A la sombra de la mata de almendras

A la sombra de la mata de almendras, un cuento de Reinaldo Arenas

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«Hay que tumbarla», dice una. Y yo salgo a la calle. Las otras dos ríen a carcajadas, sueltan un bufido de alivio y aplauden. «Hay tumbarla », repiten, girando alrededor de la primera. Por último salen del comedor y se dirigen al patio. Pero yo estoy ya en la calle. Hace fresco. Han pasado los soles brutales de septiembre, y octubre se instala entre los árboles. Es casi agradable caminar sin rumbo por estas calles. Desde aquí no oigo sus escarceos, sus chillidos intolerables, sus constantes idas y venidas por toda la casa, revolviendo, preguntando, sacándole brillo a las losetas del patio. Pues ellas no paran ni un momento, y cuando les dio por tumbar los árboles (decían que daban hojas y tenían que estar barriendo) lo tomaron con tal furor que en una semana acabaron con todos. Sólo la mata de almendras, que está en el fondo del patio, quedó en pie. Sin darme cuenta me voy adentrando en La Habana Vieja. Cruzo por Obispo, y, aunque no me interesa nada, paso la vista por todas las vidrieras, y frente a algunas me quedo un rato, mirando sin ver, o leyendo sin interés los títulos de libros científicos. Me quedo un rato mirando estos libros indeseables, hasta que me doy cuenta que otra persona los está mirando, y, al parecer, con mucho interés. Es una muchacha estupenda. La contemplo de pies a cabeza y me dan deseos de tocarla. Ella saca de la cartera un peine prominente, se ordena el pelo, me mira y echa a andar contoneándose un poco. El vestido, corto y estrecho, se ajusta al ritmo de su cuerpo. Sí, estoy seguro que me ha mirado y por un momento me hizo una seña. O serían ideas mías… De todos modos la voy a seguir. Entonces me llego hasta la única mata de almendras que queda en pie, y me tiro allí, bajo su sombra, y me quedo todo el día dormitando bocarriba. Las hojas me van cayendo casi húmedas sobre la cara. Pero ahora también ese árbol está en peligro. Sus hojas, algunas veces, van a dar hasta el zaguán, o, lo que es peor, entran en la sala. Hace algunos días una hoja cayó revoloteando, como un pájaro medio muerto, sobre la falda de una de mis tías que zurcía un pantalón con gestos precipitados. «Esto es el colmo», dijo, tirando el pantalón al suelo y agarrando la hoja con tal furia que la deshizo entre las manos. Y ahora va caminando muy despacio. Quizá dando tiempo a que la alcance. La sigo de cerca por todo Obispo hasta que llegamos a La Moderna Poesía. Allí se detiene un momento. Entra en la librería. Y ya sí estoy seguro de que me ha mirado. Recorre todos los estantes, hojea los libros, lee algunas páginas. Este es el momento de hablarle, pues tal vez se aburre y se va, y como ya es el único árbol que queda en pie, todos los pájaros, del barrio se refugian en él. Al oscurecer, el escándalo llega hasta la casa. Mi madre se lleva entonces las manos a los oídos y mira furiosa para el patio. Todos los pájaros están asentados en el árbol. Poco a poco me voy acercando, para que no se asusten. Llego hasta el tronco. Y ya, tirado bocarriba los oigo chillar hasta que se hace de noche. Luego sale de la librería y camina de prisa. Quizá está ofendida porque no le dije nada. Entra en La Manzana de Gómez y se detiene junto a una vidriera. Por fin atraviesa el Parque Central, confundiéndose entre la gente. Me apresuro para que no se me escape. Me quedo muy quieto, escuchándolos : el escándalo de los pájaros, las hojas que caen constantemente. Yo trato de recogerlas, de atraparlas en el aire, antes de que lleguen al suelo y ensucien el piso. Pero son muchas, y estamos en octubre. Caen las hojas. Caen las hojas. Caen las hojas. Y por mucho que salte, y por más que me apresure y trate de cogerlas al vuelo, siempre alguna se me escapa, se cuela por la ventana, pasa saltando por entre las sillas y llega, rodando suavemente, hasta los pies de una de mis tías. Es imposible atrapar las hojas que caen en octubre y seguirla por entre esta aglomeración de gente es cada vez más difícil. Tal parece como