El libro del día del Juicio Final

Resumen del libro: "El libro del día del Juicio Final" de

«El libro del día del Juicio Final» es una novela escrita por Connie Willis en 1992, que ha recibido reconocimiento y premios como el Nébula de 1992, así como los premios Hugo y Locus de 1993.

La historia forma parte de la serie «Los Historiadores de Oxford», junto con otras obras de Willis como «Por no mencionar al perro», «El apagón» y «Cese de alerta».

La trama sigue a Kivrin, una estudiante de historia de la Universidad de Oxford en el año 2054. Su misión es viajar en el tiempo al siglo XIV, específicamente al período de la peste negra, con el propósito de estudiar la vida en la Edad Media. Kivrin documenta su viaje en un diario al que nombra «El libro del día del Juicio Final», haciendo referencia al Domesday Book, un censo ordenado por el rey Guillermo I de Inglaterra y completado en 1086.

No obstante, las cosas no salen según lo planeado, y Kivrin se ve atrapada en el siglo XIV. Sus compañeros intentan rescatarla, pero se enfrentan a diversos obstáculos, como una epidemia de una enfermedad desconocida.

A través de esta cautivadora historia, Connie Willis explora magistralmente temas atemporales como la enfermedad, el sufrimiento y la incansable voluntad del espíritu humano. La novela presenta una emocionante combinación de viajes en el tiempo, historia y elementos de ciencia ficción, manteniendo a los lectores en vilo mientras Kivrin lucha por sobrevivir y regresar a su tiempo.

Libro Impreso EPUB Audiolibro

A Laura y Cordelia,
mis Kivrins

Agradecimientos

Mi agradecimiento especial al bibliotecario jefe Jamie LaRue y al resto del personal de la Biblioteca Pública de Greeley, por su continua y valiosa ayuda.

Y mi eterna gratitud a Sheila y Kelly y Frazier y Cee, y sobre todo a Marta, las amigas a quienes quiero.

Y para que las cosas que deben ser recordadas no perezcan con el tiempo y desaparezcan de la memoria de quienes nos sucedan, yo, al ver tantos males y a todo el mundo al alcance del Maligno, como si ya estuviera entre los muertos, yo, que espero a la muerte, he puesto por escrito todas las cosas que he presenciado.

Y para que lo escrito no fenezca con el escritor y la obra desaparezca con el artífice, dejo notas para que se continúe este trabajo, por si algún hombre sobrevive y algún miembro de la raza de Adán escapa a esta pestilencia y retoma el trabajo que he comenzado…

Hermano JOHN CLYN (1349)

LIBRO PRIMERO

Un campanero no necesita fuerza, sino habilidad para llevar el tiempo… Debes guardar estas dos cosas en tu mente y retenerlas allí para siempre: campanas y tiempo, campanas y tiempo.

RONALD BLYTHE,
Akenfield

1

El señor Dunworthy abrió la puerta del laboratorio y las gafas se le empañaron al instante.

—¿Llego demasiado tarde? —preguntó, tras quitárselas y mirar a Mary.

—Cierra la puerta —respondió ella—. No puedo oírte con esos horribles villancicos.

Dunworthy cerró la puerta, pero eso no apagó por completo el sonido del Adeste fideles que se filtraba desde el patio.

—¿Llego demasiado tarde? —repitió.

Mary sacudió la cabeza.

—Solo te has perdido el discurso de Gilchrist. —Se echó atrás en el asiento para que Dunworthy pudiera pasar a la estrecha zona de observación. Se había quitado el abrigo y el sombrero de lana y los había colocado sobre la otra única silla existente, junto con una gran bolsa de la compra repleta de paquetes. Su pelo gris estaba revuelto, como si hubiera intentado arreglarlo después de haberse quitado el sombrero—. Un discurso muy largo sobre el primer viaje en el tiempo de Medieval y de cómo la facultad de Brasenose ocuparía el destacado lugar que se merece en la historia. ¿Sigue lloviendo?

—Sí —contestó él, mientras frotaba las gafas con la bufanda. Se enganchó las patillas de alambre en las orejas y subió a la partición de fino-cristal para contemplar la red. En el centro del laboratorio había una carreta aplastada rodeada de cofres volcados y cajas de madera. Sobre ellos colgaban los escudos protectores de la red, envueltos como un paracaídas de seda.

Latimer, el tutor de Kivrin, con aspecto más avejentado y enfermizo que de costumbre, se encontraba junto a uno de los cofres. Montoya se hallaba junto a la consola, vestida con vaqueros y una chaqueta de terrorista, mirando con impaciencia el digital de su muñeca. Badri estaba sentado delante de la consola, tecleando algo y mirando las pantallas con el ceño fruncido.

—¿Dónde está Kivrin? —preguntó Dunworthy.

—No la he visto —dijo Mary—. Ven y siéntate. El lanzamiento no está previsto hasta mediodía, y no creo que la tengan preparada para entonces. Sobre todo si Gilchrist pronuncia otro discurso.

Colgó el abrigo en el respaldo de su silla y colocó la bolsa de la compra llena de paquetes en el suelo, junto a sus pies.

—Espero que esto no dure todo el día. Tengo que recoger a mi sobrino nieto Colin en la estación de metro a las tres.

Rebuscó en la bolsa.

