La torre de cristal

Torre. Foto por Joel Filipe en Unsplash
Torre. Foto por Joel Filipe en Unsplash

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Desde su llegada a Miami, luego de una verdadera odisea para poder abandonar su país de origen, el conocido escritor cubano Alfredo Fuentes no había vuelto a escribir ni una línea.

De alguna manera, a partir de esa fecha —y ya habían pasado cinco años— siempre se había visto comprometido a pronunciar alguna conferencia, a asistir a algún evento cultural, a participar en un cóctel o en una comida de intelectuales, donde él era siempre el invitado de honor, y, por lo mismo, no lo dejaban comer, mucho menos pensar en la novela o relato que desde hacía muchos años traía dentro de su cabeza y cuyos personajes —Berta, Nicolás, Delfín, Daniel y Olga— incesantemente le estaban llamando la atención para que se ocupase de sus respectivas tragedias.

La integridad moral de Berta, la intransigencia ante la mediocridad de Nicolás, la aguda inteligencia de Delfín, el espíritu solitario de Daniel y la callada y dulce sabiduría de Olga no solamente le reclamaban una atención que él no tenía tiempo para brindarles, sino que además, así lo sentía Alfredo, le reprochaban el estar siempre reunido con aquellas gentes.

Lo más lamentable de todo era que Alfredo detestaba esas reuniones, pero como era incapaz de declinar una invitación amable (¡y que invitación no lo es!), siempre asistía. Una vez allí, se desenvolvía con tanta brillantez y sociabilidad que ya había ganado fama (sobre todo entre los escritores del patio) de ser un hombre frívolo y hasta exhibicionista.

Por otra parte, negarse, a estas alturas, a asistir a tales reuniones hubiese sido tomado por todos (incluso por los que criticaban su excesiva comunicatividad) como una prueba evidente de mala educación, de egoísmo y hasta de complejo de superioridad. De manera que Alfredo había caído en una complicada trampa. Si seguía cumplimentando las incesantes invitaciones, no escribiría nunca más, y si no las cumplimentaba, su propio prestigio como escritor se iría deteriorando hasta el punto (él bien lo sabía) de desaparecer.

Pero hay que reconocer que Alfredo Fuentes hubiese preferido, en vez de encontrarse siempre en el centro de aquella multitud complaciente, estar en su pequeño apartamento completamente solo, es decir, acompañado por Olga, Delfín, Berta, Nicolás y Daniel.

Tan urgentes eran últimamente las llamadas de estos personajes, y tanta la premura con que él deseaba responderles, que hacía sólo unas horas se había prometido a sí mismo suspender todas las actividades sociales para dedicarse por entero a su novela, relato o cuento, pues aún no sabía ni siquiera a ciencia cierta a dónde sería conducido.

Sí, a partir de mañana volvería a sus actividades misteriosas y solitarias. A partir de mañana, porque lo cierto es que esa noche le era prácticamente imposible dejar de asistir a la gran fiesta que en su honor ofrecía la señora Gladys Pérez Campo, máxima anfitriona de las letras cubanas en el exilio, a quien el mismo H. Puntilla había bautizado, para bien o para mal, como «la Haydee Santamaría del exilio».

Se trataba, pues, no solamente de una actividad cultural, sino también de una actividad práctica. Gladys le había prometido al escritor fundar esa misma noche una editorial a fin de publicarle los manuscritos que, con gran riesgo, había sacado de Cuba. Lo que, además, ayudaría económicamente a Alfredo (quien, entre paréntesis, se moría de hambre) y ayudaría también a promover a otros autores importantes, pero desconocidos, aunque ése no era el caso de Alfredo, que ya tenía cinco libros en su haber.

—La editorial será un éxito —le había asegurado Gladys por teléfono—. La gente más importante de Miami te apoyará. Todos estarán esta noche en la fiesta. Te espero a las nueve. No faltes.

Y cinco minutos antes de las nueve, Alfredo atravesaba el cuidado y vasto jardín de los Pérez Campo y llegaba a las puertas de la mansión. El aroma de las flores venía en oleadas y una agradable música llegaba desde la parte más alta de la residencia. Escuchando aquella música, Alfredo pasó una mano por los muros de la casa, y la quietud de la noche, junto a la gruesa pared y el jardín, le comunicaron una sensación de seguridad, casi de paz, que desde hacía muchos años (demasiados) no experimentaba… Alfredo hubiese preferido quedarse allí afuera, solo con sus personajes, oyendo de lejos la música. Pero, siempre pensando en el sólido proyecto editorial que tal vez algún día le permitiría adquirir una residencia como aquella y que, por otra parte, era también la salvación futura de Olga, Daniel, Delfín, Berta y Nicolás, tocó el timbre de la residencia.

Antes de que una de las sirvientes contratadas para trabajar durante la recepción le abriera la puerta, la enorme perra San Bernardo, propiedad de los Pérez Campo, se abalanzó sobre Alfredo lamiéndole la cara. La familiaridad de la gran perra (Narcisa, se llamaba) despertó el cariño de los otros animales, seis chihuahuas que, entre ladridos que eran verdaderos clamores, le dieron también la bienvenida a Alfredo. Afortunadamente la misma Gladys acudió a rescatar a su invitado de honor.

Vestida elegantemente, aunque de una manera poco apropiada para el clima (faldas hasta los tobillos, estola, guantes y un gran sombrero), la Pérez Campo tomó a vVfredo por un brazo y lo introdujo en el círculo de los invitados más selectos, que eran a la vez los interesados en el proyecto editorial. Solemne y festiva, Gladys lo presentó al presidente de uno de los bancos más importantes de la ciudad (en su imaginación, Alfredo vio a Berta hacer un gesto de asco), al subdirector del Florida Herald, el diario más influyente de Miami (un periódico espantoso y anticubano, oyó desde lejos la voz de Nicolás), a la primera secretaria de la gobernadora del Estado y a una poetisa laureada (buen par de arpías, ahora Alfredo escuchó claramente la voz sarcástica de Delfín). La presentación continuó con un destacado reverendo, famosopro- fesor de teología y líder de la llamada Reunificación de las Familias Cubanas; ¿qué haces entre esa gentuza?, gritaba ahora desesperado y desde muy lejos Daniel, por lo que al apretarle la mano a una eminente cantante operática, Alfredo dio un traspié metiendo su nariz en el enorme pecho de la cantante. Como si nada hubiese ocurrido, Gladys continuó con las presentaciones: una destacada pianista, dos guitarristas, varios profesores y, por último (y aquí Gladys adquirió una postura regia), la Condesa de Villalta, nacida en la provincia de Pinar del Río, anciana señora ya sin tierras ni villas, pero aún aferrada a su flamante título nobiliario.

Precisamente cuando le hacía una discreta reverencia a la condesa, Alfredo sintió que los personajes de su obra en ciernes volvían a reclamarlo con urgencia, por lo que a la vez que le besaba la mano a la dama, intentaba apoderarse de un bolígrafo y de un pedazo de papel que siempre llevaba encima con la esperanza de hacer algunas anotaciones. Esta acción fue mal interpretada por la condesa.

—Le agradezco muchísimo que me dé su dirección —le dijo la dama—; pero, como usted comprenderá, éste no es el momento apropiado. Le prometo enviarle mi tarjeta.

Y sin más se volvió hacia la poetisa laureada, cjue contemplaba la escena, y quien, al parecer con intenciones de ayudar a Alfredo, le dijo:

—^Ya que casi ha anotado su dirección, démela a mí. Estoy muy interesada en mandarle mi último libro.

Alfredo, en lugar de hacer las anotaciones que sus personajes reclamaban (y ya Olga gemía y Berta daba gritos), tuvo que estampar su dirección en aquel papel.

Circulaban las bandejas repletas de variados quesos, bocaditos, dulces y bebidas. Bandejas que, en medio de nuevos saludos y preguntas, Alfredo veía llegar y partir sin poder siquiera tocarlas.

A medianoche Gladys anunció que la velada, para hacerse más íntima, continuaría ahora en la torre de cristal. Un ¡ah! de satisfacción fue emitido por todos los invitados (incluyendo a la mismísima condesa), quienes de inmediato, y conducidos por la elegante anfitriona, se pusieron en movimiento.

La torre de cristal se alzaba, circular y transparente, a un costado de la casa, como una gigantesca chimenea. Mientras subían trabajosamente por la complicada escalera de caracol (sólo la condesa se hacía transportar en una silla especial diseñada para ese viaje), Alfredo escuchó otra vez las urgentes reclamaciones de sus personajes. Desde su cautiverio en el remoto Holguín, Delfín pedía que no lo olvidasen; desde Nueva York, Daniel gruñía entre agraviado y amenazante; desde un pequeño pueblo de Francia, Olga, la dulce Olga de las hojas aún en blanco, le lanzaba miradas llenas de reconvención y de melancolía, en tanto que Nicolás y Berta, desde el mismo Miami, reclamaban enfurecidos su participación inminente en la narración aún no comenzada. Con un gesto de comprensión, Alfredo intentó detenerlos momentáneamente, pero al levantar una mano le desordenó el complicado peinado a la pianista, que marchaba delante y quien lo miró aún más ofendida que la misma Berta.

Ya estaban todos en la torre de cristal y Alfredo esperaba que de un momento a otro comenzase la conversación verdadera. Es decir, se pasase a hablar del plan editorial y de los primeros autores a publicar. Pero los músicos, a un gesto elegantísimo de Gladys (quien, sin que nadie supiese cuándo, se había cambiado el vestuario, exhibiendo ahora un traje aún más suntuoso), habían comenzado a tocar. El presidente del banco bailaba con la esposa del subdirector del Florida Herald, quien a su vez bailaba con la secretaria de la gobernadora. Un catedrático giraba profesionalmente dentro de los fuertes brazos de la cantante operática, siendo únicamente superado por la poetisa laureada, quien, haciendo un solo digno de ser aplaudido, carenó finalmente, entre taconeos y frenéticos movimientos de las caderas y los hombros, junto a Alfredo, al que no le quedó otra alternativa que mezclarse en el baile.

Al fin terminó la pieza, y Alfredo pensó que entonces se pasaría al motivo central de aquella reunión. Pero a otro gesto de Gladys, la orquesta atacó una danza española. Y hasta el mismísimo reverendo, verdad que en brazos de la anciana condesa, marcó con gran parsimonia algunos pasos. Mientras continuaba la danza (y la cantante operática ya hacía alardes de sus registros), Alfredo creyó escuchar claramente las voces de sus personajes, ahora muy cercanas. Sin dejar de bailar se aproximó a los cristales de la torre y vio en el jardín a Olga, que se agitaba desesperada entre los geranios pidiendo, con gestos mudos, ser rescatada; más allá, sobre uno de los ficus perfectamente recortados, Daniel lloraba. En ese mismo instante —y la cantante operática multiplicaba sus registros—, Alfredo sintió que no podía perdonarse a sí mismo su indolencia, y tomando al vuelo una servilleta comenzó temerariamente (sin dejar de bailar) a hacer algunas anotaciones.

—Pero ¿qué tipo de baile es ése? —le interrumpió el subdirector del Florida Herald—. ¿Es que acaso escribe también usted los pasos que da?

Alfredo no supo qué decir. Además, la mirada entre desconfiada y alerta de la pianista lo dejó desarmado. Secándose el sudor de la frente con la servilleta, bajó los ojos apenados e intentó recuperarse, pero al levantar la vista descubrió a Nicolás, a Berta y a Delfín pegados ya a los cristales de la torre. Sí, desde distintos puntos habían llegado volando y ahora estaban ahí afuera, golpeando las ventanas de vidrio, reclamando que Alfredo les diese entrada (les diese vida) en las páginas de su novela, relato o cuento que ni siquiera había comenzado a escribir.

Ladraron exaltadas las seis chihuahuas, y Alfredo pensó que ellas también habían descubierto a sus personajes. Pero por suerte se trataba simplemente de una de las ocurrencias («exquisiteces», las llamaba la condesa) de Gladys para divertir a sus invitados. Y efectivamente, lo logró cuando al son de sus pasos y de la batería de la orquesta, las chihuahuas, rodeando a Narcisa, remedaron en dos patas todos los pasos de un movido baile en el cual era precisamente Narcisa la figura central. Por un instante, Alfredo creyó notar en la gigantesca perra San Bernardo una mirada de tristeza dirigida hacia él. Finalmente estallaron los aplausos y la orquesta atacó un danzón.

Berta, Nicolás y Delfín golpeaban con más violencia los cristales, en tanto que Alfredo, cada vez más desesperado, giraba en los brazos de la poetisa laureada, la señora Clara del Prado (¿todavía no habíamos dicho su nombre?), quien en ese momento le confesaba al escritor lo difícil que era publicar un tomo de versos.

—Lo comprendo perfectamente —asintió distraído Alfredo, mirando a sus personajes que se debatían más allá de los cristales como grandes insectos atraídos por la luz de un farol herméticamente cerrado.

—Usted no lo puede comprender —rebatió la voz de la poetisa.

—¿Por qué?

Ahora, desde el jardín, Daniel y Olga parecían haberse puesto de acuerdo para sollozar al unísono.

—Porque usted es novelista y la novela tiene siempre más venta que la poesía, y más cuando, como en su caso, se trata de un novelista famoso…

—No me haga usted reír.

Ya los sollozos de Daniel y Olga no eran tales, sino gritos desesperados, llamadas que concluían en una unánime petición de socorro.

—¡Sálvanos! ¡Sálvanos!…

—Vamos, hombre —intimó la poetisa laureada—, no se haga el modesto y dígame, aquí entre usted y yo, ¿a cuánto ascienden anualmente sus royalties?

Y como si aquellos gritos desde el jardín no fueran suficientes para desquiciar a cualquiera, ahora Nicolás y Berta pretendían romper los cristales de la torre bajo la aprobación entusiasta de Delfín.

—¿Royalties? No me haga usted reír. ¿No sabía usted que en Cuba no hay derechos de autor y que todos mis libros se publicaron en el extranjero estando yo en mi país?

—Sálvanos o tumbamos la puerta —era, indiscutiblemente, la voz enfurecida de Berta.

—^Allá son unos ladrones, lo comprendo. Pero los demás países no tienen que regirse por las leyes cubanas.

Con las manos y hasta con los pies, Berta y Nicolás golpeaban los cristales mientras los gritos seguían ascendiendo desde el jardín.

—Los demás países se acogen a cualquier ley que les permita robar impunemente —concluyó Alfredo en voz alta, dispuesto a abandonar a la poetisa para de alguna manera socorrer a sus personajes, quienes, al revés de lo acostumbrado, parecían asfixiarse en el exterior.

—¿Entonces, cómo piensa usted fundar la gran editorial? —indagó con una mirada picara la poetisa laureada; luego, con un gesto cómplice, agregó—: Vamos, hombre, que no le voy a pedir nada prestado. Sólo quiero publicar mi li- brito…

De alguna forma que Alfredo no podía explicarse, Berta había logrado introducir una mano por entre los cristales y, ante el asombro de su creador, corrió una falleba y abrió una de las ventanas de la torre.

—Mire, señora —concluyó, terminante, Alfredo—, yo no tengo ni un centavo. En cuanto a la editorial, estoy aquí para ver cómo la crean ustedes y poder también publicar mis libros.

—A todos nos han informado de que usted iba a ser el patrocinador.

En ese instante. Delfín resbaló por la torre, quedando peligrosamente sujeto con los dedos al borde de la ventana abierta.

—¡Cuidado! —gritó Alfredo, mirando hacia la ventana e intentando detener la caída de su personaje.

—Yo pensé que los poetas éramos los únicos locos —dijo la poetisa mirando fijamente a Alfredo—, pero veo que los novelistas lo están por partida doble.

—¡Y triple también! —le respondió Alfredo corriendo hasta la ventana para rescatar a Delfín. Al mismo tiempo, Berta González y Nicolás Landrove entraron en el salón.

Alfredo se sintió avergonzado de que Nicolás, Berta y Delfín Prats (a quien él acababa de salvarle la vida) lo vieran rodeado de aquellas personas en lugar de estar trabajando con ellos, por lo que, sin esperar a que se celebrase la famosa reunión, y sintiendo cada vez más la necesidad de llevarse a sus personajes, decidió despedirse de la anfitriona y del resto de los invitados. Seguido por Narcisa que le olfateaba una pierna, se dirigió a ellos.

Pero una extraña tensión circulaba por la torre. De repente nadie le prestaba atención a Alfredo. Es más, tal parecía que éste se hubiese vuelto invisible. Algo, con voz tintineante, le acababa de comunicar la poetisa laureada a Gladys y a sus amigos, y todos ponían caras entre ofendidos y sorprendidos. A Alfredo no le fue necesario ser un escritor para percatarse de que hablaban de él, y no elogiosamente.

—¡Que se vaya! —le oyó decir a Gladys Pérez Campo en tono indignado y bajo.

