Ciencia Ficción

El Gran Juego

Para Pável Mustelier y Morris West

Inclinándose sobre el escritorio de palorrosa con incrustaciones de plata, salido siglos antes de las manos del mismísimo Benvenuto Cellini, Jeremy Smith suspiró como quien se decide finalmente a acometer una pesada tarea… y despreciando el intercomunicador, le susurró a su camarlengo, en perfecto francés, aunque con fuerte acento californiano: —Por favor, Pierre, que hagan pasar a Piedra. Y perdona el juego de palabras.

El padre Pierre ni siquiera sonrió: tampoco compartía la desconfianza de su superior por la tecnología moderna. Le bastó murmurar un par de palabras al pequeño laringófono tipo militar insertado bajo el cuello de su hábito blanquinegro de dominico para que la puerta de la sala donde se concentraba el poder del Vaticano se abriese, permitiendo la entrada a tres hombres que avanzaron casi al unísono.

Era evidente que los de los lados eran militares. Soldados profesionales, duros y expertos: altos, atléticos, de movimientos precisos y rostros duros, con los cabellos rubios cortados casi al rape.

Además, pese a que vestían sobrios ternos civiles y no el vistoso y abigarrado uniforme rojiazulamarillo diseñado por el mismo Miguel Ángel siglos atrás, a cualquier conocedor le habría bastado con una simple mirada al brillo de espiritualidad rayana en el fanatismo que despedían sus límpidos ojos azules para identificar su condición.

La Guardia Suiza seguía siendo muy meticulosa a la hora de reclutar a sus miembros. No era suficiente ser suizo, católico, superar el metro con ochenta de estatura y tener amplia experiencia militar; se requería, ante todo, estar dispuesto a dar la propia vida sin dudarlo un instante por el hombre al que protegían: el obispo de Roma, el vicario de Cristo, el Santo Padre.

El hombre del centro también vestía de traje, pero aunque bastante alto, de hecho incluso más que uno de los guardias suizos, y con las espaldas anchas de quien ha trabajado duro o practicado deportes durante buena parte de su vida, ya le sobraban unas cuantas libras, lo que traicionaba su condición de amante de la buena mesa… quizás por la imposibilidad ética de dedicarse a otros placeres de la carne; usaba alzacuello eclesiástico.

Al igual que su anfitrión el papa, el recién llegado ya había dejado bien atrás la madurez, aunque todavía no podía considerársele un anciano.

Su expresión estaba por completo fuera de lugar en aquella sagrada estancia; una mezcla de terror, desesperanza y vergüenza contraía sus facciones, que de otro modo, pese a su tosquedad, habrían resultado virilmente atractivas.

Parecía muy interesado en la puntera de sus propios zapatos. Ni siquiera alzó la vista cuando los dos guardias suizos, silenciosos y eficientes, lo dejaron justo frente al escritorio papal.

Juan Pablo III, tras mirarlo en silencio durante algunos segundos, volvió a suspirar antes de decir, en un suizo-alemán bastante aceptable: —Klaus, Otto, muchas gracias… y ahora, por favor, déjenme solo con el cardenal.

Con 59 años al ser ungido una década antes, y por tanto el papa más joven de los últimos tres siglos (además del primero norteamericano de nacimiento), el prelado oriundo de San Francisco todavía se enorgullecía de su prodigiosa memoria, que no sólo le permitía hablar fluidamente ocho idiomas, sino conocer por sus nombres a todos sus colaboradores más cercanos… miembros de la Guardia Suiza incluidos.

—Su Santidad, tal vez no sea lo más prudente… recuerde que él… que su estado no es del todo… —se atrevió a sugerir entre susurros el abate Pierre, en japonés, la lengua a la que usualmente recurría cuando necesitaba comunicar algo en secreto al Santo Padre; ambos la dominaban a la perfección, pues su amistad venía desde sus tiempos como misioneros en Kobe.

—Sé lo que hago, Pierre; y tú también saldrás —pronunció inflexible el Santo Padre, en la misma lengua, y en sus ojos grises hubo un destello de autoridad a la que era preferible no desafiar.

Cuando se hubieron marchado camarlengo y guardias suizos (tras saludar con sincrónico y marcial entrechocar de tacones), Jeremy Smith invitó cordialmente a su invitado a sentarse en un recargado sillón barroco de caoba y terciopelo rojo.

—Su Santidad, ¿está seguro de que nadie nos observa? ¿De que no hay cámaras o micrófonos ocultos en esta sala? —fueron las primeras palabras del otro (en español), que tomó asiento mirando con preocupación a un lado y al otro.

Juan Pablo III se encogió de hombros y, también en español, respondió, con una sonrisa: —¿Micrófonos, cámaras? ¿Aquí? ¿Para qué? No vale la pena espiarnos. Han pasado siglos desde los tiempos del Papa Rey. Ya no tenemos prácticamente ningún peso en la política mundial… —para de repente cambiar a un tono mucho más íntimo e informal: —¿Cómo estás, viejo amigo? ¿Tengo que llamarte formalmente Su Eminencia, como mismo tú me llamaste Su Santidad… o prefieres que seamos Tilo y Remy, como en aquel seminario de Lima?

Los ojos asustados del cardenal Domitilo Piedra, nacido en Arequipa, Perú, se iluminaron por unos instantes con una sonrisa cuando respondió, algo más relajado: —Bueno, Remy, como quieras… siempre has sido un buen psicólogo, y tal vez un poco de confianza y familiaridad me ayude a hacer más fácil lo que tengo que contarte.

Jeremy Smith, para la Iglesia Juan Pablo III, suspiró una vez más antes de comentar, mientras fingía consultar unos papeles sobre su escritorio cuyo contenido en realidad conocía de memoria: —¿Lo que tienes que contarme, Tilo? Bueno, espero que valga la pena… aquí tengo tu petición de formal renuncia a la dignidad cardenalicia y como causa, sólo leo «pérdida de la fe» —alzó los ojos para mirar a su amigo de tantos años: —Eh, Tilo ¿pérdida de la fe? ¿Tú? ¿Tú que te desayunabas con los Ejercicios espirituales de Loyola y cenabas con la Biblia? Qué absurdo… Además ¿se te olvidó que la púrpura es de por vida? No hay renuncia que valga, amigo. Una vez cardenal, hasta la muerte cardenal… a no ser que, como yo, asciendas al trono de San Pedro. ¿Qué te pasó?

Ahora fue el Cardenal Domitilo Piedra quien suspiró, antes de responder en un susurro casi inaudible: —Remy… he visto la verdad. Tuve un sueño.

—Ah, un sueño… qué bien por ti —se alegró Su Santidad, jovial, pero esquivando cuidadosamente el término de «la verdad»—. Señal de que duermes bien. Ya sabes, el ciclo REM, el equilibrio de humores del cuerpo y todo eso…

—Remy, no hace falta que juegues conmigo a hacerte el californiano tonto que cree en la astrología, el I Ching y todas esas tonterías New Age —lo detuvo el cardenal, muy serio, para acto seguido agregar—: Sí, tuve un sueño, hace ahora casi un año… lo he seguido teniendo desde entonces. El mismo, todas las noches… y ya no puedo más.

—¿Qué fue lo que soñaste de tan horrendo, Tilo? ¿Qué te convertías al islamismo, o tal vez a la secta Moon? —se burló Juan Pablo III—. Mira, no te he llamado para discutir de fe, pero está claro que ni tú ni yo creemos ya en eso de que los sueños son de inspiración divina, ni mensajes de lo Alto —sonrió, divertido por la idea—. O tendría que aceptar que algunos de esos emails del Más Allá simplemente se han equivocado de destinatario. Últimamente he soñado cada cosa, que mejor ni te cuento… Mira, por ejemplo, la semana pasada soñé con que, en vez de Pierre, mi camarlenga era de pronto esa cantante de nuestra juventud, aquella colombiana que se meneaba tanto, ¿te acuerdas? Shakira.

Volvieron a reír, tras intercambiar un guiño de ojos. Pero no duró mucho.

—Hablo de otra cosa. Los Profetas tenían sueños auténticos —advirtió el cardenal Piedra, sombrío, y fue como si la sala se enfriara de golpe.

—¿Con que ahora tú eres un profeta, eh, Tilo? —comentó divertido Jeremy Smith–. Pues no me había dado cuenta… deja que te mire bien a ver si adivino… ¿la reencarnación de Enoch, o tal vez la de Elías? —soltó una breve risita—. Vaya, no es por cuestionarlo, no me atrevería, pero creo que Él podría haber elegido un mensajero más adecuado que un arequipeño hijo de cultivadores de coca, lleno de piedad y vocación, eso sí, pero que cuando entró en el Seminario todavía mojaba su cama casi todas las noches… y no siempre de orine.

