A prueba

Foto de Jon Cellier en Unsplash

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De todos los bohemios auténticos que se dejan caer de vez en cuando en el supuesto círculo bohemio del restaurante Nuremberg, de la calle Owl, en el Soho, ninguno tan interesante ni esquivo como Gebhard Knopfschrank. No tenía amigos, y aunque trataba como conocidos a todos los que frecuentaban el restaurante, nunca pareció que deseara llevar ese conocimiento más allá de la puerta que conducía a la calle Owl y al mundo exterior. Trataba con ellos de manera bastante parecida a como una vendedora del mercado trataría con quienes acertaran a pasar por su puesto, mostrando sus mercancías y charlando sobre el clima y lo flojo que va el negocio, a veces sobre el reumatismo, pero sin mostrar nunca el deseo de penetrar en sus vidas cotidianas o analizar sus ambiciones.

Se creía que pertenecía a una familia de granjeros oriundos de algún lugar de Pomerania. Hace unos dos años, según todo lo que se sabe de él, había abandonado el trabajo y la responsabilidad de criar cerdos y gansos para probar fortuna como artista en Londres.

—¿Pero por qué Londres, y no París o Munich? —le preguntaban los curiosos.

Bueno, pues había un barco que iba de Stolpmünde a Londres dos veces al mes, y aunque llevaba pocos pasajeros el precio era barato; no eran baratos, en cambio, los billetes de ferrocarril a Munich o a París. Por eso eligió Londres como escenario de su gran aventura.

La cuestión que hacía tiempo que había inquietado seriamente a los que frecuentaban el Nuremberg era si el emigrante cuidador de gansos era en realidad un genio impulsado por su alma, que extendía sus alas hacia la luz, o simplemente un joven emprendedor que creía sería capaz de pintar y que, lógicamente, deseaba escapar de la monotonía de la dieta de pan de centeno y de las llanuras arenosas de Pomerania recorridas por los cerdos. Había motivos razonables para la duda y la precaución; los grupos artísticos que se reunían en el pequeño restaurante incluían a muchas mujeres jóvenes de cabellos cortos y muchos hombres jóvenes de cabellos largos, todos los cuales se consideraban a sí mismos anormalmente dotados en el campo de la música, la poesía, la pintura o el escenario, aunque hubiera muy poco o nada que apoyara esa suposición, por lo que cualquiera que se proclamara a sí mismo como genio en cualquier esfera resultaba inevitablemente sospechoso en medio de todos ellos. Por otra parte, existía siempre el peligro de desairar inopinadamente a un ángel. Se había producido el lamentable caso de Sledonti, el poeta dramático, a quien se le había tenido por muy poco en el salón de juicios de la calle Owl, para después ser saludado como el maestro cantor del gran duque Constantino Constantinovitch, «el más culto de los Romanoff» según Sylvia Strubble, que hablaba como alguien que conoce a todos los miembros de la familia imperial rusa. En realidad conocía a un corresponsal de un periódico, un hombre joven que comía borsch con la actitud de haberlo inventado. Los Poemas de la muerte y la pasión de Sledonti se vendían ahora a miles en siete lenguas europeas, e iban a ser traducidos al sirio, circunstancia que hacía que los críticos del Nuremberg no desearan madurar sus juicios con demasiada rapidez ni demasiado irrevocablemente.

Por lo que respecta a la obra de Knopfschrank, no carecieron de oportunidades para analizarla y alabarla. Sin embargo, él se mantenía resueltamente apartado de la vida social de sus conocidos del restaurante, aunque no le importaba mostrar sus realizaciones artísticas a la mirada inquisitiva de aquéllos. Todas las tardes, o casi todas, aparecía a las siete en punto, se sentaba en la mesa de siempre, arrojaba en la silla de enfrente un voluminoso portafolios negro, hacía una señal indiscriminada de reconocimiento a los otros comensales conocidos, e iniciaba seriamente la actividad de comer y beber. Al llegar al café encendía un cigarrillo, se ponía encima el portafolios y empezaba a hurgar entre sus contenidos. Con lenta deliberación, elegía algunos de sus estudios y esbozos más recientes y silenciosamente los pasaba de mesa en mesa prestando atención especial a cualquier comensal nuevo que pudiera estar presente. Por detrás de cada esbozo había escrito con letra sencilla este anuncio: «Precio, diez chelines».

