Policial

El asesino, Fibonacci y yo

Foto de Reza Hasannia en Unsplash

En mi reloj de pulsera eran las 9:35 P.M. El cuentapasos marcaba 3744. Iba trotando por la avenida veintiseis en dirección sur, llegando a la entrada del zoológico. Esa era la parte más difícil de mi jogging, la loma empinada de dos cuadras frente al parqueo de la terminal de ómnibus. Más que correr, escalo. Llego arriba sin aire la mayoría de las veces. Por esos días estaba en guerra con el mundo, el ejercicio era mi terapia. Discutía a menudo con mi mujer, mi hija dejó de hablarme y en el trabajo me aborrecían. Mi yerno era, posiblemente, la única persona que me miraba sin odio. Compartíamos algún que otro trago, charlábamos, siempre interesado por mi trabajo. Mi hija Sandra y él estudiaban Matemáticas en la universidad, a punto de graduarse, y yo feliz de que hubiesen escogido una carrera diferente a la que yo casi dejaba atrás. 

Justo me faltaban seis meses para retirarme de la policía. Mi trabajo, que a esta altura debería estar pasando por una etapa de calma, se había convertido en un peso insoportable. Me ausentaba de las reuniones familiares, los festejos y los cumpleaños. Era mi tercer año tras la pista de aquellos misteriosos asesinatos de jovencitas en la ciudad. La prensa no decía nada, la jefatura no hacía declaración alguna para evitar sobresaltos. El malo de la película era yo, y el stress me estaba matando. Por eso decidí empezar a correr, para evitar un paro cardiaco. Unas dos horas cada noche, en un circuito lineal de cinco kilómetros que yo mismo me diseñé. 

Había decidido actuar por mi cuenta. Llegué a casa cansado, media hora después de las ocho. Besé a mi mujer con un gesto automático tatuado en mi mente por más de veinte años de convivencia. Me puse cómodo, pero abrigado. No hacía frío, aunque era una noche húmeda. Calcé mis tenis, me miré en el espejo del recibidor (ya no tenía que esconder la barriga), y recité mentalmente la frase de Borges que tanto me gustaba. La de Deutsches Requiem. “Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas…” Metí mi arma en el bolsillo derecho de la sudadera, me coloqué los audífonos y Freddy empezó a cantarme al oído Death on two legs.

Caminé hasta la avenida, haciendo cuclillas y dando esporádicos salticos para entrar en calor. Saludé a un vecino que a esa hora paseaba sus perros. A pesar de que la policía no gozaba de una reputación seductora, la gente en los alrededores de mi casa se comportaba amable conmigo, igual que siempre. Lo mío era atrapar asesinos, no perseguir vendedores ambulantes, ni comerciantes ilícitos y mucho menos enredarme demasiado en política. Después del recorrido, regresaba siempre a casa con el corazón en la punta de la lengua y el ritmo cardiaco acelerado. Pero me sentía más ligero, había bajado un poco de peso, que buena falta me hacía, aunque ahora los cachetes jalaban ligeramente mis pómulos hacia abajo. Tomaba un baño, una taza de yogurt, e iba a la cama. El sueño llegaba enseguida sin darme tiempo a pensar. 

Todo ese asunto de los homicidios era una pesadilla. El ritmo y la frecuencia de los asesinatos iban a un paso tan aislado y discontinuo que no parecía haber relación entre ellos. Solo yo sostenía la tesis de que eran obra de un mismo criminal, pero para el mando y el resto de la gente en mi departamento, eso era ciencia ficción. El primer crimen no levantó muchas alarmas. Veinte años atrás quizás, pero en ese entonces moría gente a diario, en riñas, por envenenamientos, para robarles, por celos, por mil motivos extraños. La Habana había dejado de ser aquel sitio apacible de nuestra juventud para convertirse en una urbe frenética. Un lugar de supervivencia. Parecía que el mal se había venido a vivir con nosotros permanentemente. Fue en el Cerro, en unos edificios cercanos a la Calzada de Buenos Aires, entre Ángel y Durengue. Una barriada convulsa próxima a la afamada zona de El Canal, dónde en una época no entraban ni las patrullas. Pero eso era historia, la mayoría de los temibles malandros de antaño estaban muertos, presos, o en el exilio. Creímos que podía tratarse de un hecho aislado o un crimen pasional. Se trataba de una joven estrangulada, tirada en un jardín en plena madrugada con el cuello quebrado, aunque el forense notificó la hora del fallecimiento entre las nueve y las doce de la noche. El segundo ocurrió al mes siguiente, en la misma fecha, a la misma hora, en el mismo barrio, más al sur. Otra muchacha joven. La unidad de patrullas nos pasó el caso a los de homicidios, porque fue un asesinato deliberado. Lo decía el reporte del forense, la huella de los dedos en el cuello de la víctima, y los signos claros de forcejeo. Ahí comencé a relacionarlos. La idea de un asesino en serie cruzó mis pensamientos, pero era demasiado prematuro para afirmarlo. Lo comenté con Marisol, mi compañera de operaciones de media vida, que llegó siendo una apetecible jovencita de figura afinada y ahora peinaba canas. Hizo una mueca despectiva que interpreté como una burla. 

