Narrativa

El trópico y el fuego

Portada del libro El trópico y el fuego, de Damián Patón Fernández

1

En La Habana Vieja, una tarde de mediados de febrero, un hombre con aspecto de extranjero arrastraba un viejo y pesado macuto. Vestía un largo pulóver desgastado, que llevaba estampado el rostro quemado y tantas veces repetido del Che Guevara. Usaba raídos tejanos sucios y deshilachados y polvorientas bambas.

El hombre se sentía perdido en las calles de la ciudad y, para más inri, el macuto era un pesado lastre. Ignoraba qué rumbo emprender. El ocaso vencía a la tarde y Moisés Clavijo Martínez —ese era su nombre— buscaba con todas las fuerzas el centro del paraíso, como si La Habana Vieja, en efecto, constituyera el centro, el magma, la madre de todos los paraísos del planeta. Ni siquiera en Roma, dos años antes, cuando el pútrido sol mediterráneo le sorprendió ante el Vaticano una tarde de enero como aquella, sintió el efecto demoledor de que no hallaba lugar en la Tierra donde descansar en paz. Moisés Clavijo llevaba consigo las lacras del apestado, del leproso que huye de la patria, con el pueril pretexto de «reposar una breve temporada como turista pobre» en cualquier país. Tenía mujer e hijos, y decidió huir solo, por segunda vez, a La Habana para escribir un libro, sin apenas dinero, devorado por el ansia que lo embargaba de cabeza a pies, casi como si hubiera renacido de una muerte estelar, de una muerte gris, allá, en la ahora lejana Ciudad Condal, Barcelona, su odiada y amada Barcelona. Pero, ¿por qué hacía eso? ¿Qué buscaba? Sin empleo, sin beneficio, dejando atrás la juventud, a los cuarenta años, impelido por la necesidad de buscar algo nuevo y diferente, regresando al mismo centro del ostracismo y la desolación particular. Era un catalán, un español errante. Sabía que no le sería posible escapar del cuadrilátero de la realidad asfixiante que le envolvía. En su país, no se sentía útil. No era nada. No valía para nada. En España, el tiempo pasaba sin otro objetivo que vagabundear de arriba y abajo, en busca de cualquier empleo miserable y, si lo rechazaba, detrás de él otros muchísimos, más necesitados, procedentes de todos los países del mundo, se arrastrarían de rodillas por él, incluso limpiarían el suelo de los retretes con la lengua y las manos desnudas. Entonces, ¿qué pasaba? ¿Qué le ocurrió para llegar hasta allí, reventando los escasos recursos económicos, dejando esposa e hijos pequeños mantenidos por el exiguo sueldo que proporcionaba el empleo de su mujer? ¿Qué sucedía? El mundo, la Tierra, se le antojaba inhabitable. No quería saber nada más de Europa. Europa chapoteaba en la asepsia del consumismo de inhumanas modernidades. La veía sumergirse como un cadáver elegante en el fondo del océano en llamas. Las nuevas civilizaciones la destruirían. París le recordaba a un limpio acuario, muy esmerado, poblado de estirados y secos franceses. Si, París era un cromo. Una postal congelada en el futuro. París no le sació de la ansiedad de devorar el mundo y abrir las puertas del alma… Oh, no, Roma tampoco. Aunque esta última tenía una diferencia radical con respecto a Paris: los falsos italianos y las bellas y superficiales italianas. Nada más. Portugal, matizando, resultaba algo diferente, con el consabido encanto paupérrimo de Lisboa y Oporto. Estaba más insuflada de vida que París, desde luego. Se sintió como en casa. Cuando aterrizó en Estambul, peregrinando hacia Capadocia (sin pasar por Ankara), experimentó la sensación de que viajaba hacia diferentes esferas del espacio y del tiempo en busca de desconocidos sentidos vitales. Pero el estigma de la diferencia se radicó en La Habana. La primera vez que la visitó como turista, la ciudad de las mil grietas, le traumatizó. La miseria era tan evidente como los mismos edificios, muertos de ella.

Se contradecía.

El tiempo se le echaba encima.

Anochecía…

2

Y allí estaba, en La Habana, por segunda vez. Sin un chavo. Con los pies pegados al asfalto, cerca de la calle Neptuno, observó los edificios agrietados que amenazaban con derrumbarse en cualquier momento. Fascinado por el campo de batalla que era La Habana, no arrasado por guerra alguna, pero demolido por el paso del tiempo. En efecto, la propia Habana envejecía como el mismo dictador Fidel Castro.

Zarandeado por el tórrido trasiego y bullicio del gentío: los mulatos, las mulatas, las trigueñas, los blancos, los negros, los chinos, los turistas, los triciclos, los coco-taxis, los Buick de los cincuenta, las mujeres que te hervían la sangre con tan solo mirarlas. El ocaso de la tarde se cernía en llameantes rojos vivos. Oyó el suave rugido del mar. Las olas besaban el perfil del malecón.

El hotel Deauville no podría acogerle. Inaccesible. Setenta dólares por noche. No, no era posible.

—Qué cara más seria, compañero. El mundo no se acaba, chico — musitó un sonriente mulato joven, riendo, prendiéndose un popular mientras corría como un galgo calle abajo.

—¿De dónde eres? —le gritó otro.

—Español.

—Yo tengo muchos amigos allá.

Se escabulló. No tenía ganas de charla.

«Maldita sea, ¿donde encontraré esta noche una habitación?».

Eran las seis y treinta. Pronto anochecería. Arrastró el macuto con ruedecitas. Cruzó la calle. Entró en el polvoriento cuchitril. En la barra carcomida, el camarero de edad madura, mulato con rasgos hindúes, zanganeaba. Pidió un café.

—Sí, ahora voy, compañero.

Y, para su pasmo, el mulato permaneció impasible viendo pasar el tiempo. Al fondo, un viejo negro cantaba estribillos de antiguas canciones de salsa. La puerta rechinó. Un cliente entró, lanzando exabruptos:

—Maldita sea, Hebelio —maldijo con un vozarrón exento de acento cubano. Lo identificó inmediatamente, era del norte de España. Vasco, «sí, seguro vasco». Con disimulo, dominado por el rechazo a todo lo que procediera de España, incluido un vasco, miró de reojo. El gigante —lo que se dice un auténtico gigante— se acomodó en la barra. El tipo medía dos metros, por lo menos. Vestía un largo pulóver de manga corta, con la Ikurriña estampada.

Moisés Clavijo puso los ojos en blanco. El gigante vasco ostentaba largas barbas pobladas. Escrutaba en derredor con risueños ojos de color gris. Tendía a la obesidad.

—Hebelio, muévete, quiero ron.

Hebelio, que ya debía conocer al tipo, se encogió, sirviéndole el ron. El vasco se lo zampó de un solo trago, tosió, golpeando el culo del vaso en la superficie de la barra.

—Otro ron.

«Dios bendito», pensó, «¿y mi café

—Camarero, cuando sea posible, mi café.

El tal Hebelio volvió a encogerse de hombros, asintiendo. El vasco le clavó sus pétreos ojos grises, observándole como si fuera de otro mundo.

—¿Español? —sonrió bajo la barba gris.

—Sí, de Barcelona.

—Ah, catalán.

Saludo cálido. Sintió las poderosas manos del vasco triturando las suyas como tenazas de acero.

—Me llamo Iker Getxo. Soy de todas partes.

—Moisés Clavijo Martínez. Pertenezco al mundo —dijo irónicamente, sin pretenderlo—, aunque, para más señas, soy español.

Iker Getxo soltó un bufido.

—Sí, yo también lo era.

Consternado, Clavijo miró con disimulado espanto al vasco. «Espero que no seas un etarra exiliado», pensó.

—No, no soy un etarra —gruño el otro, como si le leyera el pensamiento—. Y tú, Hebelio, ¿qué pasa con el café del señor y otro ron para mí? Y bueno, ¿qué haces por aquí? ¿Buscando sexo fácil?

Soltó una estruendosa carcajada. Entró una mulata de buen ver que captó la atención bobalicona de todos los clientes.

—¿Qué miráis, guajiros? —bramó, llevándose un pote y saliendo a toda prisa.

—Si es que no se puede —rugió Iker, bebiendo otro ron—. Están de muerte, ¿verdad, Hebelio?

—Ya lo creo, compañero. Pero se ponen muy bravas.

—Sí, pero que muy bravas —contestó Iker.

—¿Sabes dónde puedo encontrar habitación por aquí? —preguntó Moisés tímidamente.

Los dos hombres le miraron como si estuviera loco. Moisés Clavijo se retrajo.

—Salí del hotel Deauville y… en fin, no encuentro habitación.

—Compañero, ¿lo dices en serio? —chilló un anciano desde el otro extremo del salón del bar.

—Sí.

—Es increíble —murmuró Hebelio, limpiando el mostrador con un trapo grasiento—, es increíble.

—Y que lo digas —remató Iker—. Pero si aquí te paran en la calle para ofrecerte habitación. No me lo puedo creer.

—En serio, pregunté en el hotel…

—Hombre, pero eso no se pregunta en un hotel del que acabas de salir, chico —argumentó el vasco, encogiéndose de hombros—. Eso está aquí tirado. Anda, Hebelio, cóbrate todo esto. Invito yo, Moisés. ¿Puedo tratarte de tú?

—Claro.

—Yo te buscaré una buena habitación, si te fías de mí. Y no vayas de ingenuo por aquí, que los cubanos son unos tunantes.

Hebelio le devolvió el cambio.

—¿Estás preparado, Moisés? —quiso saber Iker.

—Sí.

—Pues vamos, vas a dormir como un rey esta noche y todas las que puedas pagar.

Moisés siguió al gigante, que reía como un gran ogro noble.

3

Apenas dieron dos pasos cuando Iker Getxo se detuvo, admirando el fulgurante cielo tropical.

—Mira cómo luchan los colores combinados del cielo, catalán.

El gigante vasco señaló con un dedo romo el cielo. Era un paraíso enjaulado, atrapado en el infierno de la noche. Iker sacó la cajetilla de pitillos del pantalón de verano, ofreciéndole uno. Moisés negó. Caminaron por las mal alumbradas calles, evitando con cuidado los socavones del suelo. Se zafaron de un borracho tirado en el suelo, emboscado en una hendidura fantasmal en el asfalto, prácticamente invisible a causa de la oscuridad. Un farol derramó luz sobre la figura inerte del intoxicado: un hombre de avanzada edad, gastado por todas sus derrotas interiores.

—Maldita sea, ¿cuándo seremos libres, españoles? —se lamentó amargamente.

Iker sonrió. Eludieron el frenético tropel de la multitud, sorteando las sombras de la noche, esto es: travestidos, mujeres de toda edad y condición (blancas, negras, trigueñas, mulatas) junto con hombres igual de variopintos, acompañados, inevitablemente, de niños. Corrían con la flemática prisa de los caribeños. Zumbidos de música alegre aún pervivían avanzada la noche. Desde los ventanales de las casas bajas, el rumor de las voces de los inquilinos era perfectamente audible. Algunos veían la televisión. Muchos de los que habitaban el interior de las casas, así como los que estaban fuera, simplemente pasaban el tiempo. Moisés Clavijo, arrastrando el macuto, pensó en aquel concepto del tiempo. Dejaron atrás el Deauville, el malecón de los sueños de Moisés Clavijo, el hotel Lincoln, la calle Manrique, fluctuando hasta el Prado, rozándolo. Los polis castristas, con el aire de chulo y vacila que les caracterizaba, les escrutaron con mala saña y con peor aún vigilaban a las jineteras. Era el vasto espectáculo de la patética miseria. Doblaron, perdiendo de vista a la policía, deteniéndose ante un edificio que amenazaba ruina, imposible de vislumbrar con claridad a esa hora de la noche. Iker arrojó el pitillo, invitándole a entrar.

—Bueno, esta será tu casa por esta noche —le dijo, subiendo escaleras arriba, encendiendo la luz y gritando—: Yanely, maldita sea, ¿dónde estás, Yanely? ¿Dónde estás?

Desde el hueco de la escalera de dos pisos más arriba, asomó el rostro de una negra de unos cincuenta años, los cabellos desgreñados.

—Oye, tú, ¿qué quieres? —chilló—, siempre vienes fajado. Párate ya…

Es decir, le invitaba a subir. Clavijo cargó, a duras penas, el pesado macuto, subiendo hasta el tercer piso entre jadeos. Iker le observó con insultante indolencia. La tal Yanely, una oronda negra, toda sonrisas, codiciaba dólares. Escuchó la atropellada perorata del vasco. En un abrir y cerrar de ojos, le guiaron por el deprimente comedor, donde un grupo de chiquillos negros dejaron de hacer travesuras para observar a Moisés, picados por la curiosidad.

Entraron en una habitación de aspecto limpio, que incluía baño, ducha y servicio. Iker, sostenido en la jamba de la puerta, encendió otro pitillo sin boquilla.

—¿Qué te parece? —Yanely le miraba con expectación—. Está en buena zona, muy cerca del Capitolio, además, te das un paseíto y ¡hala!, tienes el malecón.

