Ciencia Ficción

Revelaciones

A Samuel Ray Delany, y Por siempre y Gomorra 

Era algo sencillo: volar hasta Ubik, entrevistarme con el señor Lewly y volar de regreso a casa.

―Simple ―dijo el señor Farhd―. Todo está previsto ―aseguró.

Lo había conocido tres días antes, cuando visitó mi mansión en San José, Costa Rica, fingiendo ser otro de los reporteros que regularmente se interesan por mi salud. Y es que soy famoso. El único sobreviviente del atentado biológico de Nantes, a consecuencia del cual mi sistema inmune mutó desarrollando la capacidad de aniquilar, en períodos muy breves, cualquier tipo de infección. El problema es que, al desaparecer esta, arremete contra mi cuerpo.

―No le gusta descansar ―afirmó el galeno que me reveló mi condición, en el Hospital de Investigaciones de Mutaciones Estables, de Caen.

―¿Cuánto, doctor? ―dije, tratando de mantener la compostura, y me eché a llorar al oírle responder que una larga vida, siempre que estuviese en contacto con fuertes focos infecciosos.

―La resistencia de su sistema inmune es extraordinaria. Puede soportar, incluso, dosis masivas de radiación ―agregó, sonriendo.

De Caen salí portando una seudopiel auto generable, construida a partir de mis propias células y que, colocada sobre la mía, evita el escape de los gérmenes patógenos, genéticamente modificados, que me mantienen vivo. Pero con seudopiel y todo, ningún gobierno estuvo dispuesto a permitirme deambular a mi libre arbitrio por su territorio.

Por eso, con el pago inicial que me dieron las farmacéuticas por tener acceso periódico a muestras de mis tejidos, compré una mansión en San José y la doté con lo necesario para satisfacer mis necesidades, incluido un mini hospital atendido por un equipo de tres enfermeros.

Cuando el señor Farhd me visitó, llevaba cinco años sin salir al exterior.

―Se lo pedimos a usted ―dijo, después de revelarme su pertenencia al grupo de inteligencia de la OEA―, porque puede acercarse al abducido y sobrevivir.

Así fue como supe que uno de ellos había sido devuelto. El señor Lewly. El único entre los más de quince millones de desaparecidos de la faz de la tierra en los últimos siete años. En la mejor tradición de suspenso, lo depositaron de noche ante la estatua de José Martí en la Plaza de la Revolución, coronado por una aureola, que recordaba la de los ángeles de las leyendas. El pánico de los habitantes de Si-eich fue indetenible, ante la perspectiva de ser afectados por vaya usted a saber qué terribles microbios alienígenas. Pero nada pasó.

Luego de ser recluido en la base naval Ubik, otrora Marina Hemingway, fue exhaustivamente interrogado acerca de sus captores. El señor Lewly contó que sus planetas orbitan a miles de millones de años luz, y que los órdenes sociales de sus mundos son eficientes y permanecen inmutables desde hace millones de años de los nuestros. También que son capaces de adoptar cualquier forma y de vivir cientos de años. Pero no pudo explicar por qué lo habían retornado. Ante la pregunta sufría un bloqueo, como un programa afectado por un virus.

―Detectamos una radiación que sale de él, de la cual la aureola es una consecuencia ―me explicó el señor Farhd―. Bloquearla nos permitirá liberarlo del control alien. El problema es que, como toda radiación, resulta muy nociva al acumularse y descubrimos que si Lewly no tiene a ninguna persona a una distancia inferior a un metro, permanece inconsciente. Sin embargo, estamos seguros de que usted puede sobrevivir. Será algo rápido: llegar, entrevistarse con Lewly y volver a casa. Por seguridad, hemos diseñado dos habitaciones especiales, una contiene a la otra. Colocaremos al abducido en la interior y habilitaremos la exterior como zona de contención, en la que usted será desintoxicado después de la entrevista.

Acepté. Por una suma multimillonaria, claro, pero sobre todo por la garantía de que se me permitirían salidas periódicas al exterior de mi mansión, para combatir el fastidio que me atenazaba.

Y volé hasta Ubik.

