Policial

El Criadero

Portada del libro: El Criadero de Gustavo Eduardo Abrevaya

Lacrimosa dies illa,
qua resurget ex favila
iudicandus homo reus.
Misa de Réquiem.

Last thing I remember
I was running for the door
I had to find the passage back
To the place I was before
Relax said the night man
We are programmed to receive
You can check out
Any time you like
But you can never leave

The Eagles. “Hotel California”

INTROITUS

—Cámara panea lenta: va de derecha a izquierda y vuelve a derecha— explicaba Álvaro con la cámara calzada en el hombro, de pie en el medio de la carretera, grabando bosquejos—. Se ve la ruta vacía hasta el fondo, el desierto a los lados y un sol brutal que cae a plomo, lo que va acompañado por la iluminación, que es diáfana y brillante para que los contrastes con interiores sean fuertes, en la línea de John Ford, digamos La Diligencia, o en algunas producciones de Peckinpah, La Pandilla Salvaje, esencialmente, como vos te das cuenta. Desde el asfalto sube ese vapor que ya conocés, que desdibuja las imágenes y les da un movimiento como si flamearan, es un efecto óptico bastante clásico, y en el horizonte se dibuja una especie de charco: tan ilusorio como un espejismo. ¿Ves Alicia? Un título podría ser Espejismo. O Vapor y Arena. Es casi el mediodía y Álvaro y Alicia, porque así los vamos a llamar, mi amor, como nosotros, es nuestra aventura, recordalo, hasta podría ser que vos seas la actriz y hagas de Alicia y, claro, yo de Álvaro, es mi modo de inmortalizarnos; entonces decía que están en el medio de la nada, en un lugar algo menos árido que el Sahara de Lawrence de Arabia, para darte una idea, esperando que venga algún auto a socorrerlos. Ahí juega la idea de vacío: de gente, de vida, de proyectos. Estamos hablando de la precariedad de la vida, eso tiene que quedar claro pero implícito. El vértigo se juega cuando el vacío es la única presencia. ¿Te gusta eso? ¿Lo ves? —le preguntó Álvaro a Alicia, extasiado con el contraste de unas hierbas rústicas que crecían al borde de la ruta— La presencia del vacío es bien contradictorio y de una belleza en fuga, una apuesta fatal al oxímoron, los opuestos jugando con el destino de un hombre que no acepta las reglas, el título parece algo bergmaniano. Ahora, cámara gira 180 grados y se ve el auto, que es una cupé Chevy roja modelo 76, una belleza, recostada sobre la arena, dos ruedas sobre la ruta; la cupé, trágicamente inclinada hacia la derecha, está con el capó levantado y el motor humeando. Aquí debería dolerle bastante al espectador, es un dolor estético, que se agrava más por la indiferencia del héroe hacia su codiciada máquina. No la ama pero la necesita, ojo con eso, es un pacto que se ve a diario. Ah, cómo me gusta esto. Suena música de Ry Cooder, sí, sí, como en París Texas, me encanta. Aunque nosotros estamos más cerca de David Lynch, que también tiene sus carreteras vacías, te lo recuerdo. Álvaro, ahora, camina, va y viene, silencioso, pesadamente, y su andar indica la pesadez de su humor, el tipo está fastidiado pero entero, evaluando la situación: cuánto tiempo les queda, las variantes posibles, busca soluciones, sobre todo soluciones y las precisa rápido, porque sabe que es cuestión de velocidad mental. Esto es lo que hace él mientras Alicia ¿qué podría hacer esa rubia oxigenada a lo Jean Harlow? Si un día dejara de oxigenarse el pelo, quedaría igual que vos, mi amor, morocha y con rulos, como a mí me gusta —apuntó Álvaro relamiéndose, mirándola a los ojos, tan negros como sus rulos—. Pero entre tanto, vamos, mostrame tu sagacidad ¿qué puede hacer mientras su pelo esté platinado? Por supuesto: toma sol. Está apoyada en el auto, con sus obligados lentes oscuros modelo Marilyn, sabés cuáles digo, esos como un antifaz negro con incrustaciones plateadas en las puntas, bastante clásicos. Un pañuelo cubre su cabeza, tiene ajustadísimos pantalones rojos modelo pescador, una blusa blanca y bordada anudada sobre la cadera, se le ve el ombligo, es muy importante ese dato, y en los pies, por supuesto, tiene puestas chatitas negras. Un icono, la mina. Álvaro es el perfecto complemento, el ying del yang, duro y distante, mal afeitado, perfil castigador, el pucho cuelga de su boca, los Ray Bann espejados reflejan el horizonte mortífero mientras se mantiene con una sonrisa suave, apenas insinuada. Por supuesto, está con sus eternos, derruidos jeans azules, su campera de cuero negro y sus viejas botas de piel de víbora. Otro icono el pibe. Las botas podrían tener chapas en las puntas y en los tacos ¿no te parece? Eso es, plano de las botas de Álvaro alejándose de Alicia, se escucha el ruido de las chapas cuando los tacos se apoyan sobre el asfalto… ¿te va esa? Chapa y taco, chapa y taco, un efecto macizo, denso, con el horizonte vaporoso. Es una belleza esto, víboras metálicas arrastrándose bajo el sol del desierto y de fondo la guitarra slide: suena un blues lento. Otro título interesante: Víboras de Acero. En inglés mata: Iron snakes. Combina la idea del reptil con la velocidad y dureza de fin de siglo, alude a la sociedad industrial y cibernética, el acero metido en la naturaleza. Pero hablamos de la naturaleza del reptil, veloz, agresivo y rastrero. Una víbora ya no sobrevive sólo con su instinto, necesita una armadura. Me gusta. El único problema es que podría sonar a ciencia ficción o alguna huevada cyberpunk, de ésas tan modernas que se ven ahora. Bueno, lo dejamos stand by, después veo. Alicia espía como al descuido qué va a hacer su poderoso hombre ahora que están sin vehículo. La yuta les viene pisando los talones y la cupé había sido su libertad: motor de seis cilindros en V, potenciado, con un agregado estilo Mad Max —adoro eso—, un efecto turbo que aumenta su rendimiento de golpe, un treinta o un cuarenta por ciento. Yendo a ciento cincuenta kilómetros por hora, cada vez que Álvaro tira de esa palanqueta mágica la cupé salta a doscientos, o doscientos veinte en treinta metros. A esa velocidad la cana queda atrás en un toque, parados como postes en medio de la ruta, un prodigio logrado por su amigo Firulo, un desaforado que vive para los fierros. Con esa bestia bramando por la carretera nunca los hubieran atrapado, pero ahora, aquí, varados en este desierto y con este calor…

