Narrativa

Þ

Mural en iglesia en ruinas de Guanabo, de Rolando López Dirube

Compramos una botella de vodka. Un litro y medio del más caro. Casi cuarenta dólares, al cambio de los CUC cubanos. Mucho más de lo que podíamos pagar, pero la compramos.

Era el fin de los tiempos. Ni el dinero, ni los días que nos quedaban en Cuba, tendrían la menor importancia a partir de pronto. Ya sólo nos importaba compartir nuestro tiempo con una mezcla de paz y pavor. Ser nuestros únicos contemporáneos. Decirnos lo que debíamos decirnos antes de pronunciar esa palabra-paredón: adiós.

Compramos aquel botellón de vodka Absolut y nos fuimos en un bus repleto para la playa. En una ruta 462 repleta, que salía de un callejoncito en la Virgen del Camino.

En medio de aquella gente, grosera más que agresiva, viajábamos enmudecidos ella y yo. Con un poco de pena por llevar tan apretados los cuerpos en medio del empuja-empuja general, y por no poder evitar compartir a la cañona nuestro aliento y sudor.

Yo iba mareado de belleza, de tanto olerla y enchumbarme de su humedad. Ella parecía algo asustada dentro del bus, como si fuera violando un pacto de no agresión o acaso sus votos de no entregarme toda su complicidad.

Esas son las ventanas que la barbarie le abre a la comunicación humana. Esas son las ventajas de la depauperación. Porque por nuestra cuenta, nunca habríamos estado tan cerca como ahora lo estábamos dentro de ese bus. Y sin que mediase ni media palabra antes de provocar semejante confianza corporal.

La 462 era una ruta rápida, de menos de una hora hasta la playa. Pero nos pareció un viaje de 462 minutos. Interminable, incómodo, confortable al punto de lo inconfesable.

Cuando nos bajamos, todo había transcurrido tan rápido que diríase que nunca nos habíamos montado en aquel callejoncito de la Virgen del Camino, en la frontera frágil de su Cerro y mi Lawton: barridos barrios de las afueras de una ciudad que a ambos nos estaba empujando hacia un afuera mucho más exterior.

Nos íbamos de Cuba. Era obvio. Y no había nada que hacer. O al menos ella se iba de Cuba. Eso sí era evidente, casi un lugar común. Y yo no tendría entonces nada que hacer allí. Es decir, aquí. Excepto pretender no pensarla. Aprender a no pensar, para no pensarla. Entre otras boberías rimadas en tiempo de bolero: la única música que, por ubicua, desde niño en Cuba yo nunca toleré.

Era todavía el 2012 y la memoria de la muerte no nos permitía alegrarnos demasiado en la ciudad. La Habana también nos estaba matando. Eso es lo que hace siempre La Habana cuando los habaneros se aman, cuando tienen esperanza de amarse. Por eso sus habitantes regresamos a ella como maripositas moribundas, aleteando hacia la luz mortífera de la verdad.

Y la verdad es que el desamor de los cubanos es inolvidable. Un desamor que nos come y corroe el alma. Y que nos deja desnudos el cuerpo, de cara al Estado y de espaldas a Dios. Y la verdad es no hay nada más intenso que esa intemperie. Y que ese imán irreversible nos hace irreparablemente cubanos.

La franja de arena de Playas del Este ya no es lo mismo que antes, cuando en la infancia. La de ella, dos décadas después de la mía. La mía, cuatro décadas antes de esta tarde sobre un arenazo de piedras, algas, petróleo, aguamalas, peces pudriéndose sobre la marea baja, poliespumas con líquenes, vidrios lijados por el oleaje, perlas de nuestra industrialización subdesarrollada, jabitas de nylon, preservativos usados o reusados, papeles con grasa de pizzas, hamburguesas, papitas fritas, maní: cualquier comida de familia pobre con o sin parientes cubanoamericanos, eructando cualquier fermento de tukolas, cachitos, najitas, cervezas, maltas y orines bucaneros de ayer o de antier. Pocilgas del Este.

Toda una estepa débil, delicada. Todo un páramo precario, como improvisado para esta escena de ella y yo desembarcando en Santa María del Mar. Todo vaporizado por catorce o quince horas diarias de sol, como en las latitudes septentrionales. Pero aquí, al este de La Habana, todo con una luz vertical, vertiginosa, antinórdica. Las pieles incubando sus cánceres sin terapia de importación, todo por culpa del bloqueo yanqui y otras aporías de la post-patria.

Cuba es un país que nunca estuvo en crisis, porque siempre estuvo en colapso. Me dieron ganas de anotarlo, pero lo olvidé. Hasta el día de hoy. Recordar es volver a escribir.

Avanzábamos entre estos delirios y deseos del otro, mientras la playa nos daba su bárbara bienvenida. En vez de la 462, estuvimos a punto de alquilar un carro particular. Pero el único que estaba boteando a esa hora era un almendrón americano: Impala del 59, todavía con su pizarra y su cola de pato original. Lata azul de lujo, luctuosa. Y a ella, desde el vil verano pasado, ese azul de carrocerías rentadas le recordaba demasiado a su padre.

Tardes penúltimas de noviembre. Anteprimeras tardes del fin de año de 2012. A ratos competíamos, haciéndonos los cómicos para no lucir tan desconsolados, a ver quién de los dos escaparía primero de Cuba. Y quién sería luego el primero en arriesgarse a un regreso, a riesgo de tu vida o mi vida o la de ambos. Y quién se atrevería primero a decirle al otro: te amo. Y quién lo destrozaría a la hora de soltarle otras dos palabras, sin transparencia ni superposición: adiós, amor.

Tú afuera de Cuba, yo adentro. Tú adentro de Cuba, yo afuera. En un país sin fronteras, todo es interfase. Águila y lobo, loba y águila: criaturas que se adivinan en el embrujo del alba o del crepúsculo, pero que no cruzan ya sus alas ni sus colmillos, porque entre el adentro y el afuera de Cuba los cuerpos de los cubanos pagan el precio impagable de una misma maldición. No coincidir, no tener contemporáneos, estar sin ser.

Nos habíamos bajado de la 462 en la entrada del antiguo reparto Vista Mar, del que hoy apenas restan unas casitas anónimas, ocupadas con discreción por gente llegada ilegalmente desde provincia. La mayoría, orientales. La mayoría de la mayoría, desde Guantánamo. Cubanos remotos que invadían los repartos marginales de La Habana desde otra Cuba irremontable. Trabajadores a tiempo completo y rateritos fuera de horario. Parias al margen de la sociedad que, paradójicamente, eran los que más defendían al sistema social. Tal vez por eso mismo, porque la miseria nos va haciendo no míseros, sino miserables.

Hasta allí la llevé. Vulnerable, perdida, confiada. Vista Mar para Vista María. Ella se dejó guiar por mí, sin anunciarle nada a su familia de dónde o con quién paseaba esa tarde. Era una muchacha conmovedora en su coraje, cándida ante los coletazos de mi conversación.

Yo quería revelarle un secreto, un tesoro exclusivo para iniciados. Que ella y sólo ella escuchase la voz congelada en ámbar de un sordo magistral, nuestro Beethoven de barrio adentro y brocha finísima. Afinada.

—Dirube —le dije.

—¿Diru quién? —me dijo.

—Dirube, el cubano de la virgen desnuda.

Su rostro se ensombreció. La visión de los vocablos virgen y desnuda, uno al lado del otro, le pareció cuando menos innecesaria.

—No sé si quiera conocer a tu amigo.

—Te va a encantar —y comencé a explicarle de qué se trataba—. Y tú le vas a encantar a Dirube.

—¿Hay que alejarse mucho de la Vía Blanca?

—Es aquí mismo, vamos —y la halé, sin prestarle atención a la resistencia de sus pasos.

Atravesamos el parquecito. La hierba mala nos daba por la cintura. Al lado de la glorieta, se alzaba una torre metálica con antenas de telefonía o acaso espionaje, apuntando arteramente hacia los Estados Unidos.

Merodeaban chivos, gallinas, moscas, y una puerca parida con prole rosácea. También vimos a una brigadita de presos o de pacientes siquiátricos, que barrían las callejuelas de Vista Mar como condena o labor-terapia. A lo lejos, se tensaba la línea sofocante del horizonte. De un azul impala, curvo, tangente a todo y a todos, casi criminal de tan a la vista y a la vez tan intocable.

