Policial

Voy a necesitar que me lo explique desde el principio

Libro Todos nosotros, por Kike Ferrari
Libro Todos nosotros, por Kike Ferrari

“Crackle makes us aware that we are 
listening to a time that is out of joint”
Mark Fisher

–Es que justamente el error de ideas como principio es lo que nos tiene acá.

No puedo imaginar personas más distintas que ellos y nosotros. Estos tipejos –Hammond y Shukman– enfermizos, de barbas mal cortadas, anteojos de marco y lentes gruesos, el pelo crecido y, si me preguntan, un poco sucio. Y guardapolvos sobre la ropa de calle. ¿Quién, que no sea un médico o un maestro anda vistiendo un guardapolvo por la vida? ¿Quién, incluso si es médico o maestro, se presenta así vestido en un despacho oficial? Sin embargo acá están, en mi oficina, presentando unas credenciales del Ministerio que dicen que son nuestros colegas y, de manera confusa pero perentoria, que tenemos que colaborar. No ellos con nosotros, nosotros con ellos. 

El que acaba de hablar saca un paquete de cigarrillos y una cajita de fósforos. Tiene la clase de uñas cortísimas, translucidas y desparejas de los que calman sus nervios masticándolas. 

–Acá –digo remarcando la última paabra que usó– no se puede fumar. 

Enciende un fósforo y lo acerca con lentitud al cigarrillo que ya le cuelga de la boca. Da una pitada mientras devuelve la caja de fósforos al bosillo de su guardapolvo. 

–El problema no es dónde, comisario. Dónde se puede o no se puede, sino cuándo. De eso es de lo que estamos hablando. 

No estoy acostumbrado a la desobediencia. A las faltas de respeto. Al desorden. Ni pelo sucio. A las uñas comidas. Al humo en nuestras oficinas. En el Departamento de Policía de Shörshstadt las formas importan tanto como los resultados. Las formas hacen a los resultados. A veces, la mayoría si me preguntan, incluso las formas son los resultados. 

–Acá. En mi oficina. Al igual que en todas las reparticiones públicas de la Ciudad no está permitido fumar, señor …–hago una pausa para pretender que no registre sus nombres, que no quedaron  grabados en mi memoria de la manera permanente que generan la preocupación y mi oficio, para hacer ver que leo su nombre en la credencial, roñosa y doblada en cuatro que me dio al llegar–… Hammond. Así que apague eso, por favor. 

–Seré curioso, ¿en su Departamento sí está permitida la situación que usted tiene entre la morgue y la enfermería, comisario Zweitens? –ahora él hace una pausa, como si en serio esperara una respuesta, como si hubiera una respuesta posible para aquello –Lo imaginaba. Entonces que le parece si nos olvidamos de mi cigarrillo y sus prohibiciones y nos permite que le expliquemos lo que está pasando, a ver si encontramos la manera de resolver esto. 

El hombre abrió el diario. Siguió la sección de las noticias deportivas y, como era su costumbre, después leyó la página de economía. La primera estaba hegemonizada por la pelea del sábado próximo entre el campeón mundial de los semipesados, Anderson Jones, y el aspirante al título, Chuck Saint-Pierre; la segunda sobre la caída de la bolsa en Shangai ys su repercusiones. 

El café estaba muy caliente por lo que el hombre lo iba tomando en pequeños sorbos. Cuando las tostadas estuvieron listas las puso en un plato junto a la manteca, sirvió una segunda taza de café, agregó leche descremada y dos cucharadas de azúcar, apoyó todo más el diario en la bandeja de madera que habían comprado el año anterior cuando pasaron las vacaciones en Heilingfoi, y se lo llevó a su esposa a la cama. 

La mujer se estiró bajo las sábanas que se curvaron con su cuerpo. El hombre miró las figuras que el cuerpo rotundo dibujaba en los dobleces de las sábanas y la deseo una vez más. Llevaban 25 años juntos.

–Casi las nueve. Arriba. –dijo. 

– Buen día –respondió la mujer agarrando la bandeja–.Gracias, amor. 

–Me voy a duchar. 

La mujer untó una tostada. Le gustaba dejar que la manteca se derritiera un poco sobre el pan antes de comerla. Tomo la tasa de café y abrió el diario. Ella empezaba a leerlo por la página de noticias policiales. 

