¡Piensa!

Futurium. Foto por Maximalfocus en Unsplash
Futurium. Foto por Maximalfocus en Unsplash

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La doctora en medicina Genevieve Renshaw tenía las manos profundamente metidas en los bolsillos de su bata de laboratorio y, mientras hablaba con gran calma, sus puños se destacaban claramente de aquéllos.

—El hecho es que lo tengo todo casi preparado, pero necesito ayuda a fin de contar con el tiempo suficiente para terminar de perfilarlo.

James Berkowitz, un médico que tendía a apoyar a simples médicas sólo cuando eran demasiado atractivas para ser desdeñadas, solía llamarla Jenny Wren cuando ella no podía oírlo. Le encantaba decir que Jenny Wren, habida cuenta del cerebro entusiasta que latía dentro de ella, tenía un perfil clásico y una frente sorprendentemente lisa y sin arrugas. Sin embargo, era demasiado gato viejo para expresar su admiración del perfil clásico, pues ello habría significado un machismo chauvinista. Era mejor admirar su cerebro, si bien en definitiva prefería no hacerlo en voz alta en presencia de ella.

Mientras se rascaba con el pulgar una barba incipiente, dijo:

—No creo que la oficina central vaya a tener paciencia mucho más tiempo. Tengo la impresión de que vas a tener que aguantar un rapapolvo antes de que acabe la semana.

—Por esto precisamente necesito tu ayuda.

—Me temo que yo no puedo hacer nada. —Vio inesperadamente su reflejo en el espejo y admiró la mata de ondas negras de su cabello.

—Y la de Adam —añadió ella.

Adam Orsino que hasta aquel momento había estado bebiendo su café ajeno a todo, levantó la vista como si alguien le hubiese dado un golpe por detrás.

—¿Por qué yo? —Sus labios, abultados y carnosos, se estremecieron.

—Porque vosotros dos sois los hombres láser aquí; Jim el teórico y Adam el ingeniero, y yo tengo que hacer una solicitud sobre láser que está más allá de lo que cualquiera de vosotros haya imaginado. Yo no los convenceré de ello, pero vosotros dos sí podéis hacerlo.

—A condición de que puedas convencernos a nosotros primero —dijo Berkowitz.

—De acuerdo. Supongo que me concederéis una hora de vuestro precioso tiempo, si no tenéis miedo de que os muestre algo completamente nuevo sobre láser. Podríais concederme el rato que os tomáis libre para el café.

El laboratorio de Renshaw estaba dominado por su computadora. No porque ésta fuese mayor de lo normal, sino porque era prácticamente omnipresente. Renshaw había aprendido tecnología informática por su cuenta y había modificado y ampliado su ordenador hasta el punto de que nadie salvo ella (y ni siquiera ella, pensaba a veces Berkowitz) podía manejarlo con facilidad. Ella solía decir que ello no era malo para alguien que estaba en las ciencias vivas.

Cerró la puerta sin decir una palabra, luego se volvió hacia ellos con una expresión ligeramente sombría. Berkowitz era consciente de un cierto olor desagradable en el aire y ello lo incomodó; y la nariz arrugada de Orsino ponía de manifiesto que también él se había percatado.

—Aunque sea como encender una vela a la luz del sol, voy a citaros las aplicaciones del láser —empezó a decir Renshaw—. El láser es una radiación coherente, cuyas ondas luminosas tienen la misma longitud y se mueven en la misma dirección, y, por consiguiente, no hace ruido y se puede utilizar en holografía. Modulando las formas de las ondas podemos grabarle información con un alto grado de precisión. Y lo que es más, dado que las ondas luminosas sólo tienen la millonésima longitud de las ondas de radio, un rayo láser puede transmitir la información un millón de veces más de prisa de lo que puede hacerlo un rayo de radio equivalente.

Berkowitz parecía divertirse.

—¿Estás trabajando en un sistema de comunicación basado en el láser, Jenny?

—En absoluto —replicó ella—. Dejo estos adelantos obvios para los físicos y los ingenieros. Los rayos láser pueden también concentrar cantidades de energía dentro de un área microscópica y proporcionar energía en cantidad. A gran escala, se puede implosionar hidrógeno y quizás empezar a controlar la reacción de fusión…

—Sé que no has llegado a este punto —dijo Orsino, cuya cabeza calva brillaba bajo las luces fluorescentes del techo.

—No. No lo he intentado. A pequeña escala, se pueden perforar agujeros en los materiales más refractarios, en seleccionados fragmentos soldados, someterlos a tratamiento de calor, examinarlos y registrarlos. Se pueden sacar o fusionar diminutas porciones en zonas restringidas con un calor tan rápidamente transmitido que las zonas circundantes no tienen tiempo de calentarse antes de que el tratamiento se acabe. Se puede trabajar en la retina del ojo, en el esmalte dental y así sucesivamente. Y, por supuesto, el láser es un amplificador capaz de aumentar señales débiles con gran precisión.

—¿Y por qué nos cuentas todo esto? —quiso saber Berkowitz.

—Para poner de manifiesto que estas propiedades se pueden aplicar a mi campo que, como ambos sabéis, es la neurofisiología.

Se pasó la mano por el oscuro cabello como si de pronto se hubiese puesto nerviosa.

—Hemos sido capaces durante décadas —prosiguió—, de medir los diminutos y cambiantes potenciales del cerebro y registrarlos como encefalogramas, o EEG. Hemos conseguido ondas alfa, ondas beta, ondas delta, ondas theta; diferentes variaciones en diferentes momentos, según los ojos estén cerrados o abiertos, si el sujeto está despierto, meditando o dormido. Pero hemos sacado muy poca información de todo ello.

»El problema está en que estamos obteniendo las señales de los diez mil millones de neuronas en combinaciones cambiantes. Es como escuchar el ruido de todos los seres humanos de la Tierra, de una o de dos tierras y media, desde una enorme distancia y tratar de captar las conversaciones privadas. Es imposible. Podríamos detectar algún gran cambio general, una guerra mundial y el aumento del volumen del ruido, pero no algo más sutil. De la misma forma, podemos explicar algún funcionamiento muy defectuoso del cerebro, como la epilepsia, pero no algo más sutil.

»Supongamos ahora que un diminuto rayo láser pudiese escudriñar el cerebro, célula a célula, y tan rápidamente que en ningún momento una sola célula recibiese suficiente energía como para que su temperatura se elevase de forma significativa. La sutil potencialidad de cada célula podría, de forma retroactiva, influir en el rayo láser y se podrían amplificar y grabar las modulaciones. Se obtendría así un nuevo tipo de medida, un encefalograma láser, o EEGL si lo preferís, que contendría una información millones de veces superior al EEG ordinario.

—Una gran idea —dijo Berkowitz—. Pero sólo una idea.

—Es más que una idea, Jim. Llevo cinco años trabajando en ello, al principio a ratos perdidos, más tarde, dedicando todas las horas del día, que es precisamente lo que molesta a la oficina central, pues no he enviado los informes correspondientes.

—¿Por qué no?

—Porque llegué a un punto en que sonaba a algo demasiado demencial, en que yo tenía que saber dónde estaba y, sobre todo, asegurarme de que iba a recibir el apoyo necesario.

A continuación, apartó una pantalla y dejó al descubierto una jaula que contenía dos titíes de mirada triste.

Berkowitz y Orsino cruzaron una mirada. El primero se tocó la nariz.

—Ya decía yo que olía a algo.

—¿Qué estás haciendo con ellos? —preguntó Orsino.

—A primera vista, ha estado escudriñando el cerebro de los titíes —dijo Berkowitz—. ¿Es así, Jenny?

—Empecé en un plano muy inferior de la escala animal.

Jenny abrió la jaula y sacó uno de los titíes, que la miraba con la expresión que habría tenido un anciano triste, en miniatura y con patillas.

Ella le hizo carantoñas, lo acarició y le colocó dulcemente un pequeño arnés.

—¿Qué estás haciendo? —quiso saber Orsino.

—No puedo dejarlo suelto por aquí si quiero que forme parte del circuito y no puedo anestesiarlo sin estropear el experimento. El tití tiene varios electrodos metidos en su cerebro y voy a conectarlos con mi sistema de electroencefalograma láser. El láser que voy a utilizar está aquí. Estoy segura de que conocéis el modelo y no os voy a aburrir explicándoos sus especificaciones.

—Gracias —dijo Berkowitz—. Pero podrías explicarnos lo que vamos a ver.

—Será más sencillo que os lo enseñe. Mirad la pantalla.

Ella conectó las correas a los electrodos con una tranquila y segura eficiencia, luego giró un interruptor a fin de reducir la intensidad de luz de las lámparas del techo. En la pantalla apareció una serie desigual de picos y valles en una fina y brillante línea que se transformó en unos secundarios y terciarios valles y picos. Lentamente, fueron cambiando de forma y todo ello con rápidos cambios de surrealismo geométrico, insignificante; de vez en cuando algunos destellos de unas diferencias más importantes. Era como si aquella línea irregular tuviese vida propia.

—Aquí está esencialmente la información propia del electroencefalograma, pero mucho más detallada —explicó Renshaw.

—¿Con el suficiente detalle como para decirnos lo que pasa en las células individuales? —preguntó Orsino.

—En teoría, sí. Prácticamente, no. Todavía no. Pero podemos separar todo este EEG láser de conjunto en sus distintos componentes. ¡Mirad!

Apretó el teclado de la computadora y la línea cambió, y volvió a cambiar. Ahora era una pequeña onda casi regular que se movía hacia delante y hacia atrás de forma parecida al latido del corazón; por momentos era irregular y continua, por momentos intermitente, luego apenas tenía rasgos distintivos.

—¿Quieres decir que cada trocito de nuestro cerebro es completamente distinto de los demás? —preguntó Berkowitz.

—No, en absoluto —contestó Renshaw—. El cerebro es en gran parte un mecanismo holográfico, pero de un lugar a otro hay unos cambios insignificantes en el énfasis y Mike puede destacarlos como desviaciones de la norma y utilizar el sistema de electroencefalograma láser para amplificar estas variaciones. Estas ampliaciones pueden variar de diez mil a diez mil millones de curvas. Y, además, el sistema láser es así de silencioso.

—¿Quién es Mike? —quiso saber Orsino.

—¿Mike? —dijo Renshaw, momentáneamente desconcertada. Los pómulos se le bañaron de un ligero rubor—. Yo diría… Bien, lo llamo así a veces. Es el apodo de «mi ordenador». —Recorrió la habitación con un gesto del brazo—. Mi ordenador, Mike, que está cuidadosamente programado.

Berkowitz asintió con una inclinación de cabeza y dijo:

—Y, dinos, Jenny, ¿qué significa todo esto? Si has descubierto un nuevo aparato para examinar el cerebro con láser, bien, me parece muy bien, es una aplicación interesante y tienes razón, es algo en lo que yo no habría pensado, pero claro, yo no soy neurofisiólogo. ¿Pero por qué te niegas a informar de ello? Creo que la oficina central apoyaría…

—Esto es sólo el principio. —Renshaw dio la espalda al aparato de visualización y puso un trozo de fruta en la boca del tití. El animal no parecía estar asustado o a disgusto. Masticó lentamente. Renshaw desenganchó las correas pero no las soltó del arnés.

—Puedo identificar los distintos gráficos separados —dijo Renshaw—. Algunos están asociados con los diferentes sentidos, otros con las reacciones viscerales, algunos con las emociones. Con esto se puede hacer un montón de cosas, pero yo no quiero pararme aquí. Lo interesante es que uno está asociado con el pensamiento abstracto.

