Narrativa

Un cuento de perros

Un cuento de perros - Eric Flores Taylor
Un cuento de perros - Eric Flores Taylor

Si es de noche o es día, ya no lo sabe. No se atreve a mirar afuera. ¿Cuánto tiempo lleva así? El cadáver a su lado apesta. Se encuentra bañado en sangre y el pegajoso líquido se ha coagulado en su piel, robándole sensibilidad. Ellos hablan.

***

El principio: suave como la seda. La cerca no constituyó obstáculo, la puerta no se resistió, la alarma no sonó. Entrada la madrugada, sin testigos y con la certeza de que los dueños no regresarían del balneario hasta una semana después. Una noche perfecta, un trabajo perfecto, dinero fácil. 

Eran tres: el cerrajero, la mula de carga y él.

La casa: una mansión. Arquitectura de principios de la república. Dos pisos, puntal alto, columnas y capiteles. Ventanales enrejados, bajorrelieves en las paredes, patio extenso que la separa de  la demás viviendas de los alrededores. Más de diez habitaciones, cada una equipada con objetos de valor. 

Tal es el grado del posible botín, que él dejó asegurado un camión para llevar a cabo la operación. Los transportistas solo esperan una llamada del celular, un mensaje que confirme el negocio y les dé el itinerario. Una llamada, un mensaje, proveniente de un teléfono móvil que él aún no ha roto en la carrera por tratar de salvarse la vida. Por el momento, aún funciona. 

Él no tiene manera de saberlo, pero en las horas siguientes, después que atraviese el umbral de la mansión, va a recordarlo mucho. Va a desear que funcione. Sus pensamientos rotaran una y otra vez sobre el objeto. Para ese entonces, el móvil dejará de ser una comodidad tecnológica, un elemento para demostrar nivel adquisitivo y posición social. Para ese entonces, el teléfono se habrá convertido en una estéril posibilidad de salvación. 

Durante el ataque de rabia que le dará a él, pasadas las horas, el objeto terminará destrozado a golpes contra el suelo.

La primera habitación: el living. 

El cerrajero, que al mismo tiempo es el conocedor del grupo, comienza a valorar la fortuna que se trasluce bajo la luz de las linternas. Muebles de caoba con grandes posibilidades de ser de la década del 20. El tasador comenta sobre el tiempo que nadie utiliza esas antigüedades. Acto seguido, la mula de carga hace ademanes de posar sus sentaderas en las reliquias. Discusión en voz baja por la broma. Él, impone su liderazgo. 

Continúa la evaluación, ahora concentrada en las pinturas de las paredes. Hay un gallo de colores vivos y fondo amarillo que vale una fortuna. Sin embargo, la atención del tasador está concentrada en un paisaje campestre del cual no puede identificar autor. Mientras los otros dos avanzan, aquel se dispone a desmontar el cuadro para buscar la firma en el reverso. Esa será la última imagen que tenga él del cerrajero.

¿Cómo imaginar que, minutos más tarde, durante su caída, el ilustrado hombre destrozará uno de los valiosos muebles? Cierto número de astillas y en especial, un clavo del respaldo, se le incrustaran en la espalda, a la altura de los riñones. Sin embargo, eso no será la causa de su muerte. La herida letal estará localizada en la cabeza, concretamente en la cara. 

El rostro del hombre, sacudido con fuerza sobrehumana, esparcirá carne y pedazos de huesos por el living. Algunos fragmentos de la osamenta irán a incrustarse en los lóbulos frontales del cerebro causándole el trauma mortal. Un diente solitario será empotrado a centímetros de la ostentosa cola del gallo. El paisaje, desmontado del marco y doblado con cuidado sobre una silla, recibirá salpicaduras de sangre. La firma del autor desconocido nunca más podrá ser leída con claridad.

Y él, tiempo después, ignorante de los sucesos, se pregunta por la suerte del cerrajero. Quizás escapó y está a punto de regresar con ayuda. ¿Y el grito? ¿Y el golpetazo que sintió? Pudieron haber sido ellos. Sí, de seguro fueron ellos. Se obliga a relajarse, confiado en esa mínima esperanza que lucha por mantenerlo dentro del perímetro de la cordura. Dormir es la forma más rápida de hacer pasar las horas. 

Segunda habitación: el comedor. Al igual que en el living, muebles de madera preciosa. La mula de carga y él no saben precisar el tipo, pero reconocer que son tan valiosos como los otros. Le informan al cerrajero del hallazgo. El hombre, ocupado con los cuadros de la primera habitación, apenas les responde. 

Hay un enorme cristal tallado que ocupa toda la extensión de la mesa. Él pasa un dedo por el vidrio, disfrutando del tacto de los bajorrelieves. No es que sea un conocedor como el tasador del grupo, pero lleva tanto tiempo en el negocio que ha desarrollado cierta sensibilidad por la mercancía. De repente, la mula se acerca de manera descuidada a un aparador lleno de porcelanas. El regaño y la advertencia se unen en una sola frase. El otro protesta y al notar la posición de la mano sobre el cristal, alude despectivo a la masculinidad de él. 

En dos pasos está sobre la mula, la misma mano que acariciara las tallas en el vidrio, ahora aferran la garganta del agraviante. Lo empuja contra pared y en voz baja recita una amenaza que siempre le ha dado resultados. Habla tan cerca del rostro del otro que toda la visión del necio se reduce a la boca de él, articulando con precisión cada palabra. 

Cumplido el requisito de defender su hombría, lanza una orden sobre la misión y suelta el gaznate de aquel. A partir de ese momento, la mula de carga se separa de él, dispuesto a realizar el trabajo encargado: recolectar los efectos eléctricos de valor. Se pierde en la oscuridad del hall, refunfuñando sobre la utilidad del cristal y la mesa para jugar domino. La próxima vez que él lo vea de cerca, será con ellos pisándole los talones mientras corre a más poder por la escalera, tratando de alcanzar el piso superior. 

La tercera habitación: el salón de las escaleras. Las escalinatas se abren a ambos lados de la inmensa sala. Las barandas son de mármol. Hay estatuas y jarrones con plantas exóticas adornando la pieza. En las paredes laterales, vitrales. 

Él, nota que la distribución de la mansión es atípica. Las escaleras a la planta superior están a mitad de la casa, en lugar de a la entrada. No sabe que ese detalle le va salvar la vida dentro de poco. 

Alumbra con su linterna hacia el final del hall. Más allá, imagina que esté la cocina-comedor, junto con algún baño pequeño y un cuarto destinado a los criados. Por ahí debe andar la mula, buscando televisores y videos. Antes de ir a encontrarse con el necio del grupo, decide adelantarse hacia el segundo piso. Apenas ha subido un par de escalones, cuando comienza todo. 

El grito de terror del cerrajero se siente en cada rincón de la mansión. Lo sigue un golpetazo contra el suelo, acompañado del sonido característico de la madera quebrada. Entonces, mientras se pregunta qué es lo que pasa, él, los oye por primera vez. 

Ellos corren hacia él. Los puede imaginar atravesando el comedor. Escucha un chirrido, como si uno de ellos hubiera saltado sobre la mesa y resbalara con la pulida superficie del cristal. Reacciona. Sube lo más rápido que puede la escalinata. Cuando va llegando arriba, dobla demasiado cerca de la baranda y su muslo se raspa con el mármol frío. El golpe queda marcado en el pantalón con una franja de polvo blanco. Sin embargo, él no le presta atención. 

Ha oído algo que le hace detenerse. Abajo, la mula, en su regreso desde las habitaciones posteriores, se ha topado con ellos. Maldiciones, golpes, un jarrón cae y se hace añicos. Él, no soporta más la incertidumbre y dirige el haz de luz hacia las oscuras profundidades del primer piso. La linterna no tiene potencia para iluminar a esa distancia, pero entre las sombras y la débil claridad que brinda, él, define formas, distingue acciones. Los ve. 

Ellos luchan contra la mula, lanzan sus gritos de guerra, intimidan al hombre que apenas logra mantenerlos a raya esgrimiendo su vieja linterna rusa. Entre los flashes de la lámpara del necio, él, percibe a uno ellos. Por un instante, cruzan miradas. No importa que aquel tenga la cabeza sucia por la tierra que derramó el jarrón en suelo, ni que la iluminación sea escasa, él puede ver sus ojos y sabe que eso que está allá abajo lo ha visto. Él es el próximo. 

De improviso, la mula de carga, haciendo uso de la loca suerte que ampara a quién no la espera, logra romper el improvisado cerco que ellos le tienden y alcanza los primeros escalones. Basta con que les dé la espalda para que aquellos se lancen desenfrenados tras el hombre que huye. 

Él sabe lo que pasará después, cuando la mula llegué arriba y se encuentren ambos a merced de ellos. Huye hacia los cuartos. Una puerta abierta. No espera otra oportunidad. Entra y trata de cerrar tras de sí, pero el otro, que lo ha visto, no lo deja. El muy estúpido, empuja el portón y le hace a él perder el equilibrio hacia atrás. Ellos ya están arriba y el primero se abalanza a las piernas de la mula. 

El chillido de dolor casi lo deja sordo. Retrocede, gateando de espaldas tan rápido como puede, hasta que choca contra el enorme closet. El sonido de la madera le advierte sobre lo que tiene a detrás de él. Se levanta y sin buscar otra vía de escape, abre una de las puertas corredizas y se mete dentro. 

En ese momento, es consciente que mientras él ha estado huyendo, la mula todavía forcejea con ellos. No sabe porque, tal vez hayan sido sus nervios, pero le grita al otro hombre para que se una a él. Su voz le da esperanzas al abatido y removiéndose con todas sus fuerzas, logra zafarse de ellos. Se escucha un golpe y la queja de uno de los atacantes, entonces, la mula gatea poniendo su vida en ello. Él, casi tiene que cargarlo para entrarlo al closet salvador. Corre la puerta y un segundo después comienza a sentir los golpazos que dan ellos contra la madera y los arañazos y los gruñidos y a veces, algún ladrido solitario. 

***

La mula se estaba desangrando. Uno de ellos le había arrancado un pedazo de muslo. El otro le destrozó el zapato de esa misma pierna, pero gracias a protección del calzado los colmillos apenas rasgaron un poco la carne del pie. 

Incluso en la oscuridad y sin linternas, pues las perdieron durante la huída, él, podía sentir la sangre brotar del agujero abierto por la mordida. Los gritos del herido y sus maldiciones, lo volvían loco. Sin embargo, consiguió pensar con claridad. Se quitó el cinto e improviso un torniquete a la altura de la entrepierna del otro. Si le hubieran preguntado porque hacía eso, no podría responder, pero por haber visto tantas veces la misma operación en las películas del sábado, se le metió en la cabeza de que era lo correcto. De hecho, lo era. La mula sobrevivió un poco más. 

Al rato, ellos se calmaron y dejaron de arañar y golpear la puerta. Él trató de abrir una rendija para mirar afuera y al momento, una mandíbula babeante intentó morder el resquicio y forzar la portezuela. No tuvo más remedio que volver a trancar el armario. 

Recordó el móvil. Abrió el teléfono y la luz de la pequeña pantalla lo llenó de esperanzas. Marcó deprisa el número de los transportistas, pero cuando se llevó aparato al oído, en lugar de escuchar el característico tono del timbre, solo oyó estática. 

***

La mula no tiene celular, mejor dicho, no lo traía consigo. Él, el jefe, el líder del grupo, el hombre de los contactos y de los puntos, el que estudia los trabajos y distribuye las tareas, él, le prohibió los móviles a los otros dos. Entre ladrones no existe la confianza, cualquiera hubiera podido darle la mala a él, llamar a unos “consortes” y prepararle una encerrona para quitarle el botín. 

Por eso solo, él llevaba teléfono. Por eso, está encerrado en un closet, junto con un moribundo que no para de dormir, pero tampoco ha dejado de respirar. ¿Cuánto tiempo ha pasado? No lo sabe. Su padre le enseñó a dejar el reloj en la casa, así hay más lugar en las muñecas para las prendas que se van a robar. El viejo siempre decía lo mismo: “mientras menos cargues en la ida y más traigas en la vuelta, mejor”. ¿Cuánto daría ahora por estar en la cárcel con su progenitor? Ya no le importa que lo coja la policía o que lo descubran los dueños de la casa, que es casi lo mismo, lo único que desea es salir de ese maldito lugar. 

