El segundo de los tres espíritus

Grabado por John Sanguijuela

Descargar PDF Descargar ePUB

Tercera estrofa

Al despertarse a mitad de un ronquido prodigiosamente sonoro e incorporarse en la cama para ordenar sus pensamientos, Scrooge no tuvo necesidad de que nadie le dijera que el reloj estaba de nuevo a punto de dar la una de la madrugada. Supo que había vuelto al estado de vigilia en el momento justo de recibir al segundo mensajero que se le enviaba gracias a la intervención de Jacob Marley. Pero, como sintió un estremecimiento de frío al preguntarse cuál de las cortinas de su cama correría aquel nuevo espectro, las abrió todas con sus propias manos; luego se tumbó de nuevo y no dejó de vigilar la cama. Porque se proponía plantar cara al espíritu en el momento mismo en que apareciese, y no quería que la sorpresa le pusiera nervioso.

Las personas de carácter fuerte, que se precian de estar de vuelta de todas las emociones y de encontrarse, en todo momento, a la altura de las circunstancias, manifiestan la amplitud de su disponibilidad para la aventura jactándose de estar preparadas para todo, desde un partido de tejo hasta el homicidio; entre esos extremos opuestos existe, sin duda, una serie bastante amplia y completa de posibilidades. Sin querer hacer de Scrooge un paradigma de valentía, no tendré inconveniente en rogarles a ustedes que me crean si les digo que estaba preparado para un número muy elevado de extrañas apariciones y que nada, entre un bebé y un rinoceronte, le habría sorprendido demasiado.

Que estuviera preparado para casi todo no implica, en absoluto, que lo estuviese para nada en concreto y, en consecuencia, cuando el reloj dio la una y no apareció ningún fantasma, Scrooge empezó a temblar como una hoja. Pasaron cinco minutos, diez, un cuarto de hora sin que se presentase nadie. Durante todo aquel tiempo siguió tumbado, centro y vértice de una gran luz rojiza que le iluminó por completo cuando el reloj dio la hora y que, por ser sólo luz, le resultó más alarmante que una docena de fantasmas, dada su impotencia para averiguar lo que significaba ni cuál era su causa; y en algunos momentos le preocupó que su cuerpo pudiera ser en aquel mismo momento un caso interesante de combustión espontánea, sin el consuelo de saberlo. A la larga, sin embargo, empezó a ocurrírsele, como usted o como yo habríamos pensado desde el primer momento (porque es siempre la persona que no está en apuros la que sabe lo que habría que haber hecho en semejante caso, y lo que ella habría hecho sin lugar a dudas), a la larga, digo, empezó a pensar que la fuente y el secreto de aquella luz fantasmal podía hallarse en la habitación vecina, desde la que, de hecho, al seguir sus rayos, se la veía surgir. Aquella idea, al apoderarse de su entendimiento, hizo que Scrooge se levantara sin prisa y se trasladara en zapatillas y sin hacer ruido hasta la puerta.

En el momento en que su mano descansó sobre el picaporte, una voz extraña lo llamó por su nombre y le dijo que entrase, orden que obedeció.

Seguía siendo su apartamento. Sobre eso no cabía la menor duda, aunque hubiese sufrido una sorprendente transformación. El techo y las paredes estaban tan cubiertos de frondosa vegetación que creaban un verdadero bosquecillo, en cuyas ramas resplandecían, por todas partes, bayas carmesíes. Como otros tantos espejitos, las hojas lustrosas del acebo, el muérdago y la hiedra reflejaban la luz; y en la chimenea rugía un espléndido fuego, como nunca lo había visto aquel gélido hogar ni en la época de Scrooge ni en la de Marley, ni durante muchos, muchísimos inviernos. Amontonados en el suelo, hasta formar algo que se asemejaba a un trono, se veían pavos, gansos, caza, aves de corral, piezas de vacuno, lechones, ristras de salchichas, empanadas, púdines de ciruelas, barriles de ostras, castañas asadas, manzanas de mejillas encendidas, naranjas jugosas, peras suculentas, inmensos roscones y cuencos de ponche hirviente que difuminaban los contornos de la habitación con su delicioso vapor. Cómodamente instalado en aquel diván, un alegre gigante, de magnífico aspecto, empuñaba una antorcha centelleante, no muy diferente, por su forma, al cuerno de la abundancia, y la sostenía en alto, muy en alto, para arrojar su luz sobre Scrooge cuando éste se atrevió a asomar por la puerta.

—¡Entra! —exclamó el fantasma—. ¡Entra y aprende a conocerme, amigo mío!

Scrooge se adelantó tímidamente e inclinó la cabeza ante aquel espíritu. No era ya el Scrooge empecinado de antes; y, aunque los ojos del espectro eran sinceros y amables, no se atrevió a mirarlo de hito en hito.

—Soy el espíritu de la Navidad presente —le explicó el otro—. ¡Mírame!

Scrooge obedeció, con actitud reverencial. Su interlocutor vestía un sencillo manto o túnica verde, con una orla de piel blanca. Llevaba tan poco ajustada aquella prenda que no le cubría el amplio pecho, como si desdeñase quedar protegido u oculto por cualquier artificio. Los pies, visibles bajo los amplios pliegues del ropaje, estaban descalzos; y en la cabeza no llevaba otro adorno que una corona de acebo, sembrada, aquí y allí, de pequeños carámbanos relucientes. Los rizos, de color castaño oscuro, flotaban en libertad, tan sueltos como franca era la expresión del espíritu, brillantes sus ojos, abiertas sus manos, risueña su voz, espontáneo su comportamiento y alegre todo su aspecto. Ceñida a la cintura llevaba una funda antigua, que no alojaba espada alguna y estaba comida por la herrumbre.

—¡Nunca has visto a nadie como yo! —exclamó el espectro.

—Nunca —respondió Scrooge.

—Nunca has caminado con los miembros más recientes de mi familia; me refiero (porque yo mismo soy muy joven) a mis hermanos mayores nacidos en estos últimos años, ¿no es cierto? —prosiguió el fantasma.

—Me parece que no —dijo Scrooge—. Mucho me temo. ¿Tenéis muchos hermanos, espíritu?

—Más de mil ochocientos —respondió el fantasma.

—¡Una familia tremenda a la que mantener! —murmuró Scrooge.

El fantasma de la Navidad presente se puso en pie.

—Espíritu —comenzó Scrooge con gesto dócil—, llevadme donde queráis. Anoche salí en contra de mi voluntad, y aprendí una lección que empieza a dar sus frutos. Hoy, si tenéis algo que enseñarme, permitid que me sea de provecho.

—¡Toca mi túnica!

Scrooge hizo lo que se le decía y se agarró con fuerza.

Acebo, muérdago, bayas, hiedra, pavos, gansos, caza, aves de corral, piezas de vacuno, cerdos, salchichas, ostras, empanadas, púdines, fruta y ponche se desvanecieron al instante. Lo mismo sucedió con la habitación, el fuego del hogar, el resplandor rojizo y la hora nocturna, y se hallaron en el corazón de Londres la mañana de Navidad, donde (porque el tiempo era inclemente) quienes estaban en la calle producían una música áspera, pero enérgica y no del todo desagradable, al quitar la nieve de las aceras delante de sus casas y de los tejados de los edificios, lo que causaba el regocijo de los niños que la veían caer sobre la calle, en pequeñas nevadas artificiales.

Las fachadas de las casas parecían decididamente negras, y las ventanas todavía más, en contraste con el suave manto blanco de los tejados e incluso con la nieve más sucia de la calle, sobre cuya última capa habían labrado ya surcos profundos las pesadas ruedas de carros y carretas; surcos que se cruzaban unos con otros cientos de veces en los lugares donde las grandes arterias se bifurcaban, y trazaban intrincados canales, difíciles de seguir, en el espeso lodo amarillo y el agua helada. El cielo se mostraba sombrío y las calles más cortas desaparecían envueltas en una niebla espesa que se transformaba en aguanieve y cuyas partículas más densas descendían en un chaparrón de átomos tiznados, como si todas las chimeneas de Gran Bretaña se hubieran encendido y lanzaran bocanadas de humo con verdadero entusiasmo. El clima de Londres no tenía nada de agradable, pero se advertía por doquier un ambiente de alegría que el día más hermoso del verano y el sol más radiante habrían tratado en vano de conseguir.

Y es que las gentes que limpiaban los tejados, alegres y de buen humor, se llamaban de una casa a otra e intercambiaban de cuando en cuando amistosas bolas de nieve —proyectiles más inofensivos que muchas chanzas—, con risas contagiosas si daban en el blanco y no menos cordiales si fallaban. Las pollerías estaban todavía abiertas sólo a medias, pero las fruterías brillaban en toda su gloria. Se veían grandes cestos de castañas, redondos, barrigudos, semejantes a chalecos de alegres caballeros ancianos, apoltronados en la entrada, y derramándose hacia la calle en su apoplética opulencia. Había cebollas españolas rojizas, morenas, de amplia circunferencia abdominal, que se parecían, por su gordura satisfecha, a los monjes de su país, y que, con licenciosa picardía, hacían guiños desde sus estanterías a las muchachas que pasaban por la calle y contemplaban, con recato, los adornos de muérdago. Había peras y manzanas, en altas pirámides deslumbrantes; racimos de uvas a los que se hacía colgar, por benevolencia de los tenderos, de llamativos ganchos, para que a los transeúntes se les hiciera la boca agua mientras pasaban por delante; había montones de avellanas, velludas y de color marrón, que recordaban, con su fragancia, antiguos paseos por bosques donde se tenía el placer de hundirse hasta los tobillos en hojas secas; había manzanas para asar procedentes de Norfolk, rechonchas y morenas, que realzaban el amarillo de naranjas y limones, y que parecían recomendarse con insistencia y suplicar, por lo compacto de sus jugosas personas, que se las llevara a casa en bolsas de papel para comerlas como postre. Los mismos peces de oro y de plata, colocados en bocales entre las frutas escogidas, parecían saber, pese a ser miembros de una raza triste y apática, que allí estaba pasando algo; y, todos a una, iban y venían por su pequeño universo abriendo la boca en un estado de lento y desapasionado entusiasmo.

¿Y los tenderos de ultramarinos? ¡Ah, los tenderos! Aunque casi cerrados sus establecimientos, quizá sólo con uno o dos postigos sin colocar, ¡qué cosas se vislumbraban a través de aquellas aberturas! No se trataba únicamente de que el platillo del peso al descender sobre el mostrador hiciera un ruido alegre, o de que el bramante se separase de la bobina a toda velocidad, o de que se hiciera ruido con las latas de conservas de aquí para allá como si se tratara de trucos de prestidigitación, o incluso que los aromas mezclados del té y del café fuesen tan agradables al olfato, las pasas tan abundantes y poco comunes, las almendras tan extraordinariamente blancas, la canela en rama tan larga y recta, las otras especias tan deliciosas, los frutos confitados tan bien glaseados y recubiertos de azúcar cande como para conmover y hacer desfallecer al más frío de los espectadores; tampoco era que los higos dejaran escapar sus jugos y fuesen carnosos, ni que las ciruelas francesas se ruborizasen, en su modesta acidez, desde sus cajas llenas de adornos, ni que todo fuese un manjar exquisito con su ropa de Navidad; sino que los clientes, tan diligentes y ansiosos por las esperanzadas promesas del día, se tropezaban unos con otros en la puerta, entrechocaban las cestas de las provisiones, olvidaban las compras sobre el mostrador, regresaban corriendo para recuperarlas y cometían cientos de pequeños errores con el mejor humor imaginable; mientras que el tendero y sus dependientes se mostraban tan sinceros y alegres que los corazones de cobre brillante con los que se sujetaban por detrás los delantales podrían haber sido los suyos propios, expuestos al público para inspección de todos y para que las cornejas de la Navidad los picotearan[6] si era ése su deseo.

Pero pronto los campanarios y las espadañas empezaron a llamar a la buena gente a iglesias y capillas y todos salieron de su casa, para recorrer las calles con su mejor ropa y su cara más alegre. Y al mismo tiempo surgieron de docenas de callejas, callejones y bocacalles sin nombre un número incalculable de personas que llevaban su cena a los hornos de las panaderías. El espectáculo de aquellos modestos festejadores pareció interesar mucho al espíritu, porque se situó, con Scrooge a su lado, a la entrada de una panadería y, alzando las tapaderas a medida que pasaban sus portadores, espolvoreaba las cenas con polvo de su antorcha. Y se trataba de un tipo de antorcha muy poco común porque una o dos veces, cuando algunos de los clientes se empujaron y tuvieron un intercambio de palabras agrias, el espíritu derramó sobre ellos unas pocas gotas de agua y el buen humor se restableció de inmediato. Porque, dijeron ellos, era una vergüenza pelearse el día de Navidad. Y ¡era bien cierto! ¡Ya lo creo que sí, por el amor de Dios!

Llegado el momento las campanas cesaron de tocar y se cerraron las panaderías; y, sin embargo, había como un alegre sabor anticipado de todas aquellas cenas y de los progresos de su cocción en el vapor de agua que enturbiaba el aire encima de cada horno, porque las piedras mismas echaban humo como si se cocinaran con los platos.

—¿Tienen un sabor particular esas gotas que derramáis con vuestra antorcha? —preguntó Scrooge.

—Así es. El mío.

—¿Sirve para cualquier cena en el día de hoy? —quiso saber Scrooge.

—Para todas las que se ofrezcan de buen grado. Y sobre todo para las más pobres.

—¿Por qué a las más pobres? —insistió Scrooge.

—Porque lo necesitan más.

—Espíritu —dijo Scrooge, después de reflexionar un instante—, me sorprende que vos, de todos los seres en los muchos mundos a nuestro alrededor, os hayáis atribuido la tarea de arrebatar a esta gente la ocasión de un placer inocente.

—¿Yo? —exclamó el espíritu.

—Les priváis del medio para cenar cada siete días, que es con frecuencia el único día en el que de verdad se puede decir que se sientan a la mesa —dijo Scrooge—. ¿No es cierto?

—¿Yo? —repitió el espíritu.

—¿No sois vos quien quiere cerrar estos hornos todos los séptimos días[7]? —dijo Scrooge—. Viene a ser la misma cosa.

—¿Soy yo el que quiere eso? —exclamó el espíritu.

—Perdonadme si me equivoco. Eso es algo que se ha hecho en vuestro nombre o, al menos, en el de vuestra familia —dijo Scrooge.

—Hay algunas personas en este mundo vuestro —replicó el espíritu— que presumen de conocernos y que, en nuestro nombre, no hacen más que servir a sus pasiones culpables, el orgullo, la maldad, el odio, la envidia, el fanatismo y el egoísmo, pero que son tan ajenos a nosotros y a nuestra familia como si nunca hubieran vivido. Recordadlo, y atribuidles a ellos sus acciones, no a nosotros.

Scrooge prometió hacerlo así; y siguieron adelante, invisibles, igual que antes, camino de los barrios humildes de la ciudad. Una cualidad notable del espíritu (que Scrooge había advertido en la panadería) era cómo, pese a su tamaño gigantesco, se acomodaba en cualquier sitio con facilidad; y cómo se ponía de pie bajo un techo de poca altura con la misma elegancia y la misma majestad sobrenatural con que hubiera podido hacerlo bajo la elevada bóveda de un palacio.

Y quizá fuera el placer que el buen espíritu sentía al poner de manifiesto aquel poder suyo, o quizá fuese su manera de ser amable, generosa, campechana, y su afecto por los pobres, lo que lo llevó directamente al empleado de Scrooge; porque allí fue, y se llevó al cambista consigo, sujeto a su túnica; y en el umbral el espíritu sonrió, y se detuvo a bendecir la vivienda de Bob Cratchit con un rociado de su antorcha. ¡Piénsenlo! Bob no ganaba a la semana más que quince bobs (que es como llama la gente del pueblo al chelín); los sábados sólo se embolsaba quince ejemplares de su nombre; y, sin embargo, ¡el espíritu de la Navidad presente bendecía su casa de cuatro habitaciones!

Se levantó entonces la señora Cratchit, la mujer del empleado, pobremente engalanada con un vestido vuelto dos veces, pero con abundancia de cintas, que son baratas y consiguen un efecto muy agradable por seis peniques; y procedió a poner la mesa, ayudada por Belinda, la segunda de sus hijas, también con abundancia de cintas; mientras Peter, el mayor de los hijos varones, al inclinarse para hundir un tenedor en la olla de las patatas, conseguía meterse en la boca las puntas del monstruoso cuello de la camisa (propiedad realmente de Bob, quien se la había cedido a su hijo y heredero dada la festividad que se celebraba), feliz de verse tan bien engalanado y ardiendo en deseos de mostrar tanta elegancia en los parques de moda. Y a continuación dos Cratchit más pequeños, chico y chica, entraron veloces, anunciando a gritos que delante de la panadería habían olido el ganso, y se habían dado cuenta de que era el suyo; y, embriagados por la visión festiva de la salsa de salvia y cebollas, aquellos jóvenes Cratchit danzaron alrededor de la mesa y pusieron a Peter por las nubes, mientras el primogénito (nada orgulloso, aunque el cuello de la camisa casi lo asfixiaba) soplaba en el fuego, hasta que las patatas, siempre lentas, al borbotar, llamaron con fuerza a la tapa de la olla para que las dejaran salir y las pelaran.

—¿Qué le puede haber sucedido al bueno de vuestro padre? —preguntó la señora Cratchit—. ¿Y a vuestro hermano pequeño, Tim? Y Martha ¿no había llegado hace ya media hora la Navidad pasada?

—¡Aquí está Martha, madre! —dijo la aludida, apareciendo en aquel momento.

—¡Aquí está Martha, madre! —exclamaron los dos jóvenes Cratchit—. ¡Viva! ¡No te imaginas qué ganso, Martha!

—¡Ah, hija mía, que Dios te bendiga, qué tarde llegas! —dijo la señora Cratchit, besándola una docena de veces, y despojándola del chal y la gorra con solícito celo.

—Anoche tuvimos que terminar muchísimo trabajo —replicó la jovencita—, y hoy por la mañana ha habido que entregarlo.

—¡Vaya! Pero ¡lo mismo da puesto que ya estás aquí! —dijo la señora Cratchit—. Siéntate delante del fuego, corazón, y caliéntate, que Dios te bendiga.

—¡No, no! Ya llega nuestro padre —exclamaron los dos Cratchit más pequeños, que estaban en todas partes al mismo tiempo—. ¡Escóndete, Martha, escóndete!

La hija mayor obedeció antes de que entrase su padre con casi un metro de bufanda, sin contar los flecos, colgándole del cuello; y su ropa muy gastada pero remendada y cepillada, para no desmerecer de la festividad, con el pequeño Tim a hombros. ¡Pobre Tim, que llevaba una muleta, y las piernas sostenidas por un armazón de hierro!

—¡Cómo! ¿Dónde está nuestra Martha? —exclamó Bob Cratchit, mirando a su alrededor.

—No viene —dijo la señora Cratchit.

—¡No viene! —exclamó Bob, presa de un súbito abatimiento, perdido el impulso que le había permitido traer al pequeño Tim, todo el camino desde la iglesia, cabalgando como un verdadero purasangre—. ¡No viene el día de Navidad!

Martha no quería verlo desilusionado, aunque sólo se tratara de una broma; de manera que salió de su escondite —detrás de la puerta del armario— antes de tiempo. Y corrió a echarse en sus brazos, mientras los dos jóvenes Cratchit se apoderaban del pequeño Tim y lo llevaban al lavadero para que oyera cantar al pudin en su cacerola de cobre.

—Y ¿qué tal se ha portado Tim? —preguntó la señora Cratchit, después de burlarse de su marido por su excesiva credulidad y de que Bob hubiera abrazado a su hija hasta quedar satisfecho.

—Como un ángel —dijo Bob—, y aún mejor. A veces se vuelve pensativo, cuando está solo mucho tiempo, y piensa las cosas más extrañas que hayáis oído nunca. Me ha dicho, mientras volvíamos a casa, que confiaba en que la gente lo hubiera visto en la iglesia, porque es un lisiado, y quizá a los demás les agradase recordar, el día de Navidad, quién había hecho andar a los cojos y había devuelto la vista a los ciegos.

A Bob le tembló la voz al contarles aquello, y aún le tembló más cuando dijo que el pequeño Tim crecía fuerte y vigoroso.

Se oyó resonar la muleta del niño, que regresó antes de que se pudiera decir una palabra más, escoltado por su hermano y por su hermana hasta el taburete delante del fuego; Bob, mientras tanto, doblándose los puños —como si, pobrecillo, fuese posible gastarlos más—, preparó en una jarra una mezcla de ginebra y limones, mezcla que luego agitó una y otra vez antes de colocarla en el hornillo para que se calentara; Peter y los dos jóvenes Cratchit —que conseguían estar en todas partes al mismo tiempo— salieron en busca del ganso, con el que no tardaron en regresar en desfile triunfal.

Fue tal el bullicio subsiguiente que cualquiera podría haber pensado que un ganso es la más extraordinaria de las aves, un fenómeno con plumas ante el cual un cisne negro sería una vulgaridad; y era cierto que en aquella casa representaba algo muy parecido. La señora Cratchit hizo hervir la salsa, preparada de antemano, en un cacito; Peter machacó las patatas con vigor increíble; la señorita Belinda endulzó el puré de manzana; Martha limpió los platos; Bob situó a su lado al pequeño Tim en una esquina de la mesa; los dos jóvenes Cratchit trajeron sillas para todos, ellos incluidos, y montaron guardia en sus puestos, la cuchara dentro de la boca, para no pedir el ganso a gritos antes de que les llegara el turno. Por fin se colocaron los platos y se bendijo la mesa. Lo que siguió fue una pausa en la que todo el mundo contuvo el aliento, mientras la señora Cratchit, recorriendo lentamente con la vista el cuchillo de trinchar, se dispuso a clavarlo en la pechuga que tenía delante; pero, cuando lo hizo, y el chorro de relleno tan largamente esperado salió al exterior, un murmullo de felicidad se alzó por encima de toda la mesa y hasta el pequeño Tim, empujado por los dos jóvenes Cratchit, golpeó la mesa con el mango de su cuchillo y gritó débilmente: «¡Viva!».

Nunca se había visto ganso semejante. Bob estaba convencido de que nunca se había cocinado un ganso como aquél. Su ternura y sabor, su tamaño y baratura, fueron temas de universal admiración. Reforzado con puré de patatas y de manzana, resultó cena suficiente para toda la familia; de hecho, como dijo la señora Cratchit muy satisfecha (contemplando un trocito de hueso en la bandeja), ¡al final no se lo habían terminado! Y, sin embargo, todo el mundo había comido hasta saciarse y los jóvenes Cratchit, chico y chica, en particular, ¡se habían manchado hasta las cejas de salvia y cebolla! Pero a continuación, mientras la señorita Belinda cambiaba los platos, la señora Cratchit abandonó sola el comedor —demasiado nerviosa para tolerar testigos—, en busca del pudin que llevaría luego a la mesa.

Supongamos que no estuviera del todo hecho. Supongamos que se hubiera roto al darle la vuelta. Supongamos que alguien hubiese saltado la pared del patio trasero, robándolo, mientras ellos estaban entretenidos con el ganso, ¡una suposición ante la que los dos jóvenes Cratchit palidecieron! Toda suerte de horrores eran posibles.

¡Veamos! ¡Gran cantidad de vapor! El pudin había salido del recipiente. ¡Un olor como el de un día de colada! El paño que lo cubría. Un aroma como de casa de comidas y pastelería, puerta con puerta, y una lavandería en la casa vecina. ¡Aquello era el resultado! Medio minuto después entró la señora Cratchit —arrebolada, pero sonriendo orgullosa— con un pudin, semejante a una bala de cañón con pintas, elástico y firme, que ardía envuelto en medio cuartillo de aguardiente y estaba coronado por una ramita de acebo navideño.

—¡Ah, qué pudin maravilloso! —dijo Bob Cratchit, para añadir a continuación con gran calma que lo consideraba la mayor proeza lograda por la señora Cratchit desde que se casaron.

Su mujer confesó que se le había quitado un peso de encima por sus dudas sobre la cantidad de harina. Todo el mundo aportó algún comentario sobre el dulce, pero nadie dijo ni pensó que fuera demasiado pequeño para una familia numerosa. Habría sido sencillamente una herejía hacerlo. A cualquier Cratchit se le habría caído la cara de vergüenza ante semejante insinuación.

Finalmente concluyó la cena, se retiró el mantel, se barrió el hogar de la chimenea y se reavivó el fuego. Se probó el ponche preparado por Bob, considerándolo perfecto, y se colocaron manzanas y naranjas sobre la mesa y un buen puñado de castañas en el fuego. Acto seguido toda la familia Cratchit se acercó a la chimenea, formando lo que Bob Cratchit llamaba un círculo, aunque en realidad sólo era medio; y junto al codo del progenitor se desplegó la cristalería de la familia: dos vasos y un cuenco para servir natillas.

Aquellos tres recipientes hacían tanto honor al contenido de la jarra, de todos modos, como habrían podido hacerlo unas copas doradas; y Bob lo sirvió con ojos sonrientes, mientras las castañas crujían sobre el fuego y se resquebrajaban con gran ruido. A continuación propuso:

—Feliz Navidad para todos nosotros, queridos míos. ¡Que Dios nos bendiga!

Deseo del que la familia en pleno se hizo eco.

—¡Que Dios nos bendiga a todos! —repitió el pequeño Tim, el último de todos.

Estaba sentado muy cerca de su padre, en su taburetito. Bob apretaba su manita atrofiada, como para darle una muestra especial de amor y guardarlo siempre a su lado, temeroso de que pudieran arrebatárselo.

—Espíritu —dijo Scrooge, con un interés que nunca había sentido—, decidme si el pequeño Tim vivirá.

—Veo un sitio vacío —replicó su acompañante— en el rincón de ese pobre hogar y una muleta sin dueño, cuidadosamente conservada. Si el futuro no modifica esas sombras, el niño morirá.

—¡No, no! —dijo Scrooge—. No, bondadoso espíritu, decidme que se salvará.

—Si el futuro no altera esas sombras, ningún otro miembro de mi raza —replicó el espíritu— lo encontrará aquí. ¿Qué más da? Dado que, probablemente, morirá, más vale que lo haga y que contribuya a reducir el exceso de población.

Scrooge bajó la cabeza al oír cómo el espíritu repetía unas palabras salidas de su boca, y se sintió dominado por el arrepentimiento y el dolor.

—Hombre mortal —dijo el espíritu—, si tienes un corazón que late y no una piedra insensible, renuncia a ese perverso cinismo hasta que hayas descubierto qué exceso de población es ése y dónde se halla. ¿Decidirás tú qué seres humanos deben vivir y cuáles han de morir? Pudiera ser que, a ojos del Paraíso, seas tú más despreciable y menos digno de vivir que millones de seres semejantes al hijo de este pobre hombre. ¡Dios omnipotente! ¡Oír al insecto que, encima de la hoja, dictamina sobre el exceso de vida entre sus hermanos hambrientos que viven en el polvo!

Scrooge se encogió ante la reprimenda del espectro y, tembloroso, bajó los ojos al suelo. Pero los alzó al instante, al oír que se pronunciaba su nombre.

—¡Por el señor Scrooge! —dijo Bob—; ¡propongo un brindis por el señor Scrooge, que nos da los medios para celebrar esta fiesta!

—¡Los medios para celebrarla! —exclamó la señora Cratchit, enrojeciendo—. Me gustaría tenerlo aquí ahora. Le iba a decir unas cuantas verdades a modo de celebración y no sé si le caerían bien en el estómago.

—Querida mía —dijo Bob—: ¡los niños! Hoy es Navidad.

—Tiene que ser el día de Navidad, no me cabe la menor duda —respondió ella—, para que bebamos a la salud de una persona tan odiosa, tacaña, dura y sin sentimientos como el señor Scrooge. ¡Sabes que lo es, Robert! ¡Nadie lo sabe mejor que tú, pobrecito mío!

—Querida mía —fue la amable respuesta de Bob—: hoy es Navidad.

—Voy a brindar a su salud porque me lo pides tú y por ser Navidad —dijo la señora Cratchit—, pero no por él. ¡Que viva muchos años! ¡Felices pascuas y próspero Año Nuevo! ¡No me cabe la menor duda de que estará muy contento y será muy feliz!

Los niños brindaron después de su madre. Era la primera cosa que hacían sin entusiasmo aquel día. El pequeño Tim fue el último, y tampoco lo hizo con alegría. Scrooge era el ogro de la familia. La mención de su nombre arrojó una oscura sombra sobre la fiesta, sombra que tardó al menos cinco minutos en disiparse.

Una vez olvidada, la alegría anterior se multiplicó por diez, por el simple alivio de haberse librado del siniestro Scrooge. Bob Cratchit procedió a contar a su familia que tenía en perspectiva un puesto para Peter, el primogénito, empleo que les proporcionaría, si se lograba, nada menos que cinco chelines y seis peniques a la semana. Los dos jóvenes Cratchit, chico y chica, rieron a carcajadas ante la idea de que su hermano mayor se convirtiera en hombre de negocios; el mismo Peter contempló el fuego, pensativo, desde el interior del cuello de su camisa, como si calibrara qué inversión concreta debía hacer cuando estuviera en condiciones de recibir ingresos tan exorbitantes. Martha, modesta aprendiza en el taller de un sombrerero, les contó a continuación el tipo de trabajo que hacía, y cuántas horas trabajaba de un tirón, y cómo tenía el propósito de quedarse en la cama a la mañana siguiente para descansar de verdad, ya que se trataba de un día de fiesta que pasaría en casa. También explicó que había visto a una condesa y a un lord pocos días antes, y cómo el lord «era más o menos de la talla de Peter», lo que hizo que el aludido se subiera tanto el cuello de la camisa que no le habrían visto ustedes la cabeza si hubieran estado presentes. Durante todo aquel tiempo las castañas y el ponche pasaron de mano en mano; al poco rato Tim empezó a cantar una canción sobre un niño perdido que caminaba por la nieve; tenía una vocecita quejumbrosa, pero no cantaba mal ni muchísimo menos.

No había nada de extraordinario en todo aquello. No eran una familia bien parecida; no iban bien vestidos; sus zapatos distaban mucho de ser impermeables; su ropa era insuficiente; y Peter era muy posible que hubiera descubierto ya, no tendría nada de extraño, el interior de una casa de empeños. Pero eran felices, agradecidos, estaban satisfechos unos con otros, y contentos con su suerte; y cuando ya se estaban desvaneciendo a Scrooge le parecieron aún más felices a la luz de los destellos de la antorcha del espíritu, y hasta el último momento no les quitó los ojos de encima, en especial al pequeño Tim.

Para entonces se había hecho de noche y nevaba con mucha fuerza; mientras Scrooge y el espíritu recorrían las calles, era maravilloso el brillo de los alegres fuegos en cocinas, cuartos de estar y habitaciones de todo tipo. En un sitio, el parpadeo de las llamas dejaba ver los preparativos de una agradable cena familiar, con los platos que se calentaban delante del fuego y con cortinas de color rojo oscuro, listas para ser corridas y dejar fuera el frío y la oscuridad. En otro, todos los niños de la casa salían corriendo a la nieve para recibir a sus hermanas casadas, hermanos, primos, tíos, tías, y ser los primeros en darles la bienvenida. Más allá, de nuevo, aparecían sobre los estores las sombras de los invitados que se congregaban; y allí un grupo de jóvenes bien parecidas, todas con capuchas y botas de piel y todas parloteando al mismo tiempo, se trasladaban con pie ligero a la cercana casa de algún vecino, donde ¡pobre del soltero que las viera entrar —brujas taimadas, bien lo sabían ellas— con su tez sonrosada animada por el frío!

Aunque se pudiera pensar, a juzgar por el número de personas camino de reuniones con amigos, que no quedaba nadie en casa para darles la bienvenida cuando llegaran, sucedía en realidad todo lo contrario, ya que no había ninguna casa que no esperase sus invitados ni hogar de chimenea al que faltase un buen montón de combustible. ¡Cómo se alegraba el espectro, bendito sea Dios! ¡Cómo descubría el amplio pecho y abría la mano de vastas proporciones y seguía flotando por encima de aquella multitud, derramando con generosidad su alegría, viva e inocente, en todo lo que se ponía a su alcance! El farolero mismo, que corría por delante, y que, vestido ya para pasar la velada en algún sitio, llenaba las calles oscuras de manchas de luz, rió a carcajadas con el paso, muy cercano, del espectro, aunque no supo aquel buen hombre que, por unos instantes, había tenido por compañero al espíritu de la Navidad en persona.

De repente, sin que el espectro hubiera dicho una sola palabra con el fin de preparar a su acompañante para tan brusco cambio, se encontraron en medio de un triste páramo, sembrado de monstruosas aglomeraciones de toscas piedras, como si se tratara de un cementerio de gigantes; y el agua se habría extendido por todas partes de no haber sido por el obstáculo de la helada que la tenía prisionera; nada crecía allí excepto el musgo, la aulaga y unas desagradables hierbas malolientes. En el horizonte, del lado oeste, la puesta de sol había dejado una estela de rojo encendido, que brilló sobre aquella desolación un instante, como la mirada de un ojo sombrío, y se veló poco a poco, cada vez más, hasta desaparecer en el horror de una noche oscurísima.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Scrooge.

—Un lugar donde viven mineros, que trabajan en las entrañas de la tierra —replicó el espíritu—. Pero me conocen. ¡Mira!

Una luz brillaba en la ventana de una choza y rápidamente se dirigieron hacia ella. Al atravesar una pared de barro y piedra se encontraron con un alegre grupo reunido en torno a un espléndido fuego. Un hombre y una mujer de avanzada edad, con sus hijos, sus nietos y sus biznietos, estaban reunidos y llevaban su mejor ropa de fiesta. El anciano, con una voz que raras veces se alzaba sobre los aullidos del viento en el páramo, les cantaba un villancico —uno que ya era muy antiguo en su juventud— y de cuando en cuando todos se unían a él para entonar el estribillo. Cada vez que los demás le acompañaban, la voz del anciano se hacía más robusta y alegre; terminado el estribillo y calladas las otras voces, disminuía su vigor.

El espíritu no se entretuvo allí, e indicó a Scrooge que se agarrase de nuevo a su túnica; dejaron atrás el páramo y se dirigieron veloces ¿hacia dónde? ¿No hacia el mar? Precisamente hacia allí. Para horror de Scrooge, al mirar atrás vio a su espalda el límite de la tierra, una temible cadena de rocas; y le ensordeció el estruendo del agua al revolverse y rugir entre las terribles cavernas talladas en los acantilados, como si, en sus accesos de furor, el mar tratase de debilitar a la tierra.

Construido sobre el triste arrecife de unos peñascos a flor de agua, a una legua, más o menos, de la orilla, batido encarnizadamente por las olas a lo largo de todo el año, se alzaba un faro solitario. Grandes acumulaciones de algas colgaban de su base y los pájaros de las tormentas —cabe suponer que engendrados por los vientos como las algas por el agua— se alzaban y descendían a su alrededor, como las olas que rozaban al volar.

Pero incluso allí dos fareros habían hecho un fuego que, a través de una apertura practicada en el espeso muro, lanzaba un rayo de claridad sobre el mar espantoso. Unidas las manos callosas sobre la rústica mesa a la que estaban sentados, se deseaban mutuamente una feliz Navidad mientras bebían su ponche; y uno de ellos, el de más edad, el rostro marcado por las inclemencias de la intemperie, como podría estarlo el mascarón de proa de un barco viejo, procedió a entonar, con voz ronca, una recia canción que era como un golpe de viento durante el huracán.