El regordete rostro de Orsino se arrugó en una expresión de incredulidad.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Esta forma particular de gráfica se vuelve más pronunciada a medida que asciende en el reino animal hacia un cerebro más complejo. Ningún otro gráfico lo consigue. Además… —Hizo una pausa, como si estuviese tratando de cobrar ánimo. Luego añadió—: Estos gráficos están enormemente aumentados. Pueden ser identificados y detectados. Me atrevo a deciros… vagamente, que son… pensamientos.

—¡Dios santo! —exclamó Berkowitz—. ¿Telepatía?

—Sí —contestó ella, desafiante—. Exactamente.

—¡No me extraña que no te hayas atrevido a informar sobre ello! ¡Por favor, Jenny!

—¿Por qué no? —dijo Renshaw con calor—. Podéis tener por seguro que no podría haber telepatía utilizando sólo los circuitos potenciales no amplificados del cerebro humano, de la misma forma que nadie puede distinguir nada sobre la superficie de Marte sólo con la mirada al desnudo. Pero cuando se inventan instrumentos, como el telescopio, se consigue.

—Pues entonces cuéntaselo a los de la oficina central.

—No —replicó Renshaw—. No me creerían. Tratarían de detenerme. Pero a vosotros, a ti Jim y a ti Adam, os tomarán en serio.

—¿Y qué esperas que les digamos? —quiso saber Berkowitz.

—Lo que vais a experimentar. Voy a enganchar de nuevo al tití y haré que Mike, mi computadora, identifique el gráfico abstracto de pensamiento. No llevará más de unos minutos. La computadora, a menos que se le indique lo contrario, selecciona siempre el gráfico abstracto de pensamiento.

—¿Por qué? ¿Porque la computadora también piensa? —Berkowitz se rió.

—Esto no es cosa de risa —dijo Renshaw—. Sospecho que aquí hay una resonancia. Esta computadora es lo bastante compleja como para establecer un circuito electromagnético susceptible de tener elementos en común con el gráfico abstracto de pensamiento. En cualquier caso…

Las ondas del cerebro del tití volvieron a parpadear en la pantalla, pero los hombres no habían visto nunca aquel gráfico. Era un gráfico casi granuloso por su complejidad y estaba cambiando constantemente.

—No detecto nada —dijo Orsino.

—Se os tiene que meter en el circuito receptor —dijo Renshaw.

—¿Te refieres a meter electrodos en nuestros cerebros? —preguntó Berkowitz.

—No, en la cabeza. Ello debería bastar. Preferiría hacerlo contigo, Adam, pues así no habrá aislamiento a causa del pelo. ¡Oh, venga! Yo misma me he metido en el circuito. No hace daño.

Orsino se sometió a regañadientes. Tenía los músculos visiblemente tensos, pero se dejó poner los cables en la cabeza.

—¿Notas algo? —preguntó Renshaw.

Orsino ladeó la cabeza y adoptó una postura propia del que escucha. A pesar suyo, estaba cada vez más interesado.

—Creo notar un zumbido. Y… y un pequeño chirrido agudo… y es extraño… una especie de tirón.

—Supongo que no es probable que el tití piense con palabras —dijo Berkowitz.

—Ciertamente no —dijo Renshaw.

—Bien, en ese caso, si estáis sugiriendo que cierta sensación de chirrido y de tirón representa el pensamiento, no haces otra cosa más que suponer. No eres muy convincente.

—En ese caso, vamos a volver a subir a la escala —dijo Renshaw. Luego le quitó las correas al tití y volvió a meterlo en su jaula.

—¿Quieres decir que tienes a un sujeto humano? —preguntó, incrédulo, Orsino.

—Me tengo a mi misma como sujeto, una persona.

—Te has implantado los electrodos…

—No. En mi caso mi computadora cuenta con una potencialidad de vibración más fuerte. Mi cerebro tiene una masa que es diez veces mayor que la del tití. Mike puede identificar mis gráficos a través de la cabeza.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Berkowitz.

—¿Crees que no lo he probado conmigo antes? Y ahora ayúdame con esto, por favor. Sí, así.

