El blanco y el negro

Espiral. Foto por Cristina Gottardi en Unsplash
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Todo el mundo en la provincia de Candahar conoce la aventura del joven Rustán. Era hijo único de un mirza de la región; como quien dice un marqués en Francia o un barón en Alemania. Su padre, el mirza, tenía una fortuna considerable. El joven Rustán debía casarse con una doncella o mirzesa de su condición. Las dos familias deseaban apasionadamente. El debía ser el consuelo de sus padres, hacer feliz a su mujer y serlo con ella. 

Pero por desgracia había visto a la princesa de Cachemira en la feria de Kabul, que es la feria más importante del mundo, e incomparablemente más frecuentada que las de Basora y Astracán; y he aquí por qué el anciano príncipe de Cachemira había ido a la feria en unión de su hija. 

Había perdido las dos piezas más raras de su tesoro: una era un diamante del tamaño del dedo pulgar, en el cual se había grabado el retrato de su hija, gracias a un arte que entonces dominaban los indios y que posteriormente se ha perdido; la otra era un venablo que iba por sí mismo adonde uno deseaba; lo cual no es nada extraordinario entre nosotros, pero que lo era en Cachemira. 

Un faquir de Su Alteza le robó esas dos joyas; las llevó a la princesa. 

-Guardad cuidadosamente estos dos objetos -le dijo-; vuestro destino depende de ellos. 

Luego partió y nunca volvió a saberse de él. El duque de Cachemira, sumido en la desesperación, decidió ir a la feria de Kabul para ver si de todos los mercaderes que allí van de las cuatro partes del mundo, alguno de ellos tuviera su diamante y su arma. En todos sus viajes se hacía acompañar por su hija. Ella llevaba su diamante bien oculto en el cinturón; y en cuanto al venablo, que no podía ocultar tan fácilmente, lo había dejado cuidadosamente encerrado en Cachemira en su gran cofre de la China. 

Rustán y ella se vieron en Kabul; se amaron con toda la sinceridad de su edad y todo el fuego de sus países. La princesa, en prenda de su amor, le dio su diamante, y Rustán, antes de separarse, le prometió que iría a verla secretamente a Cachemira. 

El joven mirza tenía dos favoritos que le servían de secretarios, de escuderos, de mayordomos y de ayudas de cámara. Uno se llamaba Topacio: era apuesto, bien formado, blanco como una circasiana, dócil y servicial como un armenio, juicioso como un guebro. El otro se llamaba Ebano: era un negro bastante bien parecido, más rápido, más ingenioso que Topacio, y a quien ninguna empresa parecía difícil. El les comunicó el proyecto de su viaje. Topacio trató de disuadirle con el celo circunspecto de un servidor que no quiere contrariar a su amo; le hizo ver todo lo que arriesgaba. ¿Cómo dejar a dos familias en la desesperación? ¿Cómo hundir un puñal en el corazón de sus padres? Rustán vaciló; pero Ebano le confirmó en su idea y disipó todos sus escrúpulos. 

El joven carecía de dinero para emprender un viaje tan largo. El prudente Topacio le aconsejaba que no lo tomara a préstamo; Ebano se encargó de ello. Sustrajo hábilmente el diamante a su amo, mandó hacer una imitación en todo semejante a la joya verdadera, que devolvió a su lugar, y empeñó el diamante a un armenio por varios millares de rupias. 

Cuando el marqués tuvo sus rupias, todo estuvo a punto para la marcha. Su equipaje fue cargado a lomos de un elefante; ellos iban a caballo. Topacio dijo a su amo: 

-Yo me tomé la libertad de poner objeciones a vuestra empresa; pero después de hacer objeciones, hay que obedecer; soy vuestro, os amo, os seguiré hasta el fin del mundo: pero consultemos por el camino al oráculo que está a dos parasangas de aquí. 

Rustán consintió. El oráculo respondió: «Si vas hacia Oriente, estarás en Occidente.» Rustán no comprendió nada de esta respuesta. Topacio afirmó que no presagiaba nada bueno. Ebano, siempre complaciente, le convenció de que era muy favorable. 

Aún había otro oráculo en Kabul; y allí fueron. El oráculo de Kabul respondió con estas palabras: «Si posees, no poseerás: si vences, no vencerás; si eres Rustán, no lo serás.» Este oráculo pareció todavía más ininteligible que el otro. 

-Tened mucho cuidado -decía Topacio. 

-No temáis nada -decía Ebano. 

Y este último, como ya puede imaginarse, tenía siempre razón ante su amo, cuya pasión y cuya esperanza alentaba. 

Al salir de Kabul atravesaron un gran bosque, se sentaron en la hierba para comer y dejaron pacer a los caballos. Cuando se disponían a descargar al elefante que llevaba la comida y el servicio, se dieron cuenta de que Topacio y Ebano habían desaparecido de la pequeña caravana. Les llamaron; en el bosque resonaron los nombres de Ebano y de Topacio. Los criados les buscaron por todas partes y llenaron el bosque con sus gritos; volvieron sin haber visto nada, sin que nadie hubiese respondido. 

-Lo único que hemos encontrado -dijeron a Rustán- es un buitre que luchaba con un águila y que le arrancaba todas sus plumas. 

La descripción de este combate picó la Curiosidad de Rustán; se dirigió a pie hacia el lugar y allí no vio ni buitre ni águila; pero vio a su elefante, aún completamente cargado con su equipaje, que era atacado por un enorme rinoceronte. El uno embestía con el cuerno, el otro golpeaba con la trompa. El rinoceronte, al ver a Rustán, abandonó la lucha; los criados se hicieron cargo del elefante, pero les fue imposible encontrar los caballos. 

-¡Qué cosas tan extrañas ocurren en los bosques cuando uno viaja! -exclamaba Rustán. 

Los criados estaban consternados, y el amo desesperado por haber perdido al mismo tiempo sus caballos, a su querido negro y al juicioso Topacio, por quien seguía sintiendo un gran afecto, a pesar de que nunca fuera de su parecer. 

La esperanza de estar muy pronto a los pies de la bella princesa de Cachemira le consolaba, cuando tropezó con un gran asno rayado al que un rústico, vigoroso y terrible daba cien bastonazos. Nada más hermoso, ni más raro, ni más ligero en la carrera que los asnos de esta especie. Aquél respondía a la lluvia de estacazos del villano con unas coces capaces de desarraigar un roble. El joven mirza tomó, como era justo, el partido del asno, que era un animal encantador. El rústico huyó diciendo al asno: 

-Me las pagarás. 

El asno dio las gracias a su libertador en su lenguaje, se acercó, se dejó acariciar y acarició. Rustán, después de haber comido, montó en él y tomó el camino de Cachemira con sus criados, que le seguían, unos a pie y otros montados en el elefante. 

Apenas se vio sobre el asno, cuando este animal se dirige hacia Kabul en vez de seguir el camino de Cachemira. Aunque su amo tira de la brida, le da sacudidas, aprieta las rodillas, le clava las espuelas, arroja la brida, tira hacia sí, le azota a derecha y a izquierda, el terco animal sigue corriendo en dirección a Kabul. 

Rustán sudaba, se agitaba, se desesperaba, cuando encontró a un mercader de camellos que le dijo: . 

-Señor, vais montado en un asno muy ladino que os lleva adonde no queréis ir; si queréis cedérmelo, yo os daré a cambio cuatro de mis camellos que vos mismo elegiréis. 

Rustán dio gracias a la Providencia por haberle proporcionado un trato tan ventajoso. 

-Topacio se equivocaba por completo -dijo- cuando me anunciaba que mi viaje sería desgraciado. 

Montó en el más hermoso de los camellos y los otros tres le siguieron; y volvió a reunirse con su caravana, viéndose ya en el camino de su dicha. 

Apenas habían andado cuatro parasangas cuando les cortó el paso un torrente profundo, ancho e impetuoso que arrastraba grandes rocas blanqueadas de espuma. Las dos orillas eran horribles precipicios que deslumbraban los ojos y helaban el corazón; ningún medio de cruzar, ninguna manera de ir a la derecha o a la izquierda. 

-Empiezo a temer -dijo Rustán- que Topacio estaba en lo cierto al desaconsejarme que hiciera este viaje, y que cometí un grave error al emprenderlo; si al menos le tuviese a mi lado, podría darme algún buen consejo. Si tuviera a Ebano, él me consolaría y encontraría alguna solución; pero todo me faltaba. 

La consternación que se había apoderado de sus criados aumentaba su turbación; había oscurecido por completo y pasaron la noche lamentándose. Por fin, la fatiga y el abatimiento cerraron los ojos al viajero enamorado. Se despertó al amanecer y vio un hermoso puente de mármol que cruzaba el torrente uniendo ambas orillas. 

Solamente se oían exclamaciones, gritos de sorpresa y de júbilo. «¿Es posible? ¿Estamos soñando? ¡Qué prodigio! ¡Qué encantamiento! ¿Nos atreveremos a pasar?» Toda la expedición caía de rodillas, se levantaba, iba hacia el puente, besaba la tierra, contemplaba el cielo, extendía las manos, apoyaba un pie tembloroso en el puente, iba y venía, estaba en éxtasis; y Rustán decía: 

-Por ahora el Cielo me favorece; Topacio no sabía lo que se decía; los oráculos me eran favorables; Ebano tenía razón; pero ¿por qué no está a mi lado?

Apenas todos los hombres hubieron cruzado a la otra orilla, cuando el puente se desplomó en el agua con un horrísono estruendo. 

-¡Tanto mejor, tanto mejor! -exclamó Rustán-. ¡Dios sea loado! ¡El Cielo sea bendito! No quiere que vuelva a mi tierra, en la que no hubiese sido más que un simple gentilhombre; quiere que me case con mi amada. Seré príncipe de Cachemira; y así, al poseer a mi amada, no poseeré mi pequeño marquesado de Candahar. Seré Rustán y no lo seré, puesto que me convertiré en un gran príncipe; ya está explicado claramente y en mi favor una gran parte del oráculo, el resto se explicará semejantemente; soy supremamente feliz. Pero ¿por qué Ebano no está junto a mí? Le echo de menos mil veces más que a Topacio. 

Recorrió unas cuantas parasangas más con la mayor alegría; pero, a la caída de la tarde, una cadena de montañas más empinadas que una contraescarpa y más altas de lo que hubiera sido la torre de Babel en caso de terminarse, cerró por completo el paso a la caravana, dominada por el temor. 

Todo el mundo exclamó: 

-¡Dios quiere que perezcamos aquí! Si ha hecho que se desmoronase el puente ha sido tan sólo para arrebatarnos toda esperanza de regreso; si ha elevado la montaña ha sido tan sólo para privarnos de todo medio de seguir adelante. ¡Oh, desventurado marqués! Nunca llegaremos a ver Cachemira, nunca volveremos a la tierra de Candahar. 

El más intenso dolor, el mayor de los abatimientos sucedían en el alma de Rustán al inmoderado júbilo que había sentido, a las esperanzas con las que se había embriagado. Estaba muy lejos de interpretar las profecías en favor suyo.

-¡Oh, Cielo! ¡Oh, Dios paternal! ¿Por qué habré perdido a mi amigo Topacio?

Mientras pronunciaba estas palabras emitiendo profundos suspiros y vertiendo lágrimas en medio de sus desesperados servidores, vio abrirse la base de la montaña y presentarse ante sus maravillados ojos una larga galería abovedada, iluminada por cien mil antorchas; ante lo cual Rustán prorrumpió en exclamaciones y sus criados cayeron de rodillas o se desplomaron de espaldas por la sorpresa, gritando «¡milagro!» y diciendo: 

-Rustán es el favorito de Visnú, el bienamado de Brahma; será el dueño del mundo. 

El propio Rustán así lo creía, estaba fuera de sí, como enajenado. 

-¡Ah, Ebano, mi querido Ebano! ¿Dónde estás? ¡Cuánto me duele que no seas testigo de todas estas maravillas! ¿Por qué te habré perdido? Bella princesa de Cachemira, ¿cuándo volveré a ver tus encantos? 

Se adelanta con sus criados, su elefante, sus camellos, bajo la bóveda de la montaña, al término de la cual sale a una pradera esmaltada de flores y limitada por unos arroyuelos; y al final de la pradera empiezan unas avenidas de árboles hasta perderse de vista; y al extremo de estas avenidas, un río, a lo largo del cual hay mil quintas de recreo, con jardines deliciosos. Oye por doquier conciertos de voces y de instrumentos; ve bailes; se apresura a cruzar uno de los puentes del río; pregunta al primer hombre al que encuentra cuál es aquel hermoso país. 

El hombre a quien se había dirigido le respondió: 

-Os encontráis en la provincia de Cachemira; aquí veis a sus habitantes entregados al júbilo y a los placeres; celebramos las bodas de nuestra hermosa princesa, que va a casarse con el señor Barbarú, a quien su padre la ha prometido; ¡que Dios perpetúe su felicidad! 

Al oír estas palabras Rustán cayó desvanecido, y el señor cachemiro creyó que era víctima de la epilepsia; le hizo llevar a su casa, en la que estuvo largo rato sin conocimiento. Fueron a llamar a los dos médicos más hábiles de la comarca; éstos tomaron el pulso al enfermo, quien, después de haber recuperado el conocimiento, sollozaba, ponía los ojos en blanco y exclamaba a cada momento:

-¡Topacio, Topacio, qué razón tenias! 

Uno de los dos médicos dijo al señor cachemiro: 

-Veo por su acento que es un joven de Candahar, a quien el aire de este país no sienta bien; hay que devolverle a su tierra; veo en sus ojos que se ha vuelto loco; confiádmelo, yo le devolveré a su patria y le curaré. 

El otro médico aseguró que sólo estaba enfermo de pesar, que había que llevarle a la boda de la princesa y hacerle bailar. Mientras ellos discutían, el enfermo recobró sus fuerzas; los dos médicos fueron despedidos y Rustán se quedó a solas con su huésped. 

-Señor -le dijo-, os pido perdón por haberme desvanecido delante de vos, ya sé que esto es muy poco cortés; os suplico que os dignéis aceptar mi elefante como muestra de mi gratitud por las bondades con que me habéis honrado. 

Luego le contó todas sus aventuras, guardándose mucho de hablarle del objeto de su viaje. 

-Pero en nombre de Visnú y de Brahma -le dijo-, decidme quién es este feliz Barbarú que se casa con la princesa de Cachemira; por qué su padre le ha elegido como yerno y por qué la princesa le ha aceptado como esposo. 

-Señor -le dijo el cachemiro-, la princesa está muy lejos de haber aceptado a Barbarú; por el contrario, está deshecha en llanto, mientras toda la provincia celebra con júbilo sus bodas; se ha encerrado en la torre de su palacio; no quiere ver ninguna de las fiestas que se celebran en su honor. 

Rustán, al oír estas palabras, se sintió renacer; el brillo de sus colores, que el dolor había apagado, reapareció en su rostro. 

-Decidme, os lo ruego -siguió-, ¿por qué el príncipe de Cachemira se obstina en dar su hija a un Barbarú que ella rechaza? 

-He aquí lo ocurrido -respondió el cachemiro-. ¿Sabéis que nuestro augusto príncipe había perdido un gran diamante y un venablo por los que sentía gran aprecio? 

-¡Ah! Claro que lo sé -dijo Rustán. 

-Sabed, pues -dijo su huésped-, que nuestro príncipe, desesperado al no tener noticias de sus dos joyas, después de haberlas hecho buscar mucho tiempo por toda la tierra, prometió su hija a quien le devolviera el uno o el otro. Y se presentó un tal señor Barbarú con el diamante, y mañana se casa con la princesa.

Rustán palideció, farfulló un cumplido, se despidió de su huésped y, después de montar en su dromedario, se apresuró a dirigirse a la capital donde debía celebrarse la ceremonia. Llegó al palacio del príncipe; dijo que tenía algo importante que comunicarle; pidió una audiencia; le respondieron que el príncipe estaba ocupado con los preparativos de la boda. 

-Precisamente es de eso de lo que quiero hablarle -dijo. 

Tanto insistió, que por fin le dejaron pasar. 

-Excelencia -dijo-, ¡que Dios corone todos vuestros días de gloria y de magnificencia! Vuestro yerno es un bribón. 

-¿Un bribón? ¿Qué osáis decirme? ¿Es así como se habla a un duque de Cachemira del yerno que él ha elegido? 

-Si., un bribón -repitió Rustán-, y para demostrarlo a Vuestra Alteza, aquí tenéis vuestro diamante, que yo os traigo. 

El duque, muy sorprendido, comparó los dos diamantes; y como él no entendía mucho en la materia, fue incapaz de decir cuál era el verdadero. 

-Ahora tengo dos diamantes -dijo-, pero sólo tengo una hija; ¡qué situación más singular y embarazosa! 

Mandó llamar a Barbarú y le preguntó si no le había engañado. Barbarú juró que había comprado su diamante a un armenio; el otro no decía de dónde había sacado el suyo, pero propuso una solución: rogó a Su Alteza que le permitiera combatir inmediatamente con su rival. 

-No basta con que vuestro yerno dé un diamante -decía-; tiene también que dar pruebas de valor; ¿no os parece justo que el que dé muerte al otro se case con la princesa? 

-Me parece muy bien -respondió el príncipe-, será un espléndido espectáculo para la corte; batíos los dos inmediatamente; el vencedor tomará las armas del vencido, según la costumbre de Cachemira, y se casará con mi hija. 

Los dos pretendientes bajaron acto seguido al patio. En la escalera había una urraca y un cuervo. El cuervo gritaba: «Batíos, batíos; y la urraca: «No os batáis.» Esto hizo reír al príncipe; los dos rivales apenas le prestaron atención: empezaron el combate; todos los cortesanos formaban un círculo en torno a ellos. La princesa, que seguía voluntariamente encerrada en su torre, se negó a asistir a este espectáculo; estaba muy lejos de sospechar que su amado se encontraba en Cachemira, y sentía tanto horror por Barbarú, que no quería ver nada. El combate se desarrolló del mejor modo posible; Barbarú cayó muerto en seguida, y al pueblo le pareció de perlas, porque era feo y Rustán era muy buen mozo: casi siempre es esto lo que decide el favor público. 

El vencedor revistió la cota de malla, la banda y el casco del vencido, y se dirigió, seguido de toda la corte y al son de las charangas, hasta el pie de las ventanas de su amada. Todo el mundo gritaba: 

-Bella princesa, asomaos para ver a vuestro guapo marido que ha matado a su feo rival. 

Sus doncellas le repitieron estas palabras. Por desgracia la princesa se asomó a la ventana, y, al ver la armadura de un hombre al que aborrecía, corrió desesperada a su cofre de China, y sacó de él el venablo fatal y lo lanzó, atravesando a su querido Rustán, que no llevaba la coraza; él profirió un penetrante grito, y por este grito la princesa creyó reconocer la voz de su desventurado amante. 

Bajó desmelenada y con la angustia en los ojos y en el corazón. Rustán se había desplomado ensangrentado en los brazos de su padre. Ella le vio: ¡oh, qué momento, oh, qué visión, oh, qué reconocimiento, del que sería imposible expresar ni el dolor, ni el amor, ni el horror! Se arrojó sobre él, besándole:

-Ahora recibes -le dijo- los primeros y los últimos besos de tu amada y de tu asesina. 

