Nosotros, No

Rostro humano. Foto por Tess en Unsplash
Rostro humano. Foto por Tess en Unsplash

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Aquella tarde, cuando tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la noticia como un milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en un solo grito de triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes, finalmente el hombre había conquistado la inmortalidad en 2168.

Todos los altavoces del mundo, todos los transmisores de imágenes, todos los boletines destacaron esta gran revolución biológica. También yo me alegre, naturalmente, en un primer instante.

¡Cuanto habíamos esperado este día!

Una sola inyección, de cien centímetros cúbicos, era todo lo que hacia falta para no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día, solo un accidente podría acabar con una vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por desfallecimiento orgánico.

Una sola inyección, cada cien años.

Hasta que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección solo surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a tiempo. Solo los jóvenes serian inmortales. El gobierno federal se aprestaba ya a organizar el envió, reparto y aplicación de la dosis a todos los niños y adolescentes de la tierra. Los compartimentos de medicina de los cohetes llevarían las ampolletas a las más lejanas colonias terrestres del espacio.

Todos serían inmortales.

Menos nosotros, los mayores, los formados, en cuyo organismo la semilla de la muerte estaba ya definitivamente implantada.

Todos los muchachos sobrevivirían para siempre. Serían inmortales, y de hecho animales de otra especie. Ya no seres humanos; su psicología, su visión, su perspectiva, eran radicalmente diferentes a las nuestras. Todos serían inmortales. Dueños del universo para siempre. Libres. Fecundos. Dioses.

Nosotros, no. Nosotros, los hombres y mujeres de más de 20 años, éramos la última generación moral. Éramos la despedida, el adiós, el pañuelo de huesos y sangre que ondeaba, por última vez, sobre la faz de la tierra.

Nosotros, no. Marginados de pronto, como los últimos abuelos de pronto nos habíamos convertido en habitantes de un asilo para ancianos, confusos conejos asustados entre una raza de titanes. Estos jóvenes, súbitamente, comenzaban a ser nuestros verdugos sin proponérselo. Ya no éramos sus padres. Desde ese día éramos otra cosa; una cosa repulsiva y enferma, ilógica y monstruosa. Éramos Los Que Morirían. Aquellos Que Esperaban la Muerte. Ellos derramarían lágrimas, ocultando su desprecio, mezclándolo con su alegría. Con esa alegría ingenua con la cual expresaban su certeza de que ahora, ahora sí, todo tendría que ir bien.

Nosotros solo esperábamos. Los veríamos crecer, hacerse hermosos, continuar jóvenes y prepararse para la segunda inyección, una ceremonia – que nosotros ya no veríamos – cuyo carácter religioso se haría evidente. Ellos no se encontrarían jamás con Dios. El último cargamento de almas rumbo al más allá, era el nuestro. ¡Ahora cuanto nos costaría dejar la tierra! ¡Como nos iría carcomiendo una dolorosa envidia! ¡Cuantas ganas de asesinar nos llenaría el alma, desde hoy y hasta el día de nuestra muerte!

Hasta ayer. Cuando el primer chico de quince años, con su inyección en el organismo, decidió suicidarse. Cuando llegó esa noticia, nosotros, los mortales, comenzamos recientemente a amar y a comprender a los inmortales.

Por que ellos son unos pobres renacuajos condenados a prisión perpetua en el verdoso estanque de la vida. Perpetua. Eterna. Y empezamos a sospechar que dentro de 99 años, el día de la segunda inyección, la policía saldrá a buscar a miles de inmortales para imponérsela.

Y la tercera inyección, y la cuarta, y el quinto siglo, y el sexto; cada vez menos voluntarios, cada vez más niños eternos que implorarán la evasión, el final, el rescate. Será horrenda la cacería. Serán perpetuos miserables.

Nosotros, no.

Fin

José B. Adolph. Un alma nacida en Stuttgart en el escenario tumultuoso de la República de Weimar en 1933, se convirtió en un faro literario en las costas lejanas de Perú. A los cinco años, las mareas de la vida lo llevaron a esas tierras sudamericanas, donde florecería como un prodigio de la pluma y la palabra.

Este hijo de dos mundos, escritor y periodista, tejió su legado en la vastedad de la literatura peruana y más allá. Con tinta y papel, trazó historias que capturaron la esencia de la condición humana y se convirtieron en bálsamo para el alma sedienta de sus lectores.

Entre los vientos de cambio, Adolph se destacó como un defensor de la verdad y la justicia. Su pluma fue su espada en los tiempos oscuros de la dictadura, donde, junto a otros intelectuales valientes, luchó desde las trincheras de la Dirección de Difusión de la Reforma Agraria.

El reconocimiento a su talento fue un eco que resonó en todo el continente. Se le considera uno de los pilares de la ciencia ficción peruana y latinoamericana del siglo XX, un maestro que desafió los límites de lo posible y lo imposible en cada línea que escribió.

José B. Adolph, colaborador de renombradas publicaciones como la Revista Caretas y Ajos & Zafiros, fue mucho más que un escritor. Fue un contador de historias, un guardián de verdades ocultas y un explorador incansable de los rincones más oscuros de la imaginación humana.

En su partida de este mundo en el albor de un día de febrero de 2008, dejó un legado inmortal. Sus obras, desde los cuentos como "El retorno de Aladino" hasta las novelas emblemáticas como "Mañana, las ratas", siguen siendo faros de inspiración para las generaciones venideras.

José B. Adolph, un titán de la literatura peruana, un héroe de la palabra escrita, cuyo nombre resonará eternamente en las bibliotecas del tiempo y la memoria.