Llegamos hasta la iglesia. Una cerca peerless nos impedía la entrada. Pero era un edificio sin puertas. Ni altar, ni santos, ni lámparas. Ni bancos ni tomacorrientes ni ventanas. Sólo huecos. Intemperie en cal viva, en carne viva. Mampostería de las catacumbas cristianas originales, pero en una playa cubana. Arquitectura ósea, osificada. Con sólo una cerca peerless para impedirnos escrutar toda su delicada decadencia.

Dimos un rodeo. Dos o tres rodeos, hasta encontrar una falla en el enrejado metálico que pudiéramos agrandar para meter nuestros cuerpos. Primero, ella. Después, yo. Entramos.

En la primera recámara no había nada que ver. Por eso mismo me le acerqué por detrás y le tapé los ojos con mis dos manos.

—Ciérralos —le pedí después de habérselos cerrado yo.

Sentí sus pestañas en la palma de cada mano. Insectos inseguros de si debían protestar o simplemente someterse a mi voz.

—Déjalos cerrados —insistí—. Prométeme que no vas a hacer trampa.

Y ella cayó en la trampa de prometérmelo con un gesto de . Así me gusta, muchacha obediente. La disciplina, como el deseo, es un don. Y los dones se entrenan antes de estrenarlos.

La conduje entonces, empujándola con gentileza por la espalda, mientras yo esquivaba por ella los obstáculos y baches. Noté que sus músculos se iban poniendo tensos. La nuca, los omóplatos. Tal vez los trapecios, el abdomen, las nalgas. Ella llevaba sus dos manos por delante, como una ciega. La deseé ciega, deseé cegarla de un abrazo del que nunca volviera en sí. Y sólo entonces yo devolverle la vista, como en una película mala de Benito Pérez Galdós. Revolverle las vísceras, como en un film clasificado con tres o con treinta y tres X.

Esos eran nuestros primeros instantes íntimos. En cualquiera de sus pasos, si se equivocaba, ella podía clavarse una astillita sagrada de eternidad. Con esa esperanza, embriagado por nuestra mutua soledad, yo la iba adentrando en el laberinto lánguido de aquella iglesia, un prodigio de miniatura erigido y abandonado por los cubanos de antes, justo al final de los años cincuenta, cuando el tiempo de la Isla se convirtió en una isla de tiempo.

La guié hasta donde había estado el altar mayor. O altar menor, porque el saloncito era muy enano para dar cabida a algo que pudiera llamarse mayor. Allí nunca pudo tener cabida ningún dios en mayúsculas. Lo divino cabía aquí dentro de un dedal. Toda biblia es un libro de bolsillo. Esa es mi deidad ideal, hecha a imagen y semejanza de su creación: hombres y mujeres mínimos, huérfanos de padre ante el mural de un cubano sordo, expatriado, e inhumado hasta la resurrección de todos los colores. San Dirube de Vista Mar.

Entonces retiré mis manos de sus ojos. Sudaban un poco, mis manos. Sus párpados, no sé. Estaríamos medio nerviosos o algo. Pero igual no dudé en darle la orden complementaria que me faltaba por darle, y que ella parecía por fin ansiosa de acatar:

—Ábrelos —le dije.

Y ella los abrió. Ese es un verbo milagroso. Abrir, abrirla.

—Mira —le dije, como si no bastara con abrirlos para que sus dos ojazos pudieran por sí solos mirar.

Y ella miró.

—Parece un Miró —dijo al verlo.

Estaba loca o no sabía nada de pintura. Pero sí. Bien mirado, aquel Dirube perfectamente podía parecer un Miró. Las cosas que más se parecen son las que menos tienen relación entre sí.

En la pared, a la altura de su cara, le quedó el ombligo magnético de la madre del hijo de dios. Un garabato cubista, acaso una cruz como cicatriz de tripa sin pecado concebible. Virgen María, reparto Vista María, un mar de Marías alrededor.

Medio metro encima del sancto ombligo, descascaradas, le quedaban las dos tetas chatas donde debió de beber el pequeño cristo, ahora ingrávido en la mano del corazón, dos mil y tantos años de matanzas después. Era un feto siniestro, en la medida de lo sincero.