—Estás viendo mucho CSI. Hay demasiada mierda en la televisión —me dijo. 

El tercero, treinta días después exactamente, la misma fecha, la misma hora, las mismas marcas, la misma rutina, el mismo tipo de víctima. Fue hacia el este del segundo, cruzando la Vía Blanca, en dirección a Santos Suarez. En la esquina de General Serrano y San Leonardo, una de las calles detrás del “malecón sin agua”, un trozo de muro emblemático y devenido urinario público en las noches. Comenzó a correr el rumor de que en el Cerro estaban matando muchachitas y el jefe se volvió como loco. No paraba en las oficinas, vivía de reunión en reunión, y cada vez que regresaba era como si le hubieran pasado diez años por encima, su rostro más viejo, con nuevas arrugas, y perdía un trozo de sonrisa. Mi jefe era un tipo competente, lo había demostrado con los años que estuvo al frente de una unidad en Centro Habana. Quien pase diez años dirigiendo la policía de Centro Habana, puede aspirar a la comisaría de cualquier ciudad del mundo, hasta las más peligrosas. Estás apto. Forrado de un blindaje a prueba de todo. Pero su ánimo por esos días andaba por el piso, y su carácter de perro, no cualquier perro, una mezcla de pitbull con bulldog rabioso. 

Comenzamos a operar con discreción, asignamos patrullas y unidades a pie para dar recorridos con instrucciones precisas. El Cerro se volvió un hervidero de policías, en uniformes o no. A un barrio que vive del mercado negro no debe haberle hecho mucha gracia tanta vigilancia. Aunque allí dentro, la venta ilícita, el juego, las broncas entre pandilleros y el dime que te diré, no cesaron. Vino una tregua, dos meses enteros sin que asomara otra muerta. Respiramos aliviados, aunque la presión seguía siendo inmensa. 

El asesino retornó, pero por la parte norte. La cuarta chica apareció cerca de la esquina de San Quintín y la Calzada del Cerro. En las inmediaciones de un parque solitario. El muy cabrón nos había dado solo sesenta días de descanso. Esa semana discutí con mi jefe tres veces seguidas. Me pedía resultados, me presionaba, pero no teníamos nada, ni sospechosos, ni testigos, ni indicios que pudieran conducirnos al responsable de las muertes. Después de un largo pasado, con años tan tranquilos y estériles, no estábamos aptos para lidiar con un Ted Bundy, o un Charles Manson, ni un Richard Ramírez. Nos dedicábamos mayormente a perseguir asesinos after the fact. Nunca antes enfrentamos a un depredador en plena cacería. 

En los tres meses siguientes no murió nadie de forma violenta que se pudiera conectar con las víctimas anteriores. Fue vigilancia por gusto y patrullaje infructuoso. Al cuarto, apareció otro cuerpo detrás de un famoso hospital, en Santa Catalina y Piñeras, al suroeste del último crimen. Esta vez hubo un testigo que notó algo sospechoso. Un transeúnte extraño, con sudadera y capucha en plena temporada de verano, que deambulaba sin hacer mucho ruido. La descripción no era del todo definitoria pero, al menos, teníamos por dónde empezar. Mi jefe destilaba veneno, y yo seguía llegando tarde a casa, me iba de último a la cama y me marchaba antes que los demás se levantaran. Apenas dormía. 