—Hubiera estado bien revisar el agua en la última estación de servicio —lo interrumpió Alicia, distraída, mirando al horizonte. Encendió un cigarrillo con un viejo Zippo gris que había sacado de su cartera, apoyada en el asiento trasero del auto, desde donde observaba a Álvaro.

—Hubiera. Ese Zippo no va a faltar en mi road movie, te aviso desde ya —le advirtió Álvaro metiendo un índice en el campo de la lente. Estaba grabando la escena con su cámara. Y con su cámara miraba a Alicia, la miró cuando sacaba el cigarrillo, cuando encendía el Zippo, al tomar lumbre hizo un zoom y tomó ese primer plano de sus labios excesivos y rojos; cuando ella se dio vuelta fastidiada la siguió grabando mientras decía con gesto implacable:

—Alicia evita la cámara subjetiva que es la feroz mirada de Álvaro. Ella fuma temerosa y recuerda la navaja automática en el jean del hombre pero, sobre todo, piensa en el 38 que anida en su campera, en las 13 marcas grabadas en las cachas de nácar. Esa arma lo viene acompañando desde que están juntos, puede que más aún. Y tiene un gatillo dulce y complaciente. Por otra parte, el filo de la sevillana le produce náuseas, es capaz de cortar cables de alta tensión. Sí, Alicia no jode con Álvaro que ahora se apoya sobre la trompa de la cupé. Está pensativo, silencioso como una cobra, o bueno, como un alacrán, un escorpión es mejor. Suena Ry Cooder cuando Álvaro gira su mirada hacia el sur. Plano detalle de los intensos ojos negros acechando la ruta, en el reflejo de esos ojos está lo que ven: nada. Vuelca suavemente su cabeza y parece reconcentrarse. Alicia sabe de la fineza de su oído. Sí, algo viene, percibe un zumbido en marcha, algo vago que aún se confunde con los ruidos de los insectos, con la brisa deshidratada. Eso sólo puede ser un motor de buen tamaño que todavía está fuera de la vista. No es un auto, tampoco es un camión porque ya habría aparecido la caja como una pequeña mole cuadrada cortando el horizonte. En aquel desierto circulan camiones enormes, con acoplado, transportan… algo, no sé qué, alfalfa o whisky de contrabando, no importa mucho por ahora. Y no es que Álvaro conozca la zona —le explicó Álvaro con un índice en alto que esgrimía de lado y que de pronto apuntaba al pecho de la mujer—, es simple perspicacia. Allí no hay campos como para que circulen camionetas con ovejas ni, tampoco, 4×4 familiares buscando lugar donde hacer camping y colgar los pañales sucios de sus hijos moqueantes y cagalones. El viento sopla desde el sur y trae el ruido de esa máquina que ya se perfila en el horizonte, se lo ve, su silueta es una especie de fósforo quemado, negro, humeante, que desciende por la carretera, desaparece de la vista al tomar una hondonada y al momento vuelve a mostrarse. Un fósforo negro con destellos plateados que viene atronando el aire a dos kilómetros y se acerca a esa velocidad sólo puede ser una cosa: viene una Harley, ninguna otra máquina es capaz de hacerse notar así.

—Vos estás equivocado —informó Alicia, que ya había apagado el cigarrillo. Asomaba el filtro hundido a medias en la arena—. No necesitamos tu road movie. Apenas un teléfono, o la decisión de caminar. Algo vamos a encontrar, no me voy a quedar a vivir acá mientras vos presentás tu película en el Sundance Festival, mi amor. Bajá o vas a caer herido por las águilas.

—No sé si tomar eso como un elogio, dulce mía, es alto mi vuelo y este desierto exacerba mis musas. No jodas, ya va a aparecer un camioncito con un gaucho adentro y nos va a acercar; a vos, a mí y a la cupé. Parece el fin del mundo pero no es más que un camino donde al veinte por ciento de los autos les ocurre algún desperfecto. Son estadísticas, esas cosas que te aburren tanto. No hay estaciones de servicio, es verdad, no pasó nadie en los últimos quince minutos, eso también es cierto, pero acá vive gente, aunque no la veas. Y tarde o temprano pasan en sus camioncitos para repartir sus estupideces del campo, frutas, chanchos y lupines. He dicho. Y ahora, mujer, vas a someterte al rigor masculino —anunció Álvaro mientras se desabrochaba el jean y se le acercaba poniendo su famosa cara del monstruo pervertidor de colegialas.

Elizabetha, I give you eternal life —recitó Álvaro mostrando sus incisivos. Y era Gary Oldman, qué duda podía caber.

—Salí, tarado —reía Alicia—, acá no que nos van a ver —seguía riendo con cara virginal. Y era, desde ya, Winona Ryder.

—Mejor, porque entonces van a venir y nos van a rescatar, hembra rebelde, tengo que darte tu lección del día —Álvaro anunciaba y babeaba, hacía ruidos obscenos, se relamía—. Y si alguien nos está mirando, mi exquisita prometida de Transilvania, entonces que le aproveche, démosle un buen show. He recorrido océanos de tiempo para encontrarte, no lo olvides jamás, Elizabetha, ah amada mía, me evocas gloriosas batallas contra el invasor turco, mi espada se yergue en tu honor. Cámara hace un picado y se detiene en el gesto felino de Alicia, detecta la puntita de su lengua asomando entre sus hipertrofiados labios color fuego, el gesto de sumisión y deseo ante la majestuosa irrupción de su hombre. Ella entrecierra los ojos y cae de espaldas sobre el asiento trasero de la cupé. Él ingresa entre sus piernas —Álvaro ha empujado a Alicia dentro del auto, la espalda de ella sobre el asiento, las piernas de los dos entrelazadas y ya desnudas, los pantalones caídos a medias. Sonaron las risitas en el aire transparente y seco. Quince minutos después un destemplado Ejem interrumpía la demostración de afecto.

—Ejem —se escuchó como una explosión seguida de una breve tocecita.

Los amantes se sobresaltaron. Álvaro se incorporó de un salto; la erección era, todavía, eficaz, lo que no duraría más de unos segundos; se acomodó, mal, el jean, mientras velaba a la mirada del intruso la desnudez de Alicia que se cubría las caderas como podía con la camisa de él, su pantalón rojo como sus labios desbordantes descansaba en medio del asfalto.

—¿Y usted de donde salió? —preguntó sofocado Álvaro notando la bicicleta del hombre debajo de su entrepierna.

—Disculpe la interrupción, caballero. Es que me pareció que necesitaba ayuda… y, perdón, me refería al auto, no me malinterprete. —En ese punto y por maniobras de pudor excesivas, la camisa de Álvaro produjo una extraña torsión en la cadera de Alicia y un fondo oscuro relumbró entre sus piernas cuando le respondía el señor que, ahora, estaba mirando hacia el cielo sin dejar de sostener el manubrio de su bicicleta y haciendo furtivos visajes al interior del auto.

Como pudo, Alicia se acomodó la camisa y se incorporó de rodillas sobre el asiento, las manos apoyadas en los hombros de Álvaro, espiaba la conversación poniendo su mejor aspecto de recompuesta.

—¿Hace mucho que está acá? —le preguntó, tratando de evitar un nuevo desliz de su precaria vestimenta.