La tasa hizo un ruido que se multiplicó en el grito y el líquido caliente desparramado por el suelo. 

El hombre volvió corriendo al cuarto, cubierta su desnudez sólo con una toalla ajustada alrededor de la cintura. 

–¿Qué pasa, mi vida?

Su esposa, que lloraba, histérica, le mostró la página 26 del diario. Al hombre todavía le tomó unos segundos entender lo que estaba viendo. 

“Esta mañana la ciudad de Shörshstadt  amaneció con una noticia poco habitual. Una noticia que nos trajo recuerdos de días peores cuando los delitos violentos eran moneda de todos los días en nuestras calles. 

En Brown –un pasaje de apenas una cuadra en una de cuyas veredas hay un depósito de contenedores y en la otra, media docena de casa de familia y un taller– del barrio del Retiro, apareció el cuerpo sin vida de un hombre, con tres impactos de bala en el pecho.

Los disparos que habrían causado el deceso fueron hechos por un arma de gran calibre, según informó a este matutino el Jefe del Departamento de Policía y Seguridad Ciudadana, comisario J. L. Zweitens, quién, dada la gravedad del crimen, se puso a la cabeza de la investigación. 

En sus declaraciones a la prensa el comisario reconoció que la Policía, que al momento estaba entrevistando a los vecinos, todavía carecía de pistas que apunteran a los responsables de tan terrible delito pero que la víctima ya había sido identificada sin margen de duda o error. 

El occiso, según trascendió, sería el ciudadano Agustín Bhruna, documento DC-11900912, de 51 años”.

–Se lo vamos a tratar de explicar en términos –interviene el otro, Shukman –, digamos en los términos en los que estamos acostumbrados a hablar del tiempo: como una sucesión. Pero tiene que tener en cuenta que esa ficción que, por razones que nos exceden tanto a usted como a nosotros,  estamos tratando de preservar es ni más ni menos que eso: una ficción. Y que nada de lo que acá está pasando puede ser entendido si sigue pensando de manera cronológica. 

–Una palabra, destinada a desaparecer, comisario. Estamos ante la explicitación de una simultaneidad que existe pero solía permanecer invisible y que, desde el fenómeno del Crackle, se está haciendo porosa. 

Nada me aburre más que los preámbulos. Sobre todo los que están, como estos, destinados a hacerme sentir la asimetría negativa en la que me encuentro. Pero ellos tiene las credenciales y yo a los dos hombres y el problema. Así que trago saliva y pregunto qué es un Crackle. 

–Crackle, comisario –sonríe tras una bocanada de humo Hammond–, es, por decirlo de alguna manera simple, el tiempo roto. 

Nuestro estudio quedaba en una oficina del cuarto piso de la Universidad Tecnológica Nacional. Imaginen el laboratorio de un científico loco en una película futurista de la década del ’40. Bueno, no era así. Ahora imaginen el cuartel general de la NASA. Tampoco. Era, más bien, como una cruza entre un call center en miniatura y una centro mediciones meteorológicas aficionado.  

Veníamos trabajando con Hammond hace muchos años. Nos complementamos bien. El hace una parte del trabajo y yo la otra y, aunque sería difícil saber qué cosas aportó cada uno a esta pequeña sociedad, es obvio que ninguno de los dos hubiera llegado hasta este punto sin el otro. 

Yo había conseguido una beca y teníamos dos años para confirmar alguna de nuestras hipótesis sobre las alteraciones electromagnéticas en los campos gravitacionales de las grandes urbes después del desastre de Port des Bois d la década pasada. 

La primera semana de septiembre los niveles de estática subieron en un 76 % con respecto la medida anual. En términos cotidianos esto significó que por esos días casi todos los ciudadanos de Shörshstadt recibimos leves descargas eléctricas al dar un apretón de manos, besar a alguien, ponernos un saco de lana o llamar el ascensor. Pero para nuestro proyecto podía quería decir que fueran a subir los otros indicadores. 

Era, en definitiva, lo que habíamos estado esperando. 

Ahora parece estúpido decirlo de esta manera: por esos días, habíamos estado esperando. Palabras vacías. Pero aún no lo sabíamos. En ese momento parecía que nuestras hipótesis se confirmaban. Otra vez, ¿se dieron cuenta?: aún, en ese momento.  

