Yawar fiesta

Resumen del libro: "Yawar fiesta" de

«Yawar fiesta», la icónica novela del renombrado escritor peruano José María Arguedas, es un tesoro literario publicado en 1941 que ha dejado una profunda huella en la literatura indigenista al retratar magistralmente la vida y la cultura de los pueblos andinos del Perú.

La historia se desarrolla en Puquio, un pintoresco pueblo en el departamento de Ayacucho, donde una comunidad indígena se enfrenta valientemente a las autoridades y a los hacendados para proteger su arraigada tradición: el «yawar fiesta» o fiesta de sangre. Esta festividad implica la lidia de un toro con la ayuda de un cóndor, simbolizando el poder opresor de los blancos y la resistencia inquebrantable de los indígenas.

Arguedas, a través de su pluma magistral, logra capturar la complejidad y la riqueza de la realidad peruana, revelando las tensiones y los conflictos entre diferentes clases sociales, etnias e idiomas. Utilizando un lenguaje mestizo, que combina el español con el quechua, el autor refleja la diversidad lingüística y cultural de su amado país.

«Yawar fiesta» invita a los lectores a reflexionar sobre la identidad nacional, fomentando el respeto por la diversidad y la búsqueda de la armonía entre los pueblos. Esta obra perdura en el tiempo, manteniéndose como un referente crucial para comprender la esencia del Perú profundo.

A medida que se acerca la festividad nacional del 28 de julio en Perú, los habitantes del encantador pueblo andino de Puquio se sumergen en los preparativos de su ansiada «Yawar fiesta» o fiesta de la sangre. Para llevar a cabo esta tradición ancestral, deben atrapar al temible Misitu, un toro legendario que deambula majestuosamente por la puna, alimentando su propia leyenda.

Sin embargo, desde la capital, Lima, llega una advertencia implacable del Gobierno: se prohíbe la celebración de corridas sangrientas. Pero los indios de Puquio se niegan rotundamente a renunciar a aquello por lo que han esperado todo el año y que forma parte intrínseca de su identidad cultural. «Yawar fiesta» desafía las normas establecidas por la novela indigenista tradicional, pues más que mostrar la opresión y el sufrimiento de los indígenas, busca destacar el poder y la dignidad que el pueblo quechua ha sabido preservar a pesar de la explotación y el desprecio de los blancos.

La novela narra el triunfo indomable de este pueblo en su decisión de preservar su idiosincrasia cultural y ciertos aspectos fundamentales de su organización social. La victoria de los ayllus sobre las autoridades del poder central, los terratenientes y los mestizos «alimeñados», se convierte en un episodio sorprendente e inigualable dentro del contexto indigenista.

«Yawar fiesta» es una obra literaria cautivadora que nos sumerge en las raíces mismas de la sociedad peruana, desafiando nuestras perspectivas y recordándonos la importancia de honrar y valorar las tradiciones y la diversidad cultural. A través de esta novela, José María Arguedas ha dejado un legado atemporal que continúa resonando en nuestros corazones y expandiendo nuestra comprensión del alma del Perú.

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I. Pueblo indio

Entre alfalfares, chacras de trigo, de habas y cebada, sobre una lomada desigual, está el pueblo.

Desde el abra de Sillanayok’ se ven tres riachuelos que corren, acercándose poco a poco, a medida que van llegando a la quebrada del río grande. Los riachuelos bajan de las punas corriendo por un cauce brusco, pero se tienden después en una pampa desigual donde hay hasta una lagunita; termina la pampa y el cauce de los ríos se quiebra otra vez y el agua va saltando de catarata en catarata hasta llegar al fondo de la quebrada.

El pueblo se ve grande, sobre el cerro, siguiendo la lomada; los techos de teja suben desde la orilla de un riachuelo, donde crecen algunos eucaliptus, hasta la cumbre; en la cumbre se acaban, porque en el filo de la lomada está el jirón Bolívar, donde viven los vecinos principales, y allí los techos son blancos, de calamina. En las faldas del cerro, casi sin calles, entre chacras de cebada, con grandes corrales y patios donde se levantan yaretas y molles frondosos, las casas de los comuneros, los ayllus de Puquio, se ven como pueblo indio. Pueblo indio, sobre la lomada, junto a un riachuelo.

Desde el abra de Sillanayok’ se ven tres ayllus: Pichk’achuri, K’ayau, Chaupi.

—¡Pueblo indio! —dicen los viajeros cuando llegan a esta cumbre y divisan Puquio. Unos hablan con desprecio; tiritan de frío en la cumbre los costeños, y hablan:

—¡Pueblo indio!

Pero en la costa no hay abras, ellos no conocen sus pueblos desde lejos. Apenas si en las carreteras los presienten, porque los caminos se hacen más anchos cuando la ciudad está cerca, o por la fachada de una hacienda próxima, por la alegría del corazón que conoce las distancias. ¡Ver a nuestro pueblo desde un abra, desde una cumbre donde hay saywas de piedra, y tocar en quena o charango, o en rondín, un huayno de llegada! Ver a nuestro pueblo desde arriba, mirar su torre blanca de cal y canto, mirar el techo rojo de las casas, sobre la ladera, en la loma o en la quebrada, los techos donde brillan anchas rayas de cal; mirar en el cielo del pueblo, volando, a los killinchos y a los gavilanes negros, a veces al cóndor que tiende sus alas grandes en el viento; oír el canto de los gallos y el ladrido de los perros que cuidan los corrales. Y sentarse un rato en la cumbre para cantar de alegría. Eso no pueden hacer los que viven en los pueblos de la costa.

Tres ayllus se ven desde Sillanayok’: Pichk’achuri, K’ayau, Chaupi. Tres torres, tres plazas, tres barrios indios. Los chaupis, de pretenciosos, techaron la capilla de su ayllu con calamina. Desde Sillanayok’ se ve la capilla de Chaupi, junto a una piedra grande, se ve brillante y larga, con su torre blanca y chata.

—¡Atatao! —dicen los comuneros de los otros barrios—. Parece iglesia de misti.

Pero los chaupis están orgullosos de su capilla.

—Mejor que de misti —dicen ellos.

Entrando por el camino de Sillanayok’, el pueblo empieza a las orillas del riachuelo Chullahora, ayllu de Pichk’achuri. No hay calles verdaderas en ningún sitio; los comuneros han levantado sus casas, según su interés, en cualquier parte, sobre la laderita, en buen sitio, con su corral cuadrado o redondo, pero con seña, para conocerla bien desde los cerros. Hacia afuera, una pared blanqueada, una puerta baja, una o dos ventanas, a veces un poyo pegado a la pared; por dentro, un corredor de pilares bajos que se apoyan sobre bases de piedra blanca; en un extremo del corredor una división de pared, para la cocina. Junto a la pared del corral, junto a la casa, o al centro del patio, un molle frondoso que hace sombra por las mañanas y en las tardes; sobre el molle suben las gallinas al mediodía y dormitan, espulgándose. El techo de la casa, siempre de teja, teja de los k’ollanas y k’ayaus; sobre el tejado rayas de cal, y en la cima, al medio, una cruz de acero. Así es el barrio de Pichk’achuri y K’ayau, del jirón Bolívar al río Chullahora. Llegando de la costa se entra al pueblo por estos ayllus.

—¡Pueblo indio!

Toda la ladera llena de casas y corrales; a ratos el viajero se encuentra con calles torcidas, anchas en un sitio, angostas en otro; la calle desaparece cortada por un canchón de habas o cebada y vuelve a aparecer más allá. El viajero sube la lomada, saltando de trecho en trecho acequias de agua orilladas por romazales y pasto verde. Ya junto a la cumbre de la lomada hay callecitas angostas, empedradas y con aceras de piedra blanca; tiendecitas, con mostradores montados sobre poyos de barro; y en los mostradores, botellas de cañazo, pilas de panes, monillos multicolores para indias, botones blancos de camisa, velas, jabones, a veces piezas de tocuyo y casinete. Es el sitio de los mestizos; ni comuneros ni principales, allí viven los chalos, las tiendas son de las mestizas que visten percala y se ponen sombrero de paja.

Casi de repente, llegando a la cima de la lomada, se entra al jirón Bolívar.

—¿Qué? —dicen los forasteros. Se sorprenden.

Es, pues, la calle de los vecinos, de los principales. Calle larga, angosta, bien cuidada, con aceras de piedra pulida. El jirón Bolívar comienza en la plaza de armas, sigue derecho tres o cuatro cuadras, cae después de una quebrada ancha, y termina en la plaza del ayllu de Chaupi. En el remate del jirón Bolívar hay una pila grande de cuatro caños; después está la plaza del ayllu de Chaupi, la capilla de calamina. «Alberto», estatua india de piedra alaymosca; Makulirumi, la gran piedra, seña del barrio; y más allá, en toda la pampa, el pueblo indio de Chaupi. De una esquina de la plaza de Chaupi comienza la Calle Derecha, es como prolongación del jirón Bolívar, pero la Calle Derecha es calle de los indios.

Al otro lado del jirón Bolívar, en la otra ladera de la lomada, está el ayllu de K’ollana. K’ollana no se puede ver de Sillanayok’; la lomada lo oculta. Igual que Pichk’achuri, K’ollana termina en un riachuelo, Yallpu. El pueblo comienza y termina en riachuelos.

El jirón Bolívar es la residencia de los principales; allí viven todo el año. En el jirón Bolívar están las casas de los vecinos; allí están las cantinas donde se emborrachan; allí está el billar, la botica; las tiendas de comercio.

—¿Qué? —dicen los forasteros entrando al jirón Bolívar.

Es, pues, para el gusto de los mistis. Las puertas son verdes, azules, amarillas; las casas son casi todas de dos pisos, con balcones de corredor que dan sombra a las aceras. Las calles son angostas; por las noches, los gatos, cuando se persiguen, saltan por lo alto, de techo a techo. Pero las calles son derechas, las que están en cuesta y en plano, todas son derechas; y la acequia que hay al medio de las calles está bien empedrada; de todos los zaguanes corren pequeños canales a esta acequia.

La plaza de armas es también de los principales, más todavía que el jirón Bolívar. Pero la plaza de armas no está al centro del pueblo. En un extremo del jirón Bolívar está la plaza de Chaupi; en el otro, la plaza de armas; más allá de la plaza de armas, ya no hay pueblo. En la plaza de armas están las mejores casas de Puquio; allí viven las familias de mistis que tienen amistades en Lima —«extranguero» dicen los comuneros—, las niñas más vistosas y blanquitas; en la plaza de armas está la iglesia principal, con su torre mocha de piedra blanca; la subprefectura, el puesto de la Guardia Civil, el Juzgado de Primera Instancia, la Escuela Fiscal de Varones, la Municipalidad, la cárcel, el coso para encerrar a los «daños»; todas las autoridades que sirven a los vecinos principales; todas las casas, todas las gentes con que se hacen respetar, con que mandan.

En el centro de la plaza hay una pila de cemento; y rodeando a la pila, un jardín redondo, con hierba, algunas flores amarillas y linaza verde. Frente a las gradas de la Municipalidad hay otra pila de agua.

Más allá de la plaza de armas ya no hay pueblo, en la plaza remata el jirón Bolívar.

Por eso, el jirón Bolívar es como culebra que parte en dos al pueblo: la plaza de armas es como cabeza de la culebra, allí están los dientes, los ojos, la cabeza, la lengua —cárcel, coso, subprefectura, juzgado—; el cuerpo de la culebra es el jirón Bolívar.

Durante el día y por las noches, los principales viven en el jirón Bolívar; allí se buscan entre ellos, se pasean, se miran frente a frente, se enamoran, se emborrachan, se odian y pelean. En el jirón Bolívar gritan los vecinos cuando hay elecciones; allí andan en tropa echando ajos contra sus enemigos políticos; a veces rabian mucho y se patean en la calle, hasta arrancan las piedras del suelo y se rompen la cabeza. Cuando los jóvenes estrenan ropa, cuando están alegres, se pasean a caballo de largo a largo en el jirón Bolívar; con el cuerpo derecho, con la cabeza alta, tirando fuerte de las riendas y dando sentadas al caballo en cada esquina.

Al jirón Bolívar también llegan primero los principales de los distritos. De canto a canto recorren el jirón, haciendo sonar sus roncadoras de plata, luciendo el zapateo de sus caballos costeños. Después de llevar algún regalo al subprefecto y al juez, los principales de los distritos se emborrachan con licores «finos» en el billar y en las tiendas de las niñas.

En el billar se juntan los mistis por las noches; allí juegan casino, rocambor, siete y medio; conversan hasta medianoche; se emborrachan.