Si evidentemente su obra no estaba estampada con la marca del genio, en cualquier caso resultaba notable por su elección de un tema inusual e invariable. Sus cuadros representaban siempre alguna calle o lugar público bien conocidos de Londres, en decadencia y desprovistos de su población humana, que había sido sustituida por una fauna salvaje que, por la riqueza de las especies exóticas, debía haber escapado del parque zoológico y las exhibiciones de fieras deambulantes. «Jirafas bebiendo en la fuente de Trafalgar Square», era uno de sus estudios más notables y característicos, aunque más sensacional resultaba todavía el horrible cuadro titulado «Buitres atacando a un camello moribundo en la zona alta de Berkeley Street». También había fotografías del lienzo grande en el que llevaba trabajando varios meses, y que ahora intentaba vender a algún comerciante emprendedor o un aventurado aficionado. El tema era «Hienas dormidas en la estación de Euston», una composición en la que no faltaba nada que sugiriera las insondables profundidades de la desolación.

—Desde luego puede ser algo de una inteligencia inmensa, algo que haga época en la esfera del arte —dijo Sylvia Strubble a su particular círculo de oyentes—; pero por otra parte podría ser algo simplemente loco. No hay que prestar demasiada atención al aspecto comercial del caso, evidentemente; no obstante, si algún comerciante en arte hiciera una oferta por el cuadro de las hienas, o por alguno de los esbozos, sabríamos mejor cómo situar a ese hombre y su obra.

—Quizás nos maldigamos todos alguno de estos días por no haber comprado todo su portafolios de esbozos —comentó la señora Nougat-Jones—. Y al mismo tiempo, cuando hay tanto talento auténtico por ahí no apetece desperdiciar diez chelines por lo que parece algo extraño y caprichoso. El cuadro que nos enseñó la semana pasada, «Gallos de los arenales posados en el Albert Memorial», era impresionante, y desde luego veo que hay en él un buen trabajo artístico y amplitud de tratamiento; pero no se parecía lo más mínimo al Albert Memorial, y Sir James Beanquest me ha dicho que los gallos de los arenales no se posan sobre palos, sino que duermen en el suelo.

Por mucho talento o genio que pudiera poseer el artista pomerano, lo cierto es que no logró recibir confirmación comercial. El portafolio siguió siendo voluminoso por los esbozos no vendidos, y la «Siesta en Euston», que así llamaban los chistosos del Nuremberg al lienzo grande, permanecía en el mercado. Los signos exteriores y visibles de los problemas económicos empezaron a dejarse notar; la media botella de clarete barato de la cena cedió paso a un vaso pequeño de cerveza, que después fue sustituido por el agua. El menú de dieciséis peniques pasó de ser un acontecimiento cotidiano a una extravagancia dominical; en los días ordinarios, el artista se contentaba con una tortilla de siete peniques y un poco de pan y queso, e incluso había noches en las que ni siquiera aparecía. En las raras ocasiones en que hablaba de sus propios asuntos, se observó que empezaba a hablar más sobre Pomerania y menos sobre el gran mundo del arte.

—Ahora es un momento de mucho trabajo allí —dijo melancólicamente—. Después de la cosecha se sacan los cerdos al campo, y hay que cuidarlos. Podría ayudar a cuidarlos si estuviera allí. Aquí es difícil vivir, el arte no se aprecia.

—¿Por qué no vuelve a casa de visita? —le preguntó alguien con mucho tacto.

—¡Ah, eso cuesta dinero! Hay que pagar el pasaje de barco hasta Stolpmünde, y además hay que pensar en el dinero que debo por mi alojamiento. Incluso aquí debo unos cuantos chelines. Si pudiera vender alguno de mis esbozos…

—Quizás si los rebajara un poco algunos estaríamos encantados de comprarlos —intervino la señora Nougat-Jones—. Diez chelines es siempre una suma considerable para personas que no son muy acomodadas. Si pidiera seis o siete chelines…

Cuando se ha sido campesino una vez, se es siempre. La mera sugerencia de un regateo produjo un parpadeo de alerta en la mirada del artista y endureció las líneas de sus labios.

—Nueve chelines con nueve peniques cada uno —espetó, y pareció decepcionarse de que las señora Nougat-Jones no siguiera con el tema. Había esperado llegar a ofrecérselos por siete chelines y cuatro peniques.

Pasaron las semanas y Knopfschrank se presentaba cada vez menos en el restaurante de la calle Owl; incluso en esas ocasiones sus comidas eran cada vez más y más ligeras. Llegó luego un día triunfal en el que se presentó pronto con un elevado estado de animación y pidió una comida muy compleja que estaba muy cerca de ser un banquete. Los recursos ordinarios de la cocina tuvieron que aumentarse con un plato importado de pechuga de ganso ahumada, una delicadeza de Pomerania que por suerte pudo conseguirse en una empresa de comerciantes en delikatessen de Coventry Street, mientras que una botella de vino del Rin, de cuello largo, daba un toque final de festividad y alegría a la abultada mesa.