—Mi sobrina Deirdre va a pasar las vacaciones en Kent y me pidió que cuidara de él. Espero que no llueva todo el tiempo que esté aquí —dijo, sin dejar de buscar—. Tiene doce años, es un niño simpático y muy inteligente, aunque tiene un vocabulario retorcido. Para él todo es necrótico o apocalíptico. Y Deirdre le deja tomar demasiados dulces.

Continuó rebuscando en la bolsa de la compra.

—Le compré esto para Navidad. —Sacó una caja alargada con franjas rojas y verdes—. Esperaba poder terminar mis compras antes de venir, pero llovía, y solo soporto esa horrible música de carillón de High Street a intervalos cortos.

Abrió la caja y desplegó el papel de seda.

—No tengo ni idea de qué ropa les gusta a los chicos de doce años hoy en día, pero las bufandas siempre se llevan, ¿no crees, James? ¿James?

Él se volvió.

—¿Qué? —Había estado contemplando abstraído las pantallas.

—Decía que las bufandas son siempre un buen regalo de Navidad para los chavales, ¿no crees?

Él miró la bufanda que ella le tendía para que la inspeccionara. Era de lana gris oscura, a cuadros. De niño no se la hubiera puesto ni que lo hubiesen matado, y eso había sido cincuenta años atrás.

—Sí —dijo, y se volvió hacia el fino-cristal.

—¿Qué pasa, James? ¿Algo va mal?

Latimer cogió un pequeño cofre con cierres de metal, y luego miró alrededor, como si hubiera olvidado qué pretendía hacer con él. Montoya miró impaciente su digital.

—¿Dónde está Gilchrist? —dijo Dunworthy.

—Se fue por allí —contestó Mary, señalando la puerta al otro lado de la red—. Disertó sobre el lugar de Medieval en la historia, habló con Kivrin un momento, los técnicos hicieron algunas pruebas, y luego Gilchrist y Kivrin se fueron por esa puerta. Supongo que todavía estará ahí dentro con ella, preparándola.

—Preparándola —murmuró Dunworthy.

—James, ven y siéntate, y dime qué va mal —dijo ella, guardando la bufanda en su caja y metiéndolo todo en la bolsa—. ¿Dónde has estado? Esperaba que estuvieras aquí cuando llegué. Después de todo, Kivrin es tu alumna preferida.

—Intentaba localizar al rector de la Facultad de Historia —dijo Dunworthy, mirando las pantallas.

—¿Basingame? Creía que estaba de vacaciones.

—Lo está, y Gilchrist consiguió que lo nombraran rector en funciones en su ausencia para poder abrir la Edad Media a los viajes en el tiempo. Rescindió el baremo protector de diez y asignó arbitrariamente otros baremos a cada siglo. ¿Sabes qué ha asignado al siglo XIV? Un seis. ¡Un seis! Si Basingame hubiese estado aquí, nunca lo habría permitido. Pero está ilocalizable —miró esperanzado a Mary—. No sabes dónde se encuentra, ¿verdad?

—No. En alguna parte de Escocia, creo.

—En alguna parte de Escocia —repitió él amargamente—. Y mientras tanto, Gilchrist piensa enviar a Kivrin a un siglo que es claramente un diez, un siglo en el que se sufría escrófula y peste, y en el que quemaron a Juana de Arco.

Miró a Badri, que ahora hablaba al oído de la consola.

—Dijiste que Badri había hecho pruebas. ¿Cuáles fueron? ¿Una comprobación de coordenadas? ¿Una proyección de campo?

—No lo sé. —Ella señaló vagamente a las pantallas, con sus matrices y columnas de cifras en cambio constante—. Solo soy doctora, no técnica. Me pareció reconocer al técnico. Es de Balliol, ¿no?

Dunworthy asintió.

—El mejor técnico que tiene Balliol —dijo, observando a Badri, que pulsaba las teclas de la consola una a una y observaba atentamente las lecturas cambiantes—. Todos los técnicos del New College estaban de vacaciones. Gilchrist pensaba usar un aprendiz de primero que nunca había dirigido un lanzamiento tripulado. ¡Un aprendiz de primero para un remoto! Lo convencí para que empleara a Badri. Si no puedo impedir este lanzamiento, al menos que lo dirija un técnico competente.

Badri miró la pantalla con el ceño fruncido, sacó un medidor de su bolsillo y se dirigió a la carreta.

—¡Badri! —llamó Dunworthy.

Badri no dio muestra alguna de haberle oído. Rodeó el perímetro de las cajas y cofres, mirando el medidor. Desplazó una de las cajas ligeramente a la izquierda.

—No te oye —dijo Mary.

—¡Badri! —gritó él—. Necesito hablar contigo.

Mary se levantó.

—No te oye, James. La mampara es a prueba de sonidos.

Badri dijo algo a Latimer, quien todavía sostenía el cofre con cierres de metal. Parecía asombrado. Badri le quitó el cofre y lo colocó sobre la marca de tiza.

Dunworthy buscó un micrófono. No vio ninguno.

—¿Cómo oíste el discurso de Gilchrist? —preguntó a Mary.

—Gilchrist pulsó un botón ahí dentro —dijo ella, señalando un panel junto a la red.

Badri había vuelto a sentarse ante la consola y hablaba a su oído. Los escudos de la red empezaron a descender. Badri dijo algo más, y volvieron a donde estaban antes.

—Le pedí a Badri que volviera a comprobarlo todo: la red, los cálculos del aprendiz, todo —dijo Dunworthy—. Y que abortara inmediatamente el lanzamiento si detectaba algún error, a pesar de lo que dijera Gilchrist.

—Pero supongo que Gilchrist no pondrá en peligro la seguridad de Kivrin —protestó Mary—. Me dijo que había tomado todas las precauciones…

—¡Todas las precauciones! No ha realizado pruebas de reconocimiento ni comprobaciones de parámetros. Hicimos dos años de lanzamientos no tripulados al siglo XX antes de enviar a nadie. Él no ha hecho ninguno. Badri le dijo que debería retrasar el lanzamiento hasta que pudiera hacer al menos uno, y en vez de eso lo adelantó dos días. Ese tipo es un incompetente total.

—Pero explicó por qué el lanzamiento tenía que ser hoy —alegó Mary—. Dijo que los habitantes del siglo XIV no prestaban atención a las fechas, excepto a las siembras y las cosechas y los días festivos de la Iglesia. Dijo que la concentración de días sagrados era mayor en Navidad, y por eso Medieval ha decidido enviar a Kivrin ahora, para que pueda utilizar los días de Adviento para determinar su localización temporal y asegurarse de estar en el lugar de recogida el 28 de diciembre.

—Enviarla ahora no tiene nada que ver con el Adviento ni las festividades —protestó él, observando a Badri. Volvía a pulsar una tecla cada vez, con el ceño fruncido—. Podría enviarla la semana que viene y usar la Epifanía para la cita de encuentro. Podría hacer lanzamientos no tripulados durante seis meses y luego enviarla haciendo un bucle. Gilchrist la envía ahora porque Basingame está de vacaciones y no se encuentra aquí para detenerlo.

—Oh, cielos —suspiró Mary—. Ya me parecía a mí demasiada prisa. Cuando le pregunté cuánto tiempo tendría que estar Kivrin en el hospital, intentó convencerme de que no sería necesario internarla. Tuve que explicarle que las vacunas necesitaban un tiempo para hacer efecto.

—Un encuentro el 28 de diciembre —dijo Dunworthy con amargura—. ¿Te das cuenta de qué festividad es? La celebración de la matanza de los Santos Inocentes. Cosa que, dada la manera en que se está dirigiendo este lanzamiento, puede ser completamente apropiada.

—¿Por qué no lo detienes? —dijo Mary—. Puedes prohibir a Kivrin que vaya, ¿no? Eres su tutor.

—No. No lo soy. Ella es estudiante en Brasenose. Su tutor es Latimer —señaló en dirección a Latimer, quien había vuelto a coger el cofre y lo contemplaba, ausente—. Vino a Balliol y me pidió que fuera su tutor extraoficialmente.

Se volvió y observó el fino-cristal, sin verlo.

—Entonces le dije que no podía ir.

Kivrin había ido a verle cuando era estudiante de primer curso.

—Quiero viajar a la Edad Media —le había dicho. Ni siquiera llegaba al metro y medio de altura, y llevaba el cabello rubio recogido en trenzas. No parecía tener edad suficiente para cruzar la calle sola.

—No puedes —le dijo él, su primer error. Tendría que haberla enviado de vuelta a Medieval, decirle que tratara el tema con su tutor—. La Edad Media está cerrada. Tiene un baremo de diez.

—Un diez prohibitivo que según el señor Gilchrist no se merece —replicó Kivrin—. Dice que ese baremo no se aguantaría con un análisis año por año. Se basa en la tasa de mortalidad de los contemporáneos, que se debía sobre todo a la mala nutrición y a la falta de apoyo médico. Ese baremo no sería tan alto para un historiador que hubiera sido vacunado contra las enfermedades. El señor Gilchrist piensa pedir a la Facultad de Historia que vuelva a evaluar el baremo y abran parte del siglo XIV.

—No puedo concebir que la Facultad de Historia abra un siglo que no solo tenía la peste negra y el cólera, sino la guerra de los Cien Años también —dijo Dunworthy.

—Pero podrían hacerlo, y en ese caso, quiero ir.

—Imposible —dijo él—. Aunque se abra, Medieval no enviaría a una mujer. Una mujer sola era algo inaudito en el siglo XIV. Solo las mujeres de las clases inferiores iban sin compañía, y eran presa fácil para cualquier hombre o bestia que se encontraran en el camino. Las mujeres de la nobleza e incluso de la emergente clase media iban constantemente en compañía de sus padres, maridos o criados, normalmente los tres a la vez. Además, aunque no fueras mujer, todavía no te has graduado. El siglo XIV es demasiado peligroso para que Medieval considere enviar a un estudiante. Enviarían a un historiador experimentado.

—No es más peligroso que el siglo XX —objetó Kivrin—. Gas mostaza, accidentes de coche y otras minucias. Al menos no me tirarán una bomba encima. ¿Y quién tiene experiencia en historia medieval? Nadie tiene experiencia de campo, y sus historiadores del siglo XX aquí en Balliol no saben nada acerca de la Edad Media. Nadie sabe nada. Apenas hay archivos, excepto de los registros de las parroquias y las listas de impuestos, y nadie sabe cómo se vivía. Por eso quiero ir. Quiero averiguar datos acerca de ellos: cómo vivían, cómo eran. ¿No querrá ayudarme, por favor?

