Policial

Río de agua mansa

La luna casi no se refleja sobre las sucias aguas del río. Manolo y sus hermanos, metidos hasta el cuello, esperan agazapados tras la alta hierba de la ribera, para no ser descubiertos por los policías que disparan a mansalva. Manolo teme por sus vidas. Aunque son mayores de edad, se siente responsable. Pero sabe que no puede impedir que dejen de robar, sería matar de hambre a la familia. La realidad del país, en su peor momento de la crisis, no les dejaba otra opción.

Manolo introduce las manos debajo del agua y se aprieta la venda que cubre la herida de la rodilla; varias noches atrás, un hierro filoso clavado en el fondo del río lo rozó; al principio, quizá por el frío, la tensión o el miedo, no sintió dolor, luego, al salir del agua, notó que algo caliente le corría por la pierna. Se palpó y descubrió la sangre. Desde entonces la infección es indetenible, ni el reposo en las horas del día, ni los fomentos ni las medicinas han servido de nada.

Unirse al grupo de los ninjas, como los apodaba la Policía, le había costado varios meses de profundos razonamientos, despojarse de una formación diferente, conceptos y ambiciones adquiridos durante toda su existencia. Agotó todas las variantes para mantener a la familia: ninguna fructificó. Quedaba la peor y la única en la que corría el riesgo de perder su vida; luego de múltiples oportunidades en que lo visitara la muerte, esta podía ser la primera vez en que valdría la pena perder de verdad su vida, de todas formas se había pasado dos años jugando con esa posibilidad allá en Angola, para al final vivir como un miserable, un veterano olvidado, como le decían sus hermanos.

Antes de irse para África, Manolo fue chofer de rastras, se pasaba la mayor parte del tiempo en la carretera. Luego lo llamaron los del Partido y el Sindicato y le pidieron que aceptara una misión internacionalista en Angola; sabía de muchos que ponían pretextos para no ir, y en la base de camiones los catalogaban de cobardes y nunca más tuvieron derecho a un camión nuevo ni a piezas de repuesto. Por eso aceptó. Pero veintiocho meses en aquella selva africana eran demasiados para cualquier ser humano. Regresó con medallas, que con el tiempo fue olvidando lustrar y exhibir a los que lo visitaban. Hasta que las escondió debajo de la cama de las niñas porque los amigos se burlaban; había expuesto su vida en vano y ahora sus méritos y medallas no podían resolverle ningún problema.

Después de soportar todos los horrores de una guerra, de tantos meses en la selva, sobreviviendo a los peligros, de descubrir que morir en aquel lugar no significaba nada trascendente, que su presencia allí era equivocada, que había sido el peor paso de su vida —porque llegó el momento en que de tanta muerte a su alrededor, era insólito permanecer vivo—, no era capaz de explicar cómo pudo regresar con su familia, cuando ya estaba seguro de que era imposible sobrevivir. Entonces pensó que era suficiente la experiencia, ya no le faltarían pruebas por aprender, con seguridad tendría un futuro de paz; pero comprendió que estaba completamente equivocado: todavía le aguardaban otras pruebas, quizá peores.

Su vida había cambiado tanto en dos años, que no podía acostumbrarse a los ruidos de la ciudad, ya no conciliaba el sueño como antes de irse de misión; desde su regreso andaba de un lado a otro buscando qué hacer, los camiones de la base donde trabajaba se descontinuaron. Por eso nadie lo recibió como héroe. Sus antiguos compañeros de trabajo no se enteraron de su vuelta a casa ni de sus proezas. En la puerta de la base había un custodio desconocido que lo miró sospechosamente y lo persiguió con la mirada a lo largo de la cerca que delimitaba el área.

Desde que se hizo la herida ha pasado una semana. La infección gana espacio hasta hacerle perder el color natural de la pierna. Ni la penicilina, los antiinflamatorios y las curas salvajes han revertido la alarmante secreción. Todo porque no ha podido dejar de entrar cada noche al río, tiene que hacerlo por sus hermanos, pero sobre todo por su mujer y sus hijas, las que esperan y vigilan en lo alto del puente; fingen conversar y no estar nerviosas. A veces el patrullero pasa y las mira con desdén, tratando de arrancarles su complicidad con los ninjas.

Después de regresar de Angola, intentó ser ponchero y no tuvo éxito porque la competencia era excesiva; luego comenzó con el trasiego de viandas del campo para vender en la ciudad, pero los policías registraban y decomisaban los transportes con las mercancías.

