Dos novelas de misterio

El legado de Maude Donegal. El hijo superviviente

Resumen del libro: "El legado de Maude Donegal. El hijo superviviente" de

En El legado de Maude Donegal, Clare, adoptada cuando tenía apenas dos años, recibe de improviso una llamada para comunicarle que ha heredado una propiedad en la escarpada costa de Maine. La misteriosa legataria resulta ser su abuela paterna biológica, de la que nunca hasta entonces había tenido noticia. Pero, muy pronto, lo que aguarda a Clare a su llegada a la pequeña localidad de Cardiff le hará desear no haber contestado jamás al teléfono…

El hijo superviviente es Stefan, que logró salvarse cuando su madre, una reconocida poeta, mató a su hermana antes de suicidarse. Años después de la tragedia, cuando su padre vuelve a casarse, comienza para la joven esposa una nueva pesadilla: voces en el viento, un pozo y un ciego e inexplicable magnetismo hacia el mismo lugar en el que en su día se extinguieron dos vidas…

En las dos novelas cortas incluidas en este volumen, Joyce Carol Oates, una de las grandes figuras de las letras estadounidenses contemporáneas, rinde un magistral homenaje al género gótico con su fascinante capacidad para adoptar las más diversas formas y tonos literarios. Su certera prosa, que logra que cualquier palabra parezca decisiva para el desenlace de la historia, nos deja siempre con la inquietante sospecha de que lo que sucede en realidad no es exactamente como lo percibimos. Y son esa intriga y ese terror los que nos atrapan sin remedio.

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1

En el oscuro y maloliente hueco debajo del fregadero. Detrás de las cañerías. Se ha hecho tan pequeña como para esconderse aquí.

Hebras de una telaraña rota se le adhieren a la piel. Los ojos anegados en lágrimas. La espalda encorvada como la de un pequeño mono. Los brazos rodeando con fuerza las rodillas encogidas contra su pequeño y plano pecho.

No es más que una niña, lo bastante pequeña como para salvarse. Lo bastante pequeña como para caber en la telaraña. Lo bastante lista como para saber que no debe llorar.

No debe respirar. Para que nadie pueda oírla.

Para que él no pueda oírla.

Se abre la puerta del escondrijo, divisa los pies de un hombre, sus piernas. Ella ve, y no ve, el brillo de algo oscuro y húmedo en las perneras del pantalón. Ella oye, y no oye, sus jadeos rápidos y entrecortados. Con una sonora y feroz risotada se agacha para mirar en el hueco. La ha descubierto. Su rostro es un borrón de lágrimas. Su boca se mueve y está hablando con ella, pero ella no oye las palabras. Entonces la puerta se cierra de nuevo y ella vuelve a estar sola.

De esta manera, queda decidido. Le es permitido vivir en la telaraña.

2

Suena el teléfono. De forma inesperada.

No su teléfono móvil, que Clare (es bastante probable) respondería sin pensárselo dos veces, sino el otro teléfono, el fijo, el que rara vez suena.

Solo unos segundos para decidir: ¿Debería descolgar el auricular?

Advierte que el identificador de llamada no reconoce ese número. Se imagina que debe de tratarse de una llamada robotizada.

Sin embargo, esta lluviosa mañana de abril, por curiosidad, o soledad, o desidia, descuelga el teléfono.

—¿Sí? ¿Diga?

Una de las conmociones de la vida de Clare.

Porque parece ser que la ha llamado un desconocido, que se presenta como un abogado de un bufete de Cardiff, Maine. Le anuncia que es la heredera de una persona de la que nunca ha oído hablar:

—Maude Donegal, de Cardiff, Maine. Su abuela.

—¿Disculpe? ¿Quién?

—Maude Donegal, la madre de su padre. Ha fallecido a la edad de ochenta y siete años…

No está segura de lo que está oyendo. Piensa que podría tratarse, que debe de tratarse, de una broma y su primera reacción es reírse.

—Pero si yo no tengo ninguna abuela que se llame así. No conozco a nadie con ese apellido. ¿Ha dicho Douglas?

—Donegal.

Una pausa, y la voz al otro lado de la línea prosigue, incorpórea y desprovista de emoción alguna, como la voz de un sueño:

—Pero Donegal es su apellido de nacimiento. ¿No lo sabía?

—¡Apellido de nacimiento! Y ¿dónde está ese sitio?

—Cardiff, Maine.

Clare nunca ha oído hablar de Cardiff, Maine. De eso está segura.

Ha vivido en Minesota durante gran parte de su vida, al principio en Saint Paul, y luego en Mineápolis. A una enorme distancia de Maine.

En los últimos años, Clare ha vivido en Chicago, Brooklyn, Filadelfia y Bryn Mawr (donde reside ahora). Todavía a una distancia considerable de Maine.