Como sea. Lo cierto es que estuvimos mucho más atentos que de costumbre y encontramos que en uno de los aceleradores xenostaticos, se repetía un ruido anómalo: crack. Por eso, y por cierto grado de casualidad que siempre se juega, descubrimos el primer Crackle. 

No sé explicarlo mejor. Yo era nuevo. Mi tercer día en el trabajo recién, y estaba yendo orinar. Fue un ruido corto, crack, y enseguida todo se hizo confuso. Los colores se modificaron con levedad pero sin dudas. Entonces, en lugar de doblar hacia donde creía recordar que el día anterior había estado el baño, seguí derecho porque ahí lo vi en ese momento. Pensé, recuerdo, qué raro. Pero ya dije: llevaba apenas tres días ahí. Lo ciero es que tan pronto como empecé a orinar ya no hubo mingitorio sino una alfombra y la cara horrorizada de la señorita Rhuter y sus gritos. Y mi vergüenza. 

–El caso del señor Marcus…

–El tipo que meó la alfombra.

–… fue el primero que identificamos. Investigando en la oficina de catastro de la Ciudad descubrimos que en esa locación había habido un baño, hace treinta y cinco años. Y pudimos cotejar los planos con la descripción, confusa es cierto, que hizo el señor Marcus. 

–Como ya se imaginará, comisario, coincidían. 

–El segundo fue distinto. El Crackle produjo una brecha aliterada. El loop. En el barrio del Cementerio hay una cuadra, Dummont al 500, cerrada por peligro de derrumbe desde hace un par de años. De hecho la Ciudad compró las casas y sacó a los vecinos. Aunque, por supuesto, nada se derrumbó. 

–Ni se va a derrumbar. Al menos no que sepamos. 

–Ese Crackle fue más grande y produjo, como le decía, el primer loop. Dura cinco segundos. Todas las tardes, no importa cómo esté el clima, a las dieciocho horas cuarenta y siete minutos y cincuenta y tres segundos…

–Del tiempo de nuestros relojes.

–…en la calle Dummont cae una fina lluvia y un automóvil Volkswaggen gris aparece en la esquina de Girardot y desaparece al girar en la avenida Wald. Un modelo que en Volkswaggen, lo han confirmado desde Inteligencia, está recién en sus primeros planos y planifican lanzar al mercado dentro de cinco o seis años. 

–Del tiempo de nuestros calendarios, comisario, no olvide eso. Un tiempo que no existe.

El hombre entró a la comisaría visiblemente agitado. Subió las escaleras corriendo, apoyó todo el peso de su cuerpo sobre el mostrador de la recepción. Traía la corbata mal anudada y el saco abierto, pese a lo frío de la mañana de agosto.  

–Quiero hablar con el comisario Zweitens. Y necesito que sea ahora. 

–Buenas días, caballero –le respondió con tranquilidad y firmeza la oficial de guardia–, soy la oficial Anxiopulos. Dígame en qué podemos ayudarlo y, de ser necesario, le haremos saber… 

El hombre sacó el diario del bolsillo de su saco y lo desplegó.  

–Acá dice que el comisario declaró que identificaron a un ciudadano que fue encontrado muerto, víctima de tres disparos la noche de ayer en un callejón del sur de la ciudad. 

–Sí, es correcto, señor.

–¡No, señorita, no es correcto! ¡No es para nada correcto! –gritó el hombre 

–Señor, ante todo le voy a pedir que se calme.

–¿Qué me calme? Quiero hablar con el comisario. Quiero que me explique cómo se atreve a  divulgar la identidad sin confirmarla. 

 –Señor, el difunto tenía documentación que acreditaba identidad…

–¿Y con eso…

– No me interrumpa, señor. Pero además se le realizó el examen dactilar en el momento con lo que…

–¿Y ustedes dicen que era Agustín Bhruma?

–Sí, señor, esa es la identidad confirmada. ¿Es usted familiar del…

El hombre apoyó sobre el diario su propio carnet de identidad: DC-11900912.

–Yo soy Agustín Bhruna. –dijo. 

Siguen hablando con tranquilidad. Nada parece alterarlos. Hammond, que va por el tercer cigarrillo, deja que Shukman lleve la conversación pero cada vez que interviene es para recordarme que lo que pasa es más grande y complejo de lo que puedo concebir. 

