Adiós, Cordera

Resumen del libro: "Adiós, Cordera" de

El cuento narra la historia de dos niños gemelos, Pinín y Rosa, que viven en el prado Somonte con la vaca Cordera y su padre, Antón de Chinta. La madre de los niños, Chinta, había fallecido un tiempo atrás. La familia vive en el camino de Oviedo a Gijón, son pobres y su sustento depende mucho de Cordera. En el prado Somonte se observan los postes de telégrafo y las vías del tren. Los gemelos se ven interesados y entusiasmados por la tecnología que conecta las distintas partes del mundo. La Cordera reacciona con miedo y desconfianza a los aspectos del mundo desconocido. Su situación económica obliga al padre a tener que vender a la Cordera, contra su propia voluntad. Para los gemelos, la Cordera representa el amor de madre, y para Antón representa sus ahorros de toda la vida. Al venderse la Cordera vienen por ella y los gemelos se despiden de ella cuando pasa el tren, llevando a la Cordera al Matadero. Después de pasar muchos años de aquella despedida, en los años de la guerra Carlista, Pinín, ya un fuerte mozo, también se tuvo que despedir contra su voluntad. El mozo fue reclutado por el gobierno como quinto para pelear en la guerra, para también ser consumido por el “progreso” de los ricos. Y, de la misma forma emotiva en que Rosa se despidió de la Cordera cuando se la llevaba el tren, también tuvo que despedirse de su hermano.

Libro Impreso EPUB

¡Eran tres, siempre los tres!: Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio.

Asistía a los juegos de los pastorcitos encargados de Ilindarla, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y después sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

«El xatu (el toro), los saltos locos por las praderas adelante . . , ¡todo eso estaba tan lejos!»

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por ‘a trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.

Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol, a veces entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y luego,.tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blanco son de perezosa esquila.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aire y contornos de ídolo destronado, Caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

Adiós, Cordera – Leopoldo Alas Clarín

Leopoldo Alas (Clarín). Conocido por su seudónimo de Clarín, nació en Zamora el 25 de abril de 1852. Era el hijo del gobernador civil. Comenzó sus estudios en León en el colegio de los Jesuitas. Su infancia y juventud transcurrieron en Oviedo, donde estudió Bachillerato y Derecho Civil y Canónico, licenciándose en 1871. Después se fue a Madrid para hacer el doctorado en Leyes y estudiar Filosofía y Letras. En 1878 opositó a la cátedra de Economía Política y Estadística de la Universidad de Salamanca, pero no la consiguió. En 1882 ocupa igual cátedra en la Universidad de Zaragoza y al año siguiente la de Derecho Romano de la Universidad de Oviedo. Con la reestructuración de los estudios universitarios, asume la cátedra de Instituciones de Derecho, y en 1888, la de Derecho Natural. En ese mismo año es elegido concejal republicano por el Ayuntamiento de Oviedo.

En el diario barcelonés La Publicidad, publicó un artículo dando a conocer el propósito de la Extensión Universitaria.

Narrador deslumbrante, articulista incisivo, crítico temido, polemista ácido, intelectual krausista ligado a la Institución Libre de Enseñanza, anticlerical y político republicano y liberal.

Sus comienzos literarios fueron como crítico, en el periódico El Solfeo, en el que Leopoldo Alas estrenó, en 1875, su seudónimo Clarín. Además de su colaboración en periódicos, cultivó el teatro, la novela (su obra cumbre es “La Regenta”, que se publicó en 1885) y la narrativa breve. Son de destacar: “El señor y lo demás son cuentos” (1892), “Cuentos Morales” (1896) y “El gallo de Sócrates” Colección de cuentos (1901).

El 13 de junio de 1901, a las siete de la mañana, en Oviedo, murió Leopoldo Alas de tuberculosis, a la edad de cuarenta y nueve años. El féretro fue velado en el claustro de la Universidad donde acudieron profesores, amigos y familiares del escritor. Al día siguiente fue enterrado en el cementerio de El Salvador.

Fue un escritor maldito, hasta su aceptación en los años cincuenta del siglo XX.

Cine y Literatura

Adiós, cordera

Dirección: