Policial

El antojo de Amador Almeida

de la serie Antropológica

Es mentira que el dinero cambia a la gente: Amador Almeida era ya un imbécil antes de convertirse en maceta. En todo caso aumentaría su idiotez en la misma proporción que su fortuna. Sin embargo, no iba a decir que no a un amigo y menos aún si ese amigo estaba dispuesto a pagar. Siempre hacen falta unos pesos. ¿Dije amigo? Es una exageración. Amador Almeida y yo nunca fuimos demasiado íntimos. Ahora que lo pienso, jamás me visitó ni fue afectuoso con mi familia.

Pero no se rechaza una oferta si hay buen dinero por medio. La calle está durísima y a Amador Almeida no debía irle nada mal, a juzgar por la cadena de oro martillado en su pescuezo y el Hyundai con chapa de turismo que parqueó frente a mi casa.

—Estás gordo, Amador, casi no te conozco.

El muy torpe sonrió como si hubiera escuchado un piropo.

—¿Qué te trae por acá? Hace como veinte años, ¿eh, Amador?

Hace como veinte años, repetí para mis adentros. Igual podía hacer quince o veinticinco. ¿Quién iba a precisar el momento exacto en que un sanaco como Amador Almeida se marchó del pueblo? Pertenecía a esa clase de gente que se cruza cada día de su vida en tu camino y ni siquiera te fijas. Luego dejas de verla y tampoco te fijas. Al cabo de mucho tiempo te preguntas: ¿y qué fue de Amador Almeida? ¿Se habrá ido del país o estará viviendo en La Habana? Nadie puede responderte. Al resto de tus conocidos, a los vecinos del barrio, les sucede otro tanto: nadie logra proporcionarte información confiable.

Amador Almeida fue compañero de aula de muchos de nosotros. Aprobó de puro milagro sus asignaturas para graduarse del Pre, cumplió con el Servicio Militar y en cuanto le dieron la baja se buscó un empleo y se casó con la primera zorra que atinó a embaucarlo. Es lo que hace todo el mundo. Envejecería después y tendría hijos y nietos. Sería un tipo feliz, el gran estúpido. Pasarían los años y al cabo moriría Amador Almeida, con velorio en la Funeraria Barceló y entierro a las cinco como cualquier cristiano. Pero no. Tenía que ocurrir lo imposible y reaparecer Amador Almeida convertido en aquel gordo amistoso, con cadena de oro martillado al pescuezo y Hyundai con chapa de turismo, para llamar a mi puerta y como si nada anunciarme: tengo un antojo que cumplir, mi socio, tú eres el hombre para eso.

—¿Un antojo? ¿Qué antojo, Amador?

Me le quedé mirando, ¿habrase visto?, tiene un antojo que cumplir el regordete. Hace veinte años no me habría dicho lo mismo. El idiota de Amador Almeida tiene un antojo, ¿qué me importa? Nos reíamos de lo lindo entonces. Cómo pasa el tiempo. Estoy sin un quilo, Amador, mejor no le digo. Tal vez no sea un problema que le ayude a realizar sus caprichos de macetón presumido.

—¿Qué te pasa, Amador, estás embarazado?

No le hizo gracia. No está habituado a que hagan chistes a su costa. El dinero no cambia a la gente pero la pone seria y se me ha vuelto un hombre de respeto, Amador Almeida. A business man. Puede que esté en Miami y que haya venido a Sagua de turista. Ya no le queda familia en el pueblo y se dijo: mejor visito a los antiguos camaradas. A lo mejor no vive en Miami sino en La Habana. En La Habana hay mejor busca que aquí. Se puede inventar con el negocio de los paladares. Pelusa el de la Cooperativa gana muchísimo llevando pescado para el Barrio Chino. No los lleva enteros, sino el filete limpio. Se lo pagan a peso la libra. En dólares. Amador Almeida tiene quizás un paladar y Pelusa el de la Cooperativa le vende los filetes, ¿será posible?

—Disculpa, Amador, ¿en qué te ayudo?

¿Quién iba a pensarlo? Yo, sirviente de Amador Almeida. Un tipo que no la veía pasar ni en la Secundaria ni en el Pre. No lo digo por envidia, de verdad. ¿Qué niña iba a mirar a un cerdo jabonoso con aliento a yogur? Mercedita, la de los Fernández, vomitaba a cada rato con los olores del gordo. La maestra tuvo que cambiarla de asiento. La pusieron en la última fila pero es preferible, explicó Mercedita. Sudaba Amador Almeida y aunque se cambiara de camisa no conseguía evitar las pestes. El desodorante que usaba tendría la culpa. A todo el mundo no le asienta el mismo. Ahora se pondrá desodorantes yumas. Old Spice, High Endurance, Long Lasting Stick, 25% Higher Performing.

