Policial

La Viuda

“El mundo está lleno de viudas felices…”
Gabriel García Márquez.

Sobre la avenida se desplegaban las sombras de los árboles prohijadas por el sol de la tarde. Amistades y vecinos comenzaron a despedirse, satisfechos por haber cumplido con la ética social, y aliviados por poder alejarse del cementerio.

Sus hijos la rodeaban, envolviéndola con miradas tan tristes que sintió pena por ellos. Se detuvo un momento y aspiró profundamente, como si quisiera absorber todo aquel frescor de almendrones y pinos, y el aroma de las flores apretujadas en vasijas, última opción para los vivos de quedar bien con sus muertos.

Ya en la casa se aferró al quehacer cotidiano para que nadie descubriera un gesto o una mirada inconvenientes en su rostro: el arroz, los frijoles, el fregado… y los recuerdos que la incentivaban:

(“¡Eres una puta! ¡Una puta! ¡Vete pa’l carajo!”. Fue el único hombre en su vida y él lo sabía. ¿Por qué entonces ese insulto?)

(“¡Si enciendes el televisor te meto este cuchillo! ¡Me tienes harto!”. “Si estás harto, ¿por qué no te vas y me dejas vivir?”).

No querían dejarla sola. Estarían con ella dos o tres días y después… “No estaré sola, tengo a Moti y mi trabajo en el laboratorio”. ¿Y el espacio dejado por él? “También me acompañará; los espacios nunca están vacíos”. ¿Cómo decirles que ella se había convertido en una más de las tantas viudas felices que hay en el mundo? Cuando todos se acostaron sintió necesidad de salir al patio y contemplar la noche, las estrellas, y sobre todo la Vía Láctea, esa estela blanquecina que desde niña había sido la ruta de incontables sueños y fantasías. Y otra vez los recuerdos…

(“Me di unos tragos, ¿y qué?”. Y el golpe en su rostro).

(“¡Eres mala, un cubo de mierda, no quieres ni a tu madre ni a tus hijos!”).

Definitivamente ya comenzaban a notarse en él las primeras fases de una demencia, pues de otro modo, ¿cómo podía decir cosas que sabía no eran ciertas?

(“¡Sólo haces preguntas estúpidas, porque tú no sabes nada de nada! ¡Cualquier día te voy a meter un cuchillo pa’ que no jodas más!”. “¿Pero por qué te molestas? Sólo te pregunté si habías traído el pan…”).

Pero eso era sólo una grieta entre sus mundos. El verdadero abismo comenzó a abrirse cuando el sexo se convirtió en una tortura de alientos etílicos, orgasmos fingidos y al final un vacío palpable, agobiador.

Y aquel abismo de incomprensión y rechazo terminó por convertirlos en dos extraños. Hasta que un día, después de una discusión en que él le dejó marcado un brazo, la asaltó, más bien la golpeó, una pregunta: “¿Cómo será mi vejez con un loco tan prepotente al lado?”.

Y una mañana, en el laboratorio, ese ser incorpóreo que indistintamente llamamos Destino, Azar, Casualidad, Dios o el Diablo, según la dirección que tome, apareció en sus manos. ¿En qué sería utilizado eso allí?

Cuando se acostó, palabras como futuro y soledad no formaron parte de sus pensamientos. Antes de dormirse regaló una sonrisa a la almohada mientras pensaba lo acertado que fue ponerle una venda para apretar las mandíbulas de manera que la boca permaneciera cerrada, y taponarle la nariz con algodón bajo el pretexto de que podía sangrar. Porque generalmente el olor del cianuro es un tanto penetrante y muy característico.

Olimpia Pombal.