El Tío Wiggily en Connecticut

El Tío Wiggily en Connecticut, un cuento de J. D. Salinger

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Eran casi las tres cuando Mary Jane encontró por fin la casa de Eloise. Le contó a Eloise, quien había salido a la puerta a recibirla, que todo había resultado perfecto, que se había acordado exactamente del camino hasta que dejó la autopista de Merrick. Eloise dijo «Autopista Merritt, nena», y le recordó que en dos oportunidades anteriores ya había encontrado la casa; pero Mary Jane se limitó a gemir algo en forma ambigua, algo referente a su caja de Kleenex, y corrió otra vez hacia su convertible. Eloise levantó el cuello de su abrigo de piel de camello, se puso de espaldas al viento y esperó. Mary Jane volvió en seguida, usando una hojita de Kleenex y todavía con aire de estar preocupada, hasta angustiada. Eloise dijo alegremente que se había quemado todo —las mollejas, todo— pero Mary Jane dijo que de todas maneras había comido en el camino. Mientras las dos caminaban hacia la casa, Eloise preguntó a Mary Jane por qué le habían dado el día franco. Mary Jane dijo que no tenía todo el día franco, sino que el señor Weyinburg se había herniado y se había quedado en su casa de Larchmont, y todas las tardes ella debía llevarle la correspondencia y traer alguna que otra carta para despachar. Le preguntó a Eloise:

—¿Qué es una hernia, exactamente?

Eloise, dejando caer el cigarrillo sobre la nieve sucia, dijo que en realidad no sabía, pero que Mary Jane no tenía que preocuparse por la posibilidad de herniarse. Mary Jane dijo «Oh» y las dos chicas entraron a la casa.

Veinte minutos después estaban terminando su primer copetín en la sala y conversaban de esa manera peculiar, y probablemente única, de quienes han compartido alguna vez un cuarto en la universidad. El vínculo entre ellas era aún más estrecho: ninguna de las dos se había recibido. Eloise había abandonado los estudios a mitad del segundo año, en 1942, una después de que la encontraron encerrada con un soldado en un ascensor, en el tercer piso del pabellón de residentes. Mary Jane había dejado la misma clase, el mismo año, prácticamente el mismo mes para casarse con un cadete de aviación destinado en Jacksonville, Florida: un muchacho delgado, preocupado por los aviones, procedente de Dill, Misisipí, que había pasado dos de los tres meses que estuvo casado con Mary Jane, en el calabozo por haber acuchillado a un policía militar.

—No —decía Eloise—. En realidad, era pelirroja. —Estaba echada en el sofá, con sus piernas (delgadas pero muy bonitas) cruzadas ala altura de los tobillos.

—Yo había oído decir que era rubia —repitió Mary Jane. Estaba sentada en un sillón azul, rígido—. Esa fulana juró por todos los santos que era rubia.

—No. En absoluto —Eloise bostezó—. Cuando se lo tiñó yo prácticamente estaba en el cuarto con ella. ¿Qué pasa? ¿No hay cigarrillos ahí?

—Está bien. Tengo un paquete entero —dijo Mary Jane—. En alguna parte —revisó su bolso.

—Esta sirvienta imbécil —dijo Eloise sin moverse del diván—. Dejé justo delante de sus narices dos cartones nuevos de cigarrillos hace más o menos una hora. En cualquier momento aparece para preguntarme qué tiene que hacer con ellos. ¿De qué diablos hablábamos?

—De Thieringer —le sopló Mary Jane, mientras prendía uno de sus propios cigarrillos.

—Ah, sí. Me acuerdo perfectamente. Se lo tiñó la noche antes de casarse con ese Frank Henke. ¿Te acuerdas de él, por casualidad?

—Más o menos. ¿Era soldado raso? ¿Terriblemente sin atractivo?

—¿Sin atractivo? !Por Dios! Parecía un Bela Lugosi con la cara sucia.

Mary Jane echó su cabeza hacia atrás y estalló de risa.

—Maravilloso —dijo, recobrando la posición adecuada para beber.

—Dame tu vaso —dijo Eloise, revoleando sus pies descalzos, enfundados en las medias y poniéndose de pie—: Francamente esa gansa. Hice de todo menos obligar a Lew a que le hiciera la corte para que viniera aquí con nosotras. Ahora me arrepiento… ¿Dónde conseguiste eso?

—¿Esto? —dijo Mary Jane, tocando un camafeo que llevaba en el pecho—. Pero si ya lo llevaba en la universidad. Era de mamá.

—Dios mío —dijo Eloise con el vaso vacío en la mano—. Yo no tengo ni una mísera porquería de recuerdo. Si la madre de Lew se muere alguna vez, !ja, ja!, probablemente me deje alguna pinza para hielo con un monograma o algo por el estilo.

—¿Cómo te llevas con ella últimamente?

—No hagas chistes —dijo Eloise dirigiéndose a la cocina.

—Esta sí que es la última copa para mí —le gritó Mary Jane.

—Cuernos. ¿Quién llamó a quién? ¿Y quién llegó con dos horas de retraso? Tú te quedas aquí hasta que me canse de verte. Al diablo con tu asqueroso trabajo.

Nuevamente Mary Jane echó su cabeza hacia atrás y volvió a reír, pero Eloise ya había desaparecido en la cocina. Incómoda al hallarse a solas en la habitación, Mary Jane se incorporó y fue hasta la ventana. Hizo a un lado la cortina y apoyó un antebrazo en uno de los travesaños entre los paneles de vidrio, pero al notar que estaba sucio retiró el brazo, frotó la muñeca con la otra mano para limpiarla y se paró más derecha. Afuera la nieve sucia se derretía rápidamente, convirtiéndose en hielo. Mary Jane soltó la cortina y regresé al sillón azul, pasando entre dos bibliotecas repletas de libros sin dignarse mirar ninguno de los títulos. Una vez sentada, abrió su bolso y se miró los dientes en el espejito. Cerró la boca, deslizó la lengua con fuerza sobre los dientes superiores, y volvió a mirarse.

—Está helando en forma, afuera —dijo, volviéndose—. ¡Qué poco tardaste! ¿No le pusiste soda? Eloise, con un vaso lleno en cada mano, se detuvo de pronto. Extendió los dos dedos índice a modo de revolver Y dijo: —Que nadie se mueva. Tengo rodeado todo este maldito lugar.

Mary Jane rió Y guardó el espejito.

Eloise se adelanto con los vasos. Con cierta inseguridad, puso el de Mary Jane en un apoyavasos, pero conservó el suyo en la mano. Se echó de nuevo en el diván.

—¿Qué crees que está haciendo ahí? —dijo. Está sentada sobre su gran traste negro leyendo El manto sagrado. Al sacar las cubetas se me cayeron. Me miró realmente fastidiada.

—Esta es la última para mí. Lo digo en serio —dijo Mary Jane, tomando su vaso— Ah, escúchame. ¿Sabes a quién vi la semana pasada, en la planta baja de Lord & Taylor’s?

—Ya sé —dijo Eloise, acomodando un almohadón debajo de su cabeza—. A Akim Tamiroff.

—¿Quién? ——dijo Mary Jane. ¿Quién es?

—Akim Tamiroff. Trabaja el cine. Siempre dice «Estás haciendo un gran chiste, ¿no?»… Me encanta … En toda esta casa no hay un solo almohadón soportable… ¿A quién viste?

—A Jackson. Estaba …

—¿Cuál de ellas?

—No sé— La que estaba en la clase de psicología con nosotras, que siempre…

—Las dos estaban en la clase de psicología.

—Bueno. La que tenía un tremendo…

—Marcia Louise. Yo también me encontré Con ella una vez. ¿Habló hasta por los codos?

—¡Ay, Dios!, sí. Pero ¿sabes qué me dijo, además? Murió la doctora Whiting. Me dijo que Bárbara Hill le escribió contándole que Whiting se había muerto de cáncer el verano pasado. Dijo que pesaba menos de treinta kilos al morir. ¿No es terrible?

—No.

—Eloise, te estás volviendo más dura que una piedra.

—Ajá. ¿Qué más dijo?

—Oh, acababa de regresar de Europa. A su marido lo habían destinado a Alemania o algo parecido y ella fue con él. Dijo que tenían una casa de cuarenta habitaciones, que compartían solo con otra pareja y unos diez sirvientes. Tenía su propio caballo y el cuidador había sido el maestro de equitación de Hitler o algo así. Ah, y empezó a contarme cómo casi la había violado un soldado negro. Empezó a contármelo justo en la planta baja de Lord & Taylor’s; tú sabes cómo es Jackson. Dijo que había sido el chofer de su marido, una mañana cuando la llevaba al mercado o algo por el estilo. Dijo que se asustó tanto que ni siquiera…

—Espera un segundo —Eloise levantó la cabeza y la voz—: Ramona ¿eres tú?

—Sí —contestó una vocecita de niña.

—Por favor, cierra la puerta cuando entres —gritó Eloise.

—¿Es Ramona? Me muero de ganas de verla. ¿Te das cuenta que no la he visto desde que tuvo la…

—Ramona —gritó Eloise con los ojos cerrados—. Ve a la cocina y dile a Grace que te quite las galochas.

—Bueno —dijo Ramona—. Vamos, Jimmy.

—Me muero Por verla —dijo Mary Jane—. !oh. Dios! Mira lo que hice. Lo siento terriblemente, Elo.

—Deja. Déjalo —dijo Eloise—. Odio esta porquería de alfombra, después de todo. Te serviré otro trago.

—No, mira, ¡me queda más de la mitad! —Mary Jane levantó su vaso.

—¿Seguro? —dijo Eloise—. Dame un cigarrillo.

Mary Jane le extendió su paquete de cigarrillos, diciendo: —Me muero de ganas de verla. ¿A quién se parece ahora?

Eloise prendió un fósforo: —A Akim Tanjiroff.

—No, en serio.

—A Lew. Se parece a él. Cuando viene la madre los tres parecen trillizos. —Eloise, sin incorporarse, tomó una pila de ceniceros de la mesa ratona. Separó con pericia el cenicero que estaba encima de la pila y lo depositó sobre su abdomen—. A mí me hace falta un cocker spaniel o algo así —dijo—. Alguien que se me parezca.

—¿Cómo anda de los ojos? —preguntó Mary Jane—. No están peores ni nada de eso ¿verdad?

—No. Que yo sepa por lo menos.

—¿Ve algo sin los anteojos? Quiero decir, si tiene que levantarse de noche para ir al baño o algo así.

—No se lo cuenta a nadie. Está llena de secretos. Mary Jane giró en su sillón.

—¡Hola, Ramona! —dijo—. ¡Qué lindo vestido! —dejó su vaso en una mesita—. Apuesto a que ni siquiera te acuerdas de mí, ¿eh, Ramona?

—Claro que se acuerda. ¿Quién es la señorita, Ramona?

—Mary Jane —dijo Ramona, y se rascó.

—¡Maravilloso! —dijo Mary Jane—. ¿Me das un besito, Ramona?

—Termina de rascarte —dijo Eloise a Ramona.

Ramona dejó de rascarse.

—No me gusta dar besitos.

Eloise hizo oír un chasquido impaciente y preguntó:

—¿Dónde está Jimmy?

—Aquí está. —¿Quién es Jimmy? —preguntó Mary Jane a Eloise.

—¡Oh! Su festejante. Va adonde ella va. Hace lo que hace ella. Todo de lo más divertido.

—¿Es verdad? —dijo Mary Jane entusiasmada. Se inclinó hacia adelante—. ¿Tienes un festejante, Ramona?

Los ojos miopes de Ramona, detrás de los gruesos anteojos, no reflejaron la más mínima parte del entusiasmo de Mary Jane.

—Mary Jane te hizo una pregunta, Ramona —dijo Eloise.

Ramona introdujo un dedo en su pequeña y chata nariz.

—No hagas eso —dijo Eloise—. Mary Jane te preguntó si tienes novio.

—Sí —dijo Ramona, aún ocupada con su nariz.

—Ramona —dijo Eloise—, basta ya. Ahora mismo.

Ramona bajó la mano.

—Bueno, me parece maravilloso —dijo Mary Jane—. ¿Cómo se llama? ¿Me dices cómo se llama, Ramona? ¿O es un secreto muy importante?

—Jimmy —dijo Ramona.

—¿Jimmy? ¡Ah, me encanta el nombre Jimmy! ¿Jimmy qué, Ramona?

—Jimmy Jimmereeno —dijo Ramona.

—Quieta —dijo Eloise.

—¡Bueno! Todo un nombre. ¿Dónde está Jimmy? ¿Me lo dirás, Ramona?

—Aquí —dijo Ramona. Mary Jane miró a su alrededor, y luego miró otra vez, a Ramona, sonriendo en la forma más simpática posible.

—¿Aquí dónde, querida?

—Aquí —dijo Ramona—. Le estoy dando la mano.

—No entiendo —dijo Mary Jane a Eloise, que estaba terminando su vaso.

—A mí no me mires —dijo Eloise.

Mary Jane miró nuevamente a Ramona.

—Ah, ya veo. Jimmy es un chico de mentiras. Maravilloso —Mary Jane se inclinó cordialmente hacia adelante—. ¿Cómo te va, Jimmy? —dijo.

—Él no te va a hablar —dijo Eloise—.

Ramona, cuéntale a Mary Jane acerca de Jimmy.

—¿Que le cuente qué?

—Derecha, por favor… Dile a Mary Jane cómo es Jimmy.

—Tiene ojos verdes y pelo negro.

—¿Qué más?

—No tiene papá ni mamá.

—¿Qué más?

—No tiene pecas.

—¿Qué más?

—Una espada.

—¿Qué más?

—No sé —dijo Ramona, y empezó a rascarse de nuevo.

—¡Parece precioso! —dijo Mary Jane, y se inclinó aún más hacia adelante en su silla—. Ramona… dime… ¿Jimmy también se quitó las galochas cuando entró?

—Tiene botas —dijo Ramona.

—Maravilloso —dijo Mary Jane a Eloise.

—Eso es lo que crees tú. Yo tengo que soportarlo todo el día. Jimmy come con ella. Se baña con ella. Duerme con ella. Ella duerme en un lado de la cama para no aplastarlo cuando se da vuelta.

Como absorta y encantada con esa información, Mary Jane se mordió el labio inferior y después lo soltó para preguntar: —¿Y ese nombre de dónde lo sacó?

—¿Jimmy Jimmereeno? Dios sabe.

—Tal vez de algún chico de la vecindad.

Bostezando, Eloise meneó la cabeza:

—No hay chicos por aquí. Ni chicos ni chicas. Por detrás me llaman Fanny la Fértil…

—Mamá —dijo Ramona—, ¿puedo salir a jugar?

Eloise la miró.

—Acabas de llegar —le dijo.

—Jimmy quiere salir otra vez.

—¿Se puede saber por qué?

—Se olvidó la espada afuera.

—Oh, él y su maldita espada —dijo Eloise—. Bueno. Está bien. Ponte nuevamente las galochas.

—¿Puedo agarrar esto? —dijo Ramona, tomando un fósforo quemado del cenicero.

—»Puedo tomar esto.» Sí. Por favor no andes por la calle.

—¡Adiós, Ramona! —dijo Mary Jane en tono musical.

—Adiós —dijo Ramona—. Vamos, Jimmy.

Repentinamente, Eloise se puso de pie.

—Dame tu vaso —dijo.

—No, Elo, en serio. Ya tendría que estar en Larchmont. Mr. Weyinburg es tan amable, que no me gusta…

—Llámalo y dile que te has muerto. Suelta ese maldito vaso.

—No, en serio, Elo. Está helando horrorosamente. El auto casi no tiene anticongelante. Es que si yo no…

—Que se congele. Anda, llama. Dile que te has muerto —dijo Eloise—. Dame eso.

—Bueno… ¿dónde está el teléfono?

—Se fue… —dijo Eloise, llevando los vasos vacíos y yendo hacia el comedor, para ese lado —se detuvo en el umbral entre la sala y el comedor, hizo una contorsión y dio un salto. Mary Jane lanzó una risita.

—Lo que digo es que tú nunca conociste de veras a Walt —dijo Eloise a las cinco menos cuarto, acostada de espaldas en el piso, con un vaso lleno haciendo equilibrio sobre su pecho casi liso—. Fue el único muchacho que conocí capaz de hacerme reír. Te digo reír de veras —miró a Mary Jane—. ¿Te acuerdas esa noche, en nuestro último año, cuando la loca de Louise Hermanson entró en el cuarto a la carrera llevando ese corpiño negro que había comprado en Chicago?

Mary Jane rió entre dientes. Estaba acostada boca abajo en el sofá, con la cabeza apoyada en el brazo, de frente a Eloise. Había dejado el vaso en el suelo, al alcance de su mano.

—Bueno, él podía hacerme reír así —dijo Eloise—. Lo conseguía cuando me hablaba. Hasta me hacía reír por teléfono. 0 cuando me escribía. Y lo mejor es que ni siquiera trataba de ser divertido… simplemente era divertido —volvió un poco la cabeza hacia Mary Jane—. Oye, ¿quieres tirarme un cigarrillo?

—No los puedo alcanzar —dijo Mary Jane.

—Vete al cuerno —Eloise miró nuevamente hacia el cielo raso—. Una vez ——dijo— me caí. Acostumbraba esperarlo en la parada del ómnibus, justo frente a la cantina del regimiento, y una vez llegó tarde, cuando el ómnibus ya se iba. Empezamos a correrlo y yo me caí y me lastimé un tobillo. Dijo «Pobre tío Wiggily». Era por mi tobillo. lo llamó «Tío Wiggily». Diablos ¡qué simpático era!

—¿Lew no tiene sentido del humor?

—¿Cómo? —preguntó Eloise.

—¿Lew no tiene sentido del humor?

—¡Dios mío! ¡Vaya una a saberlo! Sí, supongo que sí. Se ríe de las historietas y todas esas cosas. —Eloise alzó la cabeza, inclinó el vaso sobre el pecho, y bebió.

—Bueno. . . —dijo Mary Jane. Eso no es todo. Quiero decir que eso no lo es todo.

—¿Qué no es todo?

—Oh, bueno… la risa y esas cosas.

—¿Quién dijo que no? —dijo Eloise—. Oye, salvo que quieras convertirte en una monja o algo por el estilo, es mejor reírte, ¿no?

Mary Jane lanzó una risita:

—Eres terrible —dijo.

—Diablos, qué simpático era —Dijo Eloise—. Era divertido o cariñoso. Y no cariñoso como un nenito, nada de eso. Era cariñoso de una forma especial. ¿Sabes qué hizo una vez?

—¿Mm? —dijo Mary Jane.

—Fue un día que viajábamos en el tren que iba de Trenton a Nueva York, cuando lo acababan de incorporar al ejército. Hacía frío en el coche y yo había puesto el abrigo así echado sobre los dos. Me acuerdo que llevaba el cárdigan de Joyce Morrow. ¿Te acuerdas de aquel cárdigan azul tan amoroso que tenía Joyce?

Mary Jane asintió, pero Eloise ni siquiera miré para comprobar el gesto.

—Bueno, él había puesto la mano sobre mi barriga, ¿te das cuenta? Bueno, de repente dijo que mi barriga era tan linda que deseaba que viniera algún oficial y le ordenara sacar la otra mano por la ventanilla. Dijo que quería hacer lo que era justo. —Después sacó la mano y le dijo al guarda que enderezara la espalda. Dijo que una cosa que no podía soportar era un hombre que no parecía orgulloso de su uniforme. El guarda le dijo que siguiera durmiendo. —Eloise pensó un momento y entonces dijo:— No era solo lo que decía, sino cómo lo decía. ¿Me entiendes?

—¿Alguna vez le hablaste a Lew de él, quiero decir, le dijiste algo?

—Bueno —dijo Eloise—, una vez empecé a hacerlo. Pero lo primero que me preguntó fue qué grado tenía.

—¿Y qué grado tenía?

—¡Ja! —dijo Eloise.

—No, lo que quise decir…

De pronto Eloise se rió con una risa que le brotaba del diafragma:

—¿Sabes lo que dijo una vez? Dijo que sentía que estaba progresando en el ejército, pero en una dirección distinta de los demás. Dijo que cuando lo ascendieran por primera vez, en lugar de ponerle jinetas le iban a sacar las mangas del uniforme. Dijo que cuando llegara a general iba a estar completamente desnudo. Lo único que usaría sería un botoncito de infantería en el ombligo —Eloise miró a Mary Jane, que seguía seria—. ¿No crees que es muy divertido?

—Sí. Pero ¿por qué no le cuentas todo eso a Lew alguna vez?

—¿Por qué? Porque es demasiado poco inteligente, por eso —dijo Eloise—. Además… escúchame, chica que ha hecho carrera… Si alguna vez te casas de nuevo, no le cuentes nada a tu marido. ¿Me oyes?

—¿Por qué? —dijo Mary Jane.

—Porque yo te lo digo, por eso —dijo Eloise—. A ellos les gusta pensar que nos pasábamos la vida vomitando cada vez que se nos acercaba un muchacho. Te lo digo en serio. Oh, puedes contarle cosas. Pero nunca la verdad. Nunca la verdad, en serio. Si les dices que una vez conociste a un muchacho buen mozo, tienes que decirle con el mismo tono que era demasiado buen mozo. Y si les cuentas que conociste a un muchacho ocurrente, tienes que decirles que era un vivillo o un sabelotodo. Si no lo haces, te golpean la cabeza con el pobre muchacho cada vez que pueden —Eloise hizo una pausa para beber un trago Y pensar—. Mira —dijo—: te escucharán como personas maduras y todo eso. Hasta pondrán cara de tipos endemoniadamente inteligentes. Pero no te dejes engañar. Créeme. Te irás al diablo si alguna vez piensas que tienen la menor inteligencia. Palabra.

Mary Jane, que parecía deprimida, alzó la cabeza separando la barbilla del brazo del sofá. Para variar, apoyó el mentón en el antebrazo. Meditó sobre los consejos de Eloise.

—Una no puede decir que Lew no es inteligente —dijo.

—¿Quién no puede?

—Digo ¿no es inteligente? —replicó Mary Jane con inocencia.

—Oye —dijo Eloise—. ¿Para qué seguir con eso? Hablemos de otra cosa. No haría más que deprimirte. Hazme callar.

—Bueno, ¿por qué te casaste entonces?

—!Dios! No sé. No sé. Me dijo que tenía devoción por Jane Austen. Me explicó que sus libros eran muy valiosos para él. Eso fue exactamente lo que dijo. Después de casarnos descubrí que no había leído ninguno de sus libros. ¿Sabes quién es su autor favorito?

Mary Jane meneó la cabeza.

—L. Manning Vines. ¿Lo oíste nombrar alguna vez?

—No, no.

—Yo tampoco. Ni ninguna otra persona. Escribió un libro sobre cuatro hombres que se murieron de hambre en Alaska. Lew no se acuerda cómo se llama, pero es el libro mejor escrito que haya leído en su vida. ¡Mi Dios! Ni siquiera tiene la honradez de decir que le gustaba porque hablaba de cuatro hombres que se murieron de hambre en un iglú o algo así. Tenía que decir que estaba bien escrito.

—Eres demasiado severa… —dijo Mary Jane—. Demasiado crítica. A lo mejor era bueno…

—Te doy mi palabra que no podía ser bueno —dijo Eloise. Recapacitó un momento y luego agregó—: Por lo menos tú tienes un trabajo. Quiero decir, por lo menos tú…

—Pero escúchame —dijo Mary Jane—, ¿tampoco piensas decirle alguna vez que Walt fue muerto en la guerra? Quiero decir, no podría ponerse celoso, ¿verdad?, si supiera que Walt está… bueno… muerto y todo eso.

—¡Oh, querida! ¡Pobre, inocente muchachita de carrera! —dijo Eloise—. Sería peor. Sería un profanador de tumbas. Lo único que sabe es que yo andaba con alguien llamado Walt: un soldado muy ocurrente de mucha chispa. Lo último que yo haría sería decirle que lo mataron. Y si tuviera que hacerlo, que no lo haría, pero si tuviera que hacerlo le diría que murió en un combate.

Mary Jane adelantó el mentón un poco por sobre el antebrazo.

—Elo… —dijo.

—¿Humm?

—¿Por qué no me cuentas cómo lo mataron? Juro que nunca se lo diré a nadie. En serio, cuéntame.

—No.

—Por favor. Lo juro. No se lo diré a nadie.

Eloise terminó su copa y nuevamente apoyó el vaso vacío en su pecho:

—Se lo dirías a Akim Tamiroff —dijo.

—No, no se lo diría. Quiero decir que no se lo diría a…

—¡Oh! —dijo Eloise—. Su regimiento estaba descansando en algún lugar. Según me dijo el amigo de él que me escribió, era entre batallas o algo así. Walt y otro muchacho estaban empaquetando una cocinita japonesa. Un coronel quería mandarla a su casa. O a lo mejor la estaban desempacando para envolverla mejor… No sé. La cuestión es que estaba llena de nafta y otras porquerías y les estalló en la cara. El otro muchacho sólo perdió un ojo —Eloise empezó a llorar. Rodeó con la mano el vaso que tenía apoyado en el pecho para sostenerlo.

Mary Jane se deslizó del sofá, se acercó gateando a Eloise y empezó a acariciarle la frente.

—No llores, Elo. No llores.

—¿Quién está llorando? ——dijo Eloise.

—Ya sé, pero no llores. No vale la pena ni nada. Se abrió la puerta del frente.

Esa es Ramona que vuelve —dijo Eloise con voz nasal—. Hazme un favor. Ve a la cocina y dile a aquella que le dé la cena temprano. ¿Quieres?

—Bueno, siempre que me prometas no llorar.

—Te prometo. Anda. Ahora no tengo ganas de ir a esa cocina del diablo.

Mary Jane se incorporó, perdiendo y recobrando el equilibrio, y salió del cuarto.

Antes de dos minutos ya estaba de vuelta, precedida por Ramona, que entró a la carrera. Ramona corría con los pies de plano para que las galochas hicieran todo el ruido posible.

—No dejó que le sacara las galochas —dijo Mary Jane.

Eloise, todavía acostada en el suelo, estaba usando su pañuelo. Habló dentro del pañuelo, dirigiéndose a Ramona: —Ve y dile a Grace que te saque las galochas. Sabes que no debes entrar en el…

—Está en el baño ——,dijo Ramona.

Eloise guardó el pañuelo y se irguió hasta quedar sentada.

—Dame el pie ——dijo—. Por favor, siéntate primero. Ahí no… aquí, por Dios.

De rodillas, buscando los cigarrillos debajo de la mesa, Mary Jane dijo:

—Oye, adivina lo que le pas6 a Jimmy.

—No tengo ni idea. El otro pie. El otro pie.

—Lo atropelló un auto —dijo Mary Jane—. ¿No es trágico?

—Vi a Skipper con un hueso en la boca ——dijo Ramona a Eloise.

—¿Qué le pasó a Jimmy? —le preguntó Eloise.

—Lo pisaron y se murió. Lo vi a Skipper con un hueso, y no…

—Déjame tocarte un poco la frente —dijo Eloise. Extendió la mano y tocó la frente de Ramona—. Estás un poco afiebrada. Anda y dile a Grace que te sirva la comida en tu cuarto. Después te vas directamente a la cama. Más tarde subiré yo. Anda, ya, por favor. Toma, llévate esto.

Lentamente, con grandes zancadas, Ramona abandonó la habitación.

—Tírame uno —le dijo Eloise a Mary Jane—. Tomemos otro trago. Mary Jane le llevó un cigarrillo.

—¿No es maravilloso lo de Jimmy? ¡Qué imaginación!

—Humm. Sirve tú misma ¿quieres? Trae la botella… yo no quiero ir hasta ahí. Todo ese lugar de porquería huele a jugo de naranja.

A las siete y cinco sonó el teléfono. Eloise dejó su asiento junto a la ventana y tanteó en la oscuridad buscando los zapatos. No pudo encontrarlos. En medias caminó con firmeza, casi lánguidamente, hasta el teléfono. El campanilleo no perturbó a Mary Jane, que dormía en el diván, boca abajo.

—Hola —dijo Eloise, sin prender la luz—. Escucha, no puedo ir a buscarte. Mary Jane está aquí. Tiene el coche estacionado justo delante del nuestro y no encuentra la llave. No puedo sacar el auto. Nos pasamos veinte minutos buscando la llave en cómo se dice… la nieve y todo. A lo mejor consigues que Dick y Mildred te traigan. —Escuchó.— ¡Ah! Bueno; aguántese, joven. ¿Por qué no forman un batallón entre todos y se vienen marchando? Tú puedes decir eso de un—dos—tres—cuatro. Puedes ser el jefe —escuchó otra vez—. No estoy bromeando —dijo—. En serio que no. Es mi cara, nomás ——colgó.

Volvió, caminando con algo menos de seguridad, a la sala. Una vez junto a la ventana, volcó lo que quedaba de whisky en el vaso. Era más o menos un dedo. Lo bebió, se estremeció y se sentó.

Cuando Grace prendió la luz del comedor, Eloise se sobresaltó.

—Mejor que no sirva la cena hasta las ocho, Grace. El señor va a tardar un poco —le dijo a Grace sin levantarse.

Grace se dejó ver bajo la luz del comedor pero no avanzó.

—¿Se fue la señora? —dijo.

—Está descansando.

—Ah —dijo Grace—. Señora Wengler, ¿mi marido podría pasar la noche aquí? En mi cuarto tengo mucho lugar y él no tiene que estar en Nueva York hasta mañana por la mañana, y está tan feo afuera.

—¿Su marido,? ¿Dónde está?

—En este momento —dijo Grace— está en la cocina. —Está bien, pero me temo que no va a poder pasar la noche aquí, Grace.

—¿Cómo, señora?

—Dije que no va a poder pasar la noche aquí. Esto no es un hotel.

Grace se quedó inmóvil un momento, luego dijo:

—Sí, señora —y regresó a la cocina.

Eloise abandonó el comedor y subió la escalera, apenas iluminada por el reflejo que venía del comedor. Una de las galochas de Ramona estaba en el rellano. Eloise la levantó y la arrojó, con todas sus fuerzas, hacia abajo; golpeó violentamente contra el piso del vestíbulo.