En el sexto asesinato, el supuesto criminal volvió a cruzar Vía Blanca en dirección al sur. Esta vez el cuerpo apareció tirado en un solar yermo, un poco más adelante de la intersección entre Lacret y Vento, nuevamente en Santos Suárez. Se cumplían exactamente cinco meses del último. A la misma hora, con lesiones parecidas y el mismo patrón. Estaba jugando con nosotros. Iba de un lado al otro a sus anchas, confundiéndonos, con amplia ventaja. Para mí era la obra de un mismo hombre, para el resto, no había tal cosa. 

Ocho meses más tarde, cuando nada parecía tener sentido, cuando los padres de las víctimas nos pedían la cabeza con toda razón, cuando los casos estaban a punto de archivarse por falta de pruebas, apareció la séptima víctima tirada en el parque de Fábrica, en la intersección de la calle del mismo nombre y Santa Felicia, otra vez en Santos Suarez. Fue el día antes del cumpleaños de mi hija. Un año y un mes después de haber comenzado todo ese desbarajuste. 

Llevaba meses planeando irnos a la playa a celebrar ese fin de semana. Cuando me llamaron y dije que había que cancelar, el mundo se vino abajo. Estaba entonces más seguro que nunca de que era una secuencia de muertes planificada, un asesino en serie. Me obsesioné con el caso, empecé a crear mi propio mapa, seguí pistas, hice fotos, busqué hasta en los rincones donde a nadie se le había ocurrido hurgar, pero nada. Después de muchos interrogatorios, alguien recordó haber visto un joven vistiendo una sudadera con capucha, algunas cuadras más adelante. Y surgieron más detalles: delgado, metro setenta de estatura más o menos, blanco, de andar tranquilo. Encajaba con los perfiles de la mitad de La Habana. 

Hubo entonces un largo silencio, profesional y personal. En casa era el enemigo número uno, el obsesivo con el trabajo que arruinaba hasta el cumpleaños de su hija, el esposo ausente que pasaba más horas en la oficina que con su mujer. Mi hija, al parecer huyendo de mí, se fue a vivir con su novio sin haberse casado. En el trabajo no era mucho mejor, allí tenía asuntos pendientes, un bueno para nada, responsable de que hubiera tantas víctimas sin asesino, un loco que creía en teorías conspirativas. 

El siguiente crimen, inconexo aparentemente, nos llegó al año y treinta días, en la misma fecha, a la misma hora y con los mismos signos que los anteriores, solo que este se alejaba un poco del radio de acción. La hallaron en medio de la grama del parque La Normal, un punto limítrofe entre el Cerro, el Vedado y Centro Habana. Volví a juguetear con la idea de un asesinato seriado y mi jefe explotó. No encontré argumentos para convencerlo. Luego de ser destituido de mi cargo como jefe de homicidios, de haber soportado sin derecho a réplicas el bochorno, y apenas faltándome seis meses para mi retiro, todavía se burlaban de mí. A mis espaldas hacían el chistecito de llamarme Clarice (la mayoría de las veces pronunciándolo incorrectamente), como la protagonista de la película sobre Hannibal Lecter. 

Sudaba a chorros, Men At Work en el oído, preguntándome: “Who Can It Be Now?” El lumínico delante de las oficinas del banco se veía borroso, el letrero rojo del Pepito´s bar me hacía guiños de lejos y la loma empinada de la terminal, detrás, sacándome la lengua. Rocé con mi mano derecha la pistola en el bolsillo de la sudadera, y algo me dijo que esa noche iba a ser diferente. Después de haber intentado casi todo, de hacer trazos de norte a sur, de este a oeste y viceversa, conectando los asesinatos en un mapa, se me ocurrió ir de uno en otro por orden cronológico. 

A primera vista no parecía nada, solo garabatos. Una espiral, un caracol, igual al del cuadro que me regaló mi hija el último cumpleaños en que nos hablábamos. “¡Lo más lindo que tiene la matemática! La secuencia de Fibonacci, para que siempre me recuerdes”: eso dijo. Y lo colgué en la pared de mi cuarto. Luego me explicó en qué consistía, con mil ejemplos para que lo entendiera, incluso la relación entre aquella secuencia numérica y la naturaleza. 

Pedí a uno de nuestros nerds que hiciera coincidir los puntos con el mapa de los asesinatos. Regresé a la explicación de mi hija y recordé el asunto del número de oro. Algo así como que si divides cualquier elemento en la secuencia de Fibonacci por el anterior, la respuesta siempre es cercana a 1.61803. Siguiendo la regla, pero multiplicando, hice reprogramar el patrón hacia el futuro y obtuve varias ubicaciones. La siguiente, un punto más o menos encima de la avenida por donde yo trotaba, entre la terminal y el final de la cerca del zoológico, mi habitual recorrido de cada noche. Según los cálculos, allí tendría lugar el siguiente asesinato, justo en un par de semanas, treinta y cuatro meses después del comienzo. Si mis sospechas eran ciertas, el asesino, por demás, debía ser un hombre estudiado. Pero no tenía cómo convencer a mis jefes, mi única salida era actuar por mi cuenta.

Comencé a subir la loma. Casi sin resuello llegué hasta la cima. Eché una mirada alrededor. En el borde de la calzada, caminaban un par de personas. Estaba oscuro. A esa hora la mayoría prefiere tomar un taxi, o esperar a que aparezca un bus. Hay demasiadas historias de violaciones y asaltos por esa zona. Siempre le he dicho a mi hija, aunque decida no escucharme, que no ande sola por allí cuando esté oscuro. 

Vi venir de lejos aquella silueta que se ajustaba a las descripciones. Joven, delgado, de andar calmado y tranquilo, con algo encima que parecía un abrigo. No dejé de correr, ni siquiera apuré el paso. Seguí de largo sin perderlo de vista con el rabillo del ojo. Venía acompañado por una muchacha. Caminaban en dirección contraria a la mía, por la acera de enfrente, charlando como un par de amigos. Creí presentir sus nervios, el sigilo de su vista peinando la calzada. En una parada vacía a mediación de cuadra se abalanzó sobre ella. Cayeron hacia la parte trasera, una franja de césped inclinado que termina en un badén. Crucé apurado, pistola en mano y dispuesto a todo. Estaba encima de la muchacha. Grité.

—¡Levanta las manos! 

Obedeció. Le pedí que se descubriera sin hacer gestos en falso. Se quitó la capucha, y el rostro de mi yerno emergió debajo de aquel atuendo endemoniado. Quedé mudo. Sorprendido. Creo que él también. 

—Mi suegro, déjeme explicarle. Usted es hombre… —susurraba tembloroso. 

La chica aprovechó mi pasmo y rompió a correr calle abajo, perdiéndose en la oscuridad. Él hizo un gesto brusco y no le di tiempo a nada. Disparé de inmediato. Cayó a mis pies con los ojos abiertos y el rostro afásico. Llamé a la unidad y pedí una patrulla. 

Tuve oportunidad de explicar cómo supe que habría otro asesinato. El jefe quedó perplejo y hasta me felicitó. La gente del departamento, boquiabiertos. No hubo más bromas, solo el fantasma de mi yerno me persiguió durante un buen rato. El caso finalmente quedó cerrado. Seis meses más tarde me retiré. Hubo fiesta en la oficina, regalos, y promesas de no llamarnos para nada que tuviera que ver con trabajo. Me marchaba a casa poniéndole fin a un ciclo de más de veinte años. A dormir las mañanas. A seguir corriendo mi circuito invariablemente. A vacacionar con mi mujer y mi hija. A disfrutar de los cumpleaños, las fiestas y los fines de semana. 

De salida, entregué con disimulo un sobre a Marisol, mi compañera de operaciones de media vida. 

—Es un último favor que te pido —le dije poniendo mis manos sobre las suyas—. No dejes de ir, y mantenme informado. 

Dentro había una hora, una dirección y una fecha. La próxima ubicación de aquella serie infinita. 28 meses más adelante, exactamente 55 desde el primer asesinato.

Luis Leal. Luis Alberto Leal Cabrera (Camagüey, 1969).

Narrador. Licenciado en Lengua Inglesa por el Instituto Superior Pedagógico “José Martí”. Egresado del Curso Básico de Escritura de Ficción del Centro Onelio Jorge Cardoso, en la Habana. Finalista en el Concurso de Cuentos Breves Maestro Francisco Gonzáles Ruiz, España, 2021. Mención en la categoría de Cuento del I Concurso Literario Aniversario de radio Victoria, Cuba, 2023. Ha publicado en medios digitales independientes. Desde 2001 reside en La Habana.