Narrativa

El Ángel que vi en la tierra

Amanece lloviendo. Elpidio va a la cocina y comprueba si queda un sorbo del café de ayer, que guarda en un frasco de mayonesa, tapado con un platico plástico. Tiene suerte y se moja apenas los labios. Afuera continúa la llovizna, presagio de un nuevo frente frío, que no es motivo suficiente para faltar a su trabajo.

Como todos los días, atraviesa el pueblo montado en su vieja bicicleta hasta llegar al otro extremo, donde se encuentra ubicado el policlínico en el que trabaja hace varios años, como auxiliar de limpieza.

Elpidio Fonseca, a sus escasos veintisiete años, es huérfano de madre y padre desde hace alrededor de cuatro, tras la muerte repentina de ambos progenitores, con solo seis meses de diferencia entre uno y otro. Con la doble defunción, se vio heredero de un cuarto de madera y techo de zinc en un solar de una barriada habanera, un perro, una jicotea, una bicicleta Flying Pigeon… y una fuerte inclinación por la bebida.

La jicotea siempre fue un miembro más de la familia. Sus padres la acostumbraron a convivir con ellos dentro del cuarto que llamaban casa, y para que sus hábitos anfibios no se vieran por completo frustrados, colocaron en un rincón del espacio que utilizaban como cocina, a modo de piscina, una palangana plástica de suficiente proporción que sirviera, cuando nueva, como batea a la madre de Elpidio… O El Pomi, pues su verdadero nombre, el de bautizo, casi nadie lo conoce; hace años que todos en el solar y en el barrio lo llaman cariñosamente El Pomi. Y no porque su piel sea roja como la pasta de tomate que se comercializa en nuestros mercados en divisa, sino por el pomito plástico que siempre lleva en el bolsillo trasero de su pantalón, en lugar del pañuelo que nunca usa, pues las manos y la camisa hacen la función de limpieza.

¿Quién dice que los animales no son inteligentes? Quizás por no poder emitir sonido alguno para reclamar, la jicotea aprendió a pararse al lado del recipiente plástico cuando quería darse un chapuzón… Jico, como la llamaron desde el principio, siempre ha paseado a sus anchas por todo el apartamento, y a pesar de sus años, no ha crecido aún tanto que no pueda meterse a husmear debajo del mobiliario roído por el comején que forma parte de la herencia familiar, para comerse cuantas migas de pan encuentre por el piso. Además de zamparse a salamandras, ranas, ciempiés, ratones y cualquier otro animalejo que, creyéndola indefensa por su lentitud o no sabiéndose parte de su amplísima dieta, ose pasar por su lado medio distraído.

Pese a su convivencia desde muy pequeña con la familia, que también incluyó siempre al perro, el quelonio no es amistoso con el can. Ni mucho menos; en más de una ocasión, Jico le ha pegado su buena mordida en el hocico, en la cola, o por donde lo agarre. Su salvación, en tales casos, depende de que El Pomi esté en casa, y además con un nivel de sobriedad suficiente para que se acuerde del remedio santo: acercar un fósforo encendido a la minúscula cola que sobresale de la parte posterior del carapacho de Jico. Con lo que la huraña mascota afloja de inmediato sus mandíbulas, liberando así al pobre can del inmerecido castigo.

Canelo, que es como se llama el perro, también acompaña a El Pomi desde su niñez. Antes era de un color acaramelado claro, con una oreja blanca y la otra matizada. Pero ahora ya bien podría llamarse Carmelita, porque la mugre impregnada en su abundante, hirsuta pelambrera, ha cambiado radicalmente los tonos que antes exhibía: su oreja blanca ahora es color caramelo oscuro y la otra perdió el matiz por completo.

A Canelo, su obvia condición de sato no le impide ser inteligente… o por lo menos astuto. Quizás no sea sino puro instinto de supervivencia; en cuanto divisa al agresivo reptil anfibio arrastrando su caparazón por un lado de la casa, ya sabe que debe salir disparado hacia el otro. En más de una ocasión El Pomi, haciéndose el dormido, ha podido contemplar el espectáculo, que termina casi siempre con el sato acurrucado entre sus piernas, como en una especie de guarida segura. Precaución utilísima, para no acabar mutilado o al menos sangrientamente picoteado por la odiosa inquilina con carapacho.

La bicicleta de El Pomi chirría sonoramente con cada pedalazo. La cadena, rojiza de tanto óxido, casi trancada, roza a cada vuelta con el guardacadena, amarrado con alambre en uno de sus extremos. Este sonido le agrada al ciclista. Todos los pueblerinos, a su paso, se voltean para saludarlo, con expresiones de cariño; aunque desde las mañanas su aliento desprenda un intenso olor a cocina Pike, él entrega generosamente su buena vibra y sus sonrisas a todos por igual: muchachas, ancianas; los socios de su padre, curda en sus buenos tiempos; sus propios socios, tan curdas como él, digno hijo de su padre… 

Hasta el mismísimo sacerdote, cuando lo ve, se persigna y lo encomienda al señor para que lo proteja, al ver que las calles del barrio parecen volvérsele curvas, con inflexiones extrañas, como consecuencia del nivel de embriaguez de la noche anterior. Pero El Pomi también ha desarrollado una habilidad increíble para, esté como esté, nunca estrellarse contra un contén, un establecimiento ni un transeúnte de esos que ignoran las aceras y deambulan por las calles.

El único que nunca se ve torcido es Canelo, que trota delante de su amo, con medio tramo de lengua afuera y la pelambre amelcochada de suciedad cayéndole sobre los ojos, casi como los cabellos de los rastafaris. Entre cuyas doctrinas destaca la de «África para los africanos»… aunque para nada parece que en Cuba se lo hayan tomado en serio, como mandamiento, pues la población afro se multiplica de forma exponencial y no viaja ni siquiera al Oriente del país. 

Como fiel guardián y guía, Canelo sabe conducir a su amo sin vacilación hasta el parqueo del policlínico y luego, echado al lado de la bici, aguardar su salida por horas, paciente.

Una mañana cualquiera de septiembre, de esas en las que el sol se recrea en brillar con apacible intensidad, permitiendo descubrir en cada rincón lo que se esconde o nace, El Pomi ve acercarse, a la entrada de su trabajo, a una joven rubia, de largo cabello dorado, que desprende suaves destellos de luz cuando los rayos del sol lo iluminan. Ceñido a su fina cintura lleva la hermosa un vestido de tirantes que, vaporoso, se abre a cada paso y juguetea con el aire, que parece darle la bienvenida. De su hombro derecho cuelga, bien doblada, una bata blanca; del izquierdo una cartera, también blanca, que hace juego con sus sandalias del mismo color, anudadas a los tobillos, desde los que se alzan unas piernas largas y perfectamente torneadas, como balaústres de un palacio de princesas.

Ante tan bella visión, el Pomi queda atónito… tanto, que sigue arrastrando su bicicleta, sin advertir que ya Canelo ha ocupado su lugar de costumbre en la esquina del parqueo: echado, con las orejas descolgadas sobre el pavimento y la cola peluda extendida, como marcando su territorio.

Pero ahora su amo, sin notarlo, arrolla su cola y orejas, haciéndolo aullar de dolor y ¿por qué no? de recriminación hacia el hombre, al no comprender qué hizo para merecer semejante castigo.

Sólo el aullido de Canelo hace reaccionar a El Pomi y salir de su arrobamiento; baja la mirada para ver lo que ocurre y, tras liberar y consolar con torpes caricias a su adolorido guía y fiel amigo, vuelve a clavar la mirada en la entrada del policlínico… pero ya la doncella desconocida ha desaparecido del umbral.

«Si algo tiene que tener un hombre, además de gusto por la bebida, es responsabilidad ante el trabajo», así le había educado su padre. Quien, a pesar de su público vicio, se ganó la admiración de la gente, por lo trabajador y hombre de palabra que siempre fue.

Por eso, tras el incidente, El Pomi se entrega, como todos los días, a sus implementos de limpieza. A su despeluzada escoba, su trapeador que se desarma a cada rato y la caja de almohadillas sanitarias vacía que utiliza como recolector de basura, a su paso por cada una de las consultas, cubículos administrativos y baños… sin que deje de acudir a su memoria, de cuando en cuando, lo que considera un regalo inmerecido: esa imagen del ángel de cabellos dorados que lo sacudió de pies a cabeza, ayudándolo a despojarse del pesar que aún nublaba su cerebro, por el exceso de alcohol de la noche anterior.

Llegada la hora del almuerzo, tras haber despachado en tres masticadas la bandeja con arroz, chícharos como balines, un huevo duro y un pan hecho con azúcar prieta que se desmoronaba apenas tocarlo, por no tener ni gota de grasa, El Pomi sale en busca de su fiel amigo cuadrúpedo, que como de costumbre, espera también su almuerzo.