Ellos hablan. Los perros hablan. 

¿Qué? No puede creerlo. Se remueve sobre el colchón de ropas que ha acomodado bajo él. Se levanta y tropieza con la mula, haciendo que aquel se queje en sueños e inconscientemente se agarre la pierna herida. Busca entre los objetos regados por el amplio closet y encuentra un perchero de metal. Endereza el gancho y un instante antes de comenzar a agujerear la madera, pega el oído a la puerta para comprobar que todo no ha sido nada más que su imaginación. Las voces continúan ahí. Él no las entiende, pero puede oírlas como si estuvieran a su lado. 

Golpea con el improvisado taladro la portezuela. Se cuida de hacerlo a un nivel que ellos no puedan alcanzar con sus colmillos. Las voces continúan ahí. Los perros hablan. Hablan entre sí, hablan con él, hablan, hablan, hablan. 

¿Está loco? No, no puede ser. Al menos no tan rápido. No han pasado tantas horas como para que haya perdido la cordura. Ni siquiera tiene hambre. Sed sí, pero no tanta. Sin embargo, los oye. ¿Cómo sabe que son ellos? ¿Por qué piensa que son los perros? ¿Por qué no puede ser la gente de la casa? ¿Por qué está abriendo agujeros para mirar afuera en lugar de abrir la puerta corrediza y salir a entregarse a los dueños de las voces? No. Los perros hablan. Son ellos. Él lo sabe y quiere verlo con sus propios ojos.

El hoyo está hecho y él se recuesta a la madera y pega un ojo al orificio. El cuarto se encuentra a oscuras, pero la exigua claridad que le permite distinguir algo, indica que ya es de día. Hay tres de ellos, por la noche solo vio a dos, el tercero debe haberse unido a los otros hace poco. Los pelajes son negros, casi tan oscuros como la habitación, pero aún así, él, puede reconocer las manchas de sangre que mancillan los brillosos pelambres. 

El trío está tirado sobre la cama camera. Dos duermen, tirados de lado, el último se mantiene con el tronco erguido, como una puñetera esfinge, y la vista fija en el closet. Una vez más, los ojos de él se cruzan con los de aquel. ¿Cómo sabe que es el mismo que lo miró en la escalera? ¿Cómo puede saber tantas cosas y al mismo tiempo no saber nada? Un golpe de la mula cegó uno de aquellos ojos brillantes, pero él, continua viendo los dos rubís que le pronostican una muerte sanguinaria. 

¿Y las voces? ¿Se han detenido o siguen ahí, en los rincones de su mente? ¿Por qué no lo sabe? ¿Por qué? 

Se tumba de nuevo sobre las estrujadas y ensangrentadas ropas del armario, incapaz de soportar por más tiempo sus propias y desquiciadas preguntas. Afuera, a veces, hay silencio. A veces, no.

***

Es la hora de comer, su estomago lo dice. Ellos también deben tener hambre, o al menos eso es lo que él piensa. La idea le viene a la mente, derrumbando en su camino todo rastro de indecisión. Es una oportunidad y por remota que sea, él la va a aprovechar. Busca en sus bolsillos algún objeto útil para la ocasión. Recuerda entonces, que él nunca anda con nada semejante. ¿Qué le pasa? ¿Por qué no puede pensar bien? ¿Remordimientos? No. Tal vez, un poco de nerviosismo y nada más. Al final, el perchero termina por ser el instrumento elegido para la acción. 

La mula duerme con los ojos abiertos. ¿Cómo es posible que él pueda verlo tan bien en la oscuridad del closet? No lo sabe, no le interesa. Sin embargo, la mula tiene los ojos abiertos, vidriosos y perdidos en los delirios de la fiebre y el coma por la pérdida de sangre. Él se acerca, con la mano izquierda le cubre los parpados, la derecha empuña el perchero, como una patética versión del capitán Garfio.