—Acabo de llegar, iba para mi casa, y vi el auto con el capó levantado, entonces me pareció que andaban en problemas, así que me acerqué. ¿Quieren que llame a alguien?

—¿Conoce algún mecánico?

—Mecánico, mecánico, no, pero el Tolo puede solucionar cualquier problema. Arregla motores de barcos.

—De barcos —confirmó o preguntó Álvaro.

—Es mecánico y marinero, mecánico naval es el título, de eso vive el Tolo, si usted está en medio del mar y se le rompe el cárter no va a llamar al Automóvil Club, no le parece —rió el hombre

—¿Y vive lejos el Tolo?

—Hay que ubicarlo, pero despreocúpese, ahora mismo me voy a la casa del farmacéutico, que tiene teléfono, y lo buscamos. Él le deja un mensaje y si no le salió algo a último momento seguro que para la mañana lo recibe ¿cuánto va a tardar en venir? Para esta hora, rato más, rato menos, ya lo tiene tirado abajo de su cupé. Lo que no arregla el Tolo no tiene arreglo, créame maestro. Lindo auto, ya no se ven máquinas así.

—Para mañana —dijo desolado Álvaro—, ¿qué hacemos?

—¿Y dónde vamos a dormir? —preguntó Alicia

—En el hotel —contestó el hombre.

—Qué hotel —preguntó Álvaro, convencido que el mundo estaba vacío en miles de kilómetros a la redonda.

—La Gaviota, estará a unos tres kilómetros, sigan derechito nomás, no hay modo de equivocarse. Cosa de ponerse a caminar —explicó alegremente.

—La Gaviota, marineros… ¿tres kilómetros?

—Usted lo ha dicho.

—Por la ruta.

—Sí señor.

—En el desierto.

—Estamos en el desierto, mi amigo. Pero no se vaya a confiar, marineros hay en todas partes. Igual, para que no se pierda le cuento que el hotel está a la salida del pueblo. Tiene luces rojas en la entrada, usted me entiende, es un mueble, disculpe señora, va toda la muchachada. No hay manera de perderse, lo conoce hasta el loco del pueblo.

—¿El pueblo? No sabía que había un pueblo por acá. Y cómo se llama el pueblo, don…

—Tanco, es un gustazo, se llama Los Huemules, ¿se imagina? El pueblo, digo, Los Huemules… vea qué nombre. Dicen que había muchos, una manada entera parece que hubo, y andaban todos por acá. Pero yo nunca vi ninguno, ni siquiera los huesitos de un huemul muerto vi, así que de eso no hablo. Habrán ido al sur, vaya a saber, con esas historias de las migraciones. Las casas, así llamamos al pueblo, entiende, es más familiar, como era antes, cuando lo fundaron nuestros padres; y la verdad es que mucho no ha crecido señor…

—Álvaro es mi nombre y ella es…

—Alicia, según veo —interrumpió el hombre llamado Tanco.

—¿Cómo supo?

—¿No dice eso en su camiseta?

Alicia no bajó los ojos pero supo que el hombre había avistado su remera sudada y escueta, los pechos se trasparentaban debajo de su nombre impreso. Y mientras el pudor le tomaba por asalto las mejillas recordaba como de costado que no se había movido en ningún momento y que seguía apretando los hombros de Álvaro, quien no había dejado de interponerse entre ella y el hombre de la bicicleta. Ojo veloz el viejo, le sonó el pensamiento con tono de corneta. También, tuvo show gratis vaya a saber cuánto tiempo, viejo de mierda, terminó de pensar la corneta y cerró el asunto.

—Tanco, Álvaro y Alicia, ya estamos presentados. Gracias por su ayuda señor Tanco.

—Así somos en las casas, señora —El hombre se tocó el borde de la boina y salió pedaleando hacia la hondonada. Álvaro se quedó observándolo por un momento, oyendo a Alicia protestar y vestirse a un tiempo. Estaba pensando en su Harley viniendo del mismo lugar, cuando Alicia resopló y le habló directo al oído.

—¿Me estás escuchando? Alcanzame el pantalón, por favor.

Álvaro miró el pantalón rojo de Alicia soleándose en la carretera.

—Quién te va a ver —dijo.

Gustavo Eduardo Abrevaya. Buenos Aires, 1952. Médico Psiquiatra y Escritor

Ha publicado las novelas: El Criadero (2003, Primer premio del Concurso de Narrativa “José Boris Spivacow”), Los Infernautas (2013) y El enviado (2016, coescrito con Leonardo Killian). Su relato “La Mujer de mi vida” ha sido publicado en diversas revistas y libros; y colabora con artículos y entrevistas en la revista especializada Solo Negra y Criminal.