—¿Alguna pregunta?

—N… no…

—Espero no haberle dado un disgusto, señorita Seidel.

¡Claro que no! Solo ha provocado un rasgón en el tejido de mi vida.

Clare le agradece al abogado la llamada. La conversación termina. Ha estado demasiado distraída para preguntarle a Lucius Fischer cuál es el legado de Maude Donegal, cuánto dinero o cuántas propiedades, sea lo que sea. Ahora le da demasiada vergüenza como para llamarlo.

Él le ha pedido su dirección. Le enviará unos documentos por un servicio de mensajería UPS que llegarán el día siguiente por la tarde.

Además, incluirán, a petición de ellos mismos, el número de teléfono de los parientes de Donegal en Cardiff. Han manifestado su deseo de que, si Clare viaja hasta allí, ella se quede con ellos.

¡Parientes! Pero se trata de desconocidos, y Clare no puede imaginarse a sí misma quedándose con desconocidos.

Ella valora la soledad, su intimidad. Su actitud distante podría llegar a confundirse con la timidez, y sus reticencias, con secretismo. Ella no es una persona desconfiada por naturaleza, pero (desde luego) no es nada ingenua y, por eso, se pregunta si no habrá nada raro tras esta repentina «buena noticia».

Si se trata de algún tipo de artimaña, pronto lo averiguará: alguien querrá sacarle dinero.

Clare no está familiarizada con los testamentos, las herencias ni los «tribunales de sucesiones». Nunca en su vida ha sido beneficiaria del testamento de nadie; ni siquiera se le ha pasado por la cabeza que sus padres adoptivos la incluyeran (es bastante posible; es probable) en sus últimas voluntades, ya que es su única hija y quizá su única heredera…

La llamada del abogado la pilló tan desprevenida que se le pasó lamentar el fallecimiento de Maude Donegal. Teme haber olvidado el nombre. No, aquí lo tiene anotado: «Maude Donegal».

Qué insensible ha debido de parecerle a Lucius Fischer, casi indiferente ante la muerte de su abuela.

¡Pero ella no es mi abuela! No tengo abuelas.

Los abuelos (adoptivos) de Clare ya no viven. Y, cuando vivían, no pintaban mucho en su vida.

Qué extraña le parece a Clare semejante sintaxis: los abuelos ya no viven. Como si no-vivir fuera algo que los abuelos estuvieran haciendo en la actualidad.

Clare había sentido envidia de sus compañeros de clase cuando se ponían contentos al hablar de sus abuelos. Dándolos totalmente por sentado: abuela, abuelo. ¿Qué significaban esas tiernas palabras para ser exactos? Ni los padres de su madre ni los de su padre, que ya eran ancianos en el momento de la adopción, se habían encariñado mucho con su nieta, al parecer.

Clare apenas los recordaba. Unos extraños, que miraban como por encima de un abismo a la diminuta y callada niña adoptada.

(Ay, ¿había sido callada Clare? Seguro que no. No la mayor parte del tiempo. Solo recuerda, de una manera vaga, algo…).

(Una especie de red, o telaraña, que le cubría la boca. Unos hilos pegajosos en los labios, enredados en las pestañas. Respira, con jadeos estremecedores, inhala con espanto la telaraña rota en sus fosas nasales).

Clare apenas recuerda nada en absoluto. Eso es un hecho.

Era demasiado pequeña por aquel entonces como para darse cuenta de que, si sus padres hubieran podido tener hijos, lo más probable es que —bueno, es lo más seguro— no la hubieran adoptado. Su amor por ella, su absoluto interés en ella, nunca habría surgido si hubieran tenido hijos propios.

En la clase de biología del instituto, Clare aprendió que el ADN lo es todo. Las personas se preocupan por los suyos, por los descendientes que llevan su mismo ADN. En muchas especies, los machos son propensos a destruir la descendencia de otros machos, apareándose con las madres para replicar su propio ADN. Una madre desesperada puede intentar esconder a su cachorro de un depredador macho, pero, una vez que está en celo, se ve obligada a aparearse con el macho empeñado en aniquilar a sus crías para dar paso a las suyas.

Obligada a aparearse. ¿Por qué?

Quizá los padres de sus padres no se habían encariñado con su nieta (adoptiva) por esa razón. Clare no era uno de los suyos.

Pero qué antinatural debe de ser, entonces, para los padres biológicos rechazar a sus crías…

He ahí el misterio. A Clare no le había gustado estudiarlo.

Ahora, con los treinta ya cumplidos, se considera demasiado vieja, es decir, no lo bastante joven, ingenua y esperanzada, como para preocuparse de verdad por los padres biológicos y sus antepasados.