En esa calle corretean, rabian y engordan los mistis, desde que nacen hasta que mueren.

Puquio es pueblo nuevo para los mistis. Quizá hace trescientos años, quizá menos, llegaron a Puquio los mistis de otros pueblos donde negociaban en minas. Antes, Puquio entero era indio. En los cuatro ayllus puros indios no más vivían. Llegaban allí los mistis, de vez en vez, buscando peones para las minas, buscando provisiones y mujeres.

Otros pueblos que hay cerca de Puquio están en cerros llenos de bocaminas; junto a los riachuelos que dan agua a esos pueblos, se derrumban ahora trapiches viejos; allí molían plata los antiguos. Esos pueblos tienen nombres de santos, sus calles son anchas; la plaza de armas, bien cuadrada, está al medio del pueblo; la iglesia es grande con puerta de arco; el altar mayor de las iglesias es, a veces, de madera tallada, y el dorado se ve todavía. En los cerros de Puquio no había minas; por eso los mistis llegaban de repente, hacían su fiesta con las indias, reclutaban gente, de grado o por fuerza, para las minas; y se volvían, hasta tiempo.

Pero las minas se acabaron; el negocio del mineral ya no valía; entonces los mistis se repartieron por todos los pueblos indios de la provincia. Dejaron casi vacíos de señores a sus pueblos con nombres de santos. Ahora esos pueblitos se derrumban como los trapiches viejos; las calles se borran, las iglesias también se derrumban, los altares pierden su dorado, se cubren de polvo.

Los más de los mistis cayeron sobre Puquio, porque era pueblo grande, con muchos indios para la servidumbre; con cuatro acequias de agua, una por ayllu, para regar las sementeras. Pueblo grande, en buen sitio.

Los mistis fueron con su cura, con su Niño Dios «extranguero», hicieron su plaza de armas en el canto del pueblo; mandaron hacer su iglesia, con puerta de arco y altar dorado; y de ahí, desde su plaza, como quien abre acequia, fueron levantando su calle, sin respetar la pertenencia de los ayllus.

—¡Qué ni qué!

Yawar fiesta – José María Arguedas

José María Arguedas. (Andahuaylas, 1911 - Lima, 1969). Narrador, poeta, traductor, profesor, antropólogo y etnólogo peruano, considerado uno de los mayores renovadores de la literatura indigenista de América. En sus obras plantea el problema de un Perú dividido en dos culturas (la andina, de origen quechua, y la occidental, traída por los españoles), que deben integrarse en una relación armónica de carácter mestizo. Los grandes dilemas, angustias y esperanzas que ese proyecto plantea son el núcleo de su obra.

Aparte de sus recopilaciones de cuentos y poemas, publicó las novelas Yawar Fiesta (1941), Los ríos profundos (1958), El Sexto (1961), Todas las sangres (1964), y El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), así como los estudios Mitos, leyendas y cuentos peruanos (1947, en colaboración con Francisco Izquierdo Ríos), Canciones y cuentos del pueblo quechua (1949), Poesía quechua (1966) y la traducción al español de Dioses y Hombres de Huarochirí, recopilación de mitos hecha por el sacerdote cuzqueño Francisco de Ávila a fines del siglo XVI.

Por su destacada labor cultural, fue nombrado jefe del Instituto de Estudios Etnológicos del Museo de la Cultura Peruana (1953), director de la Casa de la Cultura del Perú (1963-1964) y director del Museo Nacional de Historia (1964-1966). También fue catedrático del Departamento de Etnología de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (1958-68) y profesor en la Universidad Nacional Agraria de la Molina (1964-69). Fue galardonado con el Premio Fomento a la Cultura en las áreas de Ciencias Sociales (1958) y Literatura (1959, 1962) y con el Premio Inca Garcilaso de la Vega (1968).

A fines de noviembre de 1969, víctima de una severa depresión, se encerró en un baño de la Universidad Agraria y se disparó un tiro en la cabeza. Pasó cinco días de agonía y falleció el 2 de diciembre. Tal como había pedido en su Diario, su entierro fue acompañado por una banda de música andina, encabezada por su amigo el violinista Máximo Damián. Finalmente, en junio de 2004, su cuerpo fue exhumado y trasladado a su natal Andahuaylas.

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