Retiró el venablo de la herida, se lo hundió en el corazón y murió sobre el amante al que adoraba. El padre, horrorizado, enloquecido, dispuesto a morir como ella, trató en vano de devolverla a la vida; la joven ya no existía; el príncipe maldijo entonces aquel venablo fatal, lo rompió en pedazos, arrojó a lo lejos sus dos diamantes funestos; y mientras preparaban los funerales de su hija, en lugar de su boda, hizo llevar a su palacio al ensangrentado Rustán, que aún conservaba un hálito de vida. 

Le depositaron sobre una cama. Lo primero que vio a ambos lados de este lecho mortuorio fue a Topacio y a Ebano. Su sorpresa le devolvió un poco de fuerzas.

-¡Ah, crueles! -dijo-. ¿Por qué me habéis abandonado? Tal vez la princesa aún viviría si hubieseis permanecido junto al desventurado Rustán. 

-Yo no os he abandonado ni un momento -dijo Topacio. 

– Yo siempre he estado junto a vos -dijo Ebano. 

-¡Ah! ¿Qué me decís? ¿Por qué insultar mis últimos momentos? -respondió Rustán con voz desfalleciente. 

-Bien podéis creerme -dijo Topacio-; ya sabéis que nunca he aprobado este fatal viaje cuyas horribles consecuencias preveía. Yo era el águila que combatió con el buitre y que fue desplumada por él; yo era el elefante que se llevaba el equipaje para obligaros a volver a vuestra patria; yo era el asno rayado que os devolvía a pesar vuestro a la casa de vuestro padre; fui yo quien perdí vuestros caballos; yo quien formó el torrente que os cortó el paso; yo quien elevó la montaña que os impedía continuar un camino tan funesto; yo era el médico que os aconsejaba volver a respirar el aire natal; yo era la urraca que os gritaba que no combatieseis. 

-Y yo -dijo Ebano- era el buitre que desplumó al águila; el rinoceronte que dio cien cornadas al elefante; el rústico que apaleaba al asno rayado; el mercader que os proporcionaba camellos para correr a vuestra perdición; yo construí el puente por el que pasasteis; yo cavé la caverna que atravesasteis; yo era el médico que os alentaba a andar; el cuervo que os gritaba que combatieseis. 

-¡Ay de mí!. Acuérdate de los oráculos -dijo Topacio-: «Si vas hacia Oriente, estarás en Occidente.» 

-Si -dijo Ebano-, aquí sepultan a los muertos con la cara vuelta hacia Occidente: el oráculo era claro, ¿cómo no lo comprendiste? «Has poseído y no poseerás»; porque tenias el diamante, pero era falso y tú no lo sabías. Vences y mueres; eres Rustán y dejas de serlo: todo se ha cumplido.» 

Mientras hablaba así, cuatro alas blancas cubrieron el cuerpo de Topacio y cuatro alas negras el de Ebano. 

-¿Qué es lo que veo? -exclamó Rustán. Topacio y Ebano respondieron a un tiempo: 

-Ves a tus dos genios. 

-Pero, vamos a ver, señores -les dijo el desventurado Rustán-, ¿por qué teníais que mezclaros en todo eso? ¿Y por qué dos genios para un pobre hombre?

-Es la ley -dijo Topacio-; cada hombre tiene sus dos genios, Platón fue el primero en decirlo y luego otros lo han repetido; ya ves que nada es más verdad. Yo que te estoy hablando soy tu genio bueno, y mi deber era velar por ti hasta el último momento de tu vida; he cumplido fielmente mi misión. 

-Pero -dijo el moribundo- si tu misión era servirme, es que yo soy de una naturaleza muy superior a la tuya; ¿y cómo te atreves a decirme que eres mi genio bueno cuando has dejado que me engañase en todo lo que he emprendido, y me dejas morir, a mí y a mi amada, miserablemente? 