—Bueno, si eligió como su representante en la tierra a un yanqui que hacía trampas al póker, no veo por qué no —fue la pícara respuesta del otro.

Los dos amigos se miraron y soltaron una risa cómplice que elevó varios grados la temperatura virtual de la entrevista.

—Ah, esa juventud —comentó el papa, evidentemente muy satisfecho del recuerdo. Pero al punto sus ojos gris acero volvieron a destellar, serios—. Bueno, Tilo, mi tiempo es valioso, y ya nos hemos relajado bastante. Ahora, imagínate que soy tu psicoanalista y cuéntame de una vez ese sueño tuyo, anda. Me tienes curioso.

—Es… muy raro, Remy —vaciló el prelado, mirando al suelo de nuevo—. De hecho, no sé si hago bien… tal vez debería guardármelo para mí, aceptar toda la carga sobre mis propios hombros…

—Tilo, razonemos —la voz del Santo Padre sonó amigable y convincente—: Si realmente tuviste un sueño profético, ¿crees que es pura casualidad que tú y yo seamos amigos? Los caminos del Señor son inescrutables, pero sospecho que Él quería que yo también lo conociera… No que te guardaras todo el peso para ti, que para llevar esas cargas estoy yo, ¡y recuerda que levantaba cien kilos en prom-press, en mis buenos tiempos!— lo miró, con una chispa de diversión en sus pupilas—. ¿O acaso es algo tan vergonzoso? No me digas que de nuevo andas alzándole la falda a las cholitas, como en el Seminario de Lima…

—Ya mis tiempos de mujeriego quedaron atrás para siempre, a Dios gracias —negó sin mucho énfasis el cardenal Piedra—. No, Remy, no tiene que ver con la carne… aunque habría sido preferible.

—Entonces, ¿mundo o demonio? —inquirió el papa, refiriéndose a las otras dos grandes tentaciones según la teología católica.

—De hecho, lo curioso es que ni yo mismo sabría decirlo —reflexionó abstraído el atribulado cardenal. Tras breve pausa, al fin alzó la vista y, mirando directamente a los ojos a su amigo, comenzó a contar—: Imagínate un inmenso tablero, Remy. Con casillas alternas, blancas y negras, como el de ajedrez… pero miles y miles, tantas que se pierden en la distancia.

—Ah, eso no es nuevo; es el Gran Juego, como lo llamaba Voltaire —asintió un tanto decepcionado el Santo Padre—, y políticos, generales, estrellas de cine y religiosos son las piezas, que mueven las manos de Dios y del Diablo.

—No —la negativa de Piedra fue rotunda—. Conozco la imagen… y no me habría asustado tanto, ni aunque llevara diez años soñándola cada noche. No fue nada tan convencional…

—¿Entonces? —lo animó a proseguir Juan Pablo III—. Habla…, pero que conste que luego te pasaré la factura, viejo amigo… y no esperes que sea baja, aunque no tenga diván para que te tiendas. Supongo que hasta Freud habría querido tener al papa como analista.

Volvieron a reír y acto seguido el cardenal continuó: —¿Te dije que no se veían los extremos del tablero? Pues no es exactamente así… es sólo que las piezas no están dispuestas en los lados, sino en los ángulos opuestos. Y son muchas…

—¿Recuerdas algunas o tengo que hipnotizarte? —dijo con fingido aburrimiento el papa—. Aunque te advierto que podrían salir a flote cosas interesantes sobre tu viejo hábito de mojar la cama y todo eso…

Pero esta vez Piedra no rió; continuó, como si no lo hubiera escuchado: —En un ángulo está el Espíritu Santo… muy convencional, lo admito: una paloma que flota estática en un círculo de llamas. Delante están el Dios Padre, barbudo y con una aureola triangular con un ojo dentro, Cristo y la Virgen María; luego algunos tronos, serafines y arcángeles: Metatrón, Gabriel, Rafael…

—Ya, y en la esquina azul, Lucifer en la posición privilegiada del ángulo último, y delante ¿Belcebú, Azrael y Azazel? —simuló bostezar el papa— Caramba, podías haber sido un poco más imaginativo, ¿no, Tilo?

—Azrael y Azazel, sí… pero en el medio, Lilith, la primera mujer de Adán, la que quiso estar arriba en la coyunda —lo corrigió el peruano—. Y delante, más demonios, legiones de ellos… Sin embargo, puedo verlos a todos a la vez, al tablero completo. En las filas medias hay humanos, y reconozco a algunos personajes históricos: Atila el huno, Genghis Khan, Julio César, Alejandro Magno, Napoleón, Tamerlán, Hitler, pero a la mayoría no puedo identificarlos… claro, no soy un historiador.

—Ah, todos los grandes conquistadores. ¿Y del lado de Dios y los ángeles, quién queda entonces? —se mofó Jeremy Smith— No me parece que sea una pelea equilibrada…

—Delante de los ángeles, de las miles de filas de ángeles, hay santos, con sus aureolas —continuó Piedra, imperturbable—. Por supuesto, a esos los conozco mejor: puedo identificar a San José, los doce apóstoles, las vírgenes mártires, veo a Santa Bárbara, a Catalina de Siena… y delante, otros humanos, y hay bien pocos a los que conozca. Creo que vi a dos escritores, Verne y Wells, y a un par de compositores, que hay una docena de papas, aunque en las filas del demonio también hay bastantes, por cierto.

—Sí, simonía, incesto y demás pecados del papado medieval. En fin, nada nuevo. Mucho ruido y pocas nueces —suspiró Juan Pablo III, y miró pícaramente a su amigo—. Oye, Tilo, ¿lo que tenías tanto miedo de revelar no será que tú y yo estábamos en el bando equivocado? ¿Nos viste?

—Nos vi, sí, como en la tercera o cuarta semana de tener el sueño… y tranquilo, que estábamos en las filas de los buenos. Ambos —lo tranquilizó Piedra, con la mirada perdida—. Remy, piensa: noche tras noche, todo un año, el mismo tablero… y cada noche he visto moverse las piezas… todas están vivas, gritan, lloran, mueren, tienen hijos. Algunas vuelan, otras se arrastran, ninguna desaparece ni aunque caiga golpeada por otra.

—Bueno, tengo una idea —sonrió el papa—. A fin de cuentas, si la Iglesia Católica aún es una fuerza a tener en cuenta sobre este planeta, es porque nadie ha sido tan hábil como nosotros a la hora de convertir el revés en victoria, y el mal rato en ventaja. Jesús dijo a Pedro: «sobre esta piedra construiré mi Iglesia», ¿no? Y, amigo, resulta que tu apellido es justamente Piedra —tomó un par de notas apresuradas en concisa taquigrafía—, así que se me ocurre que podríamos sacar un buen juego de eso…

—¿Un juego? —lo miró el cardenal, atónito— Pero, Remy, si ya lo es… como tú mismo lo llamaste, como lo intuyó Voltaire… el Gran Juego.

—Piensa en grande, Tilo; me refiero a un juego de computadora —lo corrigió displicente el papa, y ante la mirada de incomprensión del peruano, explicó—: Estos son tiempos de fiebre informática, y podríamos aprovecharlo. Sí, se me ocurre, un juego absorbente, para Z-box, Game Tesseract o Playstation V, en el que puedas elegir cualquiera de los bandos… aunque, claro, el programa siempre hará ganar al bien al final, no faltaba más.

—Sí, no faltaba más —repitió sin mucho entusiasmo el cardenal peruano.

Y el papa estadounidense continuó, inspirado: —Eso familiarizará a los jóvenes tanto con los hechos, aspectos y vida de los santos, que no muy populares que digamos en estos tiempos, como con los de sus enemigos, los demonios. Como un juego de cartas interactivo; cada uno con poderes y limitaciones propios… —calló, advirtiendo que Piedra lo miraba con la boca abierta, y se encogió de hombros, con cierto embarazo—. Bueno, era sólo una idea… tal vez, como todo californiano, tengo demasiado metido el marketing y el merchandising en la sangre, pero podría ser una iniciativa interesante, se la voy a sugerir a Finanzas del Vaticano, o al Opus Dei, tal vez al Sodalicio… nunca se sabe, los tiempos cambian, y los derechos de un juego así podrían en unos años estar aportándonos tanto efectivo como los diezmos y las limosnas… ¿no crees?

