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Un día en la Feria Internacional del Libro

En la anchurosa explanada han construido quioscos con estructuras metálicas y techos de lona roja o azul. Muy vistosos. A lo largo de la carretera que lleva hasta la fortaleza sigo encontrando quioscos. Muchos quioscos. Gente. Mucha gente. La fila parece interminable. Por un momento se me ocurre que la cola es para comprar el arroz frito, un sándwich de jamón o una ración de pollo (la sola idea me produce espanto).

Le pregunto a alguien. No escojo a nadie en específico. Me dirijo a cualquiera, el primer ser anónimo cuya mirada se me antoja confiable. No comprendo qué ocurre, me responde, toda esta aglomeración para sacar una entrada. Respiro (con un poco de alivio). No es por el pollo (qué suerte) sino para comprar un ticket que más adelante les solicitarán junto al portón (cruzando el puente que alguna vez fue levadizo).

Es domingo, pienso. Los habaneros organizan una salidita en familia. No es para menos: cada dos minutos sale un ómnibus del Capitolio Nacional y en diez minutos te deja frente a San Carlos de La Cabaña por el más que módico precio de un peso (moneda nacional). Los niños pueden correr sobre la hierba, montar en poni. Han puesto, incluso, un par de objetos inflables (como los del Parque de La Maestranza) para que los más pequeños salten y retocen a gusto sin el peligro de un mal golpe.

Sumémosle el asunto de los pollos y los perros calientes y ustedes mismos valoren si constituye o no una opción atractiva. Asimismo ofertan pizzas, helados y refrescos. Yo he venido (cosa que tradicionalmente no hago en domingo) porque una amiga muy cercana presenta un libro. Mi amiga no es escritora (es decir, no era escritora). Ahora ya lo es, puesto que ha escrito un libro. Por el momento no voy a contarles de qué va el libro de mi amiga; es un comentario que dejo pendiente para más adelante. En algún momento le daré forma y lo publicaré: les doy mi palabra.

Pero la presentación del libro será a las dos y mi reloj me avisa apenas de la una y cuarto. Tengo tiempo (otra vez, qué suerte). Últimamente estoy que no me alcanza el tiempo. Literalmente: no me alcanza el tiempo. Para nada. Tal vez porque me acuesto tarde, ya de madrugada, y luego no puedo abrir los ojos antes de las diez o las once de la mañana. No lo sé. Hay muchos escritores que prefieren trabajar de noche. Al día siguiente dormirán la mañana (me imagino). Puede que les alcance el tiempo. Pero no soy escritor y el mencionado sistema no me es útil. Ni duermo ni escribo (lo cual es horrible).

Entonces me decido y vuelvo sobre mis pasos para explorar en los quioscos. Mi credencial de prensa me salva: no tengo que hacer cola ni tengo que mostrar a nadie un ticket. En cuanto reparan en tu tarjetica colgando del cuello te dejan pasar sin preguntarte nada (o te dejan por incorregible, una de dos). Es una gran ventaja.

El olor a pollo frito me mata. Quiero serles totalmente sincero: soy un hombre que voy envejeciendo y aumentando de peso según me pasan los años. Es la pura verdad. A mi amigo Rafael, por ejemplo, la comida no le provoca el mismo efecto. Yo diría que no le provoca ningún efecto. Le describes una cena en un restaurant (si te ha invitado un amigo extranjero o un familiar residente en el exterior de visita en Cuba) y ni parpadea siquiera. Sus papilas gustativas deben estar atrofiadas o algo por el estilo.

Me voy acercando, uno por uno, a los quioscos de lona roja o azul y descubro menús sencillamente suculentos. El aroma de los pollos invade el ambiente, pero no es solo eso. Cocinan también bistecs, arroces, hamburguesas. Todo luce exquisito.

En este punto considero oportuno hacer constar que no soy un caso único. A ver. Lo que quiero expresar es que son muchas las personas que acechan los quioscos. Los hay que simplemente miran. Calculan, tal vez, el contenido de su billetera. Pero otros… otros ordenan sin titubeos el plato que prefieren, salen cargados de platicos de polietileno; cajitas de cartón humedecidas por la grasa que su contenido destila; laticas de refrescos Tukola. Un auténtico desfile de consumidores en torno a los quioscos.

Hay quienes aprovechan los espacios para hacer un picnic. Quizá los hay que prefieren traer el alimento de la casa, pero la mayoría (estoy seguro) echa mano a sus ahorros e invierte en la comida ferial. Buscan sitio después en un rincón agradable, sobre el césped verdísimo o sobre el murito que bordea el camino… Y consumen. Así de simple: consumen. Es decir: comen. Algunos hay que beben. No solo refrescos, por cierto, sino también cervezas. Cristal o Bucanero, como es de rigor.

¿Mencioné los helados? Pues sí, hay helados. En cantidad suficiente como para parar un tren (o dos). Helados Nestlé (desde lo alto de un muro colgaron una gigantografía que anuncia la marca), pero también Alondra (que es nuestro). De chocolate o de vainilla. Los helados hacen la delicia de los niños. El próximo fin de semana traeré al mío, porque entresemana tiene clases.

Pues estuve vagando durante un rato de quiosco en quiosco. La cola para comprar los tickets continuaba avanzando. Los gastronómicos, entre tanto, cumpliendo con sus funciones habituales: lascando jamón, grillando bistecs, friendo pollos… El aroma cada vez más intenso (se los aseguro). Y el humo. También hay humo. Deben estar asando carnes en alguna de las tarimas, pienso. No puedo precisar en cuál. Son tantas.

No compré nada. Tanto mirar y no pude decidirme.

No es tan así: tenía problemas de presupuesto.

Preferí asistir al lanzamiento (me gusta eso de los lanzamientos) del libro de mi amiga y, antes de irme, si me queda dinero, tendré tiempo aún para invertir en el pollo (o en sándwich de jamón, no crean que experimento una especie de compulsión hacia los pollos).

Conozco a algunos escritores. Algunos de ellos (aunque si les preguntan no van a confesarlo) me conocen a mí. ¿Me creerían si les digo que se refieren a la Feria como al Carnaval de los Intelectuales? Uno de ellos, incluso, llega más lejos: le llama Furia del Libro. Cada año me repite el mismo chiste (como si fuera un chiste).

Sin embargo, con no pocos de ellos (a quienes no falta su credencial al cuello, ya sea como invitado de honor o permanente) me he topado husmeando en las tarimas, en los quioscos de estructuras metálicas con techos de lona roja o azul, haciendo grupitos sobre la hierba o recostados al muro que bordea el camino de entrada. No se me quejen. Tal vez consuman sus dietas respectivas en panes con jamón o perro, no lo sé. Puede que pollos o arroz. Las opciones son varias. Tal vez no tengan ni dieta y estén pagándolo todo de sus propios bolsillos (lo cual se convierte en un verdadero desastre si el escritor, además de alimentarse a sí mismo, se hace acompañar de su familia). En fin.

Los dejo ahora. Es solo mi primer día de feria. Más adelante (esta misma semana) haré lugar para volver a escribir. Por ahora no voy a prometerles nada. Claro, me queda pendiente el compromiso de comentar la presentación del libro de mi amiga. Lo prometido es deuda.

En definitiva, por razones de trabajo me veré forzado a regresar a La Cabaña (al menos mientras dure la feria). Después de todo no es mal negocio. El olor a pollo frito es siempre una experiencia inolvidable.

Leopoldo Luis. La Habana, 1961.

Periodista, fotógrafo y narrador. Licenciado en Derecho por la Universidad Central de Las Villas y Diplomado en Periodismo por el Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Ha publicado los libros de cuentos Adiós, Habana (Ediciones Holguín, 2009), con el que obtuvo el Premio de la Ciudad un año antes, y Extraño bajo un paraguas (Editorial Capiro, 2013). Poemas suyos aparecen en el volumen El ojo de la luz. Antología de poetas y artistas cubanos (Diana Edizioni, Italia, 2009). Sus relatos han sido incluidos en las antologías El martillo y la hoz y otros cuentos (Reina del Mar Editores, 2013) e Isla en negro. Cuentos de crimen y enigma (Casa Editora Abril, 2014). Fue editor y administrador del sitio web de la revista cultural El Caimán Barbudo. Actualmente trabaja como periodista de la televisión hispana en Estados Unidos.