Narrativa

Te enseñaré a matar

Vampire. Edvard Munch, 1895

Aquí en la Isla todos recuerdan la llegada de Stevens Franz la misma noche tormentosa que la radio de tierra firme alertó a los del faro sobre una embarcación que había perdido el rumbo y quizás, de no haber sido tragada por las aguas, había encallado en los arrecifes cercanos al farallón. El barco o el bote pertenecía, al parecer, al hospicio de Fayanca y trasladaba de Seraya a Tartusa a una caterva de chiflados. La misma noche, Stevens Franz se le apareció a un pescador en las cercanías del lamedal y, como la luz de la luna le imprimía a la piel una palidez espectral, fue confundido con un muerto; además, porque es creencia de que los barrizales de Ventura son una especie de recodo infernal, paraje de tránsito para aquellos que se retiran al averno o provienen de él. No obstante, me ha parecido justo defender la inocencia del señor Stevens Franz con respecto a la ola de muertes que ha azotado a la isla en los últimos días.

Stevens Franz no es un asesino y mucho menos —¿cómo dar crédito a tales supercherías?— un vampiro. Pero suponiendo que lo fuera, habría tres cosas que no podría ocultar. Primero, una extraña aversión por la mostaza; segundo, la imposibilidad de caminar hacia atrás; y tercero, el parpadear de abajo hacia arriba, como los demonios. Todos los vampiros lo son. Admito que al principio me asaltó el desconcierto cuando lo tuve frente a mí; me había obsesionado tanto con los últimos acontecimientos en la playa, que no podía quedarme así, decepcionado por no haber dado con una criatura de los infiernos.

Deben aceptar, dadas las pruebas que ustedes han arrojado sobre mi mesa en estos veinte días de observación rigurosa, que Stevens Franz es incapaz de multiplicarse como los panes y los peces, mucho menos cambiar de cuerpo y de nombres como de ropas y peinados. Es cierto que abundan por ahí testimonios de espanto pero, ¡vamos!, debemos reconocer que en todos, desafortunadamente, ha sido víctima u observador; no obstante, les confieso —y espero que no lo tomen a mal— que algunas veces he dudado de tales coincidencias, y ningún testigo ha podido explicar por qué han confluido en los mismos escenarios, aunque yo he tenido experiencias similares.

Vean ustedes, hace algunos días presentí que habría una muerte y decidí subir hasta la playa. Sospeché que sería una muerte violenta, un desgarrón… Camino y siento un dolor en las sienes, sudo, estoy frío, mi corazón se acelera y doblo el paso: la premonición es mucho más fuerte. Busco el mar. Hay aguas agitadas y peces en la visión intermitente, repentina, breve. Avanzo cinco, seis cuadras y aunque debiera ver los pinos de la playa, el entorno es neblinoso, denso. Debía estar sobre el puente, que es donde termina la calle y comienza el estero. Esta es una isla extraña, demasiado rara y abundan los desbocados, las potencias indomables, en eso deben coincidir conmigo. Tomo precauciones. En mi visión no puedo discernir el lugar que ocupo, pudiera ser mi propia muerte, por eso me he visto obligado a sacar la pistola y avanzar como un poseído por entre la niebla tan espesa. Tiro algunos disparos al aire, me cuido de los fantasmas, de las apariciones fugaces, evito a quien ataca por sorpresa, amparado por la nube de salitre que proviene del mar y de la extraña neblina de la tarde. Veo una sombra humana y la persigo porque lleva a un niño de la mano. Le grito que se detenga, pero los dos caminan hacia el mar. Siento que el ruido de las olas se ha convertido en una frase absurda que repite: “Te enseñaré a matar… te enseñaré a matar…”, y acelero hasta adentrarme en el agua. Ya no puedo seguir. Las rocas y el mar furioso me lo impiden. De pronto siento calma y silencio, el entorno se despeja y el cuerpo del niño es arrojado a mis brazos por un golpe de ola. Está muerto y el agua que me rodea es sangre. ¿Me escuchan bien? Tuve miedo de que me achacaran la muerte del niño y además de que lo relacionaran con dos prostitutas decapitadas que encontraron la noche anterior en esa misma playa. Por eso no les dije en el momento.

Aún no hemos logrado averiguar nada sobre esas muertes, y aunque ustedes se las atribuyen al inocente y yo reconozca que hay algo extraño en los acontecimientos, me niego a aceptar su intervención en los trágicos sucesos. Créanme, yo tengo un poco más de experiencia en estos asuntos.

El pobre ser que hemos retenido en una celda durante casi un mes ciertamente es digno de lástima. ¿Alguno de ustedes sabía que el padre de Stevens Franz teje compulsivamente? Pues sí, lo he visto, contrae el cuerpo robusto y sostiene las agujas como si estuvieran soldadas a las manos. Se crispa sobre el sillón y no hay nada que lo detenga en su manía de enlazar, ni siquiera cuando le falta el hilo porque entonces deshace todo y comienza de nuevo; incluso, mientras duerme, no deja de mover las manos y murmura cifras como si contara puntos. Sospecho que hay algo no revelado en su persistencia de arácnido y discrepo con los médicos en que sea algún tipo de locura porque, después de contemplarlo durante los últimos años, creo haber descubierto que con las agujas y los hilos intenta decirme algo.