Canelo, a diferencia de El Pomi, se ve gordito. Quizás sea por la abultada pelambre mugrienta… o porque su almuerzo, al menos en cantidad, siempre es más de lo que su dueño consume: este le trae en una bandeja las sobras de varios comensales; que por suerte para el perro, tienen muy mala… o quizás muy buena boca. Porque, realmente, el menú destinado a la alimentación de los trabajadores deja bastante que desear.

Mientras observa a su perro devorar con gusto su abundante ración, regresa a la mente de El Pomi la imagen de la bella desconocida. Y, como en toda la mañana no la ha vuelto a ver en el policlínico, concluye que seguramente no es una trabajadora de nuevo ingreso, sino una paciente que, tras recibir el servicio por el cual vino, regresó a su trabajo o se fue a algún otro quehacer. De lo que sí está convencido, es que de seguro trabaja en el sector de la salud, por la bata blanca que colgaba de su hombro. Aunque, pensándolo mejor, también podría ser una peluquera, una vendedora de alimentos o hasta una farmacéutica. 

Lo cierto es que, al terminar Canelo de engullir su almuerzo, El Pomi recoge la bandeja y vuelve a sus labores habituales, sin tratar ya de adivinar el paradero de la doncella desconocida.

Al concluir la jornada laboral, como parte de su rutina diaria, pasa por la bodega, para llenar su pomito antes de volver a casa. Allí, tras preparar algo de cena para él y los otros dos comensales no humanos, se dispone a completar el llenado de su estómago con el preciado líquido blanco, de olor penetrante y sabor ardiente… cuando, al primer buche, siente un dolor muy fuerte en el lado izquierdo de su mandíbula, que le hace soltar ahí mismo el jarro y llevarse las manos hacia el cachete, emitiendo un alarido que hace a Canelo ponerse en pie de un salto, en guardia, tratando de adivinar qué ocurre.

Al cabo de varios segundos, la intensidad del dolor cede un poco… y, poco después, mirándose en el opaco espejo del baño, El Pomi alcanza a descubrir que tiene un hueco en una muela… bueno, un hueco no; apenas si sigue ahí una porción del molar que se fracturó en varios pedazos, seguramente al morder un chicharrón de los que ayer le regalara Cundo, el vecino del fondo, que lo quiere como si fuera un hijo y fue siempre casi un hermano mayor para su padre.

De seguro, el día anterior, y en el estado en que se encontraba en el momento de acompañar con los chicharrones la bebida de la noche, ni siquiera notó la lesión. «Esto debe haberse acabado de partir con los salaos chícharos de hoy», piensa de inmediato El Pomi, tratando de recordar con qué pudo haberse fracturado aún más el endeble cascarón que ya era su muela.

Tampoco es que el detalle importe tanto.

Lo que sí importa es que esa noche no logra pegar ojo. Se la pasa bebiendo buches cortos de lo que queda en el pomito, procurando que no caiga ni un sorbo en el lado izquierdo… pero todo es inútil: su cerebro se estremece, como las campanas de la iglesia cuando repican los domingos llamando a misa a las beatas del pueblo, con unos latidos acompasados, que no se rinden ni ante el recio embate del alcohol de reverbero.

Nunca antes una noche le había parecido tan larga a El Pomi. En verdad, hace años que ni se entera de, esa parte de su jornada: sólo cae rendido por el alcohol, en cuanto oscurece, para despertarse con el canto del gallo del patio vecino y la lengua del fiel Canelo lamiendo los restos del brebaje de las comisuras de sus labios y despegando sus lagañosos ojos, mientras le echa en plena cara su aliento animal… casi peor que el que le deja a él mismo el alcohol, al otro día de su habitual borrachera nocturna.

Se apresura a levantarse del taburete y echarse abundante agua en la cara. Cierra los ojos para llenarse de valor y enjuaga su boca varias veces, pasándose el cepillo de dientes, untado con jabón de lavar, a falta de pasta dentífrica. 

Duele como si lo estuvieran despellejando vivo. Ya está más que convencido de que, apenas llegar al policlínico, tendrá que ir directo a la consulta de estomatología, a ver si alguien puede poner fin a su agonía… porque de lo contrario, está decidido a arrancarse él mismo, y a como dé lugar, ese maldito trozo de muela que lo ha privado del sueño toda la noche anterior.

Al saludo de todos, hoy El Pomi no responde, Tampoco regala su sonrisa habitual a los que, a su paso, lo llaman por su apodo. Y es que apenas si puede mover la boca, de puro dolor. Parquea la bicicleta en el mismo lugar y va derecho en busca de alguno de los dentistas, sin siquiera firmar su puntual entrada. 

