El vuelo del Halcón

Resumen del libro: "El vuelo del Halcón" de

En «El vuelo del Halcón,» la renombrada autora Daphne du Maurier nos sumerge en una narrativa cautivadora que oscila entre dos épocas cruciales: la Ruffano renacentista y la década de 1960. A través de la pluma hábil de du Maurier, el lector es transportado a un pasado turbulento donde el loco duque Claudio, apodado el Halcón, impuso su voluntad divina sobre sus súbditos, desencadenando una ola de violencia que culminó en un trágico episodio conocido como «El vuelo del Halcón.»

En la trama contemporánea de 1963, seguimos a Armino Fabbio, un guía turístico que regresa a su ciudad natal, Ruffano. Su retorno está teñido de misterio y conexión con un oscuro evento en Roma, donde se vio involucrado en el asesinato de una mendiga que cree reconocer como su antigua nodriza. La historia se desarrolla en medio de la preparación de un festival destinado a recrear el famoso escape del duque Claudio, pero la atmósfera se enrarece a medida que se intensifican las tensiones entre facciones universitarias y estallan episodios de violencia, presagiando una inquietante repetición de los eventos históricos en lugar de una simple representación teatral.

Du Maurier teje una trama magistral impregnada de suspenso, envolviendo al lector en una atmósfera sombría y asfixiante. Su habilidad para entrelazar las dos épocas, revelando conexiones ocultas y tensiones persistentes, demuestra su maestría en la construcción de historias complejas. La novela no solo es una exploración fascinante de la historia y la psicología humana, sino también una reflexión sobre la repetición de patrones a lo largo del tiempo, resonando con una profundidad que va más allá de la trama aparente. En «El vuelo del Halcón,» du Maurier consolida su lugar como una autora maestra del suspenso literario, dejando a los lectores ansiosos por descubrir los secretos entrelazados en el vuelo del tiempo y la intriga.

Libro Impreso

Nota de la autora

El vuelo del halcón es una obra de ficción. Aunque Ruffano se inspira en una ciudad italiana existente, la topografía, los acontecimientos descritos, los habitantes y cada miembro de la universidad son puramente imaginarios.

CAPÍTULO PRIMERO

Llegamos exactamente a la hora. «Excursiones Rayo de Sol» informaba a sus pasajeros, en los itinerarios impresos, de que el ómnibus llegaba al «Hotel Splendido», de Roma, aproximadamente a las seis de la tarde, y al detenerse el vehículo consulté mi reloj de pulsera y comprobé que faltaban aún tres minutos para dicha hora.

—Bueno —le dije a Beppo—, me debes quinientas liras.

El conductor exhaló una carcajada.

—No te preocupes. Eso lo veremos en Nápoles —respondió—. Cuando lleguemos allí, espero presentarte una cuenta por importe de más de dos mil liras; ya verás.

Las apuestas entre el conductor y yo eran constantes en todas las excursiones. Cada uno llevaba anotados los importes y resultados de las mismas en una libretita —los kilómetros contra el tiempo—, y luego arreglábamos cuentas cuando uno de nosotros decidía hacerlo y pagar. Esto último me correspondía por regla general a mí, fuera quien fuese el ganador en el conjunto de las apuestas. Lo cual no era injusto, por cierto, ya que, de los dos, era yo quien recibía las propinas mayores.

Me volví, sonriente, hacia mi cargamento de «mercadería».

—Bienvenidos a Roma, damas y caballeros —dije en voz alta—. Roma: la ciudad de los papas, los emperadores, los cristianos arrojados a los leones, por no mencionar a las estrellas cinematográficas.

Me respondió una verdadera ola de risas. Alguien que iba en uno de los asientos de atrás me aclamó estentóreamente. Les agradaba que yo les hablase de aquella manera, medio en serio y medio en broma. Cualquier observación risueña hecha por el guía de la excursión, que era a la vez el jefe absoluto, contribuía a establecer buenas relaciones entre los pasajeros y el piloto de la misma. Beppo, en su carácter de conductor, podía ser —y lo era naturalmente— el responsable de la seguridad de todos en el camino; pero yo, como guía, administrador, mediador e incluso pastor de almas del grupo, tenía sus vidas y sus almas en mis manos. Un guía puede hacer que la excursión sea un rotundo éxito o un lamentable fracaso. Igual que el director de un coro, tiene que inducir, a fuerza de personalidad, a su conjunto vocal a cantar en armonía, y para ello debe refrenar a los demasiado impetuosos, alentar a los excesivamente tímidos, conspirar con los jóvenes y halagar por medio de elogios a los viejos.

Abandoné mi asiento, descendí del vehículo, dejando la portezuela abierta del todo, y vi a los porteros y «botones» del hotel que salían apresuradamente por la ancha puerta giratoria para recibirnos. Me quedé para ver cómo iba bajando mi rebaño, cual una larguísima ristra de chorizos que saliera de una máquina. Eran cincuenta en total. No tenía necesidad de contarlos ahora, puesto que entre Asís —nuestra parada anterior— y Roma, no se había detenido el ómnibus. Y cuando todos hubieron descendido, los precedí al vestíbulo de recepción del hotel.

—Excursiones «Rayo de Sol, Liga de la Amistad Anglo-Norteamericana» —dije al empleado del escritorio.

Le estreché la mano. Éramos viejos conocidos, pues yo llevaba ya algo más de dos años como guía de las excursiones de aquella empresa, por esa ruta.

—¿Qué tal el viaje? ¿Bueno? —me preguntó él.

—Bastante bueno —le contesté—, si exceptuamos el estado del tiempo. Ayer nevaba en Florencia.

—Todavía estamos en marzo… ¿Qué puede esperarse? Ustedes los de «Excursiones Rayo de Sol», empiezan la temporada demasiado pronto.

—Eso dígaselo a los señorones de la Oficina Central en Génova —le repliqué.

Todo estaba en perfecto orden. Nosotros, como es natural, hacíamos todas nuestras reservas en bloque, y por ser todavía demasiado temprano —o fuera de temporada—, la administración del hotel había facilitado comodidades a todo mi grupo en el segundo piso. Eso agradaría a todos. Más avanzada la estación, podríamos considerarnos afortunados si nos acomodaban en el quinto piso, y, además, en el extremo posterior del edificio.

El empleado contempló al grupo mientras desfilaba por el salón de la recepción, y me preguntó:

—¿Qué nos ha traído esta vez… la «Santa Alianza»?

—No me lo pregunte —respondí, encogiéndome de hombros—. El martes se reunieron todos en Génova. Se trata de una especie de club, según parece. Carne y bárbaros… ¿El tratamiento de costumbre en el comedor, a las siete y media?

—Sí, