Cuentos de Canterbury – Prólogo al cuento del administrador

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El grupo aceptó complacido el divertido relato de Absalón y Listo Nicolás; y aunque hubo diversidad de opiniones, la mayoría lo acogió con risas y chanzas. Nadie se enfadó, si exceptuamos al administrador, Oswold, pues era carpintero de profesión. Con ira apenas contenida, se quejó y murmuró un rato:

-Por vida mía, ojalá pudiera devolverte esta jugada. Sin duda alguna podría ofuscarte con mi relato. Pero la edad senil no es mezquina. Se ha acabado el verano, y llega el turno al invierno. Mis blancos cabellos, al igual que mi corazón, denuncian mi edad. Pero me sucede a mí lo que a los nísperos. Tales frutos sólo son comestibles si están pachuchos o secos. Igual acontece con los entrados en años: maduramos cuando envejecemos; bailamos si suena la música. Nuestro deseo se ve ensombrecido por una cruz; tenemos hojas blancas y apéndice verde, como los puerros. Aunque nuestra vitalidad decrezca, no carecemos de deseos lujuriosos. Hablamos sobre lo que no podemos ejecutar. Bajo nuestras cenizas se esconden rescoldos ardientes.

»Poseemos cuatro fuegos: vanidad, falsedad, ira y avaricia, que perviven hasta la más avanzada edad. Aunque nuestros miembros estén imposibilitados, estos fuegos siguen activos. Yo tengo dientes de potrillo, aunque ha pasado mucho tiempo desde que empecé a disfrutar de la vida. Desde que nací, la muerte ha destapado el barril de la vida, y ésta ha fluido incesantemente, de forma que el tonel está casi vacío. Mi arroyo vital ya sólo gotea por el borde. La lengua halagadora puede rememorar «hazañas» de antaño. Pero la senectud sólo tiene chochez.»

Cuando nuestro anfitrión hubo escuchado este exordio tomó la palabra con mayestática realeza:

-¿En qué se resume toda esta sabiduría? ¿En hablar toda la mañana sobre las Escrituras? ¿El diablo que convierte a administradores en predicadores? ¿Podría hacerlo igual con zapateros, marineros o médicos? Adelante con tu cuento. No pierdas tiempo. Mira; ya que estamos en Deptford, ya son las siete y media de la mañana. Greenwich, patria de muchos rufianes, se divisa a lo lejos. Ya es tiempo de que empieces.

-Escuchen, señores -replicó el administrador-: espero que nadie se quejará si le propino al molinero un buen revolcón. Es algo legítimo: donde las dan, las toman.

»Este borracho de molinero nos ha contado cómo fue burlado un carpintero para tomarme el pelo a mí, que también soy de este oficio. Con vuestro permiso me voy a desquitar empleando sus mismos términos groseros. Le pido a Dios que le parta su dura cabeza. Puede ver la mota en mi ojo sin distinguir la viga en el suyo.»

Geoffrey Chaucer. El titán de las letras medievales, nació en Londres alrededor de 1343, sumergiéndose en las aguas del tiempo hasta su partida el 25 de octubre de 1400, quedando eternamente marcado en el Rincón de los Poetas de la Abadía de Westminster. Más que un escritor, fue un alquimista literario, un filósofo del lenguaje, un diplomático entre las palabras.

En su vasto legado, destaca como arquitecto de historias inolvidables, siendo la obra maestra "Los Cuentos de Canterbury" la joya de su corona literaria. Pero Chaucer, con su pluma versátil, tejía palabras en múltiples direcciones. Desde "El libro de la duquesa", un lienzo de emociones, hasta la celeste "Casa de la fama", donde la notoriedad baila con las estrellas en su vasto cielo narrativo.

No contento con deslumbrar como poeta, Chaucer se elevó en otros firmamentos del conocimiento. Su destreza como alquimista y astrónomo resplandece, inmortalizada en un tratado astrológico dedicado a su joven hijo Lewis, evidenciando que su genialidad no conocía fronteras.

En una época donde el inglés medio vernáculo buscaba legitimidad frente al dominio del francés y el latín, Chaucer emergió como el defensor de la lengua, elevando el idioma de las calles a la nobleza literaria. Así, su pluma se convirtió en un faro que iluminó el camino para las generaciones venideras, dejando tras de sí un legado eterno en la historia de la literatura inglesa.