La puerta de la consulta dental está abierta; la auxiliar de limpieza a la que corresponde atender esa ala de la edificación ya terminó su trabajo. No lo piensa dos veces; decidido a ser la primera víctima del día, se sienta en el sillón de la derecha. Recuesta la cabeza. Sube los pies. Cruza las manos sobre su abdomen y, cerrando los ojos, para disimular la humedad que en ellos hace asomar el intenso dolor, intenta aguardar tranquilo.

El sillón está dispuesto de tal modo que el paciente queda de espaldas a la puerta de entrada. Por lo que, al poco rato de espera, El Pomi sólo escucha unos tacones tenues que se desplazan por la habitación.

—Buenos días, no sé quién lo ha mandado a entrar tan temprano… pero no importa. Se ve que lo suyo es una urgencia. Sólo espere, por favor, a que me lave las manos, me ponga la bata, y enseguida estoy con usted.

El Pomi no reconoce la voz que tan dulcemente le insta a aguardar, así que se vira, a ver si logra identificar a la doctora que, al parecer ha acabado de entrar y que, por sus palabras, no le cabe duda de que es una dentista.

La sorpresa supera incluso a su dolor: se trata nada más y nada menos que de la misma hermosa doncella de cabellos dorados que lo deslumbrara el día anterior. La que tan misteriosamente había aparecido y luego desaparecido, sin que pudiese él volver a verla. 

Confuso, se mantiene sentado, sin atinar a responder ni volverse a recostar. La doctora, al terminar de alistarse para empezar su faena, se acerca al sillón, y colocándose el nasobuco, le pide amablemente al paciente que le diga su nombre y apellidos y que le explique el motivo de su asistencia a la consulta.

El hombre adolorido queda paralizado; por un instante no sabe si olvidarse de su muela, levantarse y salir huyendo, o dejar que ella intente prestarle la ayuda que tanto necesita. Por su parte, la doctora lo mira fijamente, en espera de la respuesta a sus preguntas… y El Pomi, que también ha clavado sus ojos en ella, no deja de admirar sus pupilas azul grises, casi lo único que aún puede admirar de su rostro, por encima del protector bucal. 

«Qué linda es… y qué voz tan musical tiene. ¿Será un ángel que me mandaron los viejos? Tanta belleza no puede ser real. ¿Estaré borracho y delirando? ¿Estaré en el policlínico realmente?». Piensa, y así transcurren algunos segundos, sin que atine a responder a lo que le han preguntado.

Sólo reacciona y sale de su sopor al escuchar nuevamente la dulce voz:

—Paciente, ¿acaso no puede hablar?, dígame su nombre y qué le ocurre… si no, tendrá que abandonar el sillón y retirarse, hay otras personas que también esperan por mí.

En ese instante, se abre nuevamente la puerta de la consulta y entra Humberto, un dentista que trabaja en el policlínico hace muchos años, y por tanto conoce a El Pomi desde que casi era un niño. Al verlo en posición de ser atendido por Ángela, la nueva doctora, recién graduada y ubicada en el lugar para cumplir su servicio social, los saluda a ambos. Con la confianza del roce diario, se acerca al sillón y le da una palmada en el hombro a El Pomi, quien, sin salir de su asombro, le devuelve el saludo a su viejo conocido.

Pero, apenas ha comenzado a decir su nombre y sus dos apellidos, nota que la doctora retrocede unos pasos y ladea la cara, en clara señal de rechazo. El Pomi continúa explicando lo que le sucede, pero ella mira fijamente a Humberto, y de repente le dice, con voz extraña:

—Necesito que te ocupes tú de este caso… tengo necesidad de ausentarme un instante.

Sin decir palabra, Humberto asiente, y le pide a El Pomi comenzar su explicación. Tras escucharlo y revisar la muela de marras, decide que no queda otra alternativa que extraerla, y se lo comunica al paciente… quien, sin objetar, abre su boca y se entrega dócil al procedimiento.

Al concluir la exodoncia, mientras coloca una torunda en la encía que antes sujetaba el cascarón de lo que antes fuese una muela, el veterano estomatólogo le dice a su paciente:

—Listo; ahora, vete derechito para tu casa. Hoy no debes trabajar ni bajar la cabeza, no debes irte pedaleando en la bicicleta… y tampoco tomar alcohol, porque podrías sangrar en abundancia y eso siempre es peligroso. Mañana, si haces las cosas como te digo, ya todo habrá vuelto a la normalidad y podrás venir a trabajar como siempre. Ah… por cierto; cuando vuelvas a estar en una situación similar, trata de venir al dentista sin haber bebido la noche anterior. La pobre doctora Ángela no pudo soportar tu aliento… fue sólo por eso que no te atendió.