—¿Cuánto? —fue la pregunta certera de Moisés Clavijo, derrotado por el cansancio y la ansiedad. En todo caso, la habitación, a ojos vista, le inspiraba calidez.

—¿Cuánto, Yanely? —preguntó a su vez Iker, encarándose a la mujer.

—Veinticinco dólares día —respondió la negra Yanely con sonsonete zumbón.

Moisés Clavijo dejó el macuto en el suelo, suspiró.

—¿Puedo recibir visitas?

La mujer se quedó atónita. Iker Getxo sonrió irónicamente.

—Por supuesto, señor, pero con discreción, hay niños…

—Vale, me la quedo.

Sacó la cartera del bolsillo, alargándole cien dólares.

—Los primeros cuatro días.

Yanely parpadeó, guardando los dólares, sin creérselo, en el bolsillo.

—Pues nada, señor, ya es suya.

—Vamos, Yanely, tenemos que hablar.

Moisés Clavijo, extenuado, escuchó la agitada conversación del vasco y la mujer. Al poco, regresó el vasco, deteniéndose ante la puerta. Entró y cerró con cautela.

—Caramba, chico, eres directo —dijo Iker.

—Lo siento, pero no me gustan las hipocresías. Tampoco pretendía ser maleducado.

— Dime, si no es mucho preguntar, ¿a qué has venido aquí?

—A escribir.

—¿Eres escritor?

—Sí, como ya te dije, lo soy.

—Yo pinto. Soy pintor. Me parece que haremos buenas migas. Te dejo dormir.

—¿Vives aquí?

—Algunas temporadas al año. Mi hija vive aquí. Ya te lo contaré otro día. Descansa. Mañana me paso, si no te has perdido con alguna mulata. Buenas noches.

—Buenas noches.

Iker cerró la puerta. Clavijo, adormecido, se sumió en un profundo sueño, sin desvestirse.

4

Eran cerca de las ocho de la mañana cuando le despertó el traqueteo de La Habana. Tenía hambre. Se puso el pulóver con la imagen estampada de Ibiza. Calzado con zapatos de suela de goma crujientes, salió con el macuto de mano. Dos horas más tarde, estaba ante el Banco de Crédito y Comercio y el Hotel Lincoln, en busca de tarjetas telefónicas. Desde allí, calculando la diferencia horaria, llamó a Barcelona. Despertó a su mujer. Le informó puntualmente del viaje. La conversación apenas duró cinco minutos. Al salir de la centralita, se topó inesperadamente con Iker. Tuvo la impresión de que le esperaba.

—Oye, catalán.

—Mejor Moisés.

—Ahora estoy ocupado, pero si quieres nos vemos en Casa Maritza, es un paladar que está en la calle Galiano, en el Malecón.

—¿A qué hora?

—A las dos. ¿Invitas tú?

—Solo por esta vez. Quiero conocer La Habana. ¿Serás mi guía?

—Soy un mal guía. Mejor pintor.

—Hablamos. Voy al Hotel Sevilla.

—Nos vemos luego.

El gigante se encaminó calle abajo. Clavijo cambió dólares por pesos en el hotel.

5

Mientras tanto, a más de ocho mil Kilómetros de distancia, en el Barrio residencial de Sarriá, dentro de un amplísimo piso de más de trescientos metros cuadrados, Javier Terré Gonzalvez masticaba con acritud un trozo de pan tostado con queso, sorbiendo ruidosamente (para provocar) un café aguado, en compañía de Irene, su mujer. Era un soleado domingo por la mañana. La asistenta libraba. Irene no. Javier Terré Gonzalvez tenía claro lo que quería. Y lo que quería era, precisamente, librarse de su mujer, a quien odiaba con toda el alma tras diez años de matrimonio.

—¿Cuándo te vas? —quiso saber Irene.

Ella le odiaba tanto o más que él a ella, pero necesitaba su «estatus de vida», el portentoso nivel económico del sueldo de un juez prepotente, sin ética ni moral, que se creía intocable, por encima del bien y del mal. Irene era la puta legal, aceptada por la tribu social. Él era el proxeneta legal. Todo era legalmente corrupto y podrido.

—Ya lo sabes —expresó con desgana—, mañana a la dos y media del mediodía.

—¿Por qué La Habana?

—Voy con dos fiscales de la audiencia para aclarar un asunto de corrupción de menores.

—Claro, claro —musitó Irene con sarcasmo— y yo no puedo acompañarte.

Soltó un resoplido.

—Voy por cuestiones de trabajo. Lo paga el juzgado.

