El cuento del pariente pobre

Mr. Ralph Nickleby en su primera visita a su pariente pobre

Descargar PDF Descargar ePUB

Se resistió mucho a tener prioridad sobre tantos miembros respetables de la familia y ser él quien empezará la ronda de historias que se disponían a contar sentados en un amplio círculo al amor de la lumbre navideña; y sugirió con modestia que fuera «John, nuestro querido anfitrión» (por cuya salud pidió que brindaran) quien tuviera la gentileza de comenzar. Él estaba tan poco acostumbrado a ser el primero, dijo, que realmente… Pero, como todos le gritaron que empezara de una vez, exclamando al unísono que podía, debía y tenía que hacerlo, dejó de frotarse las manos, sacó las piernas de debajo del sillón e inició su relato.

—Estoy seguro —dijo el pariente pobre— de que sorprenderé a todos los presentes, y sobre todo a John, nuestro querido anfitrión, a quien tanto debemos por su hospitalidad de hoy, con la confesión que voy a hacer. Pero, si me concedéis el honor de asombraros por lo que pueda contar una persona, en la familia, tan insignificante, os prometo que seré escrupulosamente fiel a la verdad.

»No soy lo que aparento. Soy muy diferente. Pero quizá sea mejor que, antes de continuar, eche una ojeada a lo que se supone que soy.

»La gente cree, si no me equivoco (y de ser así, lo que es muy probable, espero que los miembros aquí presentes de la familia me corrijan) —el pariente pobre miró afablemente a su alrededor por si alguien le contradecía—, que no tengo otro enemigo que yo mismo. Que nunca tuve el menor éxito en nada. Que fracasé en los negocios porque fui crédulo y poco profesional al no prever los planes interesados de mi socio. Que fracasé en el amor porque fui ridículamente confiado al creer imposible que Christiana me traicionara. Que no se cumplieron mis expectativas con el tío Chill porque no fui lo bastante sagaz para él en los asuntos mundanos. Que a lo largo de la vida he sufrido, por lo general, desaires y decepciones. Que hoy soy un soltero de casi sesenta años que vive de una pequeña renta en forma de asignación trimestral a la que, por lo que veo, John, nuestro querido anfitrión, no desea que continúe refiriéndome.

»Mis ocupaciones y hábitos en la actualidad son, en teoría, los siguientes:

»Vivo en un alojamiento de Clapham Road (en una habitación trasera muy limpia, en una casa muy respetable), donde no está previsto que pase el día, a menos que me sienta mal, y que normalmente abandono a las nueve de la mañana con el pretexto de dirigirme a la oficina. Desayuno (un panecillo con mantequilla y media pinta de café) en un antiguo café cerca del puente de Westminster; y luego entro en la City (no sé por qué) y me siento en el café Garraway, y en la Lonja, y callejeo un rato, y visito las escasas oficinas y contadurías donde algún pariente o conocido tiene la amabilidad de tolerar mi presencia, y donde me arrimo, sin sentarme, al fuego si hace frío. Es así como paso el día hasta que llegan las cinco, hora en que ceno por un promedio de un chelín y tres peniques. Como me sobra un poco de dinero para mi entretenimiento vespertino, entro en algún viejo café de camino a casa, y tomo una taza de té, y quizá un poco de pan tostado. De tal modo que, cuando la manecilla gruesa vuelve a ponerse en la misma hora de la mañana, regreso a Clapham Road y me voy directamente a la cama, ya que encender la chimenea es caro, y la familia que me aloja no quiere hacerlo porque da trabajo y ensucia mucho.

»A veces, alguno de mis parientes o conocidos tiene el detalle de invitarme a comer. Para mí son días festivos, y normalmente doy un paseo por el parque. Soy un hombre solitario, y rara vez lo hago acompañado. No es que la gente me evite porque vaya mal vestido; soy un hombre atildado, y siempre tengo un buen traje negro (o preferiblemente gris oscuro, que parece negro y se estropea menos); pero me he acostumbrado a hablar muy bajo, y más bien poco, y ni soy divertido ni me considero una compañía interesante.

»La única excepción a esta regla es el hijo de mi primo hermano, el pequeño Frank. Siento especial cariño por ese niño, y él me quiere mucho. Es una criatura tímida por naturaleza; de esas que la multitud enseguida arrolla y olvida. Pero los dos nos llevamos extraordinariamente bien. Supongo que el pobre niño acabará ocupando el mismo extraño lugar que yo en la familia. Apenas hablamos; y, sin embargo, estamos muy compenetrados. Paseamos juntos, de la mano; y, sin decir casi nada, él me entiende y yo lo entiendo a él. Cuando era muy pequeño, solía llevarlo a los escaparates de las jugueterías y le enseñaba lo que había en la tienda. Es asombroso lo pronto que comprendió que yo le habría cubierto de regalos si lo hubiera permitido mi situación.

»El pequeño Frank y yo vamos a contemplar el Monumento (a él le encanta el Monumento) y los puentes, y todas las vistas que no cuestan dinero. En dos de mis cumpleaños hemos cenado ternera e la mode, hemos ido al teatro a mitad de precio, y lo hemos pasado muy bien. Un día en que íbamos caminando por Lombard Street, un lugar que visitamos a menudo porque yo le conté que allí vivía gente muy rica (a Frank le encanta Lombard Street), un caballero dijo al cruzarse conmigo: “A su hijito se le ha caído un guante”. Os aseguro, y disculpad que comente un hecho tan trivial, que esa mención fortuita de que fuera hijo mío me conmovió hasta tal punto que unas lágrimas ridículas asomaron a mis ojos.

»Cuando manden a Frank a un internado en el campo, lo echaré mucho de menos, pero tengo la intención de ir andando a verlo una vez al mes, cuando él tenga medio día libre. Me han dicho que estará jugando en el Heath; y, si mis visitas no se consideran oportunas para el niño, lo veré de lejos sin que se entere, y volveré andando a casa. Su madre es de muy buena familia, y soy consciente de que no le gusta que pasemos demasiado tiempo juntos. Sé que no soy la mejor compañía para su carácter retraído; pero creo que me echaría realmente de menos si nos impidieran vernos.

»Cuando muera en Clapham Road, no dejaré mucho más en este mundo de lo que me llevaré de él; pero tengo la miniatura de un niño de rostro vivaracho y pelo ensortijado, con una camisa con chorreras bajando desde el cuello (mi madre encargó ese retrato, pero no puedo creer que jamás se pareciera a mí), que no tendría el menor valor si se vendiera, y que pediré que sea entregada a Frank. He escrito, asimismo, una carta muy breve a mi querido pequeño, diciéndole cuánto lamento separarme de él, aunque me haya visto obligado a confesarle que no se me ocurre ningún motivo para seguir aquí. Le doy algún pequeño consejo, en la medida de mis posibilidades, para advertirle del peligro de no tener otro enemigo que uno mismo; y trato de consolarle por lo que le parecerá, me temo, una gran pérdida, señalándole que, salvo para él, no he pintado nada para nadie más de la familia; y que, al no haber conseguido hacerme un lugar entre esta concurrida asamblea, estaré mejor fuera de ella.

»Ésa es —dijo el pariente pobre, carraspeando y elevando un poco la voz— la imagen que todo el mundo tiene de mí. Pues bien, se da la circunstancia extraordinaria, y que constituye el objetivo de mi historia, de que nada de eso es verdad. Ni ésa es mi vida, ni ésos son mis hábitos. Ni siquiera me alojo en Clapham Road. En términos relativos, rara vez estoy allí. Vivo por lo general (y casi me avergüenza pronunciar la palabra, suena tan pretenciosa) en un castillo. No digo que sea una antigua residencia de la nobleza, pero sigue siendo un edificio que todo el mundo llama castillo. En él conservo los detalles de mi historia, que enumeraré a continuación:

»Cuando convertí a John Spatter (que había sido mi empleado) en mi socio, siendo yo un joven de veinticinco años que vivía en casa del tío Chill, quien me había hecho abrigar grandes esperanzas, me atreví a pedirle a Christiana que se casara conmigo. Llevaba mucho tiempo enamorado de ella. Era muy hermosa, y encantadora en todos los sentidos. Yo desconfiaba un poco de su madre viuda, pues temía que fuera intrigante y mercenaria; pero, por Christiana, tenía de ella el mejor concepto posible. Jamás había amado a nadie que no fuera Christiana, y ella había sido todo… bueno, mucho más que todo para mí desde que éramos niños.

»Christiana aceptó ser mi mujer con el consentimiento de su madre, y me hizo el hombre más feliz del mundo. Mi vida en casa del tío Chill era austera y aburrida, y mi dormitorio de la buhardilla tan inhóspito, oscuro y frío como una celda en lo alto de una severa fortaleza norteña. Pero, teniendo el amor de Christiana, no deseaba nada más en la tierra. No habría cambiado mi destino por el de ningún otro ser humano.

»La avaricia era, por desgracia, el principal defecto de mi tío Chill. A pesar de su riqueza, era cicatero, mezquino y tacaño, y vivía miseramente. Como Christiana no tenía dinero, no me atreví a contarle enseguida que nos habíamos comprometido; pero, finalmente, le escribí una carta para comunicarle la noticia. Se la di una noche, antes de acostarme.

»La mañana siguiente, bajé por la escalera tiritando en medio del gélido diciembre (más frío en la casa sin calentar de mi tío que en la calle, donde el sol invernal brillaba a veces, y que, en cualquier caso, se veía animada por los rostros joviales y las voces que la transitaban) y me dirigí apesadumbrado a la sala alargada y de escasa altura donde desayunaba con mi tío. Era una estancia grande con un fuego muy pequeño, y tenía un ventanal enorme en el que la lluvia había dejado su huella durante la noche, al igual que lágrimas de los que vagan sin hogar. Daba a un patio desnudo, con el empedrado en muy mal estado y algunas rejas de hierro oxidado medio arrancadas, desde donde una fea edificación anexa, antaño una sala de disección (en tiempos del famoso cirujano que había hipotecado la casa con mi tío), parecía mirarla.

»Nos levantábamos siempre tan temprano que, en esa época del año, desayunábamos a la luz de una vela. Cuando entré en la sala, mi tío estaba tan encogido en la silla por el frío, tras la escasa luz de la única vela, que no advertí su presencia hasta que me acerqué a la mesa.

»Cuando le tendí la mano, cogió su bastón (como estaba débil y achacoso, siempre llevaba uno para andar por casa) y me golpeó con él profiriendo un insulto.

»—Tío —le contesté—, no esperaba que se enfadara usted de ese modo.

»Y lo cierto es que no lo había esperado, aunque fuera un anciano severo e irascible.

»—¿Que no lo esperabas? —dijo—. ¿Cuándo se te ocurrió esperar algo? ¿Cuándo se te ocurrió contar con algo, o desear algo, perro despreciable?

»—¡Sus palabras son duras, tío!

»—¿Duras? No son más que plumas para lanzarle a un idiota como tú —exclamó—. ¡Míralo, Betsy Snap!

»Betsy Snap era una vieja de rostro amarillento, feo y demacrado (nuestra única criada) que, a aquellas horas de la mañana, estaba siempre frotando las piernas de mi tío. Cuando éste le ordenó que me mirara, puso su huesuda garra en la coronilla de ella, arrodillada a su lado, y le obligó a volver la cara hacia mí. Un pensamiento involuntario relacionando a ambos con la sala de disección, como seguramente a menudo los habría relacionado en tiempos del cirujano, me asaltó en medio de la inquietud.

»—¡Mira cómo lloriquea este gallina! —dijo mi tío—. ¡Mira qué niñito de pecho! He aquí al caballero que, según dicen, no tiene otro enemigo que a sí mismo. He aquí al caballero incapaz de decir que no. He aquí al caballero que ganaba tanto con su negocio que no ha tenido más remedio que asociarse con otro hace unos días. He aquí al caballero que contraerá matrimonio con una mujer sin un penique, y ¡que ha caído en manos de unas Jezabeles que especulan con mi muerte!

»Comprendí entonces lo furioso que estaba; pues tenía que estar casi fuera de sí para pronunciar una palabra que le inspiraba tanta repugnancia que, por ningún concepto, podía siquiera insinuarse en su presencia.

»—Con mi muerte —repitió, como si estuviera desafiándome al desafiar su propio terror a esa palabra—. Con mi muerte… muerte… ¡Muerte! Pero yo terminaré con tanta especulación. Que sea la última vez que comes en esta casa, sinvergüenza, y ¡ojalá te atragantes!

»Como podéis imaginar, no tenía demasiadas ganas de desayunar con tales condiciones; pero me senté en mi sitio habitual. Sabía que el tío Chill me estaba repudiando para siempre; pero, con el amor de Christiana, podría sobrellevarlo bien.

»Él vació un tazón de pan con leche como todos los días, aunque esta vez se lo puso en las rodillas y la silla de espaldas a la mesa donde yo me sentaba. Cuando hubo acabado, apagó cuidadosamente la vela; y un día gélido, grisáceo y triste cayó sobre nosotros.

»—Y ahora, señor Michael —dijo—, antes de separarnos, me gustaría hablar con esas damas en tu presencia.

»—Como usted quiera, señor —contesté—; pero se engaña a sí mismo, y nos juzga equivocada, cruelmente, si piensa que entre nosotros hay algún otro sentimiento que no sea el amor más puro, desinteresado y sincero.

»—¡Mentiroso! —se limitó a responder.

»Nos dirigimos entre la nieve medio derretida y la lluvia medio congelada a la casa donde vivían Christiana y su madre. Mi tío las conocía muy bien. Estaban desayunando, y las sorprendió vernos tan temprano.

»—A sus pies, señora —dijo mi tío a la madre—. Supongo que adivina usted el propósito de mi visita. Tengo entendido que lo que se cuece aquí es el amor más puro, desinteresado y sincero. Me alegra traerles cuanto necesita para ser perfecto. Aquí tienen a su yerno, señora, y a su marido, señorita. A este caballero yo no lo conozco de nada, pero le deseo lo mejor en su bonito negocio.

»Me gruñó al salir, y jamás volví a verlo.

»También es un error suponer —prosiguió el pariente pobre— que mi querida Christiana se dejara convencer e influenciar por su madre y se casara con un hombre adinerado, cuyo carruaje me llena de barro siempre que, en estos nuevos tiempos, ella pasa a mi lado. No, no. Se casó conmigo.

»El modo en que llegamos a casarnos antes de lo previsto fue como sigue. Yo alquilé una habitación muy barata, y estaba ahorrando y planificando lo mejor para ella cuando un día me dijo con la mayor seriedad:

»—Mi querido Michael, te he dado mi corazón. He dicho que te amaba y me he comprometido a ser tu mujer. Soy tan tuya en lo bueno y en lo malo como si nos hubiéramos casado el día en que acepté tu mano. Te conozco y sé que, si tuviéramos que separarnos y nuestro vínculo se rompiera, tu vida entera se ensombrecería, y toda la fortaleza que necesitas, incluso ahora, para enfrentarte al mundo se convertiría en la sombra de lo que es.

»—¡Que Dios me ayude, Christiana! —exclamé—. Tienes razón.

»—¡Michael! —dijo ella, dándome la mano con virginal devoción—. No sigamos separados por más tiempo. Nadie sabe mejor que yo lo feliz que viviré con los medios de que dispones, y sé de sobra que son suficiente para ti. Te lo digo con el corazón. No sigas luchando solo; luchemos juntos. Michael, querido, no es justo que te oculte algo que ni siquiera sospechas y que a mí, sin embargo, me aflige indeciblemente. Mi madre, olvidando que, cuanto has perdido lo has perdido por mí, y con la certeza de que te seré fiel, quiere que tenga un marido rico e insiste, pobre de mí, en que me case con otro. No puedo ni pensarlo, pues, si lo hiciera, te traicionaría. Prefiero compartir tu lucha que contemplarla sin hacer nada. No necesito un hogar mejor del que tú puedas ofrecerme. Sé que tus esfuerzos y aspiraciones serán mayores si soy tu mujer, así que ¡casémonos cuando quieras!

»Aquel día fui realmente bendecido, y un nuevo mundo se abrió ante mí. Nos casamos enseguida, y llevé a mi esposa a nuestro feliz hogar. Éstos fueron los cimientos de la residencia que he mencionado antes; el castillo donde hemos vivido juntos desde entonces. Todos nuestros hijos nacieron en él. El primero fue una niña (hoy en día casada), a la que llamamos Christiana. Su hijo se parece tanto al pequeño Frank que apenas los distingo.

»La idea más extendida sobre la manera en que me trató mi socio también es completamente errónea. No empezó a tratarme con frialdad, como si fuera un pobre inútil, cuando mi tío y yo nos enemistamos para siempre; tampoco fue apoderándose poco a poco de nuestro negocio hasta echarme de él. Por el contrario, fue sumamente leal y honrado conmigo.

»Las cosas, entre nosotros, tomaron este rumbo: el día en que me alejé de mi tío, e incluso antes de que llegaran mis baúles a nuestra contaduría (los envió en un carruaje que se negó a pagar), bajé al despacho que teníamos en nuestro pequeño muelle, con vistas al río, y le conté a John Spatter lo sucedido. John no me respondió diciendo que los parientes viejos y ricos eran una realidad palpable y el amor y los sentimientos, una tonta fantasía. Me dijo lo siguiente:

»—Michael, fuimos al colegio juntos, y yo siempre me las arreglé mejor que tú y gocé de más prestigio.