Los hermanos traían tabaco robado. Al comienzo era relativamente fácil para ellos, esperaban los camiones que salían cargados de pacas, se escondían en la orilla de la carretera cerca de un bache, o una línea de tren, que sirviera para que el chofer aminorara la velocidad, de un salto se subían sobre los camiones y comenzaban a tirar los bultos hacia la calle, otros los iban recogiendo y ocultando en un lugar seguro. A Manolo le propusieron darle un poco para que revendiera. Con mucho trabajo aceptó. No tuvo otra alternativa que salir en la bicicleta con los tabacos a buscar compradores.

Desde donde Manolo y sus hermanos permanecen ocultos en el río, solo ven sobre el puente las siluetas de las figuras de sus mujeres y la punta roja de los cigarros que hacen círculos anunciando una animada conversación, señal de que no hay peligro. Manolo siente en su cabeza el latido de la herida, un golpe seco que le remueve su interior; pero ahora ni el dolor ni la preocupación por la infección es sustancial, lo importante es el robo de los tabacos, que luego podrán entregar a los revendedores que interceptan a los turistas para ofrecerles los Cohíbas o Montecristi a menos precio que el Estado.

La primera medida que tomó la policía fue poner a varios agentes en el recorrido de los camiones para evitar que los saquearan, lo que aumentó las dificultades y disminuyó la posibilidad de asalto. A veces los hermanos no podían darle ni siquiera un poco de picadura a Manolo, porque si se la daban, perdían dinero. Manolo era su hermano y no podían cobrarle lo mismo que a los compradores de la calle. Eso no les convenía, y además, quizá tampoco se la merecía porque no se arriesgaba con ellos.

Entonces Manolo quedaba con los brazos cruzados y la mirada de su familia acusándolo de pendejo por no participar en esa búsqueda. Los agentes no fueron suficientes y los ninjas continuaron el saqueo hasta que la policía decidió escoltar los camiones con un auto patrullero delante y otro detrás. Y a partir de ese día, se hizo imposible continuar los atracos.

A veces, cuando sus piernas caen en huecos inesperados del fondo del río, no pueden evitar que el agua les llegue a los labios. Sienten el fango en sus lenguas, la arenilla, pero el nerviosismo no les deja mucho tiempo para regodearse en esa sensación. La peste es solo al principio, pronto se van adaptando, se sumergen sin pensar en aquella nube fétida que los cubre y se convierte en parte inseparable de ellos. Al regreso, sus esposas fingen no advertirlo, pero tampoco se les acercan más de lo necesario, los llevan al baño y luego de varios lavados el mal olor les sale por la boca y los poros. En aquel empeño por espantar el hedor, el amanecer entrará por la ventana del baño, acompañándoles las ojeras y el frío perennes.

Cuando se hizo imposible asaltar los camiones, alguien dijo: “si Mahoma no viene a la montaña…” Entonces decidieron usar el monte, abrir nuevos caminos para poder llegar a la fábrica y sustraer los tabacos. Llegaban hasta las cercas y luego de vigilar, en el primer descuido del custodio, saltaban las cercas y sacaban al exterior las pacas de tabaco. Manolo no puede evitar recordar la primera noche que aceptó acompañarlos, al principio con el propósito solamente de vigilar, de serles útil y sugerirles estrategias; solo esta vez, les advirtió, luego, cuando estaba allí, frente a aquellas montañas de tabaco, se le abrieron los ojos y de un salto dejó la vigilia, y comenzó también a llenar su saco. El regreso y traslado de la mercancía era peligroso porque el peso no les permitía moverse con rapidez, los policías disparaban a quemarropa, y ya habían perdido a varios amigos.