La sangre brota, como el agua de una fuente, por la carótida del herido. El líquido es absorbido por la ropa del suelo. El aroma que desprende es molesto, pero no insoportable. Él, continúa con su plan. Ahora, la punta de la percha es usada como un burdo punzón con el que rasga la piel, y la carne, de los muslos de la mula. Sus manos se hunden en los tendones y los ligamentos, las uñas ayudan al metal a desgarrar los músculos. 

Detiene la labor, hay un buen trozo de carne arrancado del cuerpo del muerto. Eso debería bastar para entretenerlos a ellos. Se pone en pie, pasa por encima del cadáver en dirección a la segunda puerta del closet, esa que está más cerca de la pared, más lejos de las escaleras. No tiene mucho espacio donde apoyar sus pasos y mientras trata de acomodarse, pisa el cuello de la mula, haciendo brotar otro poco de sangre sobre los empapados vestidos.

Abre lo más rápido que puede una rendija y lanza la carne hacia el rincón más lejano de la habitación. Luego, vuelve a cerrar la portezuela y se apresura a mirar por el agujero. Ellos, ya deben estar peleando entre sí por la comida. Eso le dará tiempo. Correrá a la puerta y la cerrará tras de sí. Después, una carrera hacia las escaleras, hacia la libertad, hacia la salvación. Nada puede salir mal.

Entonces, ¿por qué siguen ahí? ¿Por qué no le han hecho caso a la carne? ¿Por qué lo miran así? 

Ahora hay cuatro. El último es mucho más esbelto que los otros, tiene el hocico largo y las orejas, puntiagudas, grandes, flacas, señalan hacia el cielo, como las de la máscara de Batman. ¿De dónde salió este nuevo guardián? Y ahora que lo piensa, ¿de dónde salieron todos ellos aquella noche? ¿Por qué no agredieron a los hombres cuando entraron a la mansión? No estaban en el living, tampoco en el comedor y sin embargo, el cerrajero fue al primero que atacaron, en vez de a la mula que se adentró hasta las habitaciones de atrás. 

Mientras él reflexiona, el quinto entra a la habitación. ¡Cinco de ellos! Comienza a pensar que es un verdadero milagro el haber escapado de cinco. ¡Cinco! ¡Y ninguno ha mirado la carne! ¿Por qué? El recién llegado se une a sus compañeros sobre el sucio colchón. De repente, él se siente como un fotógrafo que mira a través del lente una escena familiar o quizás un voyeur amateur que ha sido descubierto y recibe las miradas desaprobatorias de aquellos que están siendo espiados. 

A pesar de todo, los ojos de ellos no son nada al lado de sus palabras. Ellos hablan. Los perros hablan. Y él se da cuenta de cuan parecido es él a ellos. 

***

Los perros hablan. Él, ha tirado más carne, ha tirado huesos que continúan solitarios en aquel rincón. Ellos, ignoran la comida y siguen hablando. No es esa la carne que desean probar, no son esos los huesos que buscan roer. Él, confinado en su encierro, lo comprende. Sin apenas darse cuenta, sin saber cómo, ha comenzado el diálogo. 

Las miradas pueden cruzarse. Una desde el armario hacia afuera, hechizada por el espectáculo, atrapada tras la conmoción de los sucesos. Las otras en dirección contraria, esperando, acusando, poseyendo la atención del confinado, haciéndose una al atravesar el hueco en la madera. 

Las voces, sin embargo, siempre tienen un solo sentido. Las voces no tienen respuestas de él. Él, aún, no sabe contestar, pero pronto aprenderá. Ellos lo saben y por eso le hablan. No importa el tiempo que les tome, no importa cuántos tengan que subir a la habitación y tenderse en la cama. 

Los perros hablan; y él, va a aprender. Va a aprender a escuchar, va a aprender que no son las cuatro patas lo que hacen a un perro. Va a aprender que una vida de perros, como la suya, no puede esperar nada más que una muerte perros, como la que ellos le reservan. Va a aprender que son uno, que son iguales, aunque él tuvo un móvil en lugar de una correa. Va a aprender que ellos lo quieren a él y a nadie más; y mientras tanto, otro más sube y se tira en la cama y se une al coro, y mientras tanto las voces no paran de pedirle que salga, de llamarlo. 