–Los casos más habituales de Crackle, en cualquier caso, son los que llamamos permanentes…

Hammond no puede con su genio y agrega: 

–Por llamarlo de alguna manera. 

No lo soporto.

–Adiviné que iba a decir algo así. Quizá su soberbia ya lo haya vuelto previsible, señor Hammod. 

–Usted insiste en decir cosas como ya, comisario. Lo que implica que lo que usted llama mi soberbia está muy bien cómo está. Mejor deje que le expliquemos. 

–Señores –interviene Shukman –no nos desviemos del tema. Le decíamos que los más habituales son los permanentes. Un pequeño espacio en el aire que presenta una discontinuidad de entre uno y dos segundos. Tenemos veintisiete identificados en la Ciudad, más los treinta y tres que logramos desactivar. 

–Entonces –me entusiasmo por primera vez en la conversación –ustedes pueden ayudarme a resolver esto. 

Los dos hombres sonríen. 

–No estamos acá para eso, comisario. 

En los 12 años que llevo como forense del Departamento nunca pasó una cosa así. Ya es raro que tengamos casos de homicidios, creo que es el segundo que me toca, aunque, por el contrario, la tasa de suicidio, sobre todo entre adolescentes, no para de subir. 

Ahora, esto que pasó hoy… Nunca. Pero nunca, nunca. 

Bajó el comisario, lo que ya es inhabitual. Y acompañado, además. Acá bajan de a uno. Suele venir el detective a cargo o algún colaborador cuando hay que retirar un informe. 

Hoy, no: el comisario con tres de sus ayudantes. Y un civil. Eso ya no es inhabitual. Es inédito. Nunca, pero nunca, nunca había visto a un civil con vida acá abajo. Los civiles sólo entran en el Área de Reconocimiento, del primer subsuelo. Pero acá,  no. Salvo que estén muertos, claro. 

Le vi cara conocida, al civil, aunque no pude identificar de dónde. ¿Seremos vecinos?, pensé. Pero no era eso, no. 

–Necesitamos ver el cuerpo que trajimos anoche, doctor.  

–Tengo planificada la autopsia para la 12.45, comisario, no prefiere…

–No es un problema de preferencias sino de necesidad. Por favor.

Abrí el refrigerador, saqué la camilla y lo acerqué al centro del salón.

–Destápelo, doctor Elliviém, por favor. 

El civil lanzó un grito corto. 

No, gritó. 

La voz ronca que yo había escuchado tantas veces en familiares y amigos en el primer subsuelo. Pero entonces lo miré de nuevo. Y miré el cuerpo en la camilla y entonces también yo dije no. 

Claro, por eso me resultaba familiar. Lo había visto la noche anterior. Tenía el pelo un poco menos canoso y el bigote afeitado. Por lo demás, pensé, es un Doppelgänger de asombro. 

–¿Alguna seña particular, señor Bhruma?

El civil, antes de desmayarse, abrió su camisa y mostró una cicatriz de unos cinco centímetros debajo de la tetilla izquierda. Idéntica a la que tenía, junto a los orificios de las bala, el cuerpo sin vida en la camilla de mi salón. 

–Pero tenemos un asesinato que todavía no sucedió. Si balística logra identificar el arma y con ello llegamos a quién la posee, podríamos evitar…

Hammond niega con la cabeza mientras murmura es inútil, no entiende nada de lo que estamos diciendo, te dije que no había que perder el tiempo, hasta que Shukman lo interrumpe. 

–Comisario, el asesinato sí sucedió. Prueba de eso es el cadáver que tiene en el segundo subsuelo. Sucedió y está sucediendo y va a suceder. No hay nada que podamos hacer con eso. 

–Pero entonces qué sentido tiene que…

–Por favor, comisario, trate de escuchar. 

Pienso que no hago más que escucharlos desde que llegaron. Que tengo un tipo muerto a balazos en el sótano y al mismo tipo –vivo– tres pisos más arriba. Pienso que mi tarea es que nadie en esta ciudad muera asesinado. Y que todas sus explicaciones no valen nada si el ciudadano que me espera en la enfermería va a ser asesinado y lo sabemos y tenemos cómo evitarlo pero no lo hacemos. Pero pienso también en las credenciales –roñosas y dobladas en cuatro, firmadas por el ministro que, de manera confusa pero perentoria, me indican que colaboremos con los doctores Shukman y Hammond en todo lo que soliciten– y respondo:

–De acuerdo. Ustedes dirán. 