-¡Ay! Tal era tu destino -dijo Topacio. -Si es el destino el que lo hace todo -dijo el moribundo-, ¿para qué sirve un genio? Y tú, Ebano, con tus cuatro alas negras, por lo visto te has erigido en mi genio malo. 

-Vos lo habéis dicho -respondió Ebano. -Pero entonces, ¿eras también el genio malo de mi princesa? 

-No, ella tenía el suyo, y yo le he secundado perfectamente. 

-¡Ah, maldito Ebano! Si tan malvado eres, no debes pertenecer al mismo amo que Topacio. ¿Es que los dos habéis sido formados por dos principios diferentes, uno de los cuales es bueno y el otro malo por su naturaleza? 

-De una cosa no se deduce la otra -dijo Ebano-, ésta es una gran dificultad.

-No es posible -siguió diciendo el agonizante- que un ser favorable haya hecho un genio tan funesto. 

-Posible o no posible -contestó Ebano-, la cosa es tal como te digo. 

-¡Ay! -dijo Topacio-. Mi pobre amigo, ¿no ves que este granuja aún tiene la malicia de hacerte discutir para encenderte la sangre y apresurar la hora de tu muerte? 

-Pues mira, yo no estoy mucho más contento de ti que de 61 -dijo el triste Rustán-; al menos él reconoce que ha querido perjudicarme; y tú, que pretendías defenderme, no me has servido de nada. 

-Lo cual siento muchísimo -dijo el buen genio. 

-Y yo también -dijo el moribundo-; hay algo en el fondo de todo eso que no comprendo. 

-Ni yo tampoco -dijo el pobre genio bueno. 

-Dentro de un momento lo sabré -dijo Rustán. 

-Esto es lo que vamos a ver -dijo Topacio. 

Entonces todo desapareció. Rustán se encontró en la casa de su padre, de la que no había salido, y en su cama, en la que había dormido una hora. 

Se despertó con sobresalto, bañado en sudor, asustado; se palpó el cuerpo, llamó, gritó, agitó la campanilla. Su ayuda de cámara, Topacio, acudió con su gorro de dormir, y bostezando. 

-¿Estoy muerto, o vivo? -exclamó Rustán-. ¿Se salvará la bella princesa de Cachemira? 

-¿Ha soñado el señor? -respondió fríamente Topacio. 

-¡Ah! -exclamó Rustán-. ¿Qué se ha hecho de ese bárbaro de Ebano con sus cuatro alas negras? El es quien me hace morir de una muerte tan cruel. 

-Señor, le he dejado arriba, está roncando; ¿queréis que le haga bajar? 

-¡El malvado! Hace seis meses enteros que me persigue; él es quien me llevó a aquella feria fatal de Kabul; fue él quien me sustrajo el diamante que me había dado la princesa; él fue la única causa de mi viaje, de la muerte de la princesa y de la herida de venablo de la que muero en la flor de la edad. 

-Tranquilizaos -dijo Topacio-; vos nunca habéis estado en Kabul; en Cachemira no hay ninguna princesa; su padre sólo ha tenido dos varones que actualmente están en el colegio. Vos nunca habéis tenido un diamante; la princesa no puede haber muerto, puesto que nunca nació; y vos os encontráis en perfecto estado de salud. 

-Pero ¿cómo? ¿No es verdad que tú me asistías en la hora de mi muerte, en la cama del príncipe de Cachemira? ¿No has confesado que para protegerme de tantas desdichas habías sido águila, elefante, asno rayado, médico y urraca? 

-El señor ha debido de soñar todo eso: cuando dormimos, nuestras ideas ya no dependen de nosotros como en la vigilia. Dios ha querido que esta sarta de ideas os haya pasado por la cabeza probablemente para daros alguna instrucción que os será provechosa. 

-Te estás burlando de mí -le contestó Rustán-. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo? 

-Señor, habéis dormido menos de una hora. 