El Pomi, sin hablar y apenado, asiente con la cabeza. Luego se levanta del sillón, y le tiende la mano al doctor, agradecido. Abandona el policlínico, y procura hacer todo lo que el dentista le explicó.

Al salir, se tropieza con la doctora, sentada en los bancos de espera. Ella lo mira un instante, se levanta y entra de inmediato a la consulta.

El Pomi está apenado, pero, a la vez, extrañamente feliz. 

Hace tiempo que no sentía vergüenza de nada; ser un alcohólico, que todo el mundo lo supiera, e incluso el que alguna gente lo mirara por encima del hombro, le daba absolutamente igual… hasta hoy, al menos. 

Pero, por otra parte, ya no siente dolor alguno en su boca. Qué felicidad.

Así que, por una vez, decide acatar las instrucciones de Humberto y no ir en busca de su habitual brebaje para pasar la noche. La imagen de la hermosa doctora apartándose con repugnancia de su lado no se le quita de la mente. 

De regreso a casa, pasa por la carnicería y compra la posta de pollo que le corresponde en el mes, con la que cocina una sopa que degustan él y Canelo. El cartílago y los huesos se los ofrece a Jico, como manjar de excepción. Porque este es un día especial, sí, señor…

Después de comer, recuesta el taburete a la pared, y se sienta a repasar todo lo concerniente a la bella dentista. En medio de tan gratos pensamientos, se queda profundamente dormido.

El Pomi despierta antes que el gallo y hasta antes que Canelo. Se alista, como todos los días, para llegar puntual a su trabajo, pero los sucesos del día anterior no dejan de rondar su mente. Quizás, si no hubiera tenido peste a alcohol, la doctora lo hubiera atendido ella misma… así él hubiera podido decirle que sus cabellos daban al sol la fuerza para iluminarnos todos los días; que su sillón de trabajo no necesitaba de ninguna lámpara, pues sus bellos ojos ya irradiaban toda la luz necesaria para trabajar; que… que… que… 

Ah, ¡cuántas cosas podría haber intentado decirle! a ella, a ese Ángel que es y que lleva por nombre, muy apropiado, por cierto, pues Ángela solo es eso, un Ángel que vino a la tierra a ayudar a algunos… y a embobecer a otros, como a él.

A cada pedalazo, la vieja bicicleta chirría. Canelo guía su camino, pero hoy, sobrio, El Pomi lo sigue recto, sin trazar la menor curva. La gente lo saluda y su rostro responde. En su mente se ha fijado una idea: dejará de tomar, para poder hablar con Ángela… nada tiene, así que nada puede perder con intentarlo…  y sí ganar mucho, si lo logra; quizás a ella.

Durante una semana entera, El Pomi se mantiene estrictamente alejado del alcohol; los más cercanos lo creen enfermo, incluso van a pedirle al cura de la iglesia del barrio que lo visite, porque están seguros de que algo no anda bien con su amigo. 

Los primeros días son muy difíciles, y las noches, más aún. El Pomi masca caramelos y papel, que luego hasta traga, a veces, de tanta desesperación que le genera el aguantar los impulsos de ir a llenar su pomito.

Pero no; está decidido a vencer lo que lo privara de escuchar más aquella voz de ángel. Y lo vencerá.

Los vecinos del solar pasan por su lado y lo saludan con lástima. Algunos creen que padece de una enfermedad letal.

Hasta Canelo se da cuenta de que algo muy raro sucede; por las noches, a veces aúlla en lugar de ladrar, echado bajo el taburete, como si supiera que así sirve de sostén y apoyo a su amo, ahora sin una gota de alcohol en las venas.

Sólo Jico sigue como siempre, silenciosa y cagando por la casa, huraña y mordedora.

A los siete días sin beber, El Pomi ya prueba a ratos a exhalar en sus propias manos, para comprobar si el tufo a alcohol ha desaparecido. Incluso le compra, al gordo que vive al fondo del solar, vendedor de cuanto producto existe en la faz de la tierra y no en las tiendas, un tubo de pasta de dientes, ¡gran lujo!, para ver si el efecto sobre su aliento es mejor que el del jabón de lavar. Y ¡qué felicidad! cuando, dos días después, al soplar, su olfato sólo capta la dulce fragancia del mentol, no ya la del alcohol.