De nuevo el espíritu reemprendió la marcha sobre las aguas oscuras y embravecidas —siempre hacia alta mar— hasta que, muy lejos de cualquier costa, como le explicó a Scrooge, se detuvieron en un barco. Visitaron al timonel que guiaba la nave, al vigía en la proa, a los oficiales de guardia; figuras oscuras, fantasmales, en sus diferentes situaciones; pero todas tarareaban algún villancico, tenían algún pensamiento navideño o hablaban en voz baja de navidades pasadas con algún compañero, y de esperanzas de regreso al hogar. Y todos los hombres de a bordo, despiertos o dormidos, buenos o malos, habían intercambiado, unos y otros, palabras más cordiales aquel día que el resto del año; habían compartido en cierta medida las festividades; se habían acordado de las personas a las que querían y que estaban lejos; y habían sabido que sentían la misma alegría recordándolos.

Fue toda una sorpresa para Scrooge, mientras escuchaba los gemidos del viento y pensaba en qué cosa tan solemne era atravesar aquella solitaria oscuridad sobre un abismo desconocido, cuyas profundidades eran un secreto tan insondable como la muerte; fue, como digo, una gran sorpresa para Scrooge, mientras estaba así ocupado, escuchar una alegre carcajada. Y la sorpresa fue aún mayor al reconocerla como procedente de la boca de Fred, su sobrino, y encontrarse en una habitación bien iluminada, cálida, con el resplandor de la limpieza, y al espíritu, con una amplia sonrisa, a su lado, que contemplaba a aquel mismo sobrino con una afabilidad llena de aprobación.

—¡Ja, ja! —reía Fred—. ¡Ja, ja, ja!

Si por casualidad, si por una extraña coincidencia, conocen ustedes a alguien con una risa más contagiosa que la del sobrino de Scrooge, todo lo que les puedo decir es que me gustaría conocerlo. Preséntenmelo y cultivaré su amistad.

Merced a una feliz compensación, una compensación noble y justa, aunque es cierto que la enfermedad y la tristeza son transmisibles, no hay nada en el mundo tan irresistible y contagioso como la risa y el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge reía de aquella manera, cuando se sujetaba el costado, agitaba la cabeza y retorcía la cara con las contorsiones más inconcebibles, su mujer reía con tantas ganas como él. Y los amigos que los acompañaban, nada dispuestos a quedarse atrás, reían también a mandíbula batiente.

—¡Ja, ja! ¡Ja, ja, ja!

—¡Dijo que la Navidad era una paparrucha, os lo juro! —exclamó el sobrino de Scrooge—. Y ¡además estaba convencido!

—¡Más imperdonable todavía, Fred! —dijo la sobrina, muy indignada. Benditas las mujeres como ella; nunca hacen las cosas a medias. Se lo toman todo muy en serio.

Era muy bonita, extraordinariamente bonita. Con una carita encantadora toda ingenuidad, asombro y hoyuelos en las mejillas; una boquita madura que parecía hecha para besarla, como, sin duda, le sucedía; y otros hoyuelos más en torno a la barbilla que se le confundían al reír; y el par de ojos más risueños que se hayan visto nunca en una joven. En conjunto, su belleza tenía algo que podría llamarse provocador, no sé si me explico; pero muy satisfactorio también. Completamente satisfactorio.

—Es un viejecito muy cómico —dijo el sobrino de Scrooge—, esa es la verdad: y no tan simpático como podría serlo. De todos modos, esos defectos encierran su propio castigo, y no tengo nada que decir contra él.

—Estoy segura de que tiene mucho dinero —apuntó la sobrina—. Por lo menos eso es lo que me dices siempre.

—Y ¿qué más da, cariño mío? —dijo Fred—. Su riqueza no le sirve de nada. No hace nada con ella que merezca la pena. Ni siquiera la utiliza para su propia comodidad. Ni siquiera tiene la satisfacción de pensar, ¡ja, ja, ja!, que alguna vez será nuestro benefactor.

—No lo soporto —opinó la sobrina. Sus hermanas, y todas las demás señoras presentes, fueron de la misma opinión.

—Yo no lo veo con tan malos ojos —dijo Fred—. Lo siento por él; no podría enfadarme aunque quisiera. ¿Quién sufre por sus malos humores? Se le ha metido en la cabeza, por ejemplo, desconfiar de nosotros, y no quiere venir a cenar. ¿Cuál es la consecuencia? Aunque tampoco se pierde una cena excepcional.

—Pues yo sí que creo que se pierde una cena excelente —le interrumpió su mujer. Todos los demás dijeron lo mismo, y hay que concederles que estaban en condiciones de ser jueces competentes porque acababan de cenar y, con el postre sobre la mesa, se apiñaban en torno al fuego, a la luz de las lámparas.

—¡Vaya! Me alegro de oírlo —dijo Fred—, porque tengo gran fe en estas jóvenes amas de casa. ¿Tú qué dices, Topper?

Era evidente que Topper se había fijado en una de las hermanas de la mujer de Fred, porque respondió que un soltero era un desdichado paria que no tenía derecho alguno a dar su opinión sobre aquel tema. Con lo que una de las cuñadas —la rellenita con la pechera de encaje, no la de las rosas— se ruborizó.

—Termina lo que estabas diciendo, Fred —dijo su mujer, aplaudiendo—. ¡Nunca acaba lo que empieza a decir! ¡Qué persona más ridícula!

El sobrino de Scrooge se deleitó con otra carcajada, y como fue imposible evitar el contagio, aunque la hermana rellenita se esforzó mucho en conseguirlo con vinagre aromático, el ejemplo de Fred se siguió de manera unánime.

—Iba sólo a decir —continuó después el sobrino de Scrooge— que por desconfiar de nosotros y no querer pasar un buen rato en nuestra compañía, renuncia, creo yo, a algunos momentos agradables que no le harían ningún daño. Estoy seguro de que pierde una compañía más grata que la de sus propios pensamientos, tanto en su vieja y mohosa oficina como en sus habitaciones polvorientas. Me propongo ofrecerle la misma oportunidad todos los años, tanto si le gusta como si no, porque me inspira compasión. Nada le impedirá despotricar contra la Navidad hasta el día en que se muera, pero, es inevitable, tendrá mejor opinión de la fiesta si comprueba que me presento, de buen humor, año tras año y le pregunto: «Tío Scrooge, ¿qué tal está usted?». Aunque con eso sólo consiga sugerirle la conveniencia de legarle cincuenta libras a ese pobre empleado suyo, ya es algo; y, si no estoy equivocado, creo que ayer conseguí inquietarlo un poco.

Ahora les tocó reírse a los demás ante la idea de haber inquietado a Scrooge. Pero, como Fred era una buenísima persona y le daba lo mismo de qué se rieran, siempre que lo hiciesen, los animó en su jolgorio, e hizo circular la botella de oporto alegremente.