—Me temo que tendrás que hablar con Medieval —dijo él por fin, pero ya era demasiado tarde.

—Ya he hablado con ellos. Tampoco saben nada sobre la Edad Media. Quiero decir nada práctico. El señor Latimer me está enseñando inglés medieval, pero todo se reduce a inflexiones pronominales y cambios vocálicos. No me ha enseñado a decir nada.

Se inclinó sobre la mesa de Dunworthy.

—Necesito aprender el idioma y las costumbres, y el dinero y los modales en la mesa y todas esas cosas. ¿Sabe que no usaban platos? Usaban obleas de pan planas llamadas manchets, y cuando terminaban la comida, las rompían en pedacitos y se las comían. Necesito que alguien me enseñe cosas como esas, para no cometer errores.

—Soy historiador del siglo XX, no medieval. Hace cuarenta años que no estudio la Edad Media.

—Pero sabe el tipo de cosas que necesito. Puedo estudiarlas y aprenderlas, si me dice cuáles son.

—¿Qué hay de Gilchrist? —apuntó él, aunque consideraba a Gilchrist un idiota presuntuoso.

—Está trabajando en la reevaluación del baremo y no tiene tiempo.

«¿Y de qué le servirá la reevaluación si no tiene historiadores que enviar?», pensó Dunworthy.

—¿Y la profesora visitante americana, Montoya? Está trabajando en la excavación medieval cerca de Witney, ¿no? Debe de saber algo acerca de las costumbres de la época.

—La señora Montoya tampoco tiene tiempo, está demasiado ocupada tratando de reclutar gente para trabajar en la excavación de Skendgate. ¿No lo comprende? Todos son inútiles. Usted es el único que puede ayudarme.

Dunworthy tendría que haber dicho que todos eran miembros de la facultad de Brasenose y él no, pero en cambio se sintió maliciosamente halagado al oírle decir lo que siempre había pensado, que Latimer era un viejo chocho y Montoya una arqueóloga frustrada, que Gilchrist era incapaz de formar historiadores. Estaba ansioso por utilizarla para demostrar a Medieval cómo había que hacer las cosas.

—Te asignaremos un intérprete —decidió—. Y quiero que aprendas latín eclesiástico, francés normando y alemán antiguo, además del inglés medieval de Latimer.

Ella sacó inmediatamente un lápiz y un cuaderno de ejercicios de su bolsillo y empezó a hacer una lista.

—Necesitarás experiencia práctica en agricultura… ordeñar una vaca, recoger huevos, plantar verduras —prosiguió él, contando con los dedos—. Tendrías que llevar el pelo más largo; toma corticoides. Deberás aprender a tejer con un huso, no con un telar. El telar no se había inventado todavía. Y también tendrás que aprender a montar a caballo.

Se detuvo, recuperando por fin la cordura.

—¿Sabes lo que tienes que aprender? —dijo, observándola, inclinado ansiosamente sobre la lista que ella garabateaba, las trenzas colgando sobre sus hombros—. Cómo tratar llagas abiertas y heridas infectadas, cómo preparar el cadáver de un niño para enterrarlo, cómo cavar una tumba. La tasa de mortalidad seguirá valiendo diez, aunque Gilchrist consiga que cambien el baremo. La esperanza media de vida en 1300 era de treinta y ocho años. No tienes nada que hacer allí.

Kivrin alzó la cabeza, con el lápiz sobre el papel.

—¿Dónde puedo ir a buscar cadáveres? —preguntó ansiosamente—. ¿Al depósito? ¿O debo acudir a la doctora Ahrens en el hospital?

—Le dije que no podía ir —suspiró Dunworthy, todavía contemplando el cristal—, pero no quiso escucharme.

—Lo sé —asintió Mary—. A mí tampoco me hizo caso.

Dunworthy se sentó junto a ella, incómodo. La lluvia y la búsqueda de Basingame habían agravado su artritis. Todavía llevaba el abrigo puesto. Se lo quitó, junto con la bufanda que le colgaba del cuello.

—Quise cauterizarle la nariz —dijo Mary—. Le advertí que los olores del siglo XIV podrían ser completamente incapacitadores, que en la actualidad no estamos acostumbrados a los excrementos, a la carne podrida ni a la descomposición. Le dije que las náuseas interferirían de forma significativa con su habilidad para actuar.

—Pero no quiso escucharte —dijo Dunworthy.

—No.

—Intenté explicarle que la Edad Media era peligrosa y que Gilchrist no estaba tomando suficientes precauciones, y ella me aseguró que me estaba preocupando por nada.

—Quizá sea así —contestó Mary—. Después de todo, es Badri quien dirige el lanzamiento, no Gilchrist, y le ordenaste que lo abortara si detectaba algún error.

—Sí —dijo él, observando a Badri a través del cristal. Volvía a teclear, una tecla cada vez, los ojos fijos en las pantallas. Badri no era solo el mejor técnico de Balliol, sino de la universidad entera. Y había dirigido docenas de lanzamientos remotos.

—Y Kivrin está bien preparada —añadió Mary—. Tú has sido su tutor, y yo he pasado el último mes en el hospital preparándola físicamente. Está protegida contra el cólera, el tifus y todas las demás enfermedades que existían en 1320; por cierto, la peste que temías no es una de ellas. No hubo ningún caso en Inglaterra hasta que llegó la peste negra en 1348. Le he extirpado el apéndice y aumentado su sistema inmunológico. Le he suministrado antivirales en todo el espectro y le he impartido un curso acelerado de medicina medieval. Además, ha trabajado un montón por su cuenta. Estudió hierbas medicinales mientras estuvo en el hospital.

—Lo sé —asintió Dunworthy. Ella había pasado las últimas vacaciones de Navidad memorizando misas en latín y aprendiendo a tejer y bordar, y él le había enseñado todo lo que pudo imaginar. Pero ¿bastaría eso para protegerla de ser arrollada por un caballo, o violada por un caballero borracho que volviera a casa de las cruzadas? En 1320 todavía quemaban a gente en la hoguera. No existía ninguna vacuna para protegerla de eso, ni de que alguien la viera aparecer y decidiera que era una bruja.

Contempló de nuevo el fino-cristal. Latimer alzó el cofre por tercera vez y lo soltó. Montoya consultó de nuevo su reloj. El técnico pulsaba las teclas y fruncía el ceño.

—Tendría que haberme negado a ser su tutor —dijo él—. Solo lo hice para demostrarle a Gilchrist lo incompetente que es.

—Tonterías. Lo hiciste porque ella es Kivrin. Eres tú de nuevo: inteligente, llena de recursos, decidida.

—Yo nunca fui tan insensato.

—Ya lo creo. Aún recuerdo la época en que no podías esperar viajar a los bombardeos de Londres para que te cayeran las bombas encima de la cabeza. Y me parece recordar cierto incidente relacionado con el viejo Bodleian…

La puerta de la habitación de preparativos se abrió, y Kivrin y Gilchrist salieron de la estancia. Kivrin se levantó la larga falda mientras pasaba por encima de las cajas dispersas. Llevaba la capa con el forro blanco de pelo de conejo y la brillante saya azul que había ido a enseñarle el día anterior. Le había dicho que la capa era tejida a mano. Parecía una vieja manta de lana que alguien le hubiera echado sobre los hombros, y las mangas de la saya le venían demasiado largas. Casi le cubrían las manos. Su cabello largo y rubio quedaba recogido por un rodete y le caía sobre los hombros. Seguía sin parecer lo bastante mayor para cruzar la calle sola.

Dunworthy se levantó, dispuesto a golpear de nuevo el cristal en cuanto ella mirara en su dirección, pero Kivrin se detuvo en mitad del desorden, todavía vuelta, miró las marcas del suelo, avanzó un poco y se arregló la falda.

Gilchrist se acercó a Badri, le dijo algo y cogió un clasificador que había encima de la consola. Empezó a comprobar cada artículo con una breve sacudida del lápiz óptico.

Kivrin le dijo algo y señaló el cofre con cierres de metal. Montoya se enderezó impaciente y se acercó al lugar donde se encontraba Kivrin, sacudiendo la cabeza. Kivrin dijo algo más, decidida, y Montoya se arrodilló y acercó el cofre a la carreta.

Gilchrist comprobó otro artículo de su lista. Le dijo algo a Latimer y este fue y cogió una caja plana de metal y se la tendió. Gilchrist le dijo algo a Kivrin, y ella unió las manos delante de su pecho. Inclinó la cabeza y empezó a hablar.

—¿Está practicando sus rezos? —dijo Dunworthy—. Eso será útil, ya que la ayuda de Dios tal vez sea la única que reciba en este lanzamiento.

—Están comprobando el implante —le explicó Mary.

—¿Qué implante?

—Un chip grabador especial para que pueda registrar su trabajo de campo. La mayoría de los contemporáneos no saben leer ni escribir, así que le implanté un oído y un A-a-D en una muñeca y una memoria en la otra. La activa presionando las palmas de las manos. Cuando habla, parece que está rezando. Los chips tienen una capacidad de 2,5 gigabytes, así que podrá registrar sus observaciones durante las dos semanas y media completas.

—Tendrías que haber implantado también un localizador por si pide ayuda.

Gilchrist jugueteaba con la caja plana de metal. Sacudió la cabeza y levantó un poco más las manos cruzadas de Kivrin. La larga manga se replegó. Ella tenía un corte en la mano. Una fina línea marrón de sangre seca cubría el corte.

—Algo va mal —dijo Dunworthy, volviéndose hacia Mary—. Está herida.

Kivrin volvía a hablar a sus manos. Gilchrist asintió. Kivrin le miró, vio a Dunworthy, y le dirigió una sonrisa de alegría. También tenía la sien ensangrentada. Bajo el rodete, los cabellos aparecían manchados de sangre. Gilchrist levantó la cabeza, vio a Dunworthy y se dirigió a toda prisa a la partición de fino-cristal, con aspecto irritado.

—¡Todavía no ha partido y ya está herida! —Dunworthy golpeó el cristal.

Gilchrist se acercó al panel de la pared, pulsó una tecla, y luego se dio la vuelta y se plantó ante Dunworthy.

—Señor Dunworthy —dijo. Saludó a Mary con un movimiento de cabeza—. Doctora Ahrens. Me complace mucho que hayan venido a despedir a Kivrin. —Hizo especial hincapié en las tres últimas palabras, para que parecieran una amenaza.

—¿Qué le ha pasado a Kivrin? —dijo Dunworthy.

—¿Pasado? —preguntó Gilchrist. Parecía sorprendido—. No sé a qué se refiere.

Kivrin se había acercado a la partición, sujetándose la falda con una mano ensangrentada. En la mejilla tenía una magulladura rojiza.

—Quiero hablar con ella —exigió Dunworthy.

—Me temo que no hay tiempo —contestó Gilchrist—. Tenemos un horario que cumplir.

—Tengo que hablar con ella.

Gilchrist arrugó los labios y dos líneas blancas aparecieron a cada lado de su nariz.

—He de recordarle, señor Dunworthy, que este lanzamiento es de Brasenose, no de Balliol. Por supuesto, agradezco la ayuda que nos ha ofrecido al prestarnos a su técnico, y respeto sus muchos años de experiencia como historiador, pero le aseguro que todo está bajo control.

—Entonces ¿por qué está herida su historiadora antes de haber sido enviada siquiera?

—Oh, señor Dunworthy, me alegro mucho de que haya venido —dijo Kivrin, acercándose al cristal—. Temía no poder despedirme de usted. ¿No es emocionante?

«Emocionante.»

—Estás sangrando —señaló Dunworthy—. ¿Qué ha pasado?

—Nada —contestó Kivrin, tocando torpemente la sien y luego mirándose los dedos—. Forma parte del disfraz. —Miró a Mary—. Doctora Ahrens, ha venido también. Me alegro mucho.

Mary se había levantado, todavía con la bolsa de la compra en la mano.

—Quiero examinar tu vacuna antiviral —dijo—. ¿Has tenido alguna otra reacción además de la hinchazón? ¿Picores?

—Todo va bien, doctora Ahrens —aseguró Kivrin. Se recogió la manga y la dejó caer antes de que Mary tuviera tiempo de echar un buen vistazo a la parte interior de su brazo. Había otra magulladura rojiza en el antebrazo de Kivrin, que ya empezaba a volverse negra y azul.

—Me gustaría volver al tema de por qué está sangrando —insistió Dunworthy.

—Ya le digo que forma parte del disfraz. Soy Isabel de Beauvrier, y se supone que he sido asaltada por unos ladrones mientras estoy de viaje —dijo Kivrin. Se volvió y señaló hacia las cajas y la carreta aplastada—. Me han robado mis cosas, y me han dado por muerta. Usted me dio la idea, señor Dunworthy —añadió, en tono de reproche.

—Desde luego, nunca he sugerido que comenzaras herida y sangrante.

—La sangre falsa no era práctica —señaló Gilchrist—. Probabilidad no pudo darnos estadísticas significativas de que fueran a atender su herida.

—¿Y no se le ocurrió falsificar una herida realista? ¿Tuvo que golpearla en la cabeza? —estalló Dunworthy, furioso.

—Señor Dunworthy, debo recordarle…

—¿Que este proyecto es de Brasenose, no de Balliol? Tiene toda la razón. Si fuera del siglo XX intentaríamos proteger al historiador de las heridas, no inflingírselas nosotros mismos. Quiero hablar con Badri. Quiero saber si ha vuelto a comprobar los cálculos del estudiante.

Gilchrist frunció los labios.

—Señor Dunworthy, el señor Chaudhuri puede ser su técnico de red, pero este es mi lanzamiento. Le aseguro que hemos tenido en cuenta todas las contingencias posibles…

—Es solo un arañazo —intervino Kivrin—. Ni siquiera me duele. Estoy bien, de verdad. Por favor, no se preocupe, señor Dunworthy. La idea de ser herida fue mía. Recordé lo que dijo usted sobre cómo las mujeres eran tan vulnerables en la Edad Media, y pensé que sería buena idea parecer más vulnerable de lo que soy.

«Sería imposible que parecieras aún más vulnerable», pensó Dunworthy.

—Si finjo estar inconsciente, oiré todo lo que diga la gente acerca de mí, y no me harán muchas preguntas sobre quién soy, porque quedará claro que…

—Ya es hora de que te coloques en posición —la interrumpió Gilchrist, quien avanzó amenazadoramente hacia el panel de la pared.

—Ya voy —dijo Kivrin, sin pestañear.

—Estamos preparados para enviar la red.

—Lo sé —replicó ella con firmeza—. Iré en cuanto me despida del señor Dunworthy y de la doctora Ahrens.

Gilchrist asintió cortante y regresó junto al carro. Latimer le preguntó algo y le contestó con malos modos.

—¿Qué implica colocarte en posición? —preguntó Dunworthy—. ¿Permitirle darte una paliza porque Probabilidad le ha dicho que existe una posibilidad estadística de que alguien no crea que estás de verdad inconsciente?

—Implica tenderme y cerrar los ojos —contestó Kivrin, sonriendo—. No se preocupe.

—No hay ninguna razón para que no puedas esperar a mañana y dar al menos tiempo para que Badri haga una comprobación de parámetros.

—Quiero volver a ver esa vacuna —dijo Mary.

—¿Quieren dejar de preocuparse? No me pica la vacuna, no me duele el corte, Badri ha pasado toda la mañana haciendo comprobaciones. Sé que se interesan por mí, pero por favor, no lo hagan. El lanzamiento es en la carretera principal de Oxford a Bath, a solo tres kilómetros de Skendgate. Si no aparece nadie, caminaré hasta el pueblo y les diré que me han atacado y robado. Antes de nada determinaré mi localización para poder encontrar el punto de recogida. —Colocó la mano sobre el cristal—. Quiero darles las gracias a los dos por todo lo que han hecho. Quería ir a la Edad Media más que nada en el mundo, y ahora voy a hacerlo.

—Es probable que sientas dolor de cabeza y fatiga después del lanzamiento —advirtió Mary—. Es un efecto secundario normal del desplazamiento temporal.

Gilchrist volvió a acercarse al fino-cristal.

—Es hora de que te coloques en posición.

—Tengo que irme —dijo Kivrin, recogiendo sus pesadas faldas—. Muchísimas gracias a los dos. No me encontraría aquí si no fuera por su ayuda.

—Adiós —dijo Mary.

—Ten cuidado —recomendó Dunworthy.

—Lo haré —aseguró Kivrin, pero Gilchrist ya había pulsado el panel de la pared y Dunworthy no la oyó. Ella sonrió, agitó la mano y se dirigió a la carreta volcada.

Mary volvió a sentarse y empezó a buscar su pañuelo en la bolsa de la compra. Gilchrist leía los artículos anotados en el clasificador. Kivrin asintió ante cada uno de ellos, y él los fue tachando con el lápiz óptico.

—¿Y si se le gangrena la herida de la sien? —dijo Dunworthy, todavía de pie ante el cristal.

—Imposible —dijo Mary—. Le aumenté el sistema inmunológico. —Se sonó la nariz.

Kivrin discutía con Gilchrist por algo. Las líneas blancas alrededor de la nariz del hombre estaban claramente definidas. Ella sacudió la cabeza, y después de un instante él tachó el siguiente artículo con un movimiento furioso y brusco.

Gilchrist y el resto de Medieval podrían ser unos incompetentes, pero Kivrin no lo era. Había aprendido inglés medieval y latín eclesiástico y anglosajón. Había memorizado las misas en latín y había aprendido a bordar y a ordeñar una vaca. Había ideado una identidad y un motivo para estar sola en el camino entre Oxford y Bath, y tenía el intérprete y le habían extirpado el apéndice y aumentado los anticuerpos.

—Lo hará maravillosamente —dijo Mary—, lo que solo servirá para convencer a Gilchrist de que los métodos de Medieval no son chapuceros ni peligrosos.

Gilchrist se acercó a la consola y le tendió el clasificador a Badri. Kivrin volvió a cruzar las manos, más cerca de su cara esta vez, casi tocándolas con la boca, y empezó a hablarles.

Mary se acercó y se situó junto a Dunworthy, agarrando su pañuelo.

—Cuando yo tenía diecinueve años… cosa que fue, oh, Dios, hace cuarenta años, no parece tanto… mi hermana y yo viajamos por todo Egipto. Fue durante la pandemia. Había cuarentena por todas partes, y los israelíes disparaban a los americanos en cuanto los veían, pero no nos importaba. No creo que ni siquiera se nos ocurriera la posibilidad de que corriéramos peligro, que pudieran secuestrarnos o confundirnos con americanas. Queríamos ver las pirámides.

Kivrin había terminado de rezar. Badri dejó su consola y se acercó al lugar donde se encontraba. Le habló durante varios minutos, siempre con el ceño fruncido. Ella se arrodilló y se tumbó de costado junto a la carreta, girando para quedar de espaldas con un brazo sobre el rostro y la falda enmarañada alrededor de las piernas. El técnico le arregló la falda, sacó el medidor y caminó a su alrededor; regresó a la consola y le habló al oído. Kivrin permaneció muy quieta, la sangre de su frente casi negra bajo la luz.

—Dios mío, qué joven parece —suspiró Mary.

Badri habló al oído, miró los resultados de la pantalla, regresó junto a Kivrin. Pasó sobre ella, esquivando sus piernas, y se inclinó para ajustarle la manga. Hizo una medición, le movió el brazo para que quedara situado sobre su rostro como si hubiese querido esquivar un golpe de sus atacantes, y volvió a medir.

—¿Viste las pirámides? —preguntó Dunworthy.

—¿Qué?

—Cuando estuviste en Egipto. Cuando recorriste Oriente Próximo ajena al peligro. ¿Llegaste a ver las pirámides?

—No. El Cairo estaba en cuarentena el día que aterrizamos. —Mary miró a Kivrin, tendida en el suelo—. Pero sí vimos el Valle de los Reyes.

Badri movió el brazo de Kivrin una fracción de centímetro, la contempló con el entrecejo fruncido durante un instante, y luego regresó a la consola. Gilchrist y Latimer le siguieron. Montoya se apartó para dejarles sitio alrededor de la pantalla. Badri habló al oído de la consola, y los escudos semitransparentes empezaron a bajar, cubriendo a Kivrin como un velo.

—Nos alegramos de haber ido —dijo Mary—. Volvimos a casa sanas y salvas.

Los escudos tocaron el suelo, se liaron un poco alrededor de las faldas de Kivrin, demasiado largas, y se detuvieron.

—Ten cuidado —susurró Dunworthy. Mary le cogió la mano.

Latimer y Gilchrist se acurrucaron delante de la pantalla, contemplando la súbita explosión de números. Montoya miró su digital. Badri se inclinó hacia delante y abrió la red. El aire del interior de los escudos titiló con la súbita condensación.

—No vayas —dijo Dunworthy.

TRANSCRIPCIÓN DEL

LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL

(000008-000242)

Primera entrada. 22 de diciembre de 2054. Oxford. Esto será una grabación de mis observaciones históricas de la vida en Oxfordshire, Inglaterra, desde el 13 de diciembre de 1320 hasta el 28 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo).

(Pausa)

Señor Dunworthy, llamo a esta grabación el Libro del Día del Juicio Final porque se supone que es un registro de la vida en la Edad Media, que es lo que resultó ser la investigación ordenada por Guillermo el Conquistador, aunque él lo pretendiera como método para asegurarse de obtener hasta la última libra de oro e impuestos que le debían sus vasallos. También he decidido llamarlo de esta forma porque imagino que es así como a usted le gustaría llamarlo, pues está convencido de que me pasará algo horrible. Le estoy viendo en la zona de observación ahora mismo, contándole a la pobre doctora Ahrens todos los temibles peligros del siglo XIV. No se preocupe. Ella ya me habló del desplazamiento temporal y de las enfermedades medievales con todo lujo de detalles, aunque se supone que soy inmune a todas ellas. También me advirtió sobre la vigencia de las violaciones en el siglo XIV. Y cuando le digo que estoy perfectamente bien, tampoco quiere hacerme caso. Estaré perfectamente bien, señor Dunworthy.

Por supuesto, usted ya lo sabrá, y que volví de una pieza según lo previsto, para cuando oiga esto, así que no le importará que le regañe un poco. Sé que solo se preocupa por mí, y que sin toda su ayuda y preparación no habría vuelto sana y salva.

Por tanto, le dedico el Libro del Día del Juicio Final, señor Dunworthy. Si no fuera por usted, no estaría aquí con la saya y la capa, hablando a este grabador, esperando a que Badri y el señor Gilchrist finalicen sus interminables cálculos y deseando que se den prisa para poder partir.

(Pausa)

Estoy aquí.

El libro del día del Juicio Final: Connie Willis

Connie Willis. Constance Elaine Trimmer Willis, más conocida como Connie Willis, es una destacada escritora estadounidense de ciencia ficción nacida el 31 de diciembre de 1945 en Denver, Colorado. Inicialmente, Connie comenzó su carrera como profesora de enseñanza media antes de embarcarse en el emocionante mundo de la literatura. Durante la década de 1970, dio sus primeros pasos en el campo de la escritura, publicando relatos en antologías.

Sin embargo, fue en 1987 cuando Connie Willis alcanzó la fama como novelista con la obra "Los sueños de Lincoln", que ganó el prestigioso premio John W. Campbell Memorial en 1988. En esta cautivadora novela, la protagonista experimenta un vínculo mental que la conecta con el general Lee a través de dos siglos, compartiendo sus ansiedades sobre el fin de la guerra de Secesión.

No contenta con un éxito, Connie dio un salto aún más grande en su carrera literaria con su obra maestra, "El libro del día del Juicio Final", publicada en 1992. Esta novela le otorgó un triplete de premios: el Hugo en 1993, el Nébula en 1992 y el Locus en 1993. En esta emocionante trama, emplea el viaje en el tiempo físico para transportarnos a los días del siglo de la Peste Negra, a través de los ojos de una historiadora de la Universidad de Oxford. Mientras la narración avanza, seguimos los acontecimientos que los demás habitantes de Oxford enfrentan mientras ella está en el pasado, creando una trama intrigante y apasionante.

La carrera de Connie ha sido un éxito continuo, como lo atestiguan sus otros dos premios Locus por sus novelas "Tránsito" y "Por no mencionar al perro". Esta última obra también le valió otro premio Hugo en la categoría de novela. Además, ha sido reconocida por su talento en narraciones más breves, obteniendo 8 premios Hugo y 5 premios Nébula a lo largo de su carrera, consolidándola como una de las mejores autoras en estas formas literarias breves dentro del género de ciencia ficción.

Lo que distingue a la prosa de Connie Willis es su habilidad para manejar la emotividad con elegancia y un fino sentido del humor. Sus obras, como "Los sueños de Lincoln", "El libro del día del Juicio Final" y "Por no mencionar al perro", a menudo exploran el tema del viaje en el tiempo, aunque ha abordado otros temas fascinantes, como la investigación científica, las experiencias cercanas a la muerte, el retoque informático de películas, la exploración de planetas y más. Aunque estos escenarios pueden parecer meros telones de fondo, en realidad permiten a la autora introducir reflexiones sociales y profundizar en la psicología de sus personajes, otorgando un valor aún mayor a sus obras.

A lo largo de su carrera, Connie Willis también ha incursionado en el género de la fantasía. En "Espíritu de la Navidad", recopila varias historias que reflejan su pasión por la Navidad y todo lo relacionado con esta época mágica.

En la actualidad, Connie reside en Greely, Colorado, junto a su esposo, Courtney Willis, quien es profesor de física en la Universidad del Norte de Colorado. La pareja tiene una hija llamada Cordelia.

En resumen, Connie Willis es una escritora talentosa y versátil que ha dejado una huella significativa en el género de la ciencia ficción. Sus obras, llenas de emotividad, humor y profundidad psicológica, continúan cautivando a lectores de todo el mundo. Su pasión por la escritura y su capacidad para explorar diversos temas hacen de ella una de las más destacadas cultivadoras de la ciencia ficción y la fantasía en la literatura contemporánea.