—Es evidente que ha vendido su obra maestra —susurró Sylvia Strubble a la señora Nougat-Jones, que había llegado tarde.

—¿Quién lo ha comprado? —susurró ésta.

—No lo sé; todavía no ha dicho nada, pero debe de ser un americano. Fíjese, ha puesto una pequeña bandera americana en el plato del postre y ha echado un penique en la caja musical por tres veces, una vez para que toque «Bandera estrellada», después para una marcha del estadounidense Sousa y otra vez «Bandera estrellada». Debe de tratarse de un millonario americano, y evidentemente ha pagado un buen precio; irradia satisfacción.

—Debemos preguntarle quién lo ha comprado —añadió la señora Nougat-Jones.

—No, ni hablar. Compremos pronto alguno de sus esbozos antes de que se suponga que sabemos que es famoso; si no, doblará el precio. Estoy tan contenta de que por fin haya triunfado. Ya sabes que siempre creí en él.

Por la suma de diez chelines cada uno, la señorita Strubble compró los dibujos del camello moribundo en la parte alta de Berkeley Street y de las jirafas apagando su sed en Trafalgar Square; por el mismo precio, la señora Nougat-Jones consiguió el estudio de los gallos de arenal. Un dibujo más ambicioso, «Lobos y wapiti luchando en las escalinatas del Club Ateneo» encontró un comprador por quince chelines.

—¿Y cuáles son sus planes ahora? —preguntó un hombre joven que contribuía ocasionalmente con algunos párrafos a un semanario artístico.

—Regreso a Stolpmünde en cuanto zarpe el barco, y no pienso regresar. Nunca.

—Pero, ¿y su obra? ¿Su carrera como pintor?

—Ah, no importa. Se pasa hambre. Hasta hoy no había vendido ninguno de mis esbozos. Esta noche han comprado algunos, porque me voy, pero en las otras ocasiones no vendí ni uno solo.

—¿Pero es que no hay un americano que…?

—Ah, el americano rico —dijo reprimiendo una risa el artista—. Demos gracias a Dios. Metió su coche dentro de nuestro rebaño de cerdos cuando lo sacaban al campo. Mató a muchos de nuestros mejores cerdos, pero pagó todos los daños. Pagó quizás más de lo que valían, muchas veces más de lo que habrían costado en el mercado después de un mes de engordarlos, pero tenía prisa por llegar a Danzig. Cuando se tiene prisa, hay que pagar lo que te piden. Demos gracias a Dios por los americanos ricos que siempre tienen prisa por llegar a algún otro lugar. Mi padre y mi madre tienen ahora tanto dinero que me enviaron un poco para que pagara mis deudas y regresara a casa. El lunes parto hacia Stolpmünde y no regresaré. Nunca.

—Pero, ¿y su cuadro, el de las hienas?

—No es bueno. Y es demasiado grande para llevarlo a Stolpmünde. Lo quemé.

Con el tiempo será olvidado, pero de momento Knopfschrank es casi un tema tan doloroso como el de Sledonti entre algunos de los que frecuentan el restaurante Nuremberg de la calle Owl, en el Soho.

FIN

Hector Hugh Munro. (1870-1916) nació en Birmania, hijo del Inspector General de la policía británica; su madre murió al poco de nacer él, por lo que fue expedido a Inglaterra al cuidado de dos viejas tías solteras, empeñadas en una infatigable guerra doméstica, que le amargaron la niñez. En esta infancia desdichada, apuntó Graham Greene, está la clave de la crueldad atildada que constituye la nervadura de casi todos sus cuentos: nadie como él maneja ese humor tétrico que otorga carta de trivialidad a lo horrible. Esperamos que con la lectura de esta primera entrega de cuentos se cumpla, en el lector, el pronóstico de Tom Sharpe, eminente sakiano: «Si empiezas un relato de Saki, lo terminarás. Cuando lo hayas terminado querrás empezar otro, y cuando los hayas leídos todos nunca los olvidarás. Se convertirán en una adicción porque son mucho más que divertidos».

Graham Greene, para quien Héctor Hugh Munro, alias Saki, es nada menos que el mayor humorista en lengua inglesa de este siglo, cuenta que en la madrugada del 13 de noviembre de 1916, en un cráter de obús cerca de Beaumont-Hamel, se oyó gritar al sargento Munro: «Apagad este maldito cigarrillo». Éstas fueron sus últimas palabras: inmediatamente después, una bala le atravesó el cráneo. No podría resumirse mejor la extraordinaria economía de medios que caracteriza los relatos de uno de los genios más ultrajantes de su tiempo.

Otro gran cuentista, Roald Dahl, ha escrito recientemente: «Sus mejores historias son siempre más bellas que cualquier obra maestra de cualquier otro escritor».