a lo largo de su mandíbula
dilatándose hasta ser manchas de jirafa.

Los anillos de la luna tormentosa
se deslizan al poniente hacia el Río de la Plata,
la Muerte y el Cuervo se desvían arriba
y Sweeney custodia el pórtico encornado.

El tenebroso Orión y el Can
están velados; y apaciguados los estremecidos mares;
la persona con capa española
intenta sentarse so bre las rodillas de Sweeney

pero resbala y tira del mantel de la mesa,
vuelca una taza de café,
se recompone en el suelo,
bosteza y se sube una media;

el hombre silencioso vestido de castaño moka
se deja caer en el alféizar de la ventana y boquea;
el camarero trae naranjas,
bananas, higos, y uvas de invernáculo;

el vertebrado silencioso de traje castaño
se contrae y reconcentra, se hace a un lado;
Raquel née Rabinovich
arranca las uvas con garras asesinas;

ella y la dama de la capa
son sospechosas, se supone están aliadas;
en consecuencia el hombre de ojos pesados
rehúsa el gambito, demuestra fatiga,

abandona el cuarto y reaparece
asomado a la ventana, encorvándose,
ramas de glicina
circundan un rictus dorado;

el anfitrión conversa con alguien impreciso
al lado de la puerta,
los ruiseñores cantan cerca
del convento del Sagrado Corazón,

y cantaron en el bosque sangriento
cuando Agamenón dio alaridos,
y dejaron caer sus líquidos residuos
para mancillar el tieso, deshonrado sudario.

New Hampshire

Voces de niños en el huerto
entre el tiempo de florecer y el tiempo de madurar:
cabeza dorada, cabeza carmesí,
entre la punta verde y la raíz.
Ala negra, ala parda, se cierne en lo alto;
veinte años y pasa la primavera;
hoy duele, mañana duele,
cubridme todo, luz en hojas;
cabeza dorada, ala negra,
agarrad, saltad,
brotad, cantad,
saltad hasta el manzano.

Muerte por agua

Flebas, el Fenicio, que murió hace quince días,
olvidó el chillido de las gaviotas y el hondo mar henchido
y las ganancias y las pérdidas.
Una corriente submarina
recogió sus huesos susurrando. Cayendo y levantándose
remontó hasta los días de su juventud
y entró en el remolino.
Pagano o judío
oh, tú, que das vuelta al timón y miras a barlovento,
piensa en Flebas, que otrora fue bello y tan alto como tú.