Así sucedió con Mario, lo sintieron quejarse por el susto cuando la bala le movió la camisa y la piel, pero seguía corriendo porque aún no llegaba el dolor; los otros se habían separado en su huida desesperada, apenas atendían a quien se quedara en el camino, los disparos no les dejaban pensar, tan solo percibían el silbido de las balas cerca de sus cabezas, y Manolo, que sí está preparado para el combate, reconoce el sonido de los proyectiles cuando pasan cerca del oído, o al chocar contra una rama, sabe que correr a ciegas es más peligroso, conoce por experiencia que sobre la marcha hay que crear un plan táctico emergente; también aprendió que a los compañeros no se les deja tendidos en el suelo. Mira atrás, le grita a Mario que corra pegado a él, que no afloje el paso, pero el herido no puede y marca un trote que lo lleva de un lado a otro sin rumbo fijo, la falta de aire se acrecienta, y a pesar de la sangre que le baja desde el pecho hasta los zapatos, sigue aferrado a su saco donde guarda los mazos de tabaco. Manolo también está consciente de que debe continuar, en la guerra no todos pueden salvarse, ni la vida ni la técnica deben arriesgarse cuando ya el otro se cuenta como baja, tiene que volver y arrancarle la chapilla que cuelga de su cuello, quitarle el fusil y dejarle en su mano la pistola con una bala en el directo; en este caso debe regresar y cargar su saco para entregarlo a su familia; pero Manolo no puede alejarse y dejarlo allí, ese es mi vecino, coño, se dice, casi mi hermano, criados toda la vida en el mismo plante del juego de bolas, en la misma escuela, no puedo mencionar las primeras maldades de niño sin dejar de nombrarlo, salíamos en grupo con la primera novia de la adolescencia; entonces, cómo pinga puedo dejar a mi compañero en las manos de esos tipos desconocidos, y queda indeciso hasta que lo ve soltar el saco y caer, y Manolo se detiene, piensa que arrastrándose podría regresar a buscarlo, pero las fuerzas no se lo permiten, y Manolo tira su saco también, los otros ya se perdieron en la maleza, y retorna, le grita desesperado que haga un último esfuerzo, falta poco, te lo juro, y Mario jadeante llora impotente, solo mira al saco tirado a unos metros, tiene los dientes apretados, Manolo ve acercarse las linternas de los policías, sus voces de alerta para cazar al tigre: los policías encuentran a Mario solo y sin vida, con la mirada fija sobre el cabrón saco.

Todas las noches, al regreso de su recorrido por el río, a Manolo le curan la pierna, su esposa le exprime la herida, primero sale el agua fangosa, luego el pus, y asoma la sangre turbia, las gotas de sudor le recorren el rostro y las manos le tiemblan, su voz se resquebraja, la amenaza con no regresar al río nunca más, pero la mujer prefiere dejar de escucharlo; tras varios apretones, brota la sangre limpia, su rabia se debilita, y se va apagando hasta convertirse en la súplica de un niño indefenso que amenaza con desmayarse.

En la mañana los hombres intentan dormir. Las mujeres salen con jabas a vender los tabacos o la picadura para que fabricantes clandestinos confeccionen cajas de cigarros que luego venderán a la población o los turistas. Caminan durante el día hasta que la noche les avisa que deben regresar nuevamente al puente.

Luego de la muerte de Mario, Manolo pasó varios días sin dormir, tenía miedo de volver a la fábrica, sabía que el destino podía jugarle una broma, haberlo salvado de tantas batallas en que participó y de recibir las medallas ganadas por su valor, para que ahora unos comemierdas sin experiencia de lo que es un verdadero combate, vinieran a clavarle unos plomos y dejar a sus hijas huérfanas. Los hermanos le insistían en regresar a robar, contigo no sucederá nada, le aseguraban. Confiaban en él, tienes carisma para jefe, le dijeron, y con tu presencia nos sentimos menos inseguros y desprotegidos. Y era cierto, lo hacía sin poder evitarlo, casi sin querer comenzaba a mandar, a señalar los peligros posibles, le gustaba hacer notar que era buen estratega, que podía llevarlos y traerlos como el guía de una manada.

Pero ahora sabía que eran inevitables más muertes, los caminos hacia la fábrica de tabacos estaban tomados por los guardias, raramente pasaba un día sin que hubiera un herido o un muerto. La noche anterior, en su escapada, otro ninja que venía de regreso con un saco al hombro, quiso saltar una cerca con tanta prisa que su cuello quedó ensartado del último alambre, la herida era tan grande que se le podía meter un puño sin dificultad.

Los días de bonanza quedaban atrás, sus hermanos permanecían inactivos, jugando dominó y bebiendo ron barato para olvidar las necesidades de sus familias.

Por ser suya la idea no ha podido evitar entrar todas las noches al río. La luna no puede esclarecer la oscuridad, lo que les favorece para mantenerlos en la penumbra. Manolo, sus tres hermanos y su sobrino continúan ocultos en la orilla en espera de la mejor oportunidad para avanzar. Manolo se aprieta encima de la piel la tela que rasgó de la camisa, para que le sirva de venda en la herida. Aún pueden ver las puntas rojas de los cigarros que se mueven sobre el puente.