Después del té hicieron algo de música, porque se trataba de una familia musical, y sabían lo que se traían entre manos cuando interpretaban una arieta o un retornelo, se lo aseguro: de manera especial Topper, que hacía bramar al contrabajo como el mejor, sin que se le hincharan las venas de la frente ni se le enrojeciese la cara como a un cangrejo. La sobrina de Scrooge tocaba bien el arpa y, entre otras melodías, ejecutaba una cancioncilla sin ninguna complicación (muy poca cosa, algo que ustedes aprenderían a silbar en un par de minutos), y que era precisamente una de las piezas preferidas de la hermana de Scrooge, la niña que lo sacó del internado, tal como al viejo cambista se lo había recordado el espíritu de las navidades pasadas. Cuando sonaron aquellos compases, a Scrooge le vinieron a la cabeza todas las cosas que aquel espíritu le había mostrado, lo que hizo que se ablandara más y más; y pensó que, si hubiese podido escucharla más a menudo, años antes, quizá habría cultivado, con sus propias manos, para su propia felicidad, los dulces afectos de la vida, algo mucho mejor que afilar, impaciente, la pala de sepulturero que había enterrado a Jacob Marley.

Pero los allí reunidos no dedicaron toda la velada a la música. Al cabo de algún tiempo jugaron a las prendas; porque es bueno ser niño alguna vez, y nunca mejor que en Navidad, una fiesta instituida por todo un Dios que también se había hecho niño. ¡Atención! He aquí que comienza el juego de la gallina ciega. No podía ser de otra manera. Y me parece tan poco probable que Topper no viera nada como que tuviera ojos en las botas. Si se me permite opinar creo que Fred y él se habían puesto de acuerdo; y que el espíritu de la Navidad presente estaba en el ajo. La manera que tuvo de ir detrás de la hermana rellenita —la de la pechera de encaje— supuso todo un abuso de los límites de la credulidad humana. Topper procedió a tirar las tenazas de la chimenea, tropezó con las sillas, se estrelló contra el piano, casi se asfixió entre las cortinas, porque donde iba la cuñadita de Fred, ¡allí la seguía Topper! Siempre sabía dónde estaba. No quería atrapar a ningún otro invitado. Si ustedes se hubieran arrojado sobre él (como hicieron algunos) aposta, habría fingido esforzarse por atraparlos, pero con una torpeza que era un insulto a la inteligencia del interesado, para escurrirse de inmediato en busca de la presa que sin duda perseguía. La interesada exclamó repetidas veces que no era justo; y en verdad que no lo era. Pero, cuando por fin la capturó, cuando, pese a todo el agitarse de su vestido de seda y de sus rápidos quiebros para evitar a Topper, su verdugo consiguió llevarla a un rincón donde no tenía escape, cabe afirmar que la conducta del de los ojos vendados fue de lo más execrable. Porque fingió que no la reconocía; fingió que necesitaba palparle el tocado y, para asegurarse aún más de su identidad, le deslizó cierto anillo en el dedo y le colgó cierta cadena del cuello, ¡sin duda una vileza monstruosa! No cabe duda de que la cuñada de Fred le dijo lo que pensaba de todo ello cuando, al convertirse en gallina ciega otro invitado, se dedicaron a hacerse confidencias detrás de las cortinas.

La sobrina de Scrooge, sin tomar parte en el juego, se acomodó en un sillón y colocó los pies sobre un escabel en un rincón muy acogedor, muy cerca de donde, detrás de ella, se encontraban el viejo cambista y el espíritu navideño. Pero sí participó cuando pasaron a las prendas, y respondió admirablemente a «¿Cómo os gusta?» con todas las letras del alfabeto. De manera parecida, en el juego de «Cómo, cuándo y dónde» demostró ser una experta y, para secreto regocijo de Fred, hizo morder el polvo a sus hermanas, aunque también eran unas chicas muy listas, como Topper se habría apresurado a explicarles a ustedes. En total podía haber allí unas veinte personas, jóvenes y de más edad, pero todas participaron, como también lo hizo Scrooge; tan interesado estaba en lo que sucedía que, olvidado por completo de que sus palabras no llegaban a los oídos de los otros jugadores, alguna vez aventuró una solución en voz bastante alta, y acertó con mucha frecuencia; porque la aguja de punta más afilada y de mejor acero, con la garantía de no cortar el hilo al pasarlo por su ojo, no era más aguda que Scrooge, por muy romo que se creyera.

Al espíritu le agradaba sobremanera encontrarlo tan animado y lo miraba con tanta simpatía que el cambista suplicó, como un niño, que se le permitiera quedarse hasta que se marcharan los invitados. Pero su acompañante aseguró que no era posible.

—¡Empiezan un juego nuevo! —dijo Scrooge—. ¡Sólo media hora, nada más!

Era un juego llamado «sí y no», en el que el sobrino de Scrooge tenía que pensar algo y los demás descubrir de qué se trataba, si bien la respuesta a las preguntas de los participantes era sencillamente sí o no, según los casos. La rápida sucesión de requerimientos a los que Fred se vio sometido dejó en claro que estaba pensando en un animal, en un animal vivo, más bien desagradable, salvaje, un animal que gruñía y bramaba a veces, que en ocasiones hablaba, que vivía en Londres, caminaba por sus calles, no lo exhibían en ningún sitio, nadie lo llevaba atado, no formaba parte de un circo, no lo sacrificaban para venderlo en el mercado y no era ni caballo, ni asno, ni vaca, ni toro, ni tigre, ni perro, ni cerdo, ni gato, ni oso. Cada vez que le hacían una pregunta más, el sobrino de Scrooge lanzaba una nueva carcajada; y se divertía de manera tan indescriptible que se vio obligado a levantarse del sofá y dar patadas en el suelo. Por fin la cuñada rellenita, presa de las mismas convulsiones de hilaridad, exclamó:

—¡Ya lo tengo! ¡Sé de quién hablas, Fred! ¡Seguro que sí!

—¿Quién es? —exclamó Fred.

—¡Tu tío Scro-o-o-oge!

Era, en efecto, la respuesta acertada. La admiración fue el sentimiento general, aunque algunos pusieron la objeción de que la respuesta a «¿Es un oso?» debería haber sido «Sí», por cuanto la negativa bastaba para apartar sus pensamientos del señor Scrooge, en el caso de que se hubieran dirigido en aquella dirección.

—Ha logrado que lo pasemos francamente bien, no me cabe la menor duda —dijo Fred—, y sería una ingratitud que no brindásemos por él. Alzo el vaso de ponche que tenemos tan a mano en este momento; ¡a la salud de mi tío Scrooge!

—¡De acuerdo! —exclamaron todos—. ¡Por tu tío Scrooge!

—¡Felices pascuas y Año Nuevo para el viejo, dondequiera que esté! —dijo el sobrino de Scrooge—. No la aceptaría de mí, pero ahí va la felicitación, de todos modos. ¡Por el tío Scrooge!

El aludido se había dejado ganar poco a poco por la alegría general y se le había ensanchado tanto el corazón que habría respondido de buena gana al brindis y les habría dado las gracias en un discurso inaudible si el espíritu le hubiera concedido el tiempo necesario. Pero la escena entera se esfumó mientras su sobrino pronunciaba la última palabra; y el espectro y él reemprendieron una vez más sus viajes.