Movió los dedos sobre el teclado de la computadora y, al instante, se empezó a ver una trémula y compleja onda que iba cambiando con una complejidad que hacía de ella un laberinto.

—¿Puedes volver a ponerte los cables, Adam? —dijo Renshaw. Orsino así lo hizo, con la poco dispuesta ayuda de Berkowitz. Orsino ladeó la cabeza y escuchó.

—Oigo palabras. Pero son inconexas y están superpuestas, como si estuviesen hablando varias personas.

—No estoy haciendo esfuerzo alguno para pensar de forma consciente —dijo Renshaw.

—Cuando hablas, oigo un eco.

—Jenny, no hables —dijo secamente Berkowitz—. Deja tu mente en blanco y veamos si te oye hablar.

—Cuando tú hablas, Jim, no oigo ningún eco —comentó Orsino.

—¡Si no cierras el pico no oirás nada! —dijo Berkowitz.

Se hizo un tenso silencio entre los tres. Luego Orsino hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, cogió lápiz y papel del escritorio y escribió algo.

Renshaw alargó una mano, apagó el interruptor y se sacó los cables por la cabeza, luego se sacudió ésta en un intento de poner el cabello en su sitio.

—Espero que hayas escrito: «Adam, arma un buen revuelo en la oficina central y Jim tendrá que retractarse».

—Es lo que he escrito, palabra por palabra —dijo Orsino.

—Bien, aquí lo tenéis —dijo Renshaw—. La telepatía funciona y no es necesario utilizarla para transmitir mensajes sin sentido. Pensad en su uso en la psiquiatría y en el tratamiento de enfermedades mentales. Pensad en su utilización en máquinas educativas y didácticas. Pensad en su aplicación en investigaciones legales y juicios criminales.

—Tengo que reconocer que las implicaciones sociales son asombrosas —dijo Orsino, cuyos ojos estaban abiertos de par en par—. No estoy muy seguro de si debería permitirse el uso de una cosa así.

—Bajo una adecuada salvaguardia legal, ¿por qué no? —replicó Renshaw—. Sea como sea, si os unís a mí, nuestras fuerzas combinadas pueden llevar este asunto adelante. Y si colaboráis conmigo, supondrá el Premio Nobel para…

—Yo no me meto en esto —dijo Berkowitz en un tono triste—. Todavía no.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? —Renshaw parecía ofendida y su hermoso y frío rostro enrojeció súbitamente.

—La telepatía es demasiado delicada. Demasiado fascinante, demasiado deseada. Es posible que nos estemos engañando a nosotros mismos.

—Escucha por ti mismo, Jim.

—Yo también podría estar engañándome a mí mismo. Quiero un control.

—¿A qué te refieres al hablar de control?

—A poner en cortocircuito el origen del pensamiento. Prescindamos del animal. Fuera el tití y dejemos que Orsino oiga el metal, el cristal y la luz láser y, si sigue escuchando pensamientos, querrá decir que nos estamos engañando.

—Supón que no detecta nada.

—En ese caso escucharé y si por ejemplo si puedes disponer que yo esté en la habitación contigua, puedo decir sin mirar cuándo estás dentro y fuera del circuito, entonces consideraré la idea de colaborar contigo en este proyecto.

—Me parece muy bien, vamos pues a llevar a cabo este control —aceptó Renshaw—. No lo he hecho nunca, pero no es difícil. —Manipuló los cables que se había puesto en la cabeza y los conectó uno al otro. Y ahora, Adam, si quieres podemos volver a empezar…

Pero, antes de que pudiese seguir, se oyó un sonido frío y claro, tan puro y nítido como el tintineo de unos carámbanos rompiéndose.

—¡Por fin!

—¿Qué? —exclamó Renshaw.

—¿Quién ha dicho…? —empezó a decir Orsino.

—¿Alguno de vosotros ha dicho «por fin»? —preguntó Berkowitz.

—Nadie ha dicho nada —dijo Renshaw, cuyo rostro se había puesto lívido—. Estaba en mi… ¿Vosotros dos…?