Con paciencia, Manolo espera que las linternas de los policías que están cercanos al lugar se alejen, y terminen de revisar entre los arbustos, donde a veces encuentran sacos con picadura que otros dejaron abandonados en la precipitada fuga. Manolo dice: vamos, y el grupo de hombres comienzan a moverse. Al caminar, las botas se entierran en el fango como si fuera una tembladera. Lo hacen lentamente, cualquier movimiento brusco puede llamar la atención de los guardias. La frialdad al traspasar los pantalones les hace respirar profundo hasta que sus cuerpos se habitúan. Se deslizan como delfines de agua dulce, al menos así prefiere imaginárselo Manolo, aunque el resto digan que son hurones. Saben que sus brazos y sus cuerpos tienen contacto con desperdicios humanos; pero tratan de no pensar en ello, los apartan mecánicamente y continúan avanzando. A veces una pierna se hunde tanto que les resulta difícil rescatar la bota. Manolo siente que la herida ha comenzado a latirle con más fuerza. Mira hacia el puente y las siluetas aún permanecen allí, ahora más lejanas, distantes; se pregunta si regresará con vida, es incapaz de decirlo en voz alta, lo único que lograría es hacer sufrir a los demás; de todas formas no tiene otra alternativa que hacerlo. A lo que más le teme es a la curva del río, cuando ya no pueda ver el puente y por consiguiente a su familia encima de él, de alguna manera verlas allí les hace sentir seguros, como que nada les sucederá, porque aunque no las escuchen, saben que están rezando, haciendo promesas a los santos, y eso les brinda un poco de confianza.

Cuando la oscuridad se los traga en esas aguas albañales que hieden a orina y excrementos, pero que ya no les molestan por la costumbre o el miedo, un frío diferente les recorre el cuerpo, una sensación de soledad y desamparo, que les provocan deseos de salir de esas aguas, regresar al puente y abrazar a la mujer y llevarla para la casa, acostarse y taparse con una sábana de pies a cabeza y tratar de olvidar esa locura de llegar a la fábrica por ese río pestilente.

A su regreso de Angola, encontró otra guerra por la supervivencia, pues por la cuota de comida solo daban un puñado de chícharos y una libra de azúcar; a veces arroz, y a veces, huevos. No había transporte ni mercado, lo único que tenía valor estaba en la bolsa negra. Suponía que esta guerra había comenzado después de su partida, o siempre estuvo aquí, y ahora la descubría y enfrentaba sus consecuencias.

El miedo por las continuas persecuciones y el acoso de la Policía en el barrio, no le permitía dormir; también sabía que si continuaban las incursiones hacia la fábrica, una noche le tocaría a él poner el muerto; pero sabía que dejar de hacerlo y no recibir el dinero diario de la venta de los tabacos, era volver a la crisis, al hambre.

Una noche soñó que un disparo lo hacía caer en el río y su cuerpo se hundía en aquella agua oscura y fría, dio un salto en la cama y comenzó a llorar, mientras su esposa le pasaba una mano por la espalda y con la otra le tapaba la boca para que no despertara a las niñas; hizo un alto, calló y bruscamente comenzó a reír, Ochún le brindaba la solución: el río; fue hasta la imagen de la Santa que permanecía en el cuarto de la niñas, se arrodilló y comenzó a besarla en señal de agradecimiento.

Llevan casi una hora caminando por el río, les duelen las piernas, los brazos, la cabeza de fijar la vista, de querer descubrir entre la oscuridad a los guardias y sus trampas. De tanto silencio sienten que las mandíbulas chocan por el frío o por el miedo, Manolo le tapa la boca a su sobrino, le sujeta la quijada, le pide que respire y expulse el aire lentamente y el sonido desaparece. Avizoran los grandes almacenes; extreman precauciones y ahora los movimientos son más lentos, la tensión se agudiza y el miedo parece romperles el pecho. Se pegan al muro, esperan que la luz del reflector se aleje hacia el lado contrario. La ropa húmeda duplica el peso de sus cuerpos. Después de saltar se arrastran por el patio hasta llegar a las naves. Los custodios conversan en su garita. El sobrino vigila mientras Manolo y sus hermanos llenan los sacos de nylon y los amarran. Luego los llevan hacia el muro y los dejan caer al río. Con una soga larga los amarran uno al otro. Emprenden el retorno en dirección del puente. A veces se apresuran y chapotean. Manolo los detiene, mueve las manos como un director de orquesta pero sus acompañantes no lo ven por la oscuridad hasta que tropiezan con él. A lo lejos, por las luces de las linternas, pueden intuir el movimiento desesperado de los policías que buscan entre el marabú en un intento por encontrar ladrones o mercancías abandonadas.

El regreso se hace largo, muy largo. Hasta que pueden ver la estructura del puente, y las mujeres escuchan el silbido que les avisa de su llegada. Ellas miran hacia los lados buscando algún peligro. Y vuelven a encender los cigarros y los mueven en círculo, señal de que ya pueden salir del río.

Al día siguiente Manolo se la pasó dando vueltas en su cuarto, no quería hablar, decir lo que se le había ocurrido, no deseaba ser el causante de la muerte de nadie; pero sin embargo, sabía con seguridad que su plan daría un excelente resultado, con anterioridad lo había hecho en Angola. Su mujer le pidió varias veces que lo consultara con sus hermanos, pero él se negó.

Ella fue hasta el grupo de dominó y comentó que su marido tenía una nueva estrategia. En pocos minutos ya estaban asomados a la puerta del cuarto en espera de la salvación.

—Cada hombre sabe qué hacer para sí —aseguró Manolo—, para con la patria, y sobre todo, para con su familia…

Le hicieron una seña para que abreviara, no querían muela ni teoría.

—Esta guerra es diferente a la que dejaste allá —le dijo uno de los hermanos.

Y quedaron esperando. Volvió a permanecer otro rato en silencio, salió al patio, luego caminó hacia la calle, iban tras él en silencio. Por momentos pensaron que se había vuelto loco. Tenía la mirada perdida. A los cien metros se detuvo sobre el puente del río, sus acompañantes lo miraban desconcertados, allá abajo solo quedaba el agua sucia y sin peces. Y Manolo señaló a lo largo del río.

—Este es el camino —dijo, y el dedo se elevó hasta los gigantescos tanques que la fábrica exhibía sobre sus techos y que se empinaban encima como una majestuosa iglesia.

Las sonrisas cubrieron los rostros de sus acompañantes, se preguntaban cómo no se les había ocurrido a ellos, las pacas de tabaco flotarían, la Policía nunca podría sospechar que entre esas aguas negras se deslizaban varios hombres como inmensos hurones fétidos.

Las mujeres, después de ayudarlos a salir del agua y esconder la mercancía en una casa segura, llevan a los maridos a ducharse y, luego de varios intentos por despojarlos del mal olor, no logran disiparlo completamente.

El dolor en la pierna lo despierta y tiene el cuerpo sudado por la fiebre. Esta mañana sus hermanos no duermen ni las mujeres han salido con las jabas a vender el tabaco. Todos aguardan de pie alrededor de su cama. Su sobrino tiene los ojos empañados por las lágrimas. Reconoce al médico que han traído, es amigo de la familia.

—No puedo hacer otra cosa —y lo mira desconcertado—. La gangrena está subiendo, si no actúo rápido te matará en horas.

Manolo no puede evitar las lágrimas. Se pregunta por qué, entre todos, la mala suerte tuvo que tocarle a él. Mira a las niñas que juegan con sus muñecas y no saben la desgracia que acontece. Pero sus hijas, como si lo intuyeran, le arrancan con violencia los brazos y las piernas a sus juguetes, hasta que solo quedan el cuerpo y la cabeza. Manolo sabe que así quedará él, con el tiempo irá perdiendo otros pedazos, hasta el final. Pero ahora eso no es importante.

Solo le preocupa cómo se trasladará por las aguas del río con una sola pierna.

Ángel Santiesteban Prats. La Habana, 1966. Narrador

Graduado de Dirección de Cine. En 1989 obtuvo Mención en el Concurso de Cuentos Juan Rulfo que convoca Radio Francia Internacional y en 1999 mereció el Premio César Galeano por su relato “La puerca”. Ha publicado, además, los libros de cuento Sueño de un día de verano (Premio Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC, 1995, Ediciones UNIÓN, 1998); Los hijos que nadie quiso (Premio Alejo Carpentier, Editorial Letras Cubanas, 2001); Sur: Latitud 13 (Editorial Emily, 2006) y Dichosos los que lloran (Premio Casa de las Américas, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2006). Sus textos han sido publicados en México, España, Puerto Rico, Suiza, China, Inglaterra, República Dominicana, Francia, Estados Unidos, Colombia, Portugal, Martinica, Italia, Canadá, Argentina, Brasil, Venezuela, Finlandia y Alemania. Relatos suyos aparecen en múltiples antologías del cuento cubano. Escribe el blog Los hijos que nadie quiso.