Tendré que enfocarlo de otra manera: Amador Almeida no era mi amo sino mi empleador. En la mayoría de los países existe el empleador privado. Incluso en este, luego que aprobaron los Lineamientos. Amador Almeida, dueño de un paladar de lujo en La Habana o en Miami, me contrataba oficialmente para satisfacer un antojo. Si me ponen una multa que Amador la pague, ¿acaso no es el hombre del money?

—¿En qué te sirvo, Amador?

Debí preguntar: ¿cuánto me pagas, Amador? Tengo un problema con eso. Debe ser una especie de trastorno psicomotor. Se me traba la lengua cuando llega el momento de acordar los precios. Y eso que uno sabe defenderse y agarrar lo que le caiga. Yo he trabajado hasta de guía cuando las salidas ilegales. Mi tarea era esperar a las personas en un sitio cercano a la carretera y conducirlas por entre la manigua hasta las casas de contacto. No se ganaba una fortuna, pero daba para vivir decentemente. Mientras duró fue bueno. Todo se acaba. No sé qué problema surgió con los lancheros y empezaron a hablar de tráfico de personas y cosas por el estilo. Después vino lo de Bahía de Cádiz y se puso feo aquello. Hubo como diez muertos. Llevaban más de una semana en el cayo, sin comida ni agua. Dios sabrá si se mataron entre ellos. Ahora los viajes son escasos, no vale la pena arriesgarse por tan poco.

Lo mío era avanzar hasta las casas. De ahí en adelante se ocupaban Roly y el resto de los guías de costa. Yo era algo así como un práctico de tierra. Con Roly no había pérdida. En cuanto le avisaban recogía a su tropa y la ocultaba no lejos de la playa, entre los mangles. A veces acampaban durante días, esperando el momento de adentrarse en la cayería. Los mosquitos se daban banquete. Hasta que asomaban las cigarretas y entonces la gente se volvía como loca y se lanzaba al agua para trepar a ellas. La operación tardaba minutos. Las lanchas, rapidísimas, giraban ciento ochenta grados como si fueran de juguete y por donde mismo llegaban partían.

En las casas de contacto no se pasaba mal. Los familiares desde el exterior lo costeaban todo: celulares, botes, comidas, guías. No escatimaban en carne de puerco y ron. Siempre me pareció una paradoja, por cuanto sus parientes llegarían sin pizca de hambre a Miami.

—¿Estás pensando irte, Amador?

Qué va, Amador Almeida vive como un potentado. Basta mirarlo. Blanco como un coco y con doscientas cincuenta libras de peso. Se le ve confiado. El dinero no cambia a la gente pero le da seguridad. En cambio, la miseria engendra miseria. Uno se pone irritable, empieza a recelar de todos. Amador Almeida estaba aquí para matar un antojo, no para marchar a través del monte ni para subir a una embarcación recargada, con riesgo de partirse en dos en medio del océano. Tú eres el hombre para eso, me dice. Quiero cazar un venado y tú eres el hombre.

—¿Cazar un venado? No jodas, Amador.

Pues sí, Amador Almeida no quiere morirse sin cazar un venado. Le gustó la cacería siempre, deporte de burgueses. ¿Quién podía darse el lujo de cazar un venado en Sagua? Se equivocó de hobby. Cazar un venado, no me joda. Quiere que le ponga precio. Puedo pagarlo, me dice. Hace veinte años no me habría dicho lo mismo. Hace veinte años no habría podido cazar un venado ni en su sueño más loco. Ahora puede. Ahora puedo, me dice, no quiero morirme sin cazar un venado. Hace veinte años le habría contestado que no. Hace veinte años me habría reído de lo lindo en sus narices. Hace veinte años no me habría encandilado el brillo de la cadena en su pescuezo.