Prendió la luz en la pieza de Ramona y se sostuvo de la llave como para no caerse. Se quedó un instante quieta observando a Ramona. Después soltó la llave y se dirigió rápidamente a la cama.

—Ramona. Despiértate. Despiértate.

Ramona dormía sobre el otro lado de la cama, con la nalga derecha sobresaliendo del borde. Sus anteojos estaban sobre la mesita de noche, con el Pato Donald, prolijamente plegados, con las patillas hacia abajo.

—¡Ramona!

La chiquilla despertó con un profundo suspiro. Sus ojos se abrieron pero se entrecerraron de inmediato.

—¿Mami?

—¿No me dijiste que a Jimmy Jimmereeno lo pisó un auto y lo mató?

—¿Cómo?

—Me has oído perfectamente —dijo Eloise—.

¿Por qué duermes tan al borde?

—Porque… —dijo Ramona.

—¿Por qué? Ramona, mira que no tengo ganas de…

—Porque no quiero lastimar a Mickey.

—¿A quién?

—A Mickey —dijo Ramona, frotándose la nariz—. Mickey Mickeranno.

La voz de Eloise se trasformó en un chillido.

—Ponte en el centro de la cama. Ahora mismo.

Ramona, sumamente asustada, se contentó con mirar a Eloise.

—Está bien —Eloise tomó a Ramona por los tobillos y entre tirando y levantándola la llevó al medio de la cama. Ramona ni forcejeó ni lloró; se dejó arrastrar sin someterse a ello.

—Ahora a dormir —dijo Eloise, respirando agitada—. Cierra los ojos… ¿Me oyes? Ciérralos.

Ramona cerró los ojos.

Eloise llegó hasta la llave de luz y la apagó. Pero se quedó mucho tiempo de pie en el marco de la puerta. Después, bruscamente, corrió en la oscuridad hasta la mesita de luz, se golpeó la rodilla contra la pata de la cama, pero estaba demasiado decidida como para sentir dolor. Tomó los anteojos de Ramona y, sosteniéndolos con ambas manos, los apretó contra su mejilla. Las lágrimas le rodaban por la cara, mojando los lentes.

—Pobre tío Wiggily —repitió varias veces. Por último, volvió a dejar los anteojos en la mesita de luz, con los cristales para abajo. Se inclinó, perdiendo el equilibrio, y empezó a acomodar las frazadas de la cama de Ramona. Ramona estaba despierta. Lloraba y se veía que ya había estado llorando. Eloise le dio un beso húmedo en la boca, le retiró el pelo de los ojos y salió de la habitación.

Bajó la escalera, ahora tropezando unas cuantas veces, y despertó a Mary Jane.

—¿Qué pasa? ¿Quién? ¿Eh? —dijo Mary Jane, irguiéndose de repente en el sofá.

—Mary Jane. Escúchame. Por favor —dijo Eloise, llorando—. ¿Te acuerdas de nuestro primer año y de que yo tenía ese vestido marrón y amarillo que había comprado en Boise, y que Miriam Ball me dijo que en Nueva York nadie usaba vestidos como esos, y yo lloré toda la noche? —Eloise sacudió el brazo de Mary Jane—. Yo era una buena chica —suplicó—. ¿No es cierto?

Fin

J. D. Salinger. Jerome David Salinger, nacido el 1 de enero de 1919 en Nueva York, fue un escritor estadounidense cuya genialidad literaria alcanzó su cenit con la icónica novela "El guardián entre el centeno," publicada en 1951. Su infancia acomodada contrasta con su experiencia en la Segunda Guerra Mundial, donde desempeñó un papel crucial en el servicio de contraespionaje, marcando profundamente su perspectiva.

Salinger emergió de la guerra con una visión única de la adolescencia, plasmada en la figura inolvidable de Holden Caulfield. Su fama se consolidó con la publicación de "Nueve cuentos" en 1953 y "Franny y Zooey" en 1961, que exploran las complejidades de la familia Glass. Casado dos veces, su reclusión posterior y su interés en el budismo zen alimentaron la leyenda del escritor esquivo.

A pesar del éxito, Salinger se retiró de la vida pública en 1966, convirtiéndose en un eremita literario. Su influencia perdura en escritores como John Updike y Philip Roth, y su obra sigue resonando en la cultura popular. Salinger falleció el 27 de enero de 2010, pero su legado como el guardián de las palabras y la soledad vive eternamente en la memoria literaria.