—Debe ser eso. Yo solita aquí en casa.

—Voy a trabajar.

—Te espera un trabajo duro en el Caribe, ¿no te parece? —dijo con ironía in crescendo—. Me dejas sola con la asistenta. Mi madre está enferma.

—¿Qué la pasa a tu madre?

—Tiene la matriz suelta.

A Javier Terré se le encogió el estómago. Todo lo referente a enfermedades le producía aversión.

—No será grave.

—Dice que siente un agujero allí abajo.

Terré esbozó una ancha y amplísima sonrisa, rebosante del más puro y descarnado sarcasmo.

—Claro que tiene un agujero, querida, allí abajo. ¿Qué va a tener?

Irene palideció. Aplastó el cigarrillo, ofendida.

—Eres… eres un miserable.

—Perdona, cariño, no pude evitarlo.

—¿Cómo puedes burlarte de la enfermedad de mi madre?

La imagen de su suegra agujereada por todas partes y destilando veneno corrosivo le resultó reconfortante.

—Cuando yo tuve cáncer, ella no se prodigó mucho en las visitas.

—Ya sabes que ella es muy aprensiva con esas cosas.

—Claro, pobre criatura, no sabía que fuera tan sensible.

—Al menos te visitaba, siquiera cinco minutos.

—Ah, es verdad. Tiene un gran corazón.

—Deberías ser más considerado.

—Lo soy. Su aprensión se le va acabar. Va a tener que tragársela a raudales.

—¿No podrías olvidar tus rencillas? Eres muy rencoroso.

—Yo no olvido lo que me hicieron —dijo inesperadamente, alzando la voz, arrojando con brusquedad la servilleta al otro extremo de la mesa, mientras Irene se encendía otro Camel, vestida con la bata, cruzando y enseñando las desagradables piernas varicosas, antaño delirio de sus sueños eróticos, cuando estaba buena. Él comenzaba a echar barriga, si no se cuidaba…—. Además, siempre estás con la misma canción. Cojones, si no quiero ver a tus padres, respétalo. Es asunto mío. No nos cambia la vida en nada.

—Deberías olvidar todo eso.

—Haré todo lo posible. Voy al baño —cortó, tajante, la conversación.

En el cuarto de baño aprobó la imagen que el espejo reflejaba. Se admiraba.

«¡Qué hostias! Aún estoy bien. Me follaré a todas las mulatas que pille al paso».

Recordó al viejo. Padre e hijo se querían. Su madre pertenecía a otro mundo. Nunca se sintió tan cercano a ella como al viejo. No. Quizás fue por la dolorosa desaparición del hermano menor, muerto en accidente de tráfico veinte años atrás. Su fallecimiento resultó, como mucho, una muerte voceada en todas las carreteras. De no haber sido por el pertinaz alcoholismo oculto del hermano, habría vivido hasta los ochenta años. Conducir ebrio sesgó de cuajo una prometedora carrera profesional como periodista. Dios sabía que los viejos nunca volvieron a ser los mismos después de aquello. Era como si el mundo fuera una montaña escarpada de puñales hirientes. ¿Y qué hicieron los suegros y en especial la arpía de la suegra? Oh, lavarse las manos. Pretextar que no tenían estómago para eso. De alguna manera, aquello lastró las relaciones con Irene. Ella estaba empeñada en que mantuviera una buena relación con sus padres. Él se negó. Pensaba en la muerte de su matrimonio, en toda la muerte que rodeaba aquel asunto. Lo único que mantenía a flote el barco de la pareja era la economía. La profesión de juez.

Mañana huiría al Caribe. Mañana experimentaría los días de distintos fuegos en La Habana. En todo caso, constituía una banal excusa para huir de su mujer… Mañana escaparía. Escaparía hacia el trópico y el fuego.

Damián Patón Fernández. Barcelona, 1963

Incluido en la Primera antología de la poesía homosexual, editado en México por Frente Afirmacion Hispanista-Fredo Arias de la Canal, 1997. Ha publicado en revistas, fanzines y blogs como Cuadernos del matemático, El vendedor de Pararrayos, La soledad del corredor de fondo. En la antología Semillas de bosque de la editorial Playa de Ákaba publicó el cuento “El árbol herido”, 2017. Publicó la novela Tal como sale, en Ediciones Carena, 2013. Bajo el seudónimo Mikel Goldstain ha publicado en Amazon las novelas La aventura psicodélica de Abert Ekai, El trópico y el fuego y el libro de relatos Memorias de un violador y otros delirios.