–Bien. Este es el primer caso de superposición física que detectamos. Estamos actuado en terreno desconocido. Y tenemos, en primera instancia, tres problemas urgentes que resolver. El primero: cómo desdecirnos de las declaraciones que hizo usted a la prensa esta mañana y los informes que desde anoche fueron…

–Pero eso es imp…

La carcajada de Hammond me interrumpe. 

–No irá a decir imposible, ¿verdad? –pregunta. 

–El segundo: qué hacemos con el cuerpo sin vida del señor Bhruma hasta que los tiempos, por decirlo de alguna manera, se ajusten. Y el tercero: cómo lograr que estos eventos no se repitan o, al menos, mantenerlos bajo control. 

–Y bajo control para el Ministerio, comisario, quiere decir, como supongo que ya lo habrá entendido, en secreto. 

Antes de abrir los ojos me relajé. Fue un sueño, pensé. Un sueño horrible. Una pesadilla. Ya pasó. Sin abrir los ojos estiré la mano buscándote. Pero no estabas. Escuché, en cambio, una voz masculina que me preguntaba si me sentía mejor. Entonces abrí los ojos. Mosaicos blancos, un escritorio, una silla. Botiquín, balanza, una báscula. Sobre el escritorio, la placa: Dr. Élmer Linkshäder. 

–¿Dónde estoy? –pregunté, aunque no quisiera saber la respuesta. Sólo quería que todo fuera un sueño y que estuvieras a mi lado. 

–En la enfermería del Departamento de Policía, señor Bhruma. Tuvo un desvanecimiento y lo estamos atendiendo. Voy a avisarle al comisario. Me pidió que lo hiciera ni bien usted recobrara el conocimiento. 

Las instrucciones que me dieron están anotadas en mi libreta, sobre el escritorio. Instrucciones para unas tareas ridículas, reñidas con todo lo que me hace el policía que soy. Pero, claro, después de los eventos de las últimas horas, nada es lo que era. Lo que es. Si me preguntan a mí: ya nada será nunca igual. 

Miro alrededor. Me pregunto dónde habrá tirado las colillas el sucio de Hammond. 

Me paro junto a la ventana a esperar. Quiero ver cuando se vayan. Los quiero fuera de mi edificio. Cuento hasta veinte, veintiuno, veintidós. 

Salen. Sus guardapolvos desentonan en la acera poblada de transeúntes en ropa de calle pero nadie parece prestarles atención. Todo parece normal, pienso, menos ellos. Se paran junto al bordillo y observan a un lado y al otro. Shukman consulta el reloj, Hammond enciende un cigarrillo. 

Hay un crepitar, un chasquido, un breve ruido de interferencia y suena teléfono.

–Oficina del comisario Zweitens –respondo–. ¿Ya se despertó? Perfecto. Enseguida voy para allá, doctor. Gracias. 

Vuelvo a la ventana. Siguen parados en el mismo lugar. Esperan algo. O eso parece.  

De pronto, si aún existe algo como de pronto en esta ciudad enloquecida por el Crackle, suena de nuevo, esta vez con más fuerza, un crujido crepitante –más que un engranaje roto o una pieza suelta de metal golpeando metal, el sonido de circuitos friéndose, de material ardiendo hasta su descomposición– que me obliga a cerrar los ojos.  

Cuando vuelvo a abrirlos, más allá de mi ventana sólo encuentro una acera normal. Un día normal. Todo el mundo viste ropa de calle. Una mañana cualquiera en Shörshstadt.

Kike Ferrari. Buenos Aires, 1972.

Narrador. Colabora con distintas revistas políticas y culturales. Tiene, también, una columna fija en El Anden, el periódico del sindicato de los trabajadores del subte. Sus libros han sido publicados en diez países, traducidos a media docena de idiomas y premiados en la Semana Negra de Gijón, de España; el Fondo Nacional de las Artes, de Argentina; y la Casa de las Américas y el Festival Fantoches, de Cuba. Su última novela se llama Todos nosotros. Es padre de tres hijos.