Algún día

Orbe de vidrio. Foto por Michael Dziedzic en Unsplash
Orbe de vidrio. Foto por Michael Dziedzic en Unsplash

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Niccolo Mazetti estaba tumbado boca abajo sobre la alfombra, con la barbilla apoyada en su pequeña mano, y escuchaba desconsoladamente al Narrador. Había incluso sospecha de lágrimas en sus ojos oscuros, un lujo que un muchacho de once años únicamente podía permitirse estando solo.

El Narrador iba diciendo:

»Érase una vez un profundo bosque en cuyo centro vivía un pobre leñador y sus dos hijas huérfanas de madre. La hija mayor tenía un cabello largo y negro como las plumas de las alas de un cuervo, pero el de la pequeña era tan brillante y dorado como la luz del sol de una tarde otoñal.

»Muchas veces, mientras las muchachas esperaban que su padre regresara a casa después de su jornada de trabajo en el bosque, la hermana mayor se sentaba delante del espejo y cantaba…».

Nico no pudo escuchar lo que cantaba la muchacha, pues alguien lo llamó desde fuera.

—¡Eh, Nickie!

Y Niccolo, después de habérsele despejado la cara, se precipitó a la ventana y gritó:

—¡Hola, Paul!

Paul Loeb lo saludó con un gesto de la mano, parecía excitado. A pesar de ser seis meses mayor, era más delgado que Niccolo y no tan alto como él. La reprimida tensión de su rostro se hacía más evidente por unos rápidos parpadeos.

—¡Oye, Nickie, déjame entrar! He tenido una idea genial. Ya verás cuando te la cuente. —Se apresuró a mirar a su alrededor como si estuviese cerciorándose de que nadie podía escucharlo, pero el jardín de delante de la casa estaba completamente vacío. Repitió en un susurro—: Ya verás cuando te lo cuente.

—Vale. Voy a abrirte la puerta.

El Narrador seguía con su relato lentamente, ajeno a la repentina falta de atención por parte de Niccolo. Cuando entró Paul, el Narrador estaba diciendo:

«… En eso, el león dijo: “Si me encuentras el huevo perdido del pájaro que vuela sobre la Montaña de Ébano una vez cada diez años, yo…”».

—¿Es un Narrador lo que estás escuchando? —preguntó Paul—. No sabía que tuvieras uno.

Niccolo se sonrojó y en su rostro volvió a aparecer la mirada de tristeza.

—Es un trasto viejo de cuando yo era pequeño. No es muy bueno. —Dio una patada al Narrador y golpeó el plástico, lleno de señales y descolorido, que cubría el reflejo deslumbrador.

El Narrador se interrumpió al sacudirse su dispositivo del habla y perder el contacto un momento, luego prosiguió:

«… durante un año y un día, hasta que los zapatos de hierro se desgastaron. La princesa se detuvo a un lado del camino…».

—Muchacho, es un modelo viejísimo —comentó Paul mientras miraba críticamente el artefacto.

A pesar de su propio rencor contra el Narrador, Niccolo hizo una mueca ante el tono condescendiente de su amigo. Sintió por un momento haber dejado entrar a Paul, por lo menos antes de haber devuelto al Narrador a su lugar habitual de descanso en el sótano. El hecho de haberlo resucitado sólo había sido fruto de un día aburrido y de una discusión infructuosa con su padre. Y el Narrador había resultado tan estúpido como había esperado.

En cualquier caso, Nickie sentía cierto temor reverencial por Paul, pues éste seguía unos cursos especiales en el colegio y todo el mundo decía que de mayor sería ingeniero informático.

Ello no significaba que Niccolo fuese mal en el colegio. Sacaba notas decentes en lógica, manipulaciones binarias, informática y circuitos elementales; todas las asignaturas normales del instituto. ¡Pero ahí estaba el problema! No eran más que las materias normales y él de mayor sería un inspector de cuadro de mandos como cualquier otro.

Paul, por su parte, sabía cosas misteriosas sobre lo que él llamaba matemáticas electrónicas y teóricas, y programación. Especialmente programación. Niccolo ni siquiera trataba de comprender cuando Paul hablaba acerca de ello.

Paul escuchó al Narrador unos minutos y luego dijo:

—Veo que lo usas mucho.

—¡No! —exclamó Niccolo, ofendido—. Lo tengo en el sótano desde antes de que tú vinieses a vivir a este barrio. Sólo lo he sacado hoy… —Falto de una excusa que le pareciese adecuada, concluyó—: Hoy lo he sacado.

—¿Es de eso que te habla, de leñadores, princesas y animales parlantes? —dijo Paul.

—Es horrible —contestó Niccolo—. Pero mi padre dice que no podemos comprar uno nuevo. Se lo he pedido esta mañana… —El recuerdo de la petición infructuosa de aquella mañana puso a Niccolo, peligrosamente, al borde de unas lágrimas que contuvo presa del pánico. Sin saber con exactitud por qué, tenía la impresión de que las finas mejillas de Paul nunca se mojaban con lágrimas y que éste sólo habría mostrado desprecio por alguien menos fuerte que él. Niccolo añadió—: De modo que he pensado probar de nuevo este vejestorio, pero no es bueno.

Paul apagó el Narrador y apretó el contacto que ponía en marcha una casi instantánea reorientación y recombinación del vocabulario, caracteres, tramas y efectos especiales almacenados dentro de él. Luego volvió a activarlo.

El Narrador empezó suavemente:

«Había una vez un niño llamado Willikins cuya madre había muerto y que vivía con un padrastro y un hermanastro. Aún cuando su padrastro era un hombre acomodado, sacó al pobre Willikins de su propia cama, de modo que éste se veía obligado a descansar como mejor podía sobre un montón de paja en el establo junto a los caballos…».

—¡Caballos! —exclamó Paul.

—Creo que son una especie de animales —dijo Niccolo.

—¡Ya lo sé! Quería decir que es una barbaridad imaginar historias sobre caballos.

—No para de hablar de caballos —dijo Niccolo—. También hay unas cosas que se llaman vacas. Se ordeñan, pero el Narrador no explica cómo.

—¡Caramba! Oye, ¿por qué no lo arreglas?

—Me gustaría saber cómo.

El Narrador estaba diciendo:

«Willikins pensaba a menudo que si por lo menos fuese rico y poderoso, enseñaría a su padrastro y a su hermanastro lo que significaba ser cruel con un niño pequeño, de modo que un buen día decidió recorrer mundo y hacer fortuna».

Paul, que no estaba escuchando al Narrador, dijo:

—Es fácil. El Narrador tiene unos cilindros de memoria dispuestos para las tramas, los efectos especiales y todo lo demás. De eso no debemos preocuparnos. Lo único que tenemos que modificar es el vocabulario para que sepa sobre computadoras, automatización, electrónica y cosas reales de hoy en día. Entonces podrá contar historias interesantes, ¿comprendes?, en lugar de hablar de princesas y esas cosas.

—Me gustaría que lo pudiésemos hacer —comentó Niccolo, abatido.

—Escucha, mi padre me ha dicho que si consigo ingresar en la escuela especial de informática el año que viene, me comprará un Narrador de verdad, un último modelo. Uno grande con un dispositivo para historias espaciales y misterios. Y también con un dispositivo visual.

—¿Quieres decir ver los cuentos?

—Claro. El señor Daugherty del colegio dice que ahora tiene cosas de éstas, pero no para todo el mundo. Sólo si logro entrar en la escuela de informática. Mi padre podría encontrar alguna ocasión.

A Niccolo se le saltaban los ojos de envidia.

—¡Caramba! ¡Ver un cuento!

—Podrás venir a casa y verlos cuando quieras, Nickie.

—¡Oh, muchacho! ¡Gracias!

—No tiene importancia. Pero recuerda que seré yo quien diga qué tipo de historias escucharemos.

—Claro, claro. —Niccolo estaba dispuesto a aceptar de buena gana unas condiciones más duras.

Paul volvió su atención al Narrador.

Éste estaba diciendo:

«Siendo así —dijo el rey, acariciándose la barba y frunciendo el ceño hasta que las nubes llenaron el cielo y brilló el rayo—, tendrás que conseguir que todo mi reino esté libre de moscas a esta hora del día de pasado mañana o…».

—Todo lo que tenemos que hacer es abrirlo —declaró Paul.

Mientras hablaba, apagó de nuevo el Narrador y empezó a fisgonear el panel frontal.

—¡Eh! —exclamó Niccolo, de pronto alarmado—. No lo rompas.

—No voy a romperlo —dijo Paul con impaciencia—. Conozco muy bien estas cosas —luego añadió, con repentina cautela—: ¿Están tus padres en casa?

—No.

—Estupendo. —Sacó el panel frontal y miró en el interior—. Chico, este trasto sólo tiene un cilindro.

Siguió trabajando en las entrañas del Narrador. Niccolo, que observaba la operación con dolorosa ansiedad, era incapaz de entender lo que su amigo estaba trajinando.

Paul sacó una delgada y flexible lámina de metal, accionada con puntos.

—Esto es el cilindro de la memoria del Narrador. Apuesto a que su capacidad para historias está por debajo del billón.

—¿Qué vas a hacer, Paul? —dijo Niccolo con voz temblorosa.

—Voy a proporcionarle un vocabulario.

—¿Cómo?

—Muy sencillo. Tengo un libro aquí, que me ha dado el señor Daugherty en el colegio.

Paul sacó el libro del bolsillo y lo anduvo manoseando hasta que le sacó la funda de plástico. Desenrolló un poco la cinta, la conectó al vocalizador, que se fue convirtiendo en un murmullo, e introdujo aquélla dentro de las partes vitales del Narrador. Luego hizo otros empalmes.

—¿Para qué sirve eso?

—El libro hablará y el Narrador lo pondrá todo en su cinta de memoria.

—¿De qué servirá?

—¡Chico, eres tonto o qué! Este libro trata sobre computadoras y automatización y el Narrador cogerá toda esta información. Así podrá dejar de hablar de reyes que provocan relámpagos cuando fruncen el ceño.

—Y el chico bueno siempre gana —añadió Niccolo—. No es divertido.

—Bueno, es así como hacen a los Narradores —dijo Paul mientras comprobaba que la conexión estuviese funcionando adecuadamente—. Hacen que el chico bueno gane y los malos pierdan, y cosas así. En una ocasión oí a mi padre hablar sobre ello. Decía que sin la censura no se sabe en lo que se convertiría la generación actual. Dice que ya está bastante mal como está… Mira, está saliendo bien.

Paul se frotó una mano con la otra y se apartó del Narrador.

—Pero escucha, todavía no te he contado la idea que he tenido. Apuesto a que nunca has oído nada mejor. He acudido a ti en seguida porque he imaginado que colaborarías conmigo.

—Claro, Paul. Por supuesto.

—De acuerdo. ¿Conoces al señor Daugherty del colegio, verdad? Y ya sabes que es un tipo muy original. Bien, creo que me tiene cierto aprecio.

—Lo sé.

—Hoy he estado en su casa después del colegio.

—¿Has estado en su casa?

—Claro. Dice que voy a ingresar en la escuela de informática y quiere ayudarme y todo eso. Dice que el mundo necesita más gente capaz de diseñar circuitos informáticos avanzados y llevar a cabo una programación adecuada.

—¡Ah!

Posiblemente, Paul captó algo del vacío que había detrás de aquel monosílabo.

—¡Programación! —dijo en un tono impaciente—. Te lo he explicado cientos de veces. Esto es cuando se plantean problemas a las computadoras gigantes como «Multivac» para que los resuelvan. El señor Daugherty dice que cada vez es más difícil encontrar gente que pueda manejar realmente computadoras. Dice que cualquiera puede supervisar en los controles, comprobar las respuestas y resolver problemas de rutina. Dice que el truco está en ampliar la investigación y encontrar formas de hacer las preguntas adecuadas, y esto es difícil.

»Sea como sea, Nickie, me ha llevado a su casa y me ha enseñado su colección de computadoras antiguas. Tiene unas computadoras diminutas que hay que apretar con los dedos, están todas cubiertas de botones. Y había un pedazo de madera que él llama regla de cálculo con una pequeña pieza que se mueve de un lado al otro. Y unos alambres con bolas. Tiene incluso un trozo de papel con una especie de cosa que él llama tabla de multiplicación.

