Narrativa

Enjambre

Foto de Matthew Inamdar en Unsplash

A La Manchúa. 

A La Manchúa la seguían las moscas desde que era niña. Acompañaba a su padre en el carretón vendiendo los cerdos que este mataba. A veces le permitía observar cómo hundía el cuchillo directo en el corazón del animal, para después colgar las mitades con las fuerzas de sus brazos en los ganchos, destriparlo y salir a la calle a buscarse el dinero. 

La sentaba a su lado, su voz de niña atraía más a los clientes que su vozarrón de hombre rudo.

Su nombre, según la cédula de bautismo, era Esperanza de la Caridad Moncada Artiles, pero uno de sus tíos, notando que siempre era perseguida por moscas, la sobrenombró La Mancha. Otro tío no estuvo de acuerdo y para que el problema no fuera a más, su abuela, quien dominaba a todos los hombres de la familia, con solo un grito decidió que sería La Manchúa.

Para su desgracia nunca se acostumbró a esas asquerosas nubes negras que se le pegaban a la cara y en un descuido iban a parar a cualquier orificio de su cuerpo.

Fue en uno de sus viajes de ventas cuando conoció, siendo apenas una adolescente, al hombre que, según su corazón y razón, sería el amor de su vida. Fue mirarse y saber que el destino era de ellos.

El zumbido de los insectos la sacó de los recuerdos. Rendida, se recostó, sobre las sábanas, en aquel pantano de sangre.

Sabe lo que le espera. Él le ordena que se quite la ropa mientras que con su mano más violenta juega con su sexo flácido.

Tanto olor, tanta luz, la sumergieron en un profundo sueño. Roncó cuanto quiso y cruzó la línea del mundo que la separaba de los muertos y de las pesadillas.

Él prueba la comida —carne apenas cocinada— y la escupe. Tira el plato, furioso, contra el piso. La insulta, cogiendo restos se los frota en la cara, mientras le grita que no sirve para nada. Ella se agacha para levantar el plato y él aprovecha, la coge por la nuca y la obliga a comer del piso.

Cansado, sube hacia el dormitorio. Ella limpia, como si con eso limpiara los restos de dignidad que aún le quedan. Él grita que suba. 

Con un gesto le ordena que se desnude. Ella accede y lo mira retadora. Él la toma por los cabellos y, con fuerza, la postra sobre la cama para darle golpes hasta reventarle la cara. La Manchúa trata de defenderse, pero no tiene fuerzas. La sangre que le inunda el rostro la enardece, logra meter su mano debajo de la almohada para agarrar el mango del cuchillo afilado, similar a los que usaba su padre.

Despierta con un amargo sabor en la boca y con el relincho de su caballo. Se incorpora asustada, sudorosa, y cuando se siente más consciente, piensa en todos los quehaceres que la esperan.

En el baño se quita lentamente una vieja bata manchada de rojo. Se mira en el espejo y observa sus heridas, los surcos negros alrededor de los ojos, se siente más hermosa que La Catrina. Ríe alto y con muchas ganas, su espíritu es libre.

Abre la ducha y el líquido caliente recorre su cuerpo, siente las gotas como latigazos.

Ata la larga cabellera y baja a la cocina, vestida con su mejor traje. Con los brazos cruzados, suspira al ver el caos.

Manchas por todas partes y enjambres de moscas. El cubo de la basura repleto de vísceras y restos de huesos. Sobre la mesa escurría la sangre de la carne despedazada. Eso es lo bueno y malo de la frescura del músculo. Tan extravagante. Tan bella. Esto lo aprendió de su padre.

Se lamenta de no haber tenido el necesario cuidado de limpiar conforme las entrañas volaban cual fuegos artificiales. Por experiencia sabe que es más trabajoso siempre lo seco y encostrado que lo dejado por una herida nueva.

Se siente prisionera, no hay lugar libre para deambular sin mancharse, ni lugar para preparar la carne destazada y congelarla después; y las moscas, segundo a segundo, aumentan el espesor de la tormenta.

Busca sacos y el hacha de carnicero que heredó de su padre y conserva escondida en el falso techo. Con el rodillo de empanadas comienza a machacar, uno por uno, los pedazos de carne. Siente arder sus manos, pero continúa golpeando, una y otra vez, una y otra vez, y reconoce la violencia de los golpes que le propinó el ser humano con el que cohabitaba. 

La rabia la abrasa. No piensa en nada más, golpea con mayor fuerza. Solo emite un grito desde sus entrañas, mientras los relinchos aumentan afuera.

Sueltas el rodillo, cae de bruces fatigada por el esfuerzo. Se pone a llorar entre charcos de sangre y odio.

Llena los sacos con la carne, sale al patio. Engancha el caballo al viejo y querido carretón. 

Sale a pregonar “carne fresca, tasajeada y limpia, muy limpia”.

La Manchúa observa desde la cajuela la nube negra. Las moscas que abandonan su casa y que la siguen.

Zoila María Molinet Carrazana. Santa Clara, 1964.

Lic. en Derecho y en Estudios Socioculturales. Master en Educación Ambiental. Integrante del Taller Literario “Carlos Loveira” y fundadora del Proyecto Cultural Comunitario “La Piedra Lunar”. Participó en la novela colectiva Los días no cuentan y la antología de minicuentos Santa Paciencia. Ha publicado en las antologías de Astrolabio (Colombia), Revista Pretextos (México), Grito de Mujer (República Dominicana) y en revistas literarias como Guamo, Brotes y Violas.