¿Para qué arriesgarse a ser lastimada (otra vez)? Aunque nunca ha reconocido del todo haber sido herida alguna vez.

Busca Cardiff, Maine, en una guía de mapas de carreteras. Muy cerca del océano Atlántico. Las poblaciones vecinas de Belfast y Fife sugieren que esta parte (oriental) de Maine fue una vez un asentamiento escocés. Se pregunta si sus antepasados (paternos) eran escoceses, o irlandeses. Hasta esa mañana había pensado más bien poco en sus ancestros.

(Aunque es innegable que ha sentido una pizca de interés por la historia celta: el arte y la música. Al escuchar, por casualidad, una balada irlandesa en el canal NPR mientras conducía hacia algún lugar, se quedó tan abrumada, con una sensación de pérdida y nostalgia, que casi tuvo que detenerse en el arcén de la autopista… En cuanto detecta un acento escocés o irlandés, por muy leve que sea, se queda fascinada de inmediato).

Pero ¿por qué deberían importar las raíces? La persona adoptada sabe que solo importa de verdad el aquí y ahora.

Clare advierte que Cardiff no es una de las poblaciones más grandes de Maine. Solo diecinueve mil habitantes. A veintisiete kilómetros al norte de Eddington, en la costa, que asoma, tan serrada como un cuchillo.

Resulta extraño imaginarse que pueda ser de allí: un mero puntito en un mapa.

Pero, bueno, todos hemos de ser de alguna parte.

Clare se reprende: no te hagas ilusiones. No cedas a las expectativas. La esperanza es esa cosa con plumas, advirtió el poeta. Y es fácil de herir, pues es vulnerable.

Nunca ha querido creer en el determinismo genético («el destino»). Como persona con estudios, como hija de profesionales de la educación, opina que, en esencia, es el ambiente el que le da forma al yo.

La gente, los lugares. La calidad de vida, la educación. El aire que respiramos ¿es limpio o está contaminado? Nuestro entorno inmediato, el que nos rodea: eso es lo que de verdad importa.

En eso Clare ha tenido suerte. El sentir general es que los niños adoptados tienen suerte. Arrancados de la oscuridad, elegidos y, por lo tanto, queridos. Ella ha recibido una buena educación, nunca ha pasado hambre ni ha temido por su vida. (¿Nunca? No, que ella recuerde). Y ahora vive en un bonito apartamento de alquiler de una habitación a pocos pasos del prestigioso Instituto de Investigación de Humanidades de Bryn Mawr, donde cuenta con una beca de posgrado para estudiar la Historia de la Fotografía en el siglo XIX.

Su trabajo, que consiste en revisar los magníficos archivos fotográficos del Museo de Arte de Filadelfia, es autónomo del todo. La política del instituto permite a sus investigadores trabajar en soledad, en la intimidad, durante años, sin tener que rendir cuentas a nadie.

Podrías morir, ha llegado a pensar Clare con desconcierto, y el instituto tardaría meses en enterarse. Tal libertad de investigación resulta emocionante, aunque también perturbadora. El pensamiento «Podrías morir de soledad» ha llegado a rondar la mente de Clare.

Está demasiado alterada para trabajar hoy. Mira las diapositivas en la sala de lectura del archivo, con los techos altos del museo, y prepara notas a pie de página en el portátil; Clare está demasiado dispersa. En cambio, pasa horas en casa, navegando por internet para investigar el este de Maine, la rocosa costa atlántica, el histórico asentamiento del siglo XVIII de Cardiff.

Aparecen distinguidos artistas (masculinos) asociados con Maine: Winslow Homer, Rockwell Kent, George Bellows, Frederic Church… Lo más seguro es que haya también mujeres artistas con talento cuyo trabajo haya sido pasado por alto e infravalorado.

Las mujeres artistas casi nunca sobreviven a su generación, con independencia de su talento y originalidad. Dan igual los premios que reciban sus obras; ni siquiera importa con qué artistas masculinos han tenido algún tipo de relación. En cuanto mueren, su obra comienza a desvanecerse y morir. Clare condena la injusticia y está decidida a ayudar a remediarla.

En Maine, se embarcará en un nuevo proyecto. Quizá.

Beneficiaria. Herencia. Abuela… Donegal. La voz de barítono profundo del abogado de Cardiff resuena en sus oídos, seductora.

Clare desearía poder compartir las buenas noticias con alguien. Pero no tiene ningún amigo ideal aquí, en Bryn Mawr. Siempre ha sido cautelosa a la hora de hablar a pecho descubierto con otra persona, sea quien sea, incluso con un amante. Sobre todo, con un amante.

La intimidad con otro nos induce a revelar… demasiado. Sin nada de ropa, somos vulnerables. Una vez que se comparte un secreto, nunca se puede recuperar.