Por el momento, él, puede ser que los ignore, puede que su voluntad sea más fuerte que sus ladridos. Puede, pero no por mucho tiempo. Pronto va a aprender, va a aprender. Los perros hablan y ya no van a detenerse. 

***

Ahora son más. Ya no son tres, ya no son cuatro o cinco. Como en una procesión eclesiástica, han entrado uno detrás de otro. Él pestañea, no puede creer lo que está viendo. Se tira en el suelo y cuando se atreve a mirar de nuevo, ya son diez. Diez es un número muy grande. Diez son demasiadas voces. Incluso sin entender lo que dicen, diez es mucho. Tarde o temprano les hará caso. Tarde o temprano cumplirá lo que le piden.

Además, no son diez conejitos, blancos y esponjosos, vomitados de la garganta de un argentino. Estos son diez de ellos, enormes, fuertes, sanguinarios, inteligentes, maliciosos, habladores. Las voces son cada vez más potentes. Las voces exigen una respuesta. Las voces no se conforman con el silencio del preludio. El coro demanda y él va a responder.

Los perros hablan. Sus ojos no los ven articular las palabras, pero él los oye y ya empieza a entenderlos. Ellos le hablan de hambre y de sed, de apetitosas comidas y líquidos refrescantes. Él, se tapa los oídos y se tumba lejos de la visión de ellos. Aún así, los escucha. Diez son demasiados para ignorarlos. Los perros hablan y mientras más vueltas le dan al tema en su cabeza, más sed, más hambre tiene él. ¿Cuántas horas han pasado? ¿Cuándo fue la última vez que bebió algo? ¿Cómo es que no ha sentido antes la hinchazón en su lengua, la sequedad de sus labios? 

Y entonces, ellos, sabiendo la tortura que es para él, se acercan uno por uno a la puerta del closet y orinan. Él siente el sonido del líquido cayendo al piso, corriendo por la madera, manchando el barniz y sobre todo, humedeciéndolo a su alrededor. El olor le parece tan atrayente que más de una ocasión está a punto de abrir la portezuela, pero en el último momento su propia vejiga lo detiene. Como incitado por los actos de ellos, siente su propio orine deseando salir y unirse en un único charco a los otros. 

No puede controlarlo. No puede concentrarse en callar las diez voces, soportar hambre/sed y aguantar las ganas al mismo tiempo. El líquido se le escapa por la entrepierna, el aroma se mezcla con los olores de ellos, la calidez fétida recorre sus muslos y la humedad se extiende desde sus pantalones hasta las ropas tiradas en el suelo. 

La relajación es instantánea. Las voces cesan, pero él sabe que afuera ellos esperan por él. Afuera, ellos realizan actos que le indican el camino. Adentro, la sed vuelve a señorear, la mente cede paso a los instintos, se rompe el umbral de la cordura. Él se remueve en cuatro patas, golpea con sus pies el cadáver a su lado. Él, tiene el rostro hundido en las telas mojadas, su lengua y sus manos buscan la humedad, sus labios absorben lo más que pueden. 

Afuera, ellos, levantan una ovación en su honor. 

***

La puerta está abierta. El closet está abierto. Ellos hablan. Él ladra. Cuando se fueron de vacaciones, los dueños dejaron dos perros de guardia. Cuando regresen encontrarán once perros habitando la mansión. Él es uno de ellos. Él es uno con ellos. Ellos hablan. Él ladra. Es lo mismo.

Eric Flores Taylor. La Habana, 1982. Narrador

Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. En el año 2004 obtuvo el Premio Arena del Taller Espiral y resultó finalista del Concurso de Minicuentos El Dinosaurio. Ha obtenido varios premios en el concurso convocado por la revista Juventud Técnica. En el año 2010 ganó el Premio Oscar Hurtado de Fantasía del Taller Espacio Abierto y en 2011 mereció también el Casa Tomada. Relatos suyos han sido publicados como parte de las antologías Axxis Mundi y En sus marcas, listo, futuro (Editorial Gente Nueva). Ha sido incluido también en Tiempo 0 (Compilación de Cuentos de Ciencia Ficción a cargo de Raúl Aguiar), presentada en la XXI Feria Internacional del Libro por la Casa Editora Abril.