Narrativa

Somos nosotros

Yo también prefería el sobrenombre. Tal vez misterioso, tal vez oscuro, pero mejor, Casona siempre resultó mejor. Distinguida versión tropical de un elegante estilo neoclásico todavía vivo entre columnas y decorados exteriores.

Acudíamos a ella con unos deseos increíbles de entrar, de entrar al patio por lo menos; donde, según las lenguas, se veía una mujer desnuda. Tema muy repetido, pues hablar de cuestiones desconocidas se convertía en lo máximo cuando llegaban las seis. Hora especial, hora de luces, algunas distribuidas por apartados rincones, incluyendo el jardín y los dos garajes. Estos últimos cuidadosamente aislados, locales que sólo utilizaba el chofer del Señor, llamado Lázaro; sobre quien, en más de una ocasión, proliferaron diferentes comentarios: le pega a su mujer, no está de acuerdo con el proceso político cubano, mantiene una conducta dudosa, nadie sabe lo que está pensando.

Para algunos, una casa vieja; y para nosotros, la Casona, igualmente conocida en el Vedado por sus jardines, donde había de todo, hasta una Palma; seguida de helechos, espárragos y flores amarillas, rojas o malvas, asociados esos colores con tres venerados santos africanos.

Tenía dos accesos principales. Siempre despejados, siempre limpios. Algo así como una clara invitación a tocar la puerta. No, imposible, ninguno de nosotros se atrevía. Ya eran incontables las anécdotas sobre muertos y fantasmas que tomaban té. Un asunto realmente laberíntico. Pero que de algún modo favorecía nuestras pláticas sobre la Casona, ubicada en la calle 8, realidad que, también en más de una ocasión, provocó irritadas comparaciones con la calle 8 de Miami.

La Casona, a los efectos prácticos, se había convertido en el centro de nuestras vidas. Frente a ella pasábamos la mayor parte del tiempo. Unas veces escuchando las historias de Miguel, otras veces jugando dominó y otras muchas veces volviéndonos locos con nuestro juego preferido: una mi mula, dos mi reloj, tres mi café, cuatro mi gato, cinco te hinco, seis pan de rey, siete mi machete, ocho te pongo el mocho, nueve te lo quito…Debe ser muy clara por dentro, decíamos, muy ventilada. Techo alto, amplio portal y un inmenso patio.

Ya en la segunda planta, guiándonos por las explicaciones del propio Miguel, cualquier persona podía advertir una influencia arquitectónica bizantina, especialmente por los mosaicos, huella europea ya perdida ante el empuje de extravagantes hábitos que fue adquiriendo el Señor. Traje negro, lentes negros, chofer negro, auto negro y ventanillas también negras: el hombre de negro. Sólo una vez pude verle la cara. Él, por alguna razón, salió a la terraza del piso superior y yo, con prismáticos, desde el apartamento de Julia, lo vi, claro que lo vi. Imagen que me hizo recordar diferentes bolas callejeras: tiene labios de mujer, juega en el otro bando, prefiere la música clásica, es un lobo solitario, practica ejercicios yoga, ya se le han hecho varios informes, puede ser un agente de la CIA.

Nosotros, para casi todo el mundo, éramos unos niños, unos adolescentes malcriados que se pasaban gran parte del día fuera de sus casas. Pero Julia siempre fue distinta. Tierna, comprensiva, cariño multiplicado si nos hacía gelatina o una variante revolucionaria de lo que fueron, en la década del cincuenta, las famosas natillas del restaurante El Carmelo. A ella también le interesaban los detalles de la Casona: visitas, reparaciones, movimientos nocturnos, consumo eléctrico, llamadas telefónicas al exterior…Por Julia, que para mayor afinidad era la madre de mi amigo Pablo, supimos que la Casona estaba llena de cuadros caros y espaciosos salones, sobre cuyo piso (mármol blanco) resplandecían muebles de estilo Luis XV. Jarrones chinos, cortinas y exóticas plantas hondureñas que crecían sin apenas agua y sin el menor respiro de sol. A eso había que añadirle alfombras, lámparas colgantes, espejos, rejas interiores, candelabros, mimbres, sillones de maderas preciosas, baúles, mamparas y otras figuras decorativas de alto valor, incluyendo un piano.

¿Qué ocurría dentro de la Casona? ¿Por qué tanto silencio, tanto orden, tan poco contacto con los vecinos? Al punto de que no sabíamos bien la cantidad de personas que allí vivían. Sí, vivía el Señor, pero… ¿y quién era aquella joven despampanante que entraba y no salía o que a veces salía y no entraba?; ¿y el hombre del pantalón carmelita?; ¿y la señora de los paquetes? Hacíamos una pregunta detrás de otra sin encontrarle explicación a un comportamiento que nos parecía extraño; y más extraño aún porque no tenía nada que ver con el comportamiento de nuestras familias, todas muy vinculadas a la Revolución.

Miguel, en su afán de siempre tener alguna historia que contar, nos habló cierta noche de la biblioteca: pueden encontrar los más variados títulos, pero donde se destacan, especialmente por su encuadernación y cuidado, colecciones que recogen historias de misterio, muerte y espionaje. Libros raros, oscuros, prohibidos, libros como Los diablos de Portugal. Se ubica en el piso de arriba y tiene salida a la terraza. Es utilizada sólo para leer, pues el despacho del Señor está más al fondo, diseñado de tal forma que el aislamiento es total: ni una mosca, ni un mosquito, nada se escucha allí; y mucho menos moscas y mosquitos, insectos que son perseguidos con furia; ligado esto a una impecable limpieza, a una obsesión desmedida porque todo brille como tiene que brillar.

Comenzamos a pensar que tal vez se trataba de un excéntrico, de un burgués, de un homosexual, de un mediocre o de un vecino que tenía familiares en los Estados Unidos. Quizás un marginado, un maniático, un loco, un diferente o uno de esos hombres…Profunda contradicción, pues la Casona, día a día, cobraba una mayor importancia para nosotros. Mucho necesité compartir estas dudas, al menos con mi padre. Sin embargo, nunca pude hacerlo, a él no le alcanzaba el tiempo. Siempre trabajando: tareas para la construcción del porvenir, tareas de choque, tareas vitales, tan vitales que le fueron absorbiendo la vitalidad de compartir con su hijo, de enseñarlo a montar bicicleta, a jugar pelota, a nadar, a patinar o a tocar una mujer desnuda; como esa que alguien había visto en el patio de la Casona y que yo nunca vi.

De una manera casi empírica estábamos conociendo importantes asuntos de la vida. Ayudados por Miguel, amigo de mayor edad; y por Julia, claro, cuya ternura, como ya dije, no sólo iba dirigida a Pablo; con quien una noche, y al fin, salté el muro de la Casona, instinto que nos envolvió inesperadamente. ¿Lo hacemos? Y sin pensarlo mucho…Yo salté primero, no, mentira, primero saltó él, y ya en el jardín, escondido detrás de la Palma, me hizo señas. Los dos estábamos muriéndonos de miedo, cosa no experimentada por mí hasta ese momento. ¿Qué sabía yo lo que era morirse de miedo? Silencio absoluto, pero silencio iluminado, dijo mi amigo mientras se preguntaba por qué motivo había tantas luces alumbrando aquel lugar.

¿Un perro? Jamás, en la Casona jamás vivieron perros, casi seguro debido a la limpieza y a la obsesión por los brillos. Fue así como llegamos al patio. Un lugar repleto de macetas, figuras de barro, tinajas, versos de poetas famosos tallados en bronce, ánforas, enredaderas, bancos, farolas, varios tipos de orquídeas y una fuente (mármol negro); cuyo diseño, más bien barroco, dejaba ver mujeres desnudas, ángeles, flores y dibujos que las propias luces impedían descifrar. Visto el patio no quedó otro remedio que acercarse a los ventanales, para, con mucho cuidado, comprobar aquello que las lenguas del barrio decían diariamente.

Allí estaba todo. Y algo muy curioso: en cada espacio de la planta baja permanecía encendida una luz de esquina, ideal para que nuestras intenciones pudieran cumplirse sin los clásicos tropiezos que casi siempre provoca la penumbra. Yo me estaba muriendo; y Pablo igual, aunque intentara hacerse el líder.

Traté de mirar un detalle tras otro con la escasa serenidad que pude arrancarle al miedo, incrementado a esa hora por aquellas tenebrosas historias de muertos y fantasmas. Mientras más miraba, más quería mirar; especialmente un salón que resultó nuevo, nadie habló nunca de ese salón; situado a poco metros del comedor y no muy amplio, pero en extremo acogedor. Lleno de bustos, ceniceros, cajas de caoba, copas, relojes, sombreros, bastones y una cifra indeterminada de helechos, sí, de helechos, helechos raros, helechos grandes, helechos que quizá habían sido traídos de la Sierra Maestra y plantados allí por una mano de mujer. Tenía que ser una mano de mujer la que trasplantó esos helechos y colocó tan a gusto los muebles en forma de U. Al centro, una mesa, una pequeña mesa que ofrecía mayor intimidad; habilitado así para escuchar música, beber algún licor después de la cena o fumar.

Para mí, era una hazaña, una victoria, un valiente enfrentamiento al peligro. Desde ese día seríamos los héroes del barrio. Adolescentes que traspasaban barreras sin temerle a muertos, sin temerle a fantasmas tomadores de té.

Cuando concluíamos de mirar el salón de los helechos grandes, se escucharon pasos en el interior de la Casona; pasos suaves, pasos de mujer, pasos que lentamente estremecían la escalera de mármol, construida con una sola rama para ganar espacio. Por esa escalera, sí, por esa escalera, yo vi bajar a la despampanante joven que entraba y no salía o que a veces salía y no entraba. Ella, ella…Envuelta en una bata de seda blanca, adulta, dura, relampagueante; y yo allí, repleto de asombro, oculto tras el cristal, inmóvil, solo, porque Pablo, estudiante de música, había ido por el otro extremo para verificar la marca del piano; qué piano ni qué ocho cuartos, ella, toda ella, con no más de veinticinco años entrando al salón de los helechos. Cigarros, velas y luego música. Nada más y nada menos que el Álbum Blanco de Los Beatles; confundido ahora con la blanca seda que cubría su cuerpo desnudo, totalmente desnudo; sin saber que un adolescente, en aquella ventana, se estaba muriendo, muriendo no, naciendo, comprendí después, al tomar conciencia de que su espalda y sus muslos habían sido mi primer desnudo de mujer, mis primeras ganas de acariciar y mis primeros instintos de rugir como un tigre.

De las cuatro paredes que tenía el salón de los helechos, había una que estaba revestida con madera, otra que estaba revestida con piedras, otra que servía como fondo a la estufa y otra, mi ventana, donde un suspiro, un casi llanto, se hacía cada vez mayor. Temblé, mil veces temblé, temblé solo, porque Pablo, niño insistente, seguía empecinado en descifrar la marca del dichoso piano. Y ella allí, inmutable, tranquila, despejada, sin pensar en la nueva división político-administrativa que tendría Cuba, sin pensar en el Campo Socialista, sin pensar en el camarada Leonid Brezhnev, sin pensar en el imperialismo norteamericano. Ella allí, sola también, a pocos metros de unos ojos que acababan de cumplir doce septiembres; ella allí, con aire renacentista, con ganas de volar, entre humo y Beatles, entre Beatles y humo.

Salí corriendo…Desesperado por encontrar la calle, ruido de pasos que igualmente hicieron correr a Pablo. Él saltó primero, mentira, primero salté yo. Y no paramos hasta llegar al parque; ¿qué pasó? Nada, nada, no pasó nada.

Apenas podía articular una palabra. La perfecta desnudez de aquella mujer me había dejado mudo. Y allí mismo decidí no contarlo. Nadie, ni el mismísimo Miguel, sabría lo que yo había visto en el salón de helechos grandes. Eso era muy mío. Cómo contarlo entonces, no, nunca, entre otras cosas porque eran muchas mis dudas. Jamás imaginé que alguien podía llegar y desnudarse con tanta libertad de pensamiento; y así, asimismo, atraer la música, las velas; no, cómo contarlo, de seguro comenzarían a decir que se trataba de una loca, de una libertina, de una cualquiera, de una de esas mujeres de la vida que andan de placer en placer, de noche en noche, de hombre en hombre; no, contarlo no, porque dirían que era una confundida, una desafecta, una enferma, una burguesa, una espía; dirían que ella era la amante del Señor o la mujer desnuda del patio; que lo hizo para provocar a un niño, a un infeliz, a un inocente, al hijo de una verdadera familia revolucionaria. No, contarlo no, porque ese había sido un día único. De ninguna manera yo podía permitir que se manchara esa imagen divina. Entonces pensé, y así lo hice, contar todo lo demás; ayudado por Pablo, cuya gloria mayor resultó definir la marca del piano: es un “estengüi”, así lo pronunció, por un lado dice made in USA y por el otro… es un “estengüi”, estoy segurísimo.

Miguel pegó un grito de alegría. Tuve que explicarle cómo eran los bastones, los sombreros, los mimbres, haciendo énfasis además en algo particular: algunos candelabros del comedor repetían los colores malva, rojo y amarillo. Y resultó curioso que casi todas las paredes estuvieran pintadas de blanco, casi todas, porque en algunas predominaba un azul claro. Tan claro que parecía blanco, tan blanco que parecía azul.

¿Y la cocina? No, la cocina no la vimos, pues tiene ventanas muy altas. Aunque Pablo observó que en algunos lugares, siempre elevados, colgaban unas bolsitas que contenían agua. Exacto, afirmó Miguel, bolsitas de agua que son espantamoscas; de ahí que la especie haya desaparecido, no hay, huyen hacia otros sitios; hacia mi casa, por ejemplo, que últimamente se ha convertido en el hogar materno de las moscas del barrio.

Pasamos varios días contando lo ocurrido. Acontecimiento que nos aportó una especial sensación de celebridad. Estado de ánimo que cambia incluso hasta la forma de caminar. Pero todo pasó. Y al final volvimos a ser los mismos de siempre. Uno recordando detalles del piano y otro…Aquel acto “heroico” despertó mayor interés por la Casona, razón que al mismo tiempo motivó varias advertencias de Miguel: que no se repita, eso es violación de domicilio, lo mismo en la calle 8 de La Habana que en la calle 8 de Miami, bien tipificado por el Código Penal que, implacable, caerá sobre los hombros de vuestros queridísimos padres. Estas, y no otras, fueron las palabras de Miguel; quien salpicaba sus consejos con tenebrosas historias, sin saber que yo, después de haber visto una mujer desnuda, nunca más creería en fantasmas.

Fue el propio Pablo quien una noche se interesó por la planta alta, una parte de la Casona que había cobrado mayor importancia después que conocimos detalles de los otros espacios. Era sabido que nosotros dos estábamos inconformes. ¿Cómo será la planta alta?, ¿será como dice Miguel? Interrogante imposible de responder. No, Pablo, eso es una locura. Tal vez sea mejor tocar. ¿Qué tiene de malo llegar hasta la puerta y presentarnos como admiradores de la Casona?, ¿qué tiene de malo, dime, qué tiene de malo? Mi pregunta, más propuesta que pregunta, lo dejó pensativo. De pronto se vio ante un tribunal de familia explicando las causas que lo llevaron a visitar una vivienda sin prestigio. No, tocar no, dijo primero; sí, tocar sí, dijo después, pero… ¿Cuándo? Olvídate de eso, ya encontraremos alguna razón que justifique nuestra visita; razón que nos llegara, para tristeza nuestra, con la noticia de que Lázaro había fallecido. Su muerte, como cualquier otra que ocurriera en el barrio, la sentí, de verdad que la sentí. Porque yo en ese tiempo no estaba preparado para dejar de ver caras allegadas, algo que también me ocurría cuando alguien se iba del país.

La muerte del chofer fue un lunes, y ya el miércoles…No, el miércoles no, el jueves, exactamente a las seis, estábamos tocando para dar nuestro pésame. Tocamos tres veces. Pablo, por favor…Bueno, sí, toca otra vez. Pero la puerta seguía cerrada. ¿Nos vamos? Espera, espera un momento, ahí viene alguien. Y en ese preciso instante se abrió la puerta, la puerta de los sueños. Buenas tardes, jovencitos, ¿desean algo?, preguntó la señora de los paquetes. La misma mujer solitaria que tantas veces vimos entrar y que ahora, con una especial amabilidad, nos atendía. Bueno, dijo Pablo, nosotros queríamos, sólo queríamos dar el pésame por la muerte de Lázaro. Muy bien, respondió ella, pasen, pasen y siéntense, enseguida les llamo a Federico. ¿Qué?, Federico era el Señor, claro, era el Señor. Oye, Pablo, Federico es el Señor, rápido, vamos, tenemos que irnos…Pero Pablo ya estaba ido, sentado todavía, pero ido, rígido, blanco como un papel. Allá tú, balbució, dime tú, yo me estoy…No hubo tiempo de tomar ninguna decisión. ¡Bienvenidos!, dijo el Señor ya parado frente a nosotros. ¡Bienvenidos!, volvió a decir mientras le hacía señas a la mujer de los paquetes para que nos trajera algo de beber.

¿Qué pasa, ustedes no hablan? Mucho que lo hacen allá fuera cuando juegan dominó. Vamos, muchachos, déjense de boberías, no tengan pena, están en su casa. Es que nosotros, dijo Pablo, no, mentira, dije yo, queríamos darle el pésame por la muerte de Lázaro. Y además de eso queríamos entrar aquí por primera vez, porque su casa, es decir, la Casona, es un lugar querido, siempre estamos hablando de ella. De repente la lengua se me soltó y no podía parar. Cierto, respondió el Señor, los entiendo, y agradezco mucho la gentileza que han tenido. Lázaro era un buen amigo. Nos conocimos hace mucho. Y es triste, muy triste…Pero no creo que ustedes dos hayan venido para hablarme de cosas tristes. No, no, claro que no, respondimos a dúo.

Yo esperaba encontrarme a un hombre extraño, a un hombre seco, a un hombre que inmediatamente nos sacaría de su casa. Todo lo contrario. Fue cuidadoso, afable, normal; y poco a poco preparó condiciones para que entráramos en confianza.

La señora de los paquetes era su hermana de crianza. También muy querida por él y toda una especialista en cuestiones culinarias. De ahí la exquisita limonada que nos bebimos.

Este primer intercambio se desarrolló en la saleta. Pero después el propio Señor nos invitó a dar un recorrido. Aunque esta parte ya la conocen, dijo, quiero que conozcan algunos otros detalles. Pablo y yo nos quedamos desconcertados. No se asusten, continuó él, la noche que ustedes dos entraron yo los vi. Sin embargo, creo imposible que hayan podido observarlo todo con la claridad necesaria. Entonces comenzó a explicarnos el significado de cada objeto que allí había. Porque todo, absolutamente todo, tenía un significado especial. Enseñó fotos, recuerdos familiares, mencionó su último trabajo y terminó hablando de la esposa, fallecida diez años antes. Fue la mujer de mi vida, agregó, todavía le guardo luto. Diariamente voy al cementerio. Y es por eso que prefiero los colores oscuros. Según ustedes, el hombre de negro, apodo que prefiero al de Señor. ¿De dónde sacaron lo de Señor? Nunca me llamaron así. Ni en tiempos de gran auge económico, años cuarenta más o menos, cuando asumí responsabilidades mayores y vine a vivir para esta casa, propiedad de mis abuelos.

Yo miraba a Pablo y Pablo me miraba a mí. Porque lo que estábamos escuchando se iba más allá de cualquier idea. El Señor, mejor dicho, Federico, de lento hablar y lento caminar, sabía perfectamente lo que se comentaba en la calle sobre la Casona, incluyendo aquellos insistentes comentarios sobre Lázaro. Decía cosas muy serias, como si su plática fuera con otras dos personas mayores; razón que nos daba un lugar como seres humanos razonables, un lugar que yo merecía y que nadie, excepto Miguel, me había dado.

Varias veces mencionó a su esposa, deteniéndose en el respeto que sentía hacia ella, mujer que prefería los baños de luna a los baños de sol. Murió en un accidente automovilístico, comentó bajando la voz, fue una verdadera fatalidad; para mí y para los niños, sobre todo para los niños, que crecieron sin amor maternal directo. Gran parte de mi vida perdió sentido. Pero tenía que vivir, tenía que seguir viviendo, y lo hice especialmente por mis hijos. Tuvimos dos, hembra y varón, pero ya no viven aquí, no les gusta, ellos también consideran que esta casa es una Casona, aunque siempre vienen, y a veces, como hoy, se quedan. La hembra es arquitecta y el varón acaba de concluir psicología.

Comencé a temblar. En mis piernas se repetían los mismos temblores que sentí cuando estuve escondido. Ya no quedaba ninguna duda: la hija de Federico era la joven despampanante que yo, pequeño, frágil, casi espuma, había visto en el salón de los helechos. La hija del Señor, del Señor no, de Federico, era mi única mujer desnuda, mi sueño, envuelto primero en una bata de seda blanca y después…Perdí el control; y Pablo, que me conocía, sentenció: qué te pasa ahora, espérate, tú no estás viendo que…No podía controlarme, mucho menos en el momento que escuché pasos, pasos suaves, pasos que lentamente estremecían la escalera de mármol. Estos son mis hijos, afirmó Federico con orgullo. Quise desaparecer. Y fue Fabio, el hijo varón, quien rompió el hielo: bueno, díganme, ¿les gusta la Casona?, ¿quieren ver la planta alta? Sí, sí, dijo Pablo, no, no, dije yo, bueno no, dijo Pablo, sí, sí, dije yo. Entonces comenzamos a subir. Federico y su hijo varón (el hombre del pantalón carmelita) quedaron abajo. Pero ella subió con nosotros, rozándome los codos, haciéndome temblar como nunca. Enseguida preguntó si conocíamos a Los Beatles, explicando del mismo modo el significado de cada mosaico, huella europea que allí se mantenía intacta.

Pablo, en ese instante, comentó que las paredes estaban pintadas respetando un mismo color. Y de igual forma celebró las plantas. Cada una sembrada con mano maestra; mano maestra que pertenecía a Isabel (la mujer de los paquetes), quien allí hacía lo imposible porque todo brillara como tenía que brillar. No, no, son diosas griegas, explicó ella ya en el recibidor, estatuas que mi madre prefería. Vengan, vengan por acá, vamos primero a la biblioteca.

Ya nadie podría llegarme con historias. Miramos los libros uno por uno. Las colecciones una por una; y no vi, ni Pablo tampoco, un solo libro de misterio, un solo libro de espíritus, un solo libro que tratara sobre los famosos diablos portugueses. Nada, nada de eso. Allí estaban, en ediciones muy antiguas, pero debidamente cuidadas, los treinta tomos de El tesoro de la juventud, los dos tomos del Quijote y la Biblia, títulos con hojas de hilo y encuadernación original, tres maravillas, unidos, en un mismo orden, a las obras completas de José Martí. Conté, además, un sin fin de libros relacionados con la economía, el descubrimiento de América, la Revolución Francesa, la Segunda Guerra Mundial, Cuba y el marxismo. Libros de un tal Mao, ¿quién será éste? Diccionarios, cuadernos de poesía, atlas, biografías… ¡Qué biblioteca! Pero no una biblioteca extraña como me la habían pintado, no, todo lo contrario, encontré una biblioteca clara, ventilada, con lámpara y poltrona para leer. Un poco más allá, e inmensa, la terraza, la misma terraza que yo había visto con los prismáticos y la misma terraza que mil veces, también con los prismáticos, miró Julia.

De ahí fuimos al despacho. Siempre guiados por ella, quien, en un momento, agarró mi mano: despacio, despacio, que este pasillo es muy estrecho. La mano de aquella mujer, dada así, al descuido, fue el paraíso, lo que sin duda alguna me provocó sensaciones de príncipe valiente. ¡Qué decir del despacho! Impecable, envidiable, íntimo, repleto de recuerdos y presidido por una gran foto. ¿Cómo se llama el hombre que aparece junto a Federico? Rubén Martínez Villena, respondió ella. Un gran buró y dos butacas, era todo, no, también había un telescopio y una pequeña repisa; y sobre la repisa, un tocadiscos, cuya marca fue inmediatamente descubierta por Pablo: “Fili”, made in Holanda, con retroceso automático, tremendo hierro.

Un minuto más dentro de la Casona y el encanto vivido desaparecería, pues entonces seríamos dos intrusos, dos inoportunos adolescentes preguntándolo todo. Lo que han visto en esta casa, o en esta Casona, es la memoria de mi esposa. Decidimos conservarla respetando incluso sus colores preferidos, que no guardan relación con santos africanos. Ella era católica. Pero que sí guardan relación con algunas flores del patio, mágico lugar donde dicen haber visto una mujer desnuda, algo perfectamente posible.

Federico, como economista, fue uno de los hombres que trabajó junto al Che Guevara en el Ministerio de Industrias, labores que coincidieron con el fallecimiento de su esposa. Poco después, tal vez como una consecuencia del propio dolor, aquel hombre sufrió una parálisis cerebral aguda, quedándose limitado para siempre.

Miguel permanecía atento a cada detalle que yo le contaba. Sin embargo, y por primera vez, prefirió callar. Silencio que más tarde se transformó en una cortante frase: los diferentes, los mediocres, somos nosotros.

Fidel Antonio Orta. La Habana, 1963. Narrador, poeta y ensayista

Ha ejercido los más variados oficios: actor, trovador, periodista, diplomático, productor cultural y profesor universitario. Actualmente es profesor titular de Literatura en la Universidad Bolivariana de Santiago de Chile. Autor de los libros: El rey de la selva (Fábula); Posición horizontal (Cuento); Luz de agua sencilla (Poesía); Más acá del mundo (Ensayo); Porfiadas palabras (Novela) y El traje que vestí mañana (Novela).