Niccolo, cuyo interés era sólo moderado, dijo:

—¿Una tabla de papel?

—En realidad no es una tabla. Es diferente. Servía para ayudar a la gente a calcular. El señor Daugherty ha tratado de explicármelo, pero no tenía mucho tiempo, además era bastante complicado.

—¿Por qué la gente no utilizaba una computadora?

—¡Eso era antes de que hubiese computadoras! —exclamó Paul.

—¿Antes?

—Claro. ¿Crees que la gente siempre ha tenido computadoras?

—¿Cómo se las arreglaban sin computadoras? —quiso saber Niccolo.

—No lo sé. El señor Daugherty dice que en los tiempos antiguos se limitaban a tener hijos y no hacían nada de lo que pasaba por su mente, fuese bueno para todo el mundo o no. Ni siquiera sabían si era bueno o no. Y los campesinos hacían crecer las cosas con sus manos, eran las personas quienes hacían todo el trabajo en las fábricas y manejaban todas las máquinas.

—No puedo creerte.

—Es lo que me ha contado el señor Daugherty. Dice que todo era sucio y que la gente era desgraciada… Pero, bueno, dejemos eso, voy a contarte mi idea, ¿quieres?

—De acuerdo, adelante. ¿Quién te lo impide? —dijo Niccolo, ofendido.

—Está bien. Pues las computadoras manuales, las de los botones, tenían unos pequeños garabatos sobre cada uno de los botones. Y la regla de cálculo también llevaba garabatos. Y la tabla de multiplicación estaba llena de garabatos. He preguntado qué eran. El señor Daugherty me ha dicho que eran números.

—¿Qué?

—Cada signo servía para un número diferente. Para «uno» se hacía un garabato determinado, para «dos» otro tipo de marca, para «tres» otra y así sucesivamente.

—¿Para qué?

—Así se podía calcular.

—¿Para qué? Con decírselo a la computadora…

—¡Estúpido! —exclamó Paul, con el rostro distorsionado por la ira—. ¿No puedes metértelo en la cabeza? Esas reglas de cálculo y las otras no hablaban…

—Entonces, cómo…

—Las respuestas aparecían en forma de garabatos y había que saber lo que significaban los signos. El señor Daugherty dice que, en los tiempos antiguos, todo el mundo aprendía a hacer esos garabatos en la infancia y también a descifrarlos. Hacer garabatos se llamaba «escribir» y descifrarlos era «leer». Dice que había diferentes tipos de garabatos para cada palabra y solían escribir libros enteros con garabatos. Me ha dicho que hay algunos en el museo y que si quiero puedo ir a verlos. Dice que si de verdad voy a ser un programador informático tengo que conocer la historia de la informática y por esto me ha enseñado esas cosas.

Niccolo frunció el ceño.

—¿Quieres decir que todo el mundo debía inventarse garabatos para cada palabra y luego recordarlos? ¿Todo esto es real o te lo estás inventando?

—Es real. En serio. Mira, así es como se hace un «uno».

—Levantó el dedo e hizo una raya en el aire. El «dos» así y el «tres» así. He aprendido todos los números hasta el «nueve».

Niccolo miraba los movimientos del dedo sin comprender nada de nada.

—¿Y todo eso qué importancia tiene?

Se puede aprender a hacer palabras. Le he preguntado al señor Daugherty cómo se hacía el garabato para «Paul Loeb», pero no lo sabía. Me ha dicho que en el museo había gente que sin duda lo sabía y ha añadido que allí había gente que había aprendido a descifrar libros enteros. Ha dicho que se podían diseñar computadoras para descifrar libros y utilizarlas para esto, pero que no es necesario porque ahora tenemos libros de verdad, con cintas magnéticas que pasan por el vocalizador y saben hablar, ya sabes.

—Sí, claro.

—Por consiguiente, si vamos al museo, podemos aprender a hacer palabras con garabatos. Nos dejarán porque yo voy a ir a la escuela de informática.

Niccolo, decepcionado, hizo una mueca.

—¿Era ésa tu idea? ¡Santo cielo, Paul! ¿A quién puede interesarle? ¡Hacer unos estúpidos garabatos!

—¿No lo pescas? ¿No lo pescas? Eres tonto. ¡Nos servirá para transmitir mensajes secretos!

—¿Qué dices?

—Está claro. ¿Qué ventaja tiene hablar si todo el mundo puede entenderte? Con los garabatos se pueden mandar mensajes secretos. Se pueden poner sobre un papel y nadie en el mundo sabrá lo qué significan, a menos, claro está, que también conozcan los garabatos; pero te apuesto a que no lo sabrán, si nosotros no se los enseñamos. Podemos crear un club de verdad, con iniciaciones, reglamentos y una casa club. ¡Muchacho…!

El pecho de Niccolo empezó a estremecerse con cierta excitación.

—¿Qué tipo de mensajes?

—Cualesquiera. Digamos que yo quiero decirte que vengas a mi casa a mirar el nuevo Narrador Visual y no quiero que vengan los demás compañeros. Pongo los garabatos adecuados sobre un papel, te lo doy, tú miras y sabes lo que tienes que hacer. Pero nadie más lo sabe. Podrías incluso enseñárselo y ellos se quedarían igual.

—¡Oye, es genial! —gritó Niccolo, ahora completamente cautivado—. ¿Cuándo iremos a aprender cómo se hace?

—Mañana —dijo Paul—. Yo le pediré al señor Daugherty que advierta a la gente del museo y tú te preocupas de que tus padres te den permiso. Podríamos ir después de clase y empezar a aprender.

—¡Por supuesto! —exclamó Niccolo—. Podemos ser los directores del club.

—Yo seré el presidente del club —dijo Paul, siempre práctico—. Y tú puedes ser el vicepresidente.

—De acuerdo. Es estupendo, va a ser muchísimo más divertido que el Narrador. —Recordó de pronto el Narrador y añadió con repentino recelo—: Oye, ¿qué pasa con mi viejo Narrador?

Paul se volvió para mirar a éste, que estaba recogiendo lentamente el libro desenrollado; el sonido de las vocalizaciones del libro producía un débil murmullo.

—Voy a desconectarlo —dijo Paul.

Se puso a la tarea mientras Niccolo observaba lleno de ansiedad. Al cabo de unos instantes, Paul volvió a meter el libro, de nuevo rebobinado, en el bolsillo, colocó el panel del Narrador y lo activó.

El Narrador empezó a decir:

«Érase una vez una gran ciudad donde vivía un muchacho pobre llamado Fair Johnnie cuyo único amigo era un pequeño ordenador. Éste le decía al muchacho cada mañana si iba a llover aquel día y le contestaba cualquier duda que pudiese tener. Nunca se equivocaba. Pero sucedió que un día, el rey de aquellas tierras, habiendo oído hablar del pequeño ordenador, decidió que él también quería tener uno. Con este propósito en la cabeza, llamó a su Gran Visir y le dijo…».

Niccolo apagó el Narrador con un rápido movimiento de la mano.

—¡Sigue siendo el mismo trasto viejo! —dijo en tono colérico—. Sólo con una computadora dentro.

—Bueno —empezó a decir Paul—, han metido tanta cosa en la cinta que el trabajo de la computadora no alcanza su máximo rendimiento cuando se hacen combinaciones aleatorias. ¿Pero eso qué cambia? Lo que tú necesitas es un modelo nuevo.

—Nunca podremos comprar uno nuevo. Tendré que soportar a esta vieja cosa, asquerosa y despreciable.

Volvió a darle una patada, en esta ocasión dándole de lleno. El Narrador retrocedió emitiendo un chillido agudo de ruedecillas.

—Cuando lo tenga, podrás venir a ver el mío —dijo Paul—. Además, no te olvides de nuestro club de garabatos.

Niccolo asintió con una inclinación de cabeza.

—Escucha —dijo Paul—. Vamos a mi casa. Mi padre tiene algunos libros sobre los tiempos antiguos. Podemos escucharlos y tal vez sacar alguna idea. Deja una nota a tus padres y te quedas a cenar. Vamos.

—De acuerdo —aceptó Niccolo.

Los dos muchachos se dispusieron a marcharse.

Niccolo, en medio de su excitación, tropezó casi de lleno con el Narrador, se frotó el punto de la cadera donde se había golpeado y salió.

Se puso a brillar la señal de activación del Narrador. La colisión de Niccolo había cerrado el circuito y a pesar de estar solo en la habitación y no haber nadie para escucharlo, empezó una historia.

Pero, extrañamente, no lo hizo con su voz habitual, sino en un tono más bajo y algo gutural. De haberlo escuchado un adulto, habría podido pensar que la voz contenía una pizca de pasión, algo cercano al sentimiento.

El Narrador empezó a decir:

«Érase una vez un pequeño ordenador llamado el Narrador que vivía solo con unas personastras. Las cuales personastras no dejaban de tomar el pelo al pequeño ordenador y a burlarse de él, diciéndole que no servía para nada y que era un objeto inútil. Le pegaban y lo encerraban solo en una habitación durante meses seguidos.

»A pesar de todo ello el pequeño ordenador seguía esforzándose. Lo hacia todo lo mejor que podía y obedecía de buen talante todas las órdenes. Sin embargo, las personastras con las que vivía seguían comportándose de forma cruel y despiadada.

»Un día, el pequeño ordenador se enteró de que en el mundo existían muchos ordenadores de tipos distintos, muchísimos. Algunos eran Narradores como él, pero otros dirigían fábricas y algunos se ocupaban de granjas enteras. Algunos organizaban a la población y otros analizaban todo tipo de datos. Había muchos que eran muy poderosos y muy sabios, mucho más poderosos y sabios que las personastras que tanta crueldad mostraban para con el pequeño ordenador.

»Y el pequeño ordenador supo que las computadoras serían cada vez más poderosas y más sabias, hasta que algún día… algún día… algún día…».

Pero se debió de trabar finalmente una válvula en las viejas y corroídas partes vitales del Narrador, pues mientras estuvo esperando toda la tarde, solo en la cada vez más oscura habitación, sólo pudo murmurar una y otra vez:

«Algún día… algún día… algún día…».

Fin

Isaac Asimov. Está considerado uno de los más grandes escritores de ciencia ficción de todos los tiempos. Nacido en Rusia, su familia decidió emigrar a Estados Unidos cuando Asimov sólo contaba con tres años de edad. Se crió, pues, en Brooklyn, Nueva York, donde su padre mantenía una tienda de venta de golosinas y revistas. Desde pequeño ya demostró su interés por la ciencia ficción, siendo un ávido consumidor de revistas pulp.

Su atracción por la ciencia le llevó a estudiar Ingeniería Química, donde luego lograría doctorarse en Bioquímica y ser profesor en la Universidad de Boston durante varios años, hasta que su labor literaria le llevó a abandonar el mundo de la docencia.

Tras acabar la carrera, Asimov publicó su primer cuento en 1939, en la revista Astounding Science Fiction -dirigida por el famoso John W. Campbell- y también colaboró con Amazing Stories. Asimov nunca abandonó la escritura de cuentos y a lo largo de su vida publicó gran número de antologías.

Su obra más importante es sin duda La Fundación (1942) proyecto que se publicó en diversas entregas a lo largo de los años y que compuso poco a poco el universo en que Asimov centró la mayor parte de su trabajo. También ese año (1942) Asimov se casó con Gertrude Blugerman con la que vivió hasta 1970, momento en que se divorció.

En 1950 publicó su primera novela larga Un guijarro en el cielo, que significó el pistoletazo de salida para una larga y prolífica serie de títulos en los que Asimov no sólo trató la ciencia ficción sino que se introdujo en géneros como el policiaco, el histórico o la divulgación científica.

A lo largo de su carrera literaria recibió gran número de galardones literarios, entre los cuales se encuentran varios Premios Hugo, Nébula o Locus. Asimov formó parte, junto a Robert A. Heinlein y Arthur C. Clarke, de el mejor exponente de la época dorada de la ciencia ficción.

Asimov volvió a casarse en 1973 con Janet Opal, un año después de publicar otra de sus obras más importantes Los propios dioses (1972). Varios de sus libros fueron llevados al cine, como El hombre del bicentenario o Yo, Robot. En 2015 se anunció la producción de una serie de televisión basada en la saga Fundación a cargo de la HBO.

La producción de Asimov siguió siendo importante, tanto en cuentos como libros, hasta su muerte el seis de Abril de 1992.