si La Habana completa se hubiese reunido en la calle San Rafael. Las colas interminables; el trajín de la gente que entra y sale de todos los sitios; las máquinas y las guaguas que a toda costa me quieren aplastar. Pero me voy abriendo paso entre el barullo. Corro, a veces orientándome por el retazo azul de su falda. De pronto, se me pierde de vista. La busco por todas partes. Ha desaparecido. Y es que no hay sitio más agradable que éste, junto al tronco siempre húmedo y como en constante muda de piel, cerca de su sombra. Muchos retoños empiezan a despuntar. El color de las hojas recientes es verde tierno. Algunas veces me dan deseos de comérmelas. Y me las como. De pronto, la vuelvo a descubrir, parada frente a la cartelera del Duplex. Casi tropiezo con ella. Me mira. Estoy bañado en sudor. Echa a andar y yo de cerca la voy siguiendo. Así llegamos al Ten Cent. Durante media hora hacemos turno para el asiento. Nos sentamos; su falda, al cruzar las piernas, se le sube por las rodillas. Pide una soda malteada. Yo pido lo mismo y pago las dos. Ahora sí que me ha mirado en serio. Estoy excitado. Qué problema al levantarme. Cuando estoy allí dormitando ‘bajo su sombra, siempre sueño más o menos la misma cosa, el mismo sueño, el mismo perro. Porque es con un perro con lo que sueño. Estoy en una casa enorme y llena de gente que habla y habla (no sé qué gente será porque casi no le veo el rostro y no se entiende lo que dice), y cuando voy a salir, aparece el perro en la puerta. Me mira con sus ojos brillantes. Sin ladrar viene hasta mí, y me clava los dientes en el tobillo. Vuelvo a entrar en la casa. La gente continúa hablando y hablando. Me llevo las manos a los bolsillos e intento salir con la mayor naturalidad y sin mirar para abajo, ella va delante y parece haberse dado cuenta de mi situación, pero más bien se muestra divertida. Así llegamos a la acera. Y yo, presintiendo que le quedaba muy poco de vida, le hablé a mi madre uno de esos días en que casi está tranquila y ni siquiera fuma. «Menos mal que aún nos queda la mata de almendra», le dije, «si no, nos asaríamos del calor». Ella me miró distraída; luego dijo: «De seguir en pie sí que nos asfixiaremos, pues cualquier día quedamos sepultados en un montón de hojas». No le digo más, y camino hasta el patio. Allí, las tres tías, escoba en mano, barren con furia. Por un momento me quedo mirándolas: tienen la misma estatura. Altas, flacas y de aire asutado, como si esperaran, temerosas, a que alguien las golpease por la espalda. Las tres barren al mismo ritmo, realizando los mismos movimientos. El árbol, de un dorado intenso, parece incendiado. Algún pájaro, escondido entre las ramas, canta hasta desgañitarse. Y llueve, el público se aglomera en los portales. Ella, en una esquina, parece mirar la calle. No es un aguacero violento. Se trata de esa lluvia que nunca termina. Los árboles del parque Fé del Valle relucen a través de la llovizna. Al fin comienza a caminar hacia la parada de la guagua. Pasa un carro tan repleto que ni siquiera puede abrir la puerta. Llega otro, lo toma. Y yo me subo en el momento en que se cierra la puerta. Pero la conspiración seguía avanzando, y yo sin poder hacer nada. Pensaba, pensaba, y no veía la manera de salvarla. Y algunas veces me daban deseos de pegar un grito, o darle candela a la casa. Por fin decidí hablar con mi padre. «Papá», le dije, «quieren tumbar la única mata de almendras que nos queda. No dejes que la tumben». Mi padre dejó de leer (siempre he pensado que ese hombrecito que lee el periódico todas las tardes sentado en el portal no es mi padre, pero nunca me he atrevido a decírselo.) «Pero también tú estás con la matraquilla de tumbar la mata de almendras», me dice. «Acábenla de tumbar y no fastidien más». «Pero si yo lo que quiero es que no la tumben», le digo. «Túmbala, túmbala», me dice. «Ya me tienen hasta la coronilla». Y la guagua va repleta. Y el calor y el escándalo son insoportables. Una mujer, con una cartera monstruosa, no deja de martirizarme. A ella casi no la distingo, pero vigilo la puerta de salida para que no se me escape. Ni