Ella parpadeó, yo la vi parpadear. Y, por supuesto, no le dije nada de esto. Todavía trato de no decírselo. El silencio es también amor.

Era un mural maravilloso. O lo que quedaba de un mural de las maravillas, con sus trazos más resistentes aun tentando a las ruinas. Todo pintado plano a ras de pared por Dirube, con un trazo radical, sin el menor intento de que el grafiti simulara una perspectiva o al menos cierta ilusión de profundidad.

Nada de eso. Capilla Sixtina en 2-D, con D doble de Dirube y de Dios, en una barriada del Guanabo republicano cubano, meses antes del gólgota goloso de una Revolución.

—No tendría ni treinta años cuando lo pintó —le dije e intenté un chiste—: esto es todo lo que nos queda hoy en Cuba de los arranques místicos de nuestra burguesía.

No le hizo gracia mi provocación. María frente a María. Decidí no añadir que muchos curas durante el capitalismo estuvieron más cerca de la vanguardia que de los evangelios. No le hubiera ninguna gracia tampoco. Virgen frente a virgen.

Hicimos silencio para poder ver y oír a Dirube mejor. Hicimos lo mejor que pudimos, en tanto okupas de una iglesia construida por una especie ya extinta. Ex cubanos.

Yo la miraba mirar el mural, agradecido por contar con ella y con la memoria de su autor esa tarde. Su mirada curiosa, entrecruzada en alguna grieta entre pintura y ladrillo, entre maría y el moho. Dones deliciosos de toda mujer que se reconoce en otra mujer sagrada, contemporáneas antes del parto †, en el parto †, y después del parto †. Cubansummatum est.

Medio metro debajo de su ombligo humano, demasiado humano, con pose no tanto descascarada como con cierta pinta de descarados, había tres pillines cogidos en falta, tres esperpentos de líneas que no se distrajeron con nuestra presencia y siguieron remando desde la pared, cuyo escape clandestino de Cuba estaba destinado a ser incesante. Los tres montados, a los pies de la virgen cubista, en un botecito resuelto de un solo pincelazo. Seres transparentes a mano alzada. Ni negros ni blancos. Ni pobres ni latifundistas. Ni policías ni ladrones. Ni casquitos ni milicianos. Felices de su fuga a trío. Agradecidos de San Dirube de La Habana porque el pintor los pintó ya casi llegando, entre los pies de la matrona de Cuba y las antenas actuales, que eran una especie de puente hacia los Estados Unidos.

—Háblale —se me ocurrió decirle—: dile a Dirube si te gustó su virgen de Vista Mar.

Los labios le temblaron. Dudó un poquito. Su boca era estrictamente triangular. Y me encantaba cómo la ropa se le hincaba, gracias al viento, en cada uno de sus otros triángulos. Madonna de media tarde, ícono isósceles a punto del vodka Absolut que estaba oyendo la conversación, como un rehén dentro de mi mochila.

—¿Cómo que “háblale”? ¿No era sordo el pintor?

Y ahora sí reímos. Reímos de buena gana. Como locos. Carcajadas de puro cuerpo desquiciado, a pesar del ridículo control que nos imponíamos para esquivar, en la medida de lo imposible, a los delatores que muy probablemente nos espiaban.

—Por eso mismo, porque era sordo, sólo él ahora nos puede oír.

—¿Y qué le digo, que estamos aquí?

—Sí. Y cuéntale de nosotros.

—¿De nosotros?

—Sí. Cuéntale todo lo que nos pasó.

No era necesario ser más explícito. Con la muerte nunca es necesario explicar nada.

La abracé. Se dejó abrazar. Estuvo medio minuto o media hora en silencio. Yo a su espalda, tan apretado a ella como en las más intensas curvas y frenazos de la ruta 462.

Era tan fascinante verla prestar atención cuando ella mira. Cuando ella mira algo, son sus ojos los que crean a ese algo en la realidad.

—La virgen no está desnuda —dijo mucho después, acaso para despedirse en paz de Dirube—. Estás loco o no sabes nada de pintura.

Fui a soltarle otra ironía, pero no. Bien mirado, en aquel crucigrama de Dirube todo el mundo podía estar perfectamente vestido. El desnudo lo traía yo en mi mirada. Todo desnudo es delirio. Desear, duele.

Igual a estas alturas su opinión ya no tenía mayor importancia. La sensatez no encajaba en aquella escena de sordos y sensualidad. Simplemente yo la había arrastrado a mi sicodelia adolescente de los años ochenta, cuando un grupo de frikis amateurs habíamos descubierto a esa iglesia devenida pesebre, en una de nuestras escapadas del preuniversitario para fumar cannabis cubensis y lamer líquenes alucinógenos, hasta quedarnos dormidos tras orgías de quinqués y guitarras que nunca rasgaron ni medio acorde en español.

Virgin Records, funeral de fantasmas, copyplagio de 1989: there’s a sign on the wall but she wants to be sure, ‘cause you know sometimes words have two meanings. Aunque a veces las palabras carezcan no de uno, sino de dos o más sinsentidos.

Me daba terror perderla, eso era todo. Me deba terror virar la cabeza y dejar de verla. No quería que ella saliese de Cuba, al menos no antes de yo poder salir y esperarla allá afuera, allá donde fuera. Over the mountains and far away.

Yo odiaba la bienvenida que le daría el mundo a ella sin mí, un planeta de dólares y demócratas, con sus trajes y trampas, con sus corbatas y sus comemierdas, sus cenas y camas de lujo, sus hoteles y sus galanes de los derechos humanos, todos dispuestos a seducirla, siglos después de quedar seducido por ella yo.

Parece una historia de amor, pero en definitiva es otra historia de pérdida. Terror de perderla sin alcanzar a decirle que me daba terror perderla. No poseemos más que eso: lo que hemos perdido de corazón. Para los cubanos de Cuba, en ningún sitio queda nuestro aquí. Para los cubanos sin Cuba, el aquí por fin está ya en todos los sitios.

—No venía aquí desde 1989 por lo menos —le confesé.

—¡En 1989 nací yo! —dijo, divertida—. Y ya tú estabas viniendo aquí, sabe dios a hacer qué o con quién…

Se viró. Nos detuvimos. Bajábamos por la colina que se trunca al topar con la carretera que va de La Habana a Matanzas. Nosotros nos íbamos. Por eso no íbamos a ninguna parte.

Me abrazó, esta vez de frente. Esta vez ella a mí. Yo sólo me dejaba abrazar, por medio minuto o por media hora, los dos sumidos en un silencio sin geometría. También fuera de todas las biografías antes de la llegada del amor.

Creo que hasta que el sordo Dirube oyó esa tarde cómo se fue sincronizando con el mío el tictac intermitente de su corazón. Ella respiraba a saltos, como si se le fuera a agotar el oxígeno antes de su próxima bocanada. Yo simplemente dejé de respirar ningún gas. El amor es morirse, la mayor parte de las veces sin la esperanza de una resurrección.

Entonces no dudó en darme la orden complementaria que a ella le faltaba por darme, y que yo desde el inicio sólo anhelaba obedecer:

—Vamos al mar —me dijo.

Miré al cielo. Anochecía. Se nos estaba acabando el tiempo. Tal vez pasarían años, décadas, siglos, antes de que los dos volviéramos, sordos de remate, mudos de remuerte, a coincidir a esta hora sin hora en una playa que para nosotros marcaba el violento borde de Cuba.

Orlando Luis Pardo Lazo. La Habana, 1971. Escritor y fotógrafo

Es graduado de Bioquímica en la Universidad de La Habana (1994). Desde 2013 ha residido en Estados Unidos e Islandia, impartiendo conferencias en universidades. En Cuba publicó los libros de narrativa Collage Karaoke (2001), Empezar de cero (2001), Ipatrías (2005) y Mi nombre es William Saroyan (2006). Su libro Boring Home se publicó en Praga (2009) y Caracas (2014). En 2014 O/R Books (New York) publicó su antología de nueva narrativa cubana traducida al inglés Cuba in Splinters (http://www.orbooks.com/catalog/cuba-splinters). Restless Books (New York) publicó en 2014 su fotolibro digital Habana abandonada con prólogo de Jon Lee Anderson (http://www.restlessbooks.com/abandoned-havana).