―Ya todo está preparado, en cuanto usted se reúna con él bloqueamos la radiación ―me dijo, nada más bajé del helicóptero, el señor Farhd; y me condujo, junto con mis enfermeros, por una larga serie de corredores hasta la puerta que daba paso a la zona de contención.

Cuando entré en la habitación interior el señor Lewly estaba desvanecido, sentado en una butaca. Apenas me le acerqué, abrió los ojos, me observó brevemente y luego me ignoró. Permanecí de pie hasta que la aureola desapareció.

―¿Qué han hecho? ―dijo sin inmutarse, y volteó hacia mí.

―Nada ―respondí, y me senté en otra butaca, frente a él.

―Algo hicieron, estoy libre ―insistió y apoyó las manos en sus rodillas.

―¿Cómo?

―Ellos no están aquí, conmigo ―explicó, señalando en círculos hacia arriba.

―Usted ha estado solo desde que llegó.

―No. Ellos me han acompañado. Ven lo que veo, oyen lo que oigo, sienten lo que siento, ¿entiende?

―Sí ―dije, e hice la pregunta para la que me habían traído―: ¿Por qué lo devolvieron?

―Están aburridos ―afirmó y se encogió de hombros―. Viven cientos de años y sus sociedades no cambian. Ya no les basta con llevarnos.

―Entonces, ¿los otros?

―Volverán. No sé cuando, pero serán devueltos. Yo solo soy el primero.

―Entiendo ―dije, y justo entonces ocurrió algo que ni científicos ni militares previeron. Mi seudopiel no resistió la acumulación de radiación y se quebró, liberando los gérmenes patógenos que contenía. En cuestión de segundos, el señor Lewly cayó en el piso, entre convulsiones. Sabiendo que intentar salvarlo era una causa perdida, abandoné el cuarto.

En la zona de contención, mis enfermeros, debidamente enfundados en trajes de protección, repararon la seudopiel. Cuando salimos de allí el señor Farhd fue a mi encuentro.

―¿Qué cree? ―dijo.

―Solo hay una forma de saber ―respondí―, si los demás son devueltos, entonces Lewly contó la verdad y todo estará claro.

―¿Todo?

―Sí, ¿no lo entiende? Están aburridos y nos van a enviar a los abducidos, rediseñados para ser cámaras vivas, a través de las cuales pueden observar y alterar nuestro comportamiento. Seremos su nuevo reality show. Lewly era el episodio piloto, por así decir.

―¿Está seguro?

―Sí ―afirmé, y empecé a desandar los corredores hasta llegar a donde me esperaba el helicóptero, omitiendo confesarle que también estaba seguro de que pronto sería abducido, una vez que ellos decidieran que, al ser el último que me acerqué a su enviado, debía ser la clave para desentrañar su muerte. A fin de cuentas, no se arriesgarían a perder las demás cámaras que enviasen.

Realmente voy a librarme de mi aburrimiento, pensé, y luego de estrechar la mano del señor Farhd, entré en el helicóptero junto con mis enfermeros y asentí a la pregunta muda del piloto.

Yunieski Betancourt. Yaguajay, Sancti Spíritus, 1976. Narrador.

Máster en Sociología por la Universidad de La Habana, con especialidad en Sociología de la Educación. Ha publicado el libro Los rostros que habita (Editorial Emooby, Portugal, 2011). Ha obtenido Premio en el Concurso Mabuya de Literatura, 2011 (categoría de Autor Aficionado) y en el II Concurso de Cuento Oscar Hurtado, 2010 (género Fantasía), así como Primera Mención en el III Concurso de Cuento Oscar Hurtado, 2011 (Ciencia Ficción). Resultó finalista en el IX Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura, 2011 y en el Concurso Mabuya de Literatura, 2012 (categoría de Autores no Profesionales). Textos suyos han aparecido en las revistas La isla en peso, La Jiribilla, Axxón, miNatura, NM, Papirando, Almiar, Korad, Aurora Bitzine, Letralia y Otro Lunes. Fue incluido en Al este del arco iris: Antología de Microrrelatistas Latinos (Spanish Edition, Latin Heritage Foundation, Estados Unidos, 2011). Labora como profesor y es miembro de la Red Mundial de Escritores en Español (REMES).