Barry Lyndon

Resumen del libro: "Barry Lyndon" de

Barry Lyndon, la primera novela de William M. Thackeray, un escritor británico del siglo XIX que fue uno de los maestros del realismo narrativo.

Barry Lyndon es la historia de Redmond Barry, un joven irlandés que quiere ser un hombre rico e importante en el siglo XVIII. Para lograr su objetivo, se enrola en el ejército británico y participa en la guerra de los Siete Años, deserta y se pasa al ejército prusiano, se convierte en espía, estafador y jugador profesional, y finalmente se casa con lady Lyndon, la viuda de un conde muy rico. Pero su ascenso social no será fácil ni duradero, y pronto descubrirá que la fortuna es caprichosa y que el destino le tiene reservadas muchas sorpresas.

La novela está escrita en forma de memorias ficticias, narradas por el propio Barry con un tono arrogante, vanidoso e hipócrita. El autor usa este recurso para crear una sátira de la sociedad de su época y de su protagonista, que se cree el mejor y más grande de los hombres, pero que en realidad es un sinvergüenza sin escrúpulos ni moral. Thackeray nos muestra con ironía y humor las contradicciones, los vicios y las debilidades humanas, y nos hace reflexionar sobre el valor de la honradez, la humildad y la bondad.

Barry Lyndon es una novela fascinante, llena de acción, intriga, romance y tragedia. Es también una obra maestra de la literatura universal, que ha inspirado a muchos otros autores y que fue llevada al cine por Stanley Kubrick en 1975.

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Mis orígenes y familia. Recibo el influjo de la tierna pasión

Desde los tiempos de Adán, no ha habido maldad en el mundo que no se originara en alguna mujer. Desde que mi familia existe (sin duda desde una época no muy lejana de la de Adán, siendo tan antiguo, noble e ilustre, como nadie ignora, el linaje de los Barry), las mujeres siempre han desempeñado un papel preponderante en las vicisitudes de nuestra raza.

Doy por sentado que no hay caballero en Europa que no haya oído hablar alguna vez de la casa Barry de Barryogue, del reino de Irlanda, siendo difícil dar con más famoso apellido entre los citados por Gwillim o D’Hozier; y aunque, siendo hombre de mundo, he aprendido a despreciar inmisericordemente a tanto pretencioso que se ufana de su buena cuna, cuando la verdad es que su árbol genealógico no es mejor que el del lacayo que me limpia las botas, y como siempre me mueve a risa y desprecio la fanfarronería de tantos paisanos míos que alardean de descender de los reyes de Irlanda y poseer dominios en los que no cabría ni una piara de cerdos; siendo esto así, me veo obligado, para hacer honor a la verdad, a declarar abiertamente que mi familia fue la más noble de la isla, y aun es posible que del orbe entero. Es más, añadiré que su hacienda, hoy insignificante, y arrebatada que nos fue por guerras y traiciones, por la desidia y extravagancias de mis ancestros, y por fidelidad a la antigua fe y el viejo monarca, puedo aseguraros que en su día fue prodigiosa y que abarcaba muchos condados, en una época en que Irlanda era incomparablemente más próspera de lo que es hoy. No tendría reparo en estampar la corona irlandesa sobre mi escudo de armas, de no ser porque tanto ridículo petimetre ha usurpado esta distinción hasta que se ha vuelto muy vulgar.

¿Quién sabe, de no haber sido por culpa de una mujer, si actualmente no estaría yo portándola? Puedo imaginar la incredulidad del lector ante semejante suposición. Pero, a fin de cuentas, ¿y por qué no? Si un cabecilla audaz los hubiese guiado, en lugar de la caterva de pícaros y sinvergüenzas que se pusieron de hinojos ante Ricardo II, mis compatriotas podrían haberse convertido en hombres libres; hubiese bastado con que un solo valiente se atreviera a plantar al despreciable asesino que fue Oliver Cromwell, para que nos sacudiéramos para siempre el yugo de los ingleses. Pero haciendo frente al usurpador con las armas en la mano no hubo ningún Barry. Peor aún, ya que mi ancestro, Simon de Bary, llegó a estas tierras en el séquito del mentado monarca y se casó con la hija del rey de Munster, a cuyos hijos había masacrado en la batalla.

En tiempos de Oliver era ya demasiado tarde para que un Barry se hubiese lanzado al frente de sus tropas contra el cervecero homicida. Habíamos dejado de ser príncipes en aquellas tierras: nuestra desdichada raza había perdido todas sus posesiones un siglo antes, debido a la más vergonzosa de las traiciones. Sé de estos sucesos gracias a mi madre, a quien le oí referirlos en numerosas ocasiones, y con los que mandó ornar el árbol genealógico de ganchillo colgado en el salón amarillo de Barryville, donde vivíamos.

Las tierras irlandesas que hoy pertenecen a los Lyndon fueron propiedad de mi familia. Rory Barry de Barryogue fue su dueño en tiempos de la reina Isabel, y de paso de medio condado de Munster. Este Barry guerreaba constantemente con los O’Mahony. En esas estaban cuando un coronel inglés con su milicia cruzó por las tierras de Barry justo después de una violenta incursión de los O’Mahony, en la que estos habían robado una cantidad desmesurada de nuestros rebaños y manadas.