Lleva dos semanas sin probar un trago.

Tras haber vencido la primera etapa, se dispone a ir en busca de su ángel de amor. La noche anterior lavó su overol de trabajo con el mismo jabón que dejó de utilizar para sus dientes. Toma un baño, y sube a su chirriante bicicleta, más temprano de lo normal, pues quiere asegurarse de tener la misma oportunidad que cuando la conoció: ser el primero que se siente ese día en su sillón de trabajo. 

Su plan es simple, pero infalible: decirle que le duele algún otro diente, aunque esta vez va a ser sólo el pretexto ideal para acercarse a ella y que compruebe no sólo que ya no bebe, sino que su boca ahora huele bien ¡a pasta Perla!

Es lunes. Muy temprano. El sol no se ha asomado completamente y en la vía aún prevalece una cómoda semipenumbra. Tampoco las calles están abarrotadas de transeúntes que interrumpan el paso a las bicicletas y los autos, obligándolos a reducir su velocidad. Ni siquiera están paradas en los portales, puertas o ventanas, las viejitas que acostumbran a madrugar. 

El Pomi pedalea por inercia, pero seguro. En su interior, ya entabla un imaginario diálogo con su bella estomatóloga, escogiendo a su gusto cada palabra y frase a utilizar. 

Tanta es su dedicación a la hermosa fantasía, que no advierte el ruido de un auto que se acerca a gran velocidad y… 

Justo en el cruce de las cuatro esquinas cercanas al policlínico donde trabaja, un Lada blanco, con una música estridente que parece derramarse desde sus ventanas abiertas, viola la señal de PARE, e impacta a El Pomi, que cruzaba tranquilo, haciendo uso de su derecho de vía preferencial.

El golpetazo lo lanza varios metros hacia delante, y su cabeza choca justo contra el mojón de lindero que indica los nombres de las calles colindantes.

El chofer del auto, tambaleándose, baja y va a su encuentro; otros dos pasajeros del Lada también acuden en auxilio del herido. Los tres comienzan a gritar y la gente del policlínico, pacientes, enfermeros y médicos, se acercan todos. Enseguida varios cargan a El Pomi, que sangra por la nariz, los oídos y la boca, escoltado por su fiel amigo Canelo, por completo ileso, gracias a haber cruzado unos segundos antes del accidente… pero que ahora gime, como si él también hubiese sido alcanzado por el impacto.

De inmediato, el policía de guardia en el policlínico procede a detener al chofer y a sus dos acompañantes, solicitando refuerzos para transportarlos a la Estación. Mientras, en la salita de urgencias del policlínico, el personal de guardia se estremece, al confirmar que el desafortunado es El Pomi, su trabajador… que precisamente ese día cumplía dos semanas sin beber y a todos comentaba con orgullo su hazaña.

Durante largos minutos, se entabla una batalla entre la vida y la muerte. Hasta que, exactamente a las 6:57 am, cuando el bip bip del monitor de signos vitales se vuelve un insoportable pitido continuo y su tembloroso trazo una línea verde horizontal, recta, como mismo fuera esa mañana la trayectoria por las calles de la bicicleta El Pomi, gracias a su sobriedad, el sargento de carpeta en la Estación de policía escribe con tristeza en su reporte del día:

«…provocando un accidente automovilístico con resultado mortal. Causa evidente: conducir en estado de embriaguez…»

El libro Del telescopio a la bicicleta está disponible para su compra online en:

Del telescopio a la bicicleta

Aida Elizabeth Montanarro Torres. La Habana, 1963

Licenciada en Cibernética Matemática. Narradora y haijín. Obtuvo el Primer Premio en el Concurso Internacional de Haiku La Luna Roja, 2018, y el Premio en el Concurso Provincial de Cuento Luisa Pérez de Zambrana 2013. Parte de su obra narrativa ha sido incluida en varias compilaciones, entre ellas: Súper flacas, El silencio de los cristales, El sabor de la luz, y forma parte de la novela colectiva Mirar, sufrir, gozar, La Habana… Es co-autora de los libros: Ya comienza el otoño (haiku, tanka y haibun), Editorial Primigenios, Estados Unidos 2021; Del telescopio a la bicicleta, historias de solares habaneros, Editorial Letramía, Estados Unidos 2023; y Eros insomne, historias de amor y erotismo, que será publicado próximamente por Editorial Montecallado, Cuba.