-Pues bien, maldito disputador, ¿cómo quieres que en una hora haya ido a la feria de Kabul hace seis meses, que haya regresado, que haya hecho el viaje a Cachemira, y que estemos muertos Barbarú, la princesa y yo? 

-Señor, nada más fácil ni más ordinario, e igualmente hubierais podido dar la vuelta al mundo y correr muchas más aventuras en mucho menos tiempo. ¿No es cierto que podéis leer en una hora el compendio de la historia de los persas, escrita por Zoroastro? Y sin embargo, este compendio abarca ochocientos mil años. Todos estos acontecimientos desfilan ante vuestros ojos uno tras otro en una hora; ahora bien, tendréis que convenir conmigo en que a Brahma le es tan fácil meterlos todos en el espacio de una hora como extenderlos en el espacio de ochocientos mil años; esto es exactamente la misma cosa. Figuraos que el tiempo gira sobre una rueda cuyo diámetro es infinito. Bajo esta rueda inmensa hay una multitud innumerable de ruedas, unas dentro de otras; la del centro es imperceptible y da un número infinito de vueltas exactamente en el mismo tiempo que invierte la rueda grande en dar una sola vuelta. Es evidente que todos los hechos, desde el comienzo del mundo hasta su fin, pueden ocurrir sucesivamente en mucho menos tiempo de una cienmilésima parte de segundo; e incluso puede decirse que la cosa es así. 

-No comprendo nada -dijo Rustán. 

-Si me lo permitís -dijo Topacio-, tengo un loro que os lo hará comprender fácilmente. Nació poco tiempo antes del diluvio y estuvo en el arca de Noé; ha visto muchas cosas; y no obstante solamente tiene un año y medio; él os contará su historia, que es muy interesante. 

-Id en seguida a buscar vuestro loro -dijo Rustán-; él me distraerá hasta que pueda volver a conciliar el sueño. 

-Lo tiene mi hermana la religiosa dijo Topacio-: voy a buscarlo, estoy seguro de que quedaréis contento; su memoria es fiel, cuenta las cosas con toda sencillez, sin aspirar a lucir su ingenio en todo momento, y sin hacer grandes frases. 

-Miel sobre hojuelas -dijo Rustán-, así es como me gustan los cuentos. 

Le llevaron el loro, el cual habló del modo siguiente: 

N. B. La señorita Catherine Vadé hasta ahora no ha podido encontrar la historia del loro en el cartapacio de su difunto primo Antoine Vadé1, autor de este cuento. Es una verdadera lástima, dado el tiempo en que había vivido el tal loro.

Fin

Voltaire. Filósofo y escritor francés nacido en París el 21 de noviembre de 1694 y fallecido en la misma ciudad el 30 de mayo de 1778. Su verdadero nombre fue François Marie Arouet.

Es, junto con Rousseau y Montesquieu, una de las principales figuras de la Ilustración.

Hijo de un notario y miembro de una familia noble, vivió sus primeros años de forma acomodada, estudiando con los jesuitas entre 1704 y 1711. Estudió después Derecho, y en 1713 se convirtió en secretario de la embajada francesa en los Países Bajos. Tras escribir una sátira contra el regente Duque de Orleans, fue hecho prisionero y llevado por un año a la Bastilla, de donde fue desterrado a Châtenay.

Fue encarcelado de nuevo en la Bastilla por una disputa con un noble, y desterrado a Inglaterra durante tres años, donde asimilaría la obra del filósofo John Locke y del científico Isaac Newton, que llevaría con él de vuelta a Francia. Propugnó la tolerancia religiosa, acusando a la Iglesia Católica de fanática, por lo que tuvo diversos problemas con el clero. Residió durante un tiempo en la corte del monarca alemán Federico II, trasladándose después a Suiza, y colaboró en la redacción de la Enciclopedia, lo que le valió nuevos problemas con la Iglesia.

Instalado ya en Ferney, donde pasaría dos décadas, siguió publicando asiduamente importantes obras filosóficas como el Diccionario Filosófico o el Tratado sobre la tolerancia.