Aquel joven inglés, de nombre Roger Lyndon, Linden o Lyndaine, recibió de los Barry las más exquisitas muestras de hospitalidad, y al conocer los planes de invasión de las tierras de O’Mahony que en represalia albergaba su anfitrión, le ofreció su ayuda y la de sus lanceros, y con tanta eficiencia obró que los O’Mahony salieron derrotados, los Barry recuperaron todas sus pertenencias, y de paso —refieren los viejos anales— se hizo al menos con el doble en bienes y reses de los O’Mahony.

Como se acercaba el invierno, Barry insistió en que el joven soldado permaneciera en su residencia de Barryogue, lo que hizo durante varios meses, mientras sus hombres compartían alojamiento con los gallowglasses de Barry, como un solo hombre, en las chozas aledañas. Como suele ser costumbre en ellos, se mostraron con los irlandeses intolerablemente insolentes, a tal punto que no paraban de producirse riñas y asesinatos y que los lugareños juraron que se librarían de ellos.

El vástago de este Barry (de quien desciendo) era tan hostil a los ingleses como cualquier otro habitante de sus tierras, y al ver que se negaban a abandonarlas cuando tal se les ordenó, habló con sus amigos y juntos decidieron liquidarlos a todos y cada uno.

Pero en su trama admitieron a una mujer, que no era otra que la hija de Barry. Como se había enamorado del inglés Lyndon, le reveló los detalles de la operación, y los pérfidos ingleses evitaron su merecido castigo atacando por sorpresa a los irlandeses y matando a Phaudrig Barry, mi ancestro, y a cientos de sus hombres. La cruz que puede verse en Barrycross, cerca de Carrignadihioul, marca el lugar de la abominable masacre.

Lyndon se casó con la hija de Roderick Barry y reclamó las tierras que habían sido de su propiedad, y, aunque vivían los descendientes de Phaudrig —como hoy, verbigracia, en mi persona—, los tribunales ingleses cuyo dictamen fue requerido, como siempre ha sucedido cuando un litigio opone a ingleses e irlandeses, fallaron a favor del inglés.

Así pues, de no haber sido por la debilidad de una mujer, habría yo recibido en herencia esos mismos bienes y propiedades que con el tiempo acabaron siendo míos por propio mérito, como referiré. Pero prosigamos con la historia de mi familia.

Mi padre era muy conocido en los mejores ambientes de este reino, como asimismo en Irlanda, con el apodo de Roaring Harry Barry, el Algarero. Como tantos hijos de familias patricias, estaba destinado a la magistratura, por lo que fue colocado en un afamado bufete de Sackville Street, en la ciudad de Dublín. Indudablemente, por su talento y notables aptitudes para el estudio, hubiese podido desempeñarse brillantemente en su profesión, pero su marcado talante sociable y afición a los deportes, así como la extraordinaria gracia de sus modales, le permitieron aspirar a ambientes más refinados. Siendo apenas asistente de procurador, ya era dueño de siete caballos de carreras, y participaba regularmente en las partidas de caza de Kildare y Wicklow. Y fue él, montado en su caballo gris, Endimión, quien compitió en aquella famosa carrera con el capitán Punter, aún hoy recordada por los amantes de este deporte, que mandé reproducir en el espléndido cuadro que cuelga sobre la chimenea de mi comedor en el castillo de Lyndon. Al año siguiente tuvo el honor de montar de nuevo a Endimión ante Su difunta Majestad el rey Jorge II en Epsom Downs, lo que le valió la Copa y el interés de ese augusto soberano.

Aunque era el segundón de la familia, mi querido padre heredó de forma natural los bienes patrimoniales (a la sazón reducidos a una miserable renta de cuatrocientas libras anuales). Ello fue debido a que el primogénito de mi abuelo, Cornelius Barry (llamado «el chevalier Borgne», el caballero tuerto, por una herida recibida en Alemania), prefirió mantenerse fiel a la vieja religión profesada de antaño por nuestra familia, y no solo sirvió con honores en otros países, sino que también se distinguió en el bando contrario al de Su muy sacra Majestad el rey Jorge II, durante los lamentables disturbios escoceses del 45. Tendremos ocasión de conocer mejor al chevalier más adelante.

La conversión de mi padre he de agradecérsela a mi querida madre, la señorita Bell Brady, del castillo de Brady en el condado de Kerry, hija de Ulysses Brady, caballero y juez de paz. Fue la mujer más bella de todo Dublín en su época, al punto de que todos en esa ciudad la llamaban «la irresistible». Mi padre, al divisarla en una asamblea, quedó desde ese instante apasionadamente prendado de ella. Pero el alma de aquella mujer no consentía rebajarse a contraer matrimonio con un papista o un aprendiz de abogado, y fue así como por amor, también por respeto a las viejas leyes aún en vigor, mi querido padre ocupó el puesto de mi tío Cornelius y se hizo cargo de la hacienda familiar. No solo los embrujadores ojos de mi madre, sino también algunos personajes, miembros de las mejores familias, intervinieron en aquella feliz transformación: a menudo he oído contar a mi madre el divertido relato de la retractación de mi padre, solemnemente declarada en una taberna y en presencia de sir Dick Ringwood, lord Bagwig, el capitán Punter y otros dos o tres jóvenes galanes de la ciudad. Roaring Harry se embolsó aquella noche trescientos escudos jugando a la banca, y al día siguiente inició el proceso judicial contra su hermano. Huelga decir que su conversión enfrió las relaciones con mi tío Corney, quien de resultas se sumó a los rebeldes.

Levantado ya aquel ominoso obstáculo, milord Bagwig le dejó prestado su yate, a la sazón amarrado en Pigeon House, y la encantadora Bell Brady se dejó convencer de que había de huir con mi padre a Inglaterra, a pesar de la firme oposición de su familia a esta unión y de que sus enamorados (como le oí referir incontables veces) representasen el más nutrido, y además el más rico, contingente de todo el reino de Irlanda. La pareja contrajo matrimonio en el Savoy, y como mi abuelo falleció poco después, el caballero Harry Barry, tomó posesión de la herencia paterna, gracias a lo cual pudo hacer honor a nuestro ilustre apellido en Londres. Dejó herido al famoso conde Tiercelin detrás de Montague House, fue miembro de White’s y frecuentó todas las chocolaterías. Mi madre, por cierto, no le iba a la zaga. Al fin llegó el gran día: tras el triunfo ante Su sacra Majestad en Newmarket, mi padre casi acariciaba su inminente fortuna, pues el monarca le había prometido una generosa dotación, pero ¡ay!, de su destino iba a encargarse otro soberano, cuya voluntad no tolera desistimientos ni dilaciones: verbigracia, la Muerte, que arrebató a mi padre en las carreras de Chester, dejándome huérfano y desamparado. ¡Paz a sus restos! No fue un hombre sin tacha, ni mucho menos, y es cierto que dilapidó toda nuestra noble fortuna familiar, pero nadie supo tan admirablemente como él hacer a pluma y a pelo en una montería, lanzar los dados o lucir los seis caballos de su carruaje con la consumada elegancia de un hombre de mundo.

No sabría decir si a Su Majestad le afectó el repentino óbito de mi padre, aunque mi madre aseguraba que en aquella ocasión unas cuantas lágrimas bañaron las reales mejillas. El caso es que de poca cosa nos valieron, y la viuda y los acreedores solo hallaron en nuestra casa una bolsa con noventa guineas, que mi querida madre naturalmente se apropió, además de la vajilla de la familia y el guardarropa de mi padre y el suyo, objetos que metió en nuestro carruaje, en el que viajó hasta Holyhead, donde embarcó de vuelta a Irlanda. Con nosotros viajaron los restos de mi padre, en el más elegante féretro adornado con plumas negras de avestruz que mi madre pudo comprar. Y es que, si bien marido y mujer habían reñido frecuentemente, a la hora de enterrarlo su orgullosa viuda pasó página y le dio el funeral más grandioso que se hubiese visto en mucho tiempo, y mandó levantar en su memoria un monumento (que después hube yo de pagar) para proclamar que allí yacía el hombre más preclaro, intachable y afectuoso.

En el cumplimiento de tan triste deber conyugal, la viuda del fenecido caballero invirtió casi hasta la última guinea, y no cabe duda de que habría tenido que gastar mucho más si al menos hubiese liquidado la tercera parte de las deudas generadas por aquellas exequias. Por fortuna, los convecinos de nuestra vieja casa de Barryogue, aunque desaprobaban la conversión religiosa de mi padre, decidieron apoyar su causa y se mostraron dispuestos a liquidar a los «mudos» enviados desde Londres por el señor Plumer para acompañar los restos mortales. El hecho es que aquel monumento y la cripta en la iglesia, para mi desgracia, era todo lo que había quedado de mi rico legado, ya que mi padre había vendido hasta el último resalvo de nuestras tierras a un tal Notley, un procurador que nos recibió en su hogar, una vieja y miserable casucha, con las mayores muestras de frialdad.

Barry Lyndon: una novela de William M. Thackeray

William Makepeace Thackeray. (1811-1863) nació en Calcuta, hijo de una familia de funcionarios angloindios. A los cinco años, tras la muerte de su padre, se trasladó a Inglaterra donde más tarde estudiaría derecho en Cambridge, carrera que abandonaría para viajar por Europa como corresponsal de diversos periódicos. En 1836 se casó en París con Isabella Shawe. En 1844 publicó su primera novela, Barry Lyndon, de influencia dickensiana. En 1847 apareció El libro de los snobs, integrado por una serie de ensayos y dibujos en los que el autor caricaturizaba la hipocresía de la sociedad británica, y vio la luz por entregas su obra maestra, La feria de las vanidades, a la que seguirían obras como The History of Pendennis (1848-1850), La historia de Henry Esmond (1852), The Newcomes (1853-1855) y The Virginians (1857-1859).

Cine y Literatura
Película: Barry Lyndon

Barry Lyndon

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