Fue mucho lo que vieron, grandes las distancias recorridas, muchos los hogares visitados y siempre con final feliz. Al detenerse junto al lecho de los enfermos, la presencia del espíritu hizo que olvidaran sus penas; acompañados por él, quienes se hallaban en tierra extranjera se sintieron por un momento más cerca de casa; los hombres que luchaban con la desventura se resignaron al descubrir una esperanza mejor; el espíritu hizo que aquella noche la pobreza se transformara en riqueza. En hospicios, hospitales y cárceles, en todos los refugios del dolor donde la vanidad del ser humano, con su breve e insignificante autoridad, no había cerrado la puerta con una doble vuelta de llave, impidiendo así el paso del espíritu, dejó este sus bendiciones y enseñó a Scrooge sus preceptos.

Fue una noche muy larga, si es que fue sólo una noche; porque el cambista tenía sus dudas, dado que todas las vacaciones de Navidad parecieron condensarse en el lapso de tiempo que los dos pasaban juntos. También era extraño que, mientras él no se alteraba en su apariencia exterior, el espíritu se hacía más viejo, mucho más viejo. Scrooge se había fijado en el cambio, aunque sin mencionarlo nunca, hasta que abandonaron una fiesta de la noche de Reyes y, al mirar al espíritu cuando estaban los dos al aire libre, reparó en que tenía el pelo gris.

—¿Es tan breve la vida de los espíritus? —preguntó.

—Mi vida en la tierra es muy breve —respondió su acompañante—. Acaba esta noche.

—¡Esta noche! —exclamó Scrooge.

—A medianoche. ¡Escucha! Se acaba el tiempo.

Los relojes daban en aquel momento las doce menos cuarto.

—Perdonadme si carezco de justificación para preguntarlo —dijo Scrooge, mirando al espíritu—, pero veo algo extraño, que no os pertenece y que asoma por debajo de vuestra túnica. ¿Es un pie o una garra?

—Podría ser una garra, dada la escasa carne que lo recubre —fue la apesadumbrada respuesta del espectro—. Mira.

De entre los pliegues de la túnica salieron dos niños —desdichados, abyectos, horrendos, espantosos, lamentables—, que se arrodillaron a los pies del espíritu y se agarraron al exterior de su manto.

—¡Mira aquí! ¡Aquí abajo! —exclamó el fantasma de la Navidad presente.

Eran un niño y una niña. Amarillos, flacos, harapientos, con cara de pocos amigos, feroces, aunque postrados, también, en su desamparo. Donde la dulzura de la infancia debería haber dominado sus rasgos, tocándolos con sus tintes más risueños, una mano anquilosada y reseca, como la de los muchos años, los había encogido, retorciéndolos, hasta deformarlos por completo. Donde deberían ser entronizados los ángeles, acechaban demonios que miraban amenazadores. Ningún cambio, ninguna degradación, ninguna perversión de la especie humana, en grado alguno, en todos los misterios más maravillosos de la creación, ha producido jamás monstruos tan horribles y espantosos.

Scrooge retrocedió, consternado. Al ver cómo se le mostraban, trató de decir que eran unos niños muy guapos, pero se le atragantaron las palabras, que se negaban a formar parte de una mentira de tan enormes proporciones.

—¿Son vuestros? —Scrooge no fue capaz de decir nada más.

—Son hijos del hombre —respondió el espíritu, bajando la cabeza para mirarlos—. Y se cuelgan de mí para acusar a sus padres. Este niño es la Ignorancia. Y la niña es la Indigencia. Guárdate de los dos, y de toda su progenie, pero sobre todo guárdate de este niño, porque en su frente veo escrito Condena, a no ser que se consiga borrar esa palabra. ¡Niégalo! —exclamó el espíritu, indicando con una mano extendida hacia la ciudad—. ¡Apresúrate a borrar esa palabra que te condena más que a él! A ti a la ruina y a él a su desgracia. ¡Calumnia a quienes te lo dicen! Admítelo tan sólo para coronar con éxito tus abominables proyectos. Pero ¡prepárate para el resultado final!

—¿Carecen de refugio o de recursos? —preguntó Scrooge.

—¿No hay cárceles? —dijo el espíritu, devolviéndole por última vez sus propias palabras—. ¿Ni talleres para los pobres?

El reloj dio las doce.

Scrooge miró a su alrededor en busca del espíritu y no lo encontró. Mientras dejaba de vibrar en el aire la última campanada, recordó la predicción del viejo Jacob Marley y, al alzar los ojos, vio a un fantasma solemne, bien cubierto y encapuchado que, como una niebla que se deslizara sobre el suelo, se dirigía hacia él.

Fin

Charles Dickens. Nacido el 7 de febrero de 1812 en Portsmouth, Inglaterra, se erige como uno de los más influyentes y aclamados novelistas de la literatura victoriana. Su vida y obra resplandecen con una complejidad que captura los matices de su época y trasciende las barreras temporales, dejando un impacto perdurable en la literatura y la sociedad.

Dickens experimentó una infancia turbulenta marcada por la pobreza y las dificultades. Su padre fue encarcelado por deudas, lo que llevó al joven Charles a trabajar en una fábrica de betún y a vivir momentos de penuria que dejaron una huella profunda en su sensibilidad hacia los desfavorecidos. Estas experiencias se reflejaron de manera tangible en sus obras, impregnando sus historias con una empatía sincera hacia los marginados y una denuncia de las injusticias sociales.

A pesar de las adversidades, Dickens demostró una mente aguda y un amor por la literatura desde una edad temprana. Sus experiencias juveniles en la fábrica y su posterior educación informaron su perspectiva única sobre la vida y la humanidad. A medida que maduraba, su carrera literaria despegó con la publicación de su primera obra serializada, "Los papeles póstumos del Club Pickwick", en 1836. Este trabajo, caracterizado por su humor y su aguda observación de la sociedad, le otorgó una notoriedad repentina y lo catapultó al estrellato literario.

La pluma de Dickens destiló una maestría en la creación de personajes memorables y vibrantes, como Oliver Twist, Ebenezer Scrooge y David Copperfield. Sus tramas cautivantes a menudo revelaban las profundidades de la condición humana y criticaban las desigualdades sociales y las instituciones opresivas. Además, su estilo narrativo meticuloso, su habilidad para tejer múltiples tramas y su capacidad para alternar entre comedia y tragedia confirman su estatus como un maestro de la narración.

El autor también fue un pionero en la publicación serializada, lo que permitía a un público más amplio acceder a sus historias. Sus novelas fueron consumidas con avidez por las masas, tanto en Inglaterra como en el extranjero, y su influencia se expandió más allá de la literatura, impactando en la conciencia social y política de la época.

Dickens no solo fue un autor prolífico, sino también un activista y filántropo comprometido. Sus lecturas públicas atrajeron multitudes y recaudaron fondos para obras de caridad, y abogó por reformas sociales, educativas y laborales. Su incansable dedicación al bienestar de los menos privilegiados se manifestó en su ficción y en sus acciones en la vida real.

La vida de Charles Dickens llegó a su fin el 9 de junio de 1870, pero su legado se mantiene vibrante. Sus obras siguen siendo estudiadas, adaptadas y amadas en todo el mundo, y su capacidad para conmover, entretener y estimular la reflexión perdura en las páginas de sus novelas. A través de su escritura y su compromiso social, Dickens se inmortalizó como un titán literario que trasciende el tiempo y las fronteras, dejando una marca indeleble en la literatura y en la conciencia colectiva.