Pero si comprendía, aun con asombro, que aquellas palabras iban dirigidas a él, se sentía tan desconcertado que no tenía la suficiente voluntad para asumirlas. Además, tampoco se las habían dicho directamente a Alfredo, sino que habían sido pronunciadas para ser captadas por él, pues la educación y la elegancia de Gladys no le permitían hacer una escena en público; mucho menos, echar por la fuerza a uno de sus invitados. Así que, intentando siempre rescatar a sus personajes, que por otra parte ya no le hacían el menor caso, Alfredo se hizo el desentendido y trató de mezclarse en la conversación. Pero la condesa le dirigió una mirada tan fulminante y despectiva que el escritor, aún más confundido, se retiró a un rincón y encendió un cigarro. Por otra parte, ¿no era una señal de pésima educación retirarse sin despedirse de los demás invitados y de la anfitriona?

Para colmo de calamidades, en aquel momento Delfín Prats abría la puerta que comunicaba con la escalera de caracol y por ella entraban Daniel Fernández y Olga Neshein. Cogidos de la mano y sin mirar siquiera para Alfredo, se fueron a reunir con Nicolás Landrove y con Berta González del Valle, quienes ya se habían tomado varias copas y estaban achispados. Una vez más, Alfredo sintió la cola de Narcisa que le acariciaba las piernas.

Ahora los cinco personajes de su cuento (pues ya al menos sabía que aquella gente no daba más que para un cuento) se paseaban por el salón con verdadero deleite, mirándolo todo entre curiosos y calculadores. Alfredo hizo un extraordinario esfuerzo mental para que se retiraran. Pero lo cierto es que no le obedecieron. Todo lo contrario, mezclándose con el grupo que formaban los más selectos invitados, el verdadero cogollito, se presentaban unos a otros entre reverencias y refinadas zalamerías.

Desde su rincón, escondido tras el humo del cigarro y una gigantesca areca, Alfredo reparó detenidamente en sus cinco personajes y descubrió que ninguno iba vestido como él lo había dispuesto. Olga, tan supuestamente tímida y dulce, venía maquillada de una forma excesiva, lucía una estrecha minifalda y hacía gestos exagerados, casi muecas, mientras se reía estentóreamente del chiste que acababa de hacerle el jefe de Reunificación de Familias. En cuanto a Berta y Nicolás, los «íntegros e intransigentes», según Alfredo los había creado, se derretían en el colmo de la adulonería ante la secretaria de la gobernadora, y hasta en un momento Alfredo creyó entender que le pedían un préstamo para abrir una pizzeria en el centro de la ciudad. Por su parte, Daniel (el «introvertido y solitario») ya se había presentado como Daniel Fernández Trujillo y le contaba historias tan picantes a la poetisa laureada que la vieja condesa discretamente cambió de sitio. Pero el colmo de la desfachatez parecía culminar en el talentoso Delfín Prats Pupo. Mientras se bebía una cerveza (¿la quinta?, ¿la séptima?) a pico de botella, parodiaba a su creador, es decir, a Alfredo Fuentes, de una manera grotesca además de obscena e implacable. Con diabólica maestría. Delfín Prats Pupo imitaba, exagerándolos, todos los tics, gestos y manías del escritor, incluyendo su manera de hablar, de caminar y hasta de respirar. Alfredo se enteró entonces de que él era medio gago, que caminaba con la barriga echada hacia adelante y que tenía los ojos saltones. Mientras contemplaba las burlas que su personaje preferido le hacía, tuvo también que soportar que la apasionada perra San Bernardo le lamiese nuevamente la cara.

—Y lo peor es que con todas esas ínfulas y gestos ridículos de escritor genial que se gasta, no tiene el menor talento y escribe con faltas de ortografía. Hasta mi primer apellido a veces lo pone sin t —terminó asegurando Delfín Prats Pupo de manera concluyente.

Y todos volvieron a reírse de nuevo con aquel extraño tintineo como de copas que chocaran unas con otras.

Alfredo, aún más nervioso, volvió a prender otro cigarro, pero lo tiró al piso cuando vio que Delfín Prats Pupo, haciendo sus mismos gestos, también prendía un cigarrillo.

—Señor —le recriminó uno de los sirvientes de turno—, recoja la colilla. ¿O es que quiere quemar la alfombra?

Alfredo se inclinó para recoger la colilla y en esa posición pudo comprobar que todos los invitados, produciendo un extraño tintineo, cuchicheaban entre ellos mirándolo despectivamente. Entonces, zafándose violentamente de las patas de la perra San Bernardo, que soltó un lastimero aullido, se acercó a los invitados a fm de investigar qué pasaba con su persona. Pero en cuanto hizo su aparición en el grupo, la secretaria de la gobernadora anunció sin mirarlo su inminente partida.

Como movidos por un resorte, todos decidieron que ya era hora de marcharse. Partía la condesa llevada en su gran silla, mientras su mano, que ahora era transparente (así la veía Alfredo), era besada por casi todos los invitados. Partía la famosa cantante operática del brazo (verdaderamente transparente) del presidente del banco, partía el reverendo conversando animadamente con la pianista cuya cara era cada vez más brillante y pulida. Partía la poetisa laureada junto con Daniel Fernández Trujillo, y cuando éste la tomó por la cintura, Alfredo vio que la mano del joven se hundía sin esfuerzo en un cuerpo translúcido (pero pronto la mano de Daniel Fernández Trujillo también se volvió invisible, por lo que ambas figuras se confundieron). Partían todos los músicos negros conducidos por Delfín Prats Pupo, quien saltaba jubiloso entre ellos, produciendo el conocido campanilleo y remedando los gestos del escritor, que nada podía hacer para detenerlo. Partía Olga Neshein de Leviant con las manos entrelazadas con las de un profesor de matemáticas. En medio de la estampida, Berta González del Valle llenaba su cartera de quesos franceses y Nicolás Landrove Felipe arrasaba con la confitería, ambos ajenos a los gestos de Alfredo y a las protestas de Gladys Pérez Campo, quien, mientras abandonaba el recinto, acompañada por las chihuahuas, amenazaba con llamar a la policía. Pero su voz era cada vez más un campanilleo ininteligible.

En pocos minutos la anfitriona, los invitados y hasta la servidumbre desaparecieron junto con los personajes del cuento, y Alfredo se halló solo en la enorme mansión. Desconcertado, se dispuso a marcharse, cuando un estruendo de grúas y camiones retumbó en todo el ámbito.

Súbitamente los cimientos de la casa comenzaron a moverse, el techo desapareció; las alfombras eran enrolladas por vía automática; los cristales, separados de sus engastes, volaban por los aires; las puertas salían de sus marcos, los cuadros abandonaban las paredes y las paredes, alzándose a una velocidad inaudita, eran trasladadas junto con todo lo demás a un gigantesco vehículo.

Mientras todo era desarmado y empacado, Alfredo pudo comprobar (y ya se llevaban el jardín plástico con sus árboles, muros y perfumadores mecánicos) que aquella mansión no era más que un enorme prefabricado de cartón que podía instalarse y desarmarse rápidamente y que se rentaba por días y hasta por horas, según anunciaba el enorme camión donde todo partía.

De repente, en el sitio donde se elevara una imponente residencia, no había más que un terraplén polvoriento en el centro del cual Alfredo, aún perplejo, no encontraba (puesto que no existía) el sendero que lo llevase a la ciudad. Al azar empezó a caminar por aquel páramo mientras pensaba en su cuento inconcluso. Pero un entusiasmado ladrido lo sacó de su ensimismamiento.

Alfredo echó a correr desesperado, pero la perra San Bernardo, que era evidentemente más atlética que el escritor, le dio rápido alcance y, derribándolo, comenzó a lamerle la cara. Una inesperada sensación de alegría invadió a Alfredo al reconocer que aquella lengua era real. Recuperándose se puso de pie y, seguido por la fiel Narcisa, a la que él ya acariciaba, abandonó el lugar.

Fin

Reinaldo Arenas. Estudió en la Escuela de Planificación de La Habana y cursó estudios de Filosofía y Literatura en la Universidad de La Habana, que no concluyó. Trabajó en la Biblioteca Nacional José Martí y fue editor del Instituto Cubano del Libro y posteriormente editor de La Gaceta de Cuba. Encarcelado en 1973 por su oposición al régimen de Castro y su homosexualidad, fue liberado en 1976, huyendo a Estados Unidos en 1980. Se suicidó cuando estaba en fase terminal de SIDA. Su obra de carácter autobiográfico Antes de que anochezca, fue llevada al cine.