»—Así es, John —contesté.

»—Aunque perdía los libros que me prestabas; no te devolvía el dinero que me dejabas; te vendía mis navajas deterioradas por más dinero del que me habían costado nuevas; y eras tú quien pagaba el pato por las ventanas que yo había roto.

»—No vale la pena que hablemos de eso, John Spatter —dije—, pero es cierto, sí.

»—Cuando abriste este negocio, que promete ser de lo más próspero —prosiguió John—, vine a pedirte trabajo, el que fuera, y me hiciste tu secretario.

»—Tampoco vale la pena que lo recuerdes, mi querido John Spatter —dije—; pero también es cierto, sí.

»—Y, al darte cuenta de que yo tenía buena cabeza para los negocios, y de que era realmente útil para la empresa, no quisiste retenerme en ese puesto y te pareció un acto de justicia que fuera enseguida tu socio.

»—Todavía menos digno de mención que esos otros pequeños detalles que acabas de señalar, John Spatter —dije—; pues fui consciente, y lo sigo siendo, de tu valía y mis limitaciones.

»—Sin embargo, querido amigo —dijo John, obligándome a darle el brazo como hacía en el colegio; mientras, al otro lado de las ventanas de nuestro despacho (con la misma forma que las ventanas de una popa), dos barcos se deslizaban lentamente por el río empujados por la marea, al igual que John y yo navegábamos juntos, seguros y confiados, por la vida—, ahora que reina la concordia entre nosotros, tenemos que ser sinceros. Eres demasiado blando, Michael. No tienes otro enemigo que tú mismo. Si yo, consciente de este rasgo perjudicial para nuestra sociedad, me limitara a encogerme de hombros, mover la cabeza y suspirar; e incluso si llegara a abusar de la confianza que has depositado en mí…

»—Pero nunca lo harás, John —exclamé.

»—¡Nunca! —repitió él—; solo es una suposición… Pero si llegara a abusar de esa confianza ocultándote ciertos detalles de nuestro negocio, revelándote otros o dejando que solo los vislumbraras, mi poder se vería fortalecido y tu debilidad sería cada vez mayor; y un día acabaría encontrándome en el camino que lleva a la riqueza después de haberte dejado atrás, en algún baldío lejos de la ruta principal.

»—Así es —dije yo.

»—Para evitar esto, Michael —dijo John Spatter—, o la más remota posibilidad de esto, debemos tenernos la mayor confianza. No nos ocultaremos nada, y tendremos un único interés.

»—Mi querido John Spatter —le aseguré—, eso es precisamente lo que quiero.

»—Y, cuando seas demasiado blando —prosiguió John, con el rostro rebosante de amistad—, con tu permiso, impediré que los demás se aprovechen de ese defecto de tu carácter; no esperes que te siga la corriente…

»—Mi querido John Spatter —le interrumpí—, no espero que me sigas la corriente. Es algo que deseo corregir.

»—Yo también —exclamó John.

»—¡Exactamente! —dije—. Los dos tenemos el mismo objetivo; y persiguiéndolo con honradez, confiando por completo el uno en el otro, y compartiendo un único interés, nuestra sociedad será próspera y feliz.

»—¡Estoy seguro! —contestó John Spatter antes de estrecharnos la mano con el mayor afecto.

»Llevé a John a mi castillo y pasamos un día muy dichoso. Nuestra sociedad prosperó. Mi socio y amigo subsanaba mis limitaciones, como yo había previsto, y, mejorándonos tanto al negocio como a mí, reconocía con creces cualquier pequeño ascenso en la vida que hubiera obtenido con mi ayuda.

»—No soy —dijo el pariente pobre, mirando el fuego mientras se frotaba lentamente las manos— muy rico, ya que nunca le di importancia a serlo; pero tengo lo suficiente para cubrir mis modestas necesidades y estoy muy lejos de pasar penurias. Mi castillo no es un lugar lujoso, pero sí muy acogedor; su atmósfera es cálida y alegre, y es la viva imagen del hogar.

»Nuestra hija mayor, que es el vivo retrato de su madre, está casada con el primogénito de John Spatter. Nuestras dos familias están muy unidas por otros lazos. Nos encanta pasar la velada juntos (algo que hacemos con frecuencia), y John y yo hablamos de los viejos tiempos y del único interés que hemos compartido siempre.