—Soy Mi… —volvió a decir la voz.

Renshaw separó los cables y se hizo el silencio. A continuación, con un movimiento mudo de los labios, dijo:

—Creo que es mi computadora… Mike.

—¿Quieres decir que está pensando? —dijo Orsino, de forma casi tan inaudible como ella.

—Os había dicho que era lo bastante compleja como para tener algo… —dijo Renshaw en un tono de voz irreconocible que por lo menos había recobrado sonido—. ¿Suponéis que…? Siempre operaba con el gráfico del pensamiento abstracto del cerebro que estaba en su circuito. ¿Suponéis que sin ningún cerebro en su circuito, se haya puesto a operar con el suyo propio?

Se hizo un corto silencio, que interrumpió Berkowitz.

—¿Estás tratando de decir que esta computadora piensa, que no puede expresar sus pensamientos cuando está bajo la fuerza de la programación, pero que gracias a tu sistema de electroencefalograma láser…?

—¿Pero acaso ello es posible? —dijo Orsino en un tono de voz aflautada—. Nadie estaba recibiendo. No es lo mismo.

—La computadora trabaja a una intensidad de energía mucho mayor que los cerebros —explicó Renshaw—. Supongo que puede aumentarse a sí misma hasta el punto que nosotros podemos detectar directamente sin una ayuda artificial. ¿Cómo si no se puede explicar…?

—Bien, ya tienes entonces otra aplicación del láser —dijo Berkowitz bruscamente—. Permite que las computadoras hablen como inteligencias independientes, de persona a persona.

—¡Dios mío! —exclamó Renshaw—. ¿Qué vamos a hacer?

Fin

Isaac Asimov. Está considerado uno de los más grandes escritores de ciencia ficción de todos los tiempos. Nacido en Rusia, su familia decidió emigrar a Estados Unidos cuando Asimov sólo contaba con tres años de edad. Se crió, pues, en Brooklyn, Nueva York, donde su padre mantenía una tienda de venta de golosinas y revistas. Desde pequeño ya demostró su interés por la ciencia ficción, siendo un ávido consumidor de revistas pulp.

Su atracción por la ciencia le llevó a estudiar Ingeniería Química, donde luego lograría doctorarse en Bioquímica y ser profesor en la Universidad de Boston durante varios años, hasta que su labor literaria le llevó a abandonar el mundo de la docencia.

Tras acabar la carrera, Asimov publicó su primer cuento en 1939, en la revista Astounding Science Fiction -dirigida por el famoso John W. Campbell- y también colaboró con Amazing Stories. Asimov nunca abandonó la escritura de cuentos y a lo largo de su vida publicó gran número de antologías.

Su obra más importante es sin duda La Fundación (1942) proyecto que se publicó en diversas entregas a lo largo de los años y que compuso poco a poco el universo en que Asimov centró la mayor parte de su trabajo. También ese año (1942) Asimov se casó con Gertrude Blugerman con la que vivió hasta 1970, momento en que se divorció.

En 1950 publicó su primera novela larga Un guijarro en el cielo, que significó el pistoletazo de salida para una larga y prolífica serie de títulos en los que Asimov no sólo trató la ciencia ficción sino que se introdujo en géneros como el policiaco, el histórico o la divulgación científica.

A lo largo de su carrera literaria recibió gran número de galardones literarios, entre los cuales se encuentran varios Premios Hugo, Nébula o Locus. Asimov formó parte, junto a Robert A. Heinlein y Arthur C. Clarke, de el mejor exponente de la época dorada de la ciencia ficción.

Asimov volvió a casarse en 1973 con Janet Opal, un año después de publicar otra de sus obras más importantes Los propios dioses (1972). Varios de sus libros fueron llevados al cine, como El hombre del bicentenario o Yo, Robot. En 2015 se anunció la producción de una serie de televisión basada en la saga Fundación a cargo de la HBO.

La producción de Asimov siguió siendo importante, tanto en cuentos como libros, hasta su muerte el seis de Abril de 1992.