Con su gordinflona anatomía, el rostro gris y los movimientos de convidado de piedra, semeja una máquina. Comenzó a tejer cuando desapareció la esposa y Stevens Franz recién había cumplido doce años. Ambos interpretaban las cartas en un juego que habían inventado para las noches en que faltaba la electricidad. Se alumbraban con velas y la semipenumbra favorecía el ambiente para los auspicios. Brujuleaban, entre risas, sobre falsos augurios: los chirridos de los goznes de una puerta, un grito, un aullido, el canto de un ave nocturna, la caída de un rayo o un ruido cualquiera. Algunas veces, de casualidad, acertaban y el miedo que les provocaba la fortuna era una justificación para terminar la broma e irse a dormir. Una de esas noches de apagón, estando dispuestas las cartas, el padre se acodó sobre la mesa, se tapó la cara con las manos y dijo: “Es un universo infinitamente curvo. El demonio está a la vuelta de la esquina. Partamos de una realidad, tú y yo estamos muertos”. Se suponía que fuera un chiste y el niño rió. El padre debía hacer lo mismo y, como no había acertado, cederle el turno para que hiciera su predicción; sin embargo, se levantó y, de un manotazo, echó las cartas y la vela al piso en el mismo instante que alguien llamó a la puerta y, sin esperar a que lo invitaran a pasar, entró.

Fue aquella la única vez que Stevens Franz vio a su padre arrodillarse y llorar. Miedoso, se escondió debajo de la mesa y pudo ver cómo, ante el padre, inmutable y amenazante, se alzaba un hombre en extremo delgado y viejo, que vestía harapos como de gasa y se cubría la cabeza con un ridículo sombrerete de lana tejido. Del rostro manaba una luz violácea que le impregnaba al cuerpo del padre una apariencia cadavérica, mientras que la habitación permanecía en penumbras a pesar del resplandor como de tarde lluviosa que rodeaba a los dos cuerpos. Presa de sucesivas convulsiones, el padre elevó las manos como ramas secas y retorcidas hacia el viejo que le hablaba en una jerga incomprensible, algunas veces interrumpida por un silbido agudo y un claqueteo de agujas. Pasados unos minutos se hizo silencio y el anciano se marchó. El padre se había derrumbado en el suelo y el niño salió de su escondite para ayudarlo. Encendió una vela, se acercó con algo de temor y pudo comprobar que el padre estaba envuelto en sudores como una baba espesa. Movía los labios y dejaba salir un leve susurro sibilante, similar al sonido de las pequeñas olas de un mar en calma. Se aproximó un poco más y notó que las manos estaban contraídas en el puño y que se retorcían con brusquedad como queriendo asirse a cualquier objeto. Se agachó lentamente, lo tomó por la espalda, lo abrazó y pudo oírle repetir con una voz abismal, líquida, que no era la suya: “te enseñaré a matar… te enseñaré a matar…”

¡Solo por eso deberían tener lástima de Steven Franz! ¿Saben qué edad tenía cuando vio el primer cadáver? Cinco. ¿Y el primer asesinato? Doce. Aun así ustedes se empeñan en detenerlo, incluso comienzan a hacerle daño con esa cuerda que han enredado a su cuello. ¿No creen que si realmente tuviese la facultad de ser doble, triple o múltiple, un «asesino gaseiforme», como ustedes mismos dicen, ya se hubiese evaporado? Dejemos las cosas como están. Ni hemos podido atrapar al verdadero asesino, ni Stevens Franz podrá sustraerse jamás a la mala suerte de ser testigo de los más raros acontecimientos.

Sé que comprenderán, al igual que yo, que es inocente. Saben que algo no humano, desconocido y monstruoso, está pendiente de nosotros, de nuestras mentes, de toda esta isla. Pero no se alarmen demasiado. Les recuerdo que la muerte es más un asunto de los que nos sobreviven que de nosotros mismos. Me preocupan mucho sus miradas, la oscuridad que les rodea. Les aseguro que hay noches en que he visto a los muertos mientras duermo y he oído la canción que sale de sus bocas cerradas: “te enseñaré a matar… te enseñaré a matar…”

Ernesto Pérez Chang. La Habana, 1971. Narrador y editor

Ha obtenido, entre otros, el Premio David de Cuento 1999 por su libro Últimas fotos de mamá desnuda (Ediciones UNIÓN, 2000); el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2003 por su relato “Los fantasmas de Sade”; el Premio de Cuento La Gaceta de Cuba 2008 por “Escaleras de servicio” y el Premio Alejo Carpentier de Cuento 2011 por su libro El arte de morir a solas (Editorial Letras Cubanas, 2011). Ha publicado además Historias de seda (Relatos, Letras Cubanas y Áncora, España, 2003); Tus ojos frente a la nada están (Novela, Letras Cubanas) y Variaciones para ágrafos (Relatos, Ediciones UNIÓN).