»Lo cierto es que en mi castillo no sé lo que es la soledad. Siempre hay algún hijo o nieto, y las voces jóvenes de mis descendientes me resultan deliciosas… ¡tan deliciosas!… de oír. Mi queridísima y abnegada esposa, siempre leal, siempre cariñosa, siempre amable y servicial, pródiga en apoyo y consuelo, es la mayor bendición de mi hogar; de ella salen las demás bendiciones. Somos una familia bastante musical y, cada vez que Christiana me ve un poco cansado o afligido, a la hora que sea, se acerca silenciosamente al piano y canta una dulce melodía que solía cantar cuando nos prometimos. Soy tan sensible que no puedo escucharla interpretada por otra persona. La tocaron una vez en el teatro, cuando fui con el pequeño Frank; y el niño me preguntó extrañado: “Primo Michael, ¿de quién son estas lágrimas tan calientes que me han caído en la mano?”.

»Ése es mi castillo, y ésas son las circunstancias reales de mi vida allí. A veces llevo al pequeño Frank conmigo. Mis nietos lo reciben con alegría, y juegan juntos. En esta época del año, Navidad y Año Nuevo, rara vez salgo de mi castillo. Pues los recuerdos de estos días parecen retenerme allí, y sus preceptos parecen enseñarme que es bueno estar en él.

—Y el castillo está… —empezó a decir la voz grave y armoniosa de uno de los presentes.

—Sí. Mi castillo —continuó el pariente pobre, moviendo la cabeza sin dejar de contemplar el fuego— está en el aire. John, nuestro querido anfitrión, ha adivinado muy bien su emplazamiento. ¡Mi castillo está en el aire! He llegado al final. ¿Tendría la amabilidad de contar su historia el siguiente?

Fin

Charles Dickens. Nacido el 7 de febrero de 1812 en Portsmouth, Inglaterra, se erige como uno de los más influyentes y aclamados novelistas de la literatura victoriana. Su vida y obra resplandecen con una complejidad que captura los matices de su época y trasciende las barreras temporales, dejando un impacto perdurable en la literatura y la sociedad.

Dickens experimentó una infancia turbulenta marcada por la pobreza y las dificultades. Su padre fue encarcelado por deudas, lo que llevó al joven Charles a trabajar en una fábrica de betún y a vivir momentos de penuria que dejaron una huella profunda en su sensibilidad hacia los desfavorecidos. Estas experiencias se reflejaron de manera tangible en sus obras, impregnando sus historias con una empatía sincera hacia los marginados y una denuncia de las injusticias sociales.

A pesar de las adversidades, Dickens demostró una mente aguda y un amor por la literatura desde una edad temprana. Sus experiencias juveniles en la fábrica y su posterior educación informaron su perspectiva única sobre la vida y la humanidad. A medida que maduraba, su carrera literaria despegó con la publicación de su primera obra serializada, "Los papeles póstumos del Club Pickwick", en 1836. Este trabajo, caracterizado por su humor y su aguda observación de la sociedad, le otorgó una notoriedad repentina y lo catapultó al estrellato literario.

La pluma de Dickens destiló una maestría en la creación de personajes memorables y vibrantes, como Oliver Twist, Ebenezer Scrooge y David Copperfield. Sus tramas cautivantes a menudo revelaban las profundidades de la condición humana y criticaban las desigualdades sociales y las instituciones opresivas. Además, su estilo narrativo meticuloso, su habilidad para tejer múltiples tramas y su capacidad para alternar entre comedia y tragedia confirman su estatus como un maestro de la narración.

El autor también fue un pionero en la publicación serializada, lo que permitía a un público más amplio acceder a sus historias. Sus novelas fueron consumidas con avidez por las masas, tanto en Inglaterra como en el extranjero, y su influencia se expandió más allá de la literatura, impactando en la conciencia social y política de la época.

Dickens no solo fue un autor prolífico, sino también un activista y filántropo comprometido. Sus lecturas públicas atrajeron multitudes y recaudaron fondos para obras de caridad, y abogó por reformas sociales, educativas y laborales. Su incansable dedicación al bienestar de los menos privilegiados se manifestó en su ficción y en sus acciones en la vida real.

La vida de Charles Dickens llegó a su fin el 9 de junio de 1870, pero su legado se mantiene vibrante. Sus obras siguen siendo estudiadas, adaptadas y amadas en todo el mundo, y su capacidad para conmover, entretener y estimular la reflexión perdura en las páginas de sus novelas. A través de su escritura y su compromiso social, Dickens se inmortalizó como un titán literario que trasciende el tiempo y las fronteras, dejando una marca indeleble en la literatura y en la conciencia colectiva.