siquiera encuentro sitio para poner las manos. Y como si esto fuera poco, un hombre enorme se le ha colocado detrás; el muy descarado. Si sigue así tendré que llamarlo a contar. Pero, d por qué ella no se aparta ? La violan en plena guagua y ni siquiera protesta. Y su casa parece estar en el fin del mundo. Ya vamos llegando a las playas. Y el calor sigue insoportable aquí dentro, y la mujer acosándome con la cartera, y el hombre apretujándola, y el concilio se reunió al fin, y una de mis tías dijo: «Hay que tumbarla». Y las otras la corearon y danzaron a su alrededor. Y mi madre, impasible, sonreía desde la cocina. Y, de pronto, todas empezaron a gritar: «Hay que tumbarla, hay que tumbarla». Y yo sentí un odio nuevo. Y me dieron deseos de matarlas. Y por eso salí a la calle. Las calles de la playa son todas iguales, y están rodeadas por árboles iguales que no parecen árboles sino cualquier otra cosa que no valdría la pena definir. Rumbo al mar caminamos otras tres cuadras. Hasta que al fin se detiene junto a una casa idéntica a todas las que pueblan este lugar. Abre la puerta y se queda de pie, mirándome. Silbando paso frente a ella con las manos en los bolsillos y mirando la punta de mis zapatos. «Entra» dice, y en ese momento levanto la vista: el concilio ha terminado. Una de mis tías va hasta la cocina y trae el hacha, las demás aplauden. Y ya la comitiva sale al patio. Empezamos en el sillón de la sala (no se puede perder tiempo pues, según ella, la familia está al llegar). Me quita la camisa y luego me lleva hasta el cuarto. Ya en la cama se desviste con urgencia y al momento me despoja del pantalón y de los calzoncillos. La comitiva, en forma militar, cruza el patio y llega al árbol. Una de mis tías enarbola el hacha; las demás, cogidas de la mano, inician una ronda alrededor del tronco. Luego hacen silencio. La tía aprisiona con las dos manos el hacha y toma impulso. Con minucioso estilo pasa sus manos por mi cuerpo, luego los labios, después los dientes; pero todo es inútil. El primer hachazo retumba, estremeciendo la tarde. Los pájaros alzan el vuelo, o se refugian en las ramas más altas. Mi madre se seca el sudor de la cara, le arrebata el hacha a mi tía y comienza a golpear enfurecida. El árbol se estremece. Las tías, girando alrededor del tronco, lanzan gritos de triunfo, saltan, arrancan las ramas más bajas. Mamá sigue golpeando; resoplando se lleva las manos al pelo; dándose por vencida se sienta a un costado de la cama y se palpa la cara. La veo, desnuda, y por un momento siento deseos de hablarle. Pero no sé qué decirle. En seguida me pongo de pie; me visto. Y ya en la puerta espero la palabra brutal, la ofensa que me corresponde. Pero no dice nada. Y eso es lo peor. Como un bólido salgo de la casa, atravieso las calles iguales, y ya en la Quinta Avenida tomo la primera guagua. Quizá todavía pueda salvarla. Corriendo entro en la casa, cruzo el zaguán y salgo al patio. Allí está ella, agitándose entre la brisa del oscurecer. Llego hasta su tronco y me quedo extasiado, mirándola. «Por hoy te has salvado», le digo. Y me tiro bocarriba en la tierra. El escándalo de los pájaros va disminuyendo. «Si pudiera hacer algo». «Si pudiera hacer algo», le repito. Pero ella no dice nada. Su enorme silueta se proyecta contra el cielo del oscurecer. Luego comienza a soltarme unas hojas frías y húmedas que caen sobre mi cara, me rozan las manos y van quedando aprisionadas entre mis piernas. «Si pudiera hacer algo», le digo. Y ella me sigue cubriendo con sus hojas. Así pasamos la noche.

Fin

Reinaldo Arenas. Estudió en la Escuela de Planificación de La Habana y cursó estudios de Filosofía y Literatura en la Universidad de La Habana, que no concluyó. Trabajó en la Biblioteca Nacional José Martí y fue editor del Instituto Cubano del Libro y posteriormente editor de La Gaceta de Cuba. Encarcelado en 1973 por su oposición al régimen de Castro y su homosexualidad, fue liberado en 1976, huyendo a Estados Unidos en 1980. Se suicidó cuando estaba en fase terminal de SIDA. Su obra de carácter autobiográfico Antes de que anochezca, fue llevada al cine.