—Si tú lo dices, Remy —aceptó el peruano, no muy convencido. La tristeza estaba de nuevo en su mirada; una especie de melancolía definitiva, de resignación sin esperanzas, como si nada tuviera ya sentido.

Jeremy Smith lo miró, perplejo, como si lo viera por primera vez, antes de decirle: —Eh, Tilo, ¿qué mierda te pasa? Arriba con ese ánimo, cardenal. Mira, está bien, has tenido un sueño, y bastante original, de acuerdo… Sugestivo eso del tablero de ajedrez infinito, con todos los demonios y santos y gentes que alguna vez han vivido sobre la Tierra siendo piezas, y dispuestas desde los ángulos. Y te preocupaste, eso puedo entenderlo… porque tantas veces repetido, ya es pesadilla, ¿no? No sé, la crisis de los 70, ¿te has hecho revisar la próstata últimamente? ¿Estás consumiendo viagra? ¿Te asusta la osteoporosis? Pero de ahí a presentar tu renuncia al cardenalato… Vamos —soltó una risita y alzó las cejas en expresivo gesto—, que estás exagerando, amigo. Has hecho una tormenta en un vaso de agua.

—No, tú no entiendes, Remy —suspiró una vez más el cardenal—. Mira, nos conocemos bien… sabes que no soy ningún pusilánime, que evangelicé bajo las balas en la Segunda Guerra de las Malvinas y no me asustaron los caníbales papúes cuando la misión en Nueva Guinea —resopló—. Remy, pero es que el sueño era tan vívido, las piezas se movían con tanto detalle, los gritos…

—Nada que un buen programador y unos cuantos gigabytes de memoria RAM no puedan conseguir —lo interrumpió, irónico, el Santo Padre—. Verás, voy a sugerírselo a un par de otakus de la Nintendo que conozco, y con suerte para lo próxima Pascua estaremos tú y yo jugándolo y recordando esto muertos de risa, mientras saboreamos un buen trago de Lachrima Christi. ¿O prefieres el Frangélico? Ah, no, si tú eras abstemio, qué pena…

Domitilo Piedra siguió hablando, como si no lo hubiese escuchado: —Aún así, creo que hubiera podido soportarlo…verte y verme en el bando correcto me ayudó bastante, me hizo fuerte. Pero es que hace dos semanas empecé a ver más…

—¿Qué viste, Tilo? —Juan Pablo III ya había perdido la paciencia, y por eso fue más cáustico que irónico—. No me digas que descubriste que en un ángulo del divino tablero estaba escrito Made in Taiwan o algo así.

—Mucho peor —se estremeció Tilo—. Vi la mano que movía las piezas.

—Sí, pues qué interesante —Jeremy Smith se rascó la cabeza, echándole una expresivísima ojeada de soslayo al barroco reloj de pared—. ¿Y quiénes eran los jugadores? ¿Buda y Zeus, o Wotan y Olofi? Amigo, creo que lo tuyo es agotamiento nervioso, y te recomiendo que tomes urgentemente unas buenas vacaciones… tal vez en Suiza; conozco una aldea en el cantón de Uri donde hacen un queso espectacular…

—Buda y Zeus, Olofi y Wotan, ja… Hasta eso habría sido mejor. No —había una insondable desolación en las pupilas del cardenal Piedra cuando respondió, mirando a los ojos a su amigo—: No, Remy… no dije «las manos», porque era una sola mano la que movía las piezas de ambos bandos. Una sola; su piel era lila, y tenía once dedos…

Yoss. La Habana, 1969

Es uno de los escritores cubanos más leídos dentro y fuera de Cuba. Obtuvo el Premio David 1988 con Timshel y ha publicado desde entonces novelas y volúmenes de cuento entre los que se destacan W (1997); Los pecios y los náufragos (Premio Luis Rogelio Nogueras 1998); Al final de la senda (Letras Cubanas, 2003); Precio justo (Premio Calendario 2004); Pluma de león (Letras Cubanas, 2007) y diversos títulos en Europa, entre ellos la cuentinovela I sette pecatti nazionali (cubani) en Italia (1999) y Se alquila un planeta en España (2001). Cultiva también el ensayo y es autor de diversas antologías dedicadas a la literatura de ciencia-ficción. Junto con Raúl Aguiar compiló Escritos con guitarra. Cuentos cubanos sobre el rock (Ediciones UNIÓN, 2005).