Además, Clare no le ha contado nunca a nadie que es adoptada. Ese es su secreto. Así que ahora no puede compartir con nadie la felicidad que siente de ser una heredera.

Es la prueba de que le importó a alguien. A una abuela.

Pero ¿por qué esperó tanto para reconocerte esta abuela tuya, Clare?…

¿Y qué hay de tus padres (biológicos)? ¿Están vivos? ¿Intentarás contactar con ellos?

Preguntas que Clare no tiene ningunas ganas de oír. Ninguna idea de cómo responder.

Intenta concentrarse en la pantalla del ordenador. Navega por una página web dedicada a Winslow Homer de Maine. Tiene la mente dispersa por un bombardeo de pensamientos indiscriminados…

En un par de días podrías conocerlos. Sea lo que sea lo que te espere en Cardiff.

Clare ha intentado no pensar en ellos, ni en su madre ni en su padre. Ni siquiera de niña se lo permitía. Supuso que ninguno de los dos estaba vivo, porque, de lo contrario, ¿por qué iban a entregar a su hija de dos años y nueve meses a unos extraños?

Nadie haría algo así de forma voluntaria. Una chica o una mujer soltera podrían entregar a un bebé por desesperación, pero entregar a un niño pequeño es algo muy diferente.

Sí, pero podría ser que te hubieran vendido. Que no solo no te quisieran, sino que quisieran ganar dinero a tu costa.

Imposible. ¡Ridículo! Clare jamás se creería eso.

Y ahora, después de descubrir que la madre de su padre le ha dejado una herencia, que los Donegal no estaban en la miseria…

De pequeña, Clare había conocido a niños que eran adoptados. En el colegio y en el instituto. Le asombraba que algo tan íntimo, algo tan vergonzoso, pudiera compartirse con nadie más. Una de sus compañeras de habitación de la universidad se obsesionó (hasta la exasperación) con buscar a su madre biológica. (Clare no alentó esa búsqueda y no empatizó con su compañera cuando la misteriosa madre biológica resultó ser una decepción). Ni siquiera con estas chicas se confesó Clare. Nunca hizo ningún esfuerzo para explorar el proceso legal de buscar a sus padres biológicos/de nacimiento.

Cuando eres adoptada, mejor no preguntar por qué.

El mismo hecho de saber que eres adoptada es la respuesta a cualquier pregunta que puedas hacerte sobre tu adopción.

***

¡Suena el teléfono! Esta vez Clare comprueba el identificador de llamadas antes de responder de manera impulsiva.

Advierte, con consternación, que está llamando un amigo —un amigo (masculino), no (aún no) un amante, sino una (en apariencia) perspectiva romántica— con quien había hecho planes, ahora cae en la cuenta, para cenar en Filadelfia esa noche. Su amigo es un compañero de posdoctorado del instituto cuya investigación lo ha llevado a la biblioteca pública de Filadelfia. Hasta ayer, Clare esperaba con ansias esta velada y se habría decepcionado mucho si su amigo hubiese cancelado la cita; ahora se le ha olvidado por completo y tendrá que inventarse una excusa creíble para no quedar con él en el restaurante.

¡Lo siento, Joshua! Esperaba tener un momento para llamarte…, pero me ha surgido un imprevisto, una emergencia familiar… Debo estar fuera un tiempo; no puedo evitarlo.

El legado de Maude Donegal. El hijo superviviente – Joyce Carol Oates

Joyce Carol Oates. Escritora americana, se licenció en Lengua y Literatura Inglesa por la Universidad de Syracuse, consiguiendo más tarde un doctorado en la Universidad de Rice, y obtuvo un master en la de Wisconsin-Madison.

Oates publicó su primera novela en 1964, y fue profesora en la Universidad de Detroit. Marchó a Canadá, en donde también fue profesora, esta vez en la Universidad de Windsor, en Ontario, y allí fundó junto a su marido, también profesor universitario, una editorial. En 1978, Oates regresó a Estados Unidos, ejerciendo como profesora de Escritura Creativa en la Universidad de Princeton. En 1970, obtuvo el Nacional Book Award, y es miembro de la Academia Americana de las Artes y las Letras.

Es autora de cuentos, relatos cortos, teatro, ensayos, poemas, libros juveniles e infantiles y especialmente novelas, algunas de las cuales las ha firmado con los seudónimos de Rosamond Smith y Lauren Kelly.

De entre su obra habría que destacar títulos como Qué fue de los Mulvaney, Monstruo de ojos verdes, La hija del sepulturero, Bestias o Una hermosa doncella, entre otros.

Su nombre ha sido propuesto en varias ocasiones para el Nobel de literatura y también llegó a ser finalista del Pulitzer en 1992 por su obra Agua Negra.