—¿Un venado? Bueno, hay que ver, Amador…

No hay que ver nada. Si queda un venado vivo en el municipio Sagua solo existe un hombre capaz de rastrearlo: Roly. Cuando se acabó la temporada de los viajes no quiso volver al pueblo. Se construyó una casucha en medio de los pinares del Uvero y se quedó a vivir. No quiero jodienda con nadie, dijo y se perdió entre los pinos. Fue la última vez que conversamos. Sabrá Dios cómo se las arregla. Buena gente, Roly. Un poco disparatado. Un tipo de cuarenta y cinco años, solo en medio del monte, sin mujer y sin familia. Sin libreta de abastecimiento, sin carné de identidad. Tendrá quizás un perro. No existen legalmente ni Roly ni el perro. Su nombre no consta en los registros, ¿será posible? ¿Será posible que me aparezca yo de pronto en su cabaña y le diga: coño Roly, tengo un negocito, acá el amigo habanero-miamense, te acuerdas de Amador Almeida el regordísimo?, qué manera de tener dinero, mira su cadena y el Hyundai con chapa de turismo que parqueó frente a mi casa, se volvió maceta el gordo y quiere cazar el muy zopenco, tírame un cabo, Roly, hay buen dinero, ¿tú has visto por aquí un venado?

—Tengo que contactar a un socio, Amador. Habrá que dejar el carro aquí, parqueado. Alquilar un tractor, una carreta…

Me paga lo que le pida, ha dicho. Que alquile el tractor, lo que haga falta. Que localice al socio. Amador Almeida paga lo que sea con tal de cazar un venado. ¿Qué bicho habrá picado a este hombre? ¿De dónde saca esa furia, esa avidez incontrolable?

—¿Tiene que ser un venado, Amador?

No una vaca, no. No un puerco salvaje.

—¿Un búfalo?

Tampoco un búfalo. Animal sin distinción, me dice. Más animal que los demás animales. No quiere eso. Quiere una cacería al rececho, con víctima escurridiza, inteligente. No ha vuelto a Sagua para cazar un búfalo. Un animal exótico, quiere Amador Almeida. Un ejemplar único, en peligro de extinción.

—Un venado entonces, Amador, un venado.

Cualquiera consigue en Sagua un tractor con el tanque a full. También una carreta. ¿Quién va a decir que no cuando hay un fajo de billetes por delante? El gordo paga por el tractor, por la carreta y por las siete vírgenes. Su preocupación se reduce a encontrar un venado. Cazarlo. Es decir, matarlo. Tiene un buen rifle, Amador Almeida. Un rifle nuevo y reluciente. Calibre 22 tal vez, no soy experto. Ni siquiera estuve en el ejército.

—Lindo rifle, Amador.

¿Lindo rifle? Es un arma excelente, con ánima rayada para estabilizar el disparo, me dice y extiende el artefacto. Vale un capital. Las maderas de la caja y del guardamano son preciosas. La culata tiene un remate de goma antideslizante. A doscientos metros no hay error posible. Lindo rifle. Ideal para matar un venado.

—Cazar es un deporte caro, ¿eh, Amador?

Muy caro. Hay que localizar a ese Roly, mostrarle la plata.

—Seguro, Amador, la plata.

Hay que localizar a Roly. No quiero entrar al monte solo con el tarado de Amador Almeida, no vaya a escapársele una bala. Por otra parte, ¿de dónde sacaré al infeliz venado? No soy mago. No está buscando un conejo. Tampoco puedo decirle la verdad: que ya no quedan venados sino en el Zoológico de 26 y que mejor lo robe allí antes que perderse en el litoral con el calor y los jejenes. Ya pedirá por señas el aire acondicionado del carro.

No es fácil seguir el rastro de un venado en la manigua. Si hay un hombre capaz de hacerlo es Roly. Los años de soledad y de silencio le han aguzado el olfato. Como a los animales salvajes, forzados a sobrevivir en medio hostil y a reaccionar con rapidez ante el peligro. Roly puede rastrear el venado. Si queda todavía un venado en los pinares del Uvero. Si todavía existe Roly. ¿No era el tal sujeto, Roly, quien trasladaba a la gente hasta los cayos?

—Buena memoria, Amador…

Buena memoria, sí. Hay cosas que no se olvidan. ¿No tenía el Roly una patana gigantesca? A muchos llevó en la noche hasta Boca de Sagua y el Cristo, bien lo recuerda Amador Almeida. A los lancheros nunca les gustó entrar a Esquivel. Sentirían nostalgia, no sé, deseos de echarse sobre la arena, de sumergirse en el agua. Los sagüeros no consiguen librarse de la morriña por Cayo Esquivel. La playa es una bendición allí, mejor que en Varadero. Hubo una base de campismo durante algunos años. En otra época los ricos construían sus hoteles, sus casas de veraneo.

Hizo bastante dinero Roly con la patana de los huevos de oro. Cuando desmantelaron los viajes la hundió en el veril de Isabela. Se pudrirían bajo el mar las tablas. Amador Almeida no conocía esa parte. ¿Lo de Bahía de Cádiz?

—Se matarían entre ellos, Amador, Dios sabrá.

Dios sabrá, sí. Mejor dejar el Hyundai en sitio seguro. En el patio de los Ferrocarriles, por ejemplo. El custodio se hace cargo por un par de pesos. Amador Almeida será bien recibido. Un sagüero llegado de Miami o de La Habana, con dinero para alquilar un carro y echarse una cadena al pescuezo. No digo yo si van a recibirlo. Hijo ilustre de la ciudad, probablemente lo declaren. El dinero no cambia a la gente pero le gana amistades. Amador Almeida, el mantecoso, terminará por ser el tipo más popular de la provincia. ¿Quién iba a decirlo?

Hace veinte años el terraplén de Armonía no era esta franja polvorienta entre los campos desnudos. Apenas se encuentra un ser vivo. Amador Almeida no se acordará del fango ni de los camiones atascados.

—No llueve como antes, ¿eh, Amador?

No importa que no llueva. Amador Almeida quiere cazar su venado. Hay que localizar a Roly, mostrarle la plata. En el entronque de El Piñón torcemos a la derecha. Amador Almeida ni se acordará de los cañaverales.

—No queda nada, ¿eh, Amador?

No importa que no quede nada. Amador Almeida quiere cazar su venado. Un kilómetro o dos y hay que bajar del vehículo, caminar por entre casuarinas musicales. Amador Almeida no se acordará del canal maestro ni de la cortina rompevientos. No me importan las cortinas, me dice. Quiere entrar en la espesura, hallar al tal Roly, rastrear el venado.

Todo esto era monte. Lo fueron desbrozando poco a poco para sembrar la tierra de caña. Mucha caña. En Monte Lucas se refugiaron los revolucionarios el 9 de abril, cuando fracasó la huelga. La aviación del gobierno los descubrió y les dio muerte. En el lugar queda un trozo de manigua. Construyeron un monumento. El resto era caña. Hasta donde se perdía la vista.

—Habrá que pasar la noche, Amador.

Me pone nervioso pasar la noche entre los pinos. Peor cuando sopla el viento y parece que se acerca un tsunami. Roly estará acostumbrado. Sabrá Dios donde tiene su cabaña. Si todavía existe la cabaña de Roly. Si todavía existe Roly. Es incómodo pasar la noche en los pinares. Montar la tienda, colar un poco de café y conversar hasta quedarnos dormidos. Amador Almeida pasando un paño al rifle. El rifle nuevo y reluciente.

—Lindo rifle, Amador…

¿No andaba yo con el Roly acarreando gente en la patana? Pregunta demasiado, Amador Almeida. Será chivato. Estará de policía encubierto en La Habana o en Miami. El dinero no cambia a la gente pero la pone impertinente. Hace veinte años le habría contestado como se merece. Hace veinte años no habría acampado con el gordinflón en medio de un pinar oscuro, para engrasar su rifle y acariciar el sueño de dispararle a un venado. Soy hombre de tierra, debería saberlo Amador Almeida, no vaya a confundirse y notificar a sus jefes la información equivocada.

—Soy hombre de tierra, Amador.

¿No andaba yo con el Roly en la patana cuando lo de Bahía de Cádiz? Pregunta de más, Amador Almeida. Me pone nervioso pasar la noche en los pinares. Peor cuando sopla el viento y parece que se acerca un tsunami. Habrá que localizar a Roly en la mañana, mostrarle la plata. No va a decir que no, si ve oportunidad de buscarse unos quilos. Pero soy hombre de tierra. Lo mío era avanzar hasta las casas de contacto. De ahí en adelante se ocupaban Roly y el resto de los guías de costa. Debería saberlo Amador Almeida.

—Lo mío era llegar hasta las casas, Amador…

¿Por qué pregunta tanto? ¿Quiere cazar un venado o no? Hace veinte años lo habría tratado como corresponde. La plata por delante y el venado detrás. No le quedarían ganas de curiosear. Hace falta que aparezca Roly. No debí entrar al monte solo con el chiflado de Amador Almeida.

No es fácil orientarse en los pinares. Peor si bate el viento en los ramajes de las casuarinas. La música te adormece. Tiene una brújula, Amador Almeida. Una brújula nueva y reluciente. Le habrá costado un dineral. Tendrán que aparecer el perro y Roly. Hace veinte años los dejé aquí mismo. Allí estaba la choza. ¿Qué va a pensar de mí el mofletudo? ¿Qué me he inventado la historia para adentrarlo en el monte y estafarle su dinero? Soy hombre de palabra, debería saberlo Amador Almeida, no vaya a decepcionarse.

—Soy hombre de palabra, Amador.

Allí estaba la choza. Todavía quedan los cimientos, la madera chamuscada. La habrá incendiado un rayo, eso pasa. Se jodió lo del venado, no vaya a creer otra cosa el orate de Amador Almeida. Si quedaba un hombre capaz de entrar al manigual era Roly. Ya puede verlo el carigordo: ni Roly ni el perro. Quiere inspeccionar un rato, echar un ojo. Puede que alguien llegara antes que nosotros, me dice. Se la habrán cobrado al tal Roly. Una deuda pendiente. Sabrá Dios si tenía enemigos. Le habrán pasado la cuenta.

—¿Qué cuenta, Amador?

Le habrán quemado la casucha, eso pasa. Le habrán matado al perro. Al mismo Roly le habrán disparado con un rifle y enterrado bajo los matorrales. Lo dejaron, tal vez, para que se lo coman las auras. Me pone los pelos de punta el paranoico de Amador Almeida. Aquí no ha estado nadie en veinte años. Desde que se acabaron los viajes y Roly se negó a volver al pueblo. No quería jodienda con nadie, por eso se ocultó en los pinares. De todas formas, no iba a ser fácil encontrarlo. A lo mejor se enteró de que lo buscábamos y puso pies en polvorosa. La soledad hace el carácter difícil y Roly ya no quería relacionarse. Nos habrá seguido entre las casuarinas y no podríamos oír sus pasos ni los ladridos del perro por la maldita música del viento entre las ramas. Bien se lo advertí: sin Roly será un problema la cuestión del venado. No debí intrincarme en el monte con el lunático de Amador Almeida.

—Hay que regresar, Amador.

¿Regresar a dónde? ¿Estoy enloqueciendo? Amador Almeida quiere cazar un venado, con Roly o sin Roly. No va a volver al terraplén si no es con el animal al hombro. Pueden llevarse el tractor si quieren. El Hyundai sigue a buen recaudo y la cadena de oro martillado en su pescuezo. Que intenten robarla, me dice y restriega el rifle contra su carne flácida. Amador Almeida quiere cavar una tumba. Una tumba para el Roly, me dice. Le habrán pasado la cuenta. Sabrá Dios qué deudas tenía y con quién. Más temprano que tarde encontraremos el cuerpo y habrá que enterrarlo. No vamos a dejar que se pudra a la intemperie. Puede que no hallemos más que el esqueleto. Igual habrá que sepultarlo.

—¿Una tumba, Amador?

Una tumba. Que revise entre las herramientas, me pide, y que consiga algo. Un cuchillo afilado, cualquier cosa que sirva para escarbar. La tierra está siempre húmeda en los pinares. Ni a mediodía le da el sol. Debí preguntar: ¿cuánto me pagas, Amador? Tengo un problema con eso. Un trastorno psicomotor. Se me traba la lengua cuando llega el momento de acordar los precios. No soy hombre de trabajo, debería saberlo el adiposo de Amador Almeida, no vaya a exigirme un agujero muy hondo.

—Lo mío era llegar hasta las casas, Amador…

Dos metros deberá tener. Al menos dos, para que los animales no puedan olfatear la carne en descomposición y desenterrar el cuerpo. Se me nubla la vista cada vez que suelta un comentario de esos. Se me eriza la espalda. Nunca debí involucrarme con el enajenado de Amador Almeida. Al carajo la tumba. Si quiere enterrar a Roly que lo haga solo. Primero tendrá que encontrar el cadáver. Si de verdad es cadáver Roly. Si no incendió la choza un rayo y lo de la deuda cobrada es puro cuento. Un gordo con imaginación, no es otra cosa Amador Almeida. Al carajo el venado. Si quiere entrar en la manigua que lo haga solo. No necesito el dinero. ¿Quién le dijo que podría tratarme como si fuera su criado? ¿Lo de Bahía de Cádiz?

—Deja la preguntadera, Amador.

No estuve en Bahía de Cádiz, se lo he dicho. Mi trabajo era esperar a las personas cerca de la carretera y avanzar hasta las casas de contacto. Puedo oler perfectamente, ¿tendrá mejor olfato que nadie el carirredondo de Amador Almeida? Será un animal muerto. El perro de Roly. No voy a excavar una tumba para enterrar al perro. Puede que alguna vez llegáramos hasta Esquivel, no recuerdo. A los lancheros no les gustaba entrar. Echábamos allí las nasas y cocinábamos luego las langostas junto a la playa.

—Inmensas las langostas, Amador.

Inmensas las langostas. Imposible traerlas al puerto. Si registraban el bote y te encontraban con ellas te partían la vida. Mejor cocinarlas afuera. Que no le hable de langostas, me pide Amador Almeida, ¿quién va a pensar en comerlas con este olor a perro podrido en el ambiente? El perro de Roly, alguien le metió una bala.

—No recuerdo que llegáramos hasta Bahía de Cádiz, Amador.

Puede que Roly lo hiciera, con la patana de los huevos de oro. Su trabajo era moverse en el mar. Amador Almeida tendría que haber probado las langostas. No hay paladar en La Habana que las sirva como aquellas. Tampoco en Miami. Por más que brille la cadena en su pescuezo.

—Inmensas, Amador…

Las capturábamos en nasas, cerca de los cayos. Puede que alguna vez llegáramos hasta Boca de Sagua. Eso es bien afuera. A Bahía de Cádiz no lo creo. Debió ser horrible. Hubo como diez muertos. Se matarían entre ellos, lo más seguro. Sin agua ni comida no hay quien resista. ¿Alguien los abandonó a propósito?

—¿Quién pudo hacer eso, Amador?

Le pasaron la cuenta a Roly y le balearon al animal. Los fallecidos tendrían familia, sonríe. ¿Cómo puede reír el bola de sebo de Amador Almeida? El dinero no cambia a la gente pero la vuelve cínica. Prepara una tumba, me dice, no apesta solo el perro.

—Quien cobraba era Roly, Amador…

Pagaron el viaje de ida. La cigarreta debió entrar a recogerlos. ¿Quién iba a prever lo contrario? Hubo como diez muertos. Nadie tuvo la culpa, debería creerlo Amador Almeida, no vaya a sacar una conclusión apresurada. Se mataron entre ellos. Lo mataron también a Roly, me dice, el disparo le reventó el cerebro.

—¿Qué sabes tú, Amador, eres forense?

Buena puntería tuvieron con el desgraciado, sonríe. Debió ser un cazador. Uno bueno. ¿Cómo puede reír el rechoncho de Amador Almeida? El dinero no cambia a la gente pero la deja insensible. Quiere que abra el agujero. Dos metros por lo menos, me dice. Hay que enterrar a los muertos.

Debí preguntar: ¿cuánto me pagas, Amador? No soy su esclavo. Se me traba la lengua cuando llega el momento de acordar los precios. Roly era quien cobraba siempre. No hay chance de encontrar el animal. Sin un buen rastreador no es fácil atravesar los pinares. Nunca debí entrar al monte solo con el loco de Amador Almeida. Hubiera preferido un venado, me dice y rastrilla el rifle. El rifle nuevo y reluciente. No vaya a escapársele una bala…

Leopoldo Luis. La Habana, 1961.

Periodista, fotógrafo y narrador. Licenciado en Derecho por la Universidad Central de Las Villas y Diplomado en Periodismo por el Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Ha publicado los libros de cuentos Adiós, Habana (Ediciones Holguín, 2009), con el que obtuvo el Premio de la Ciudad un año antes, y Extraño bajo un paraguas (Editorial Capiro, 2013). Poemas suyos aparecen en el volumen El ojo de la luz. Antología de poetas y artistas cubanos (Diana Edizioni, Italia, 2009). Sus relatos han sido incluidos en las antologías El martillo y la hoz y otros cuentos (Reina del Mar Editores, 2013) e Isla en negro. Cuentos de crimen y enigma (Casa Editora Abril, 2014). Fue editor y administrador del sitio web de la revista cultural El Caimán Barbudo. Actualmente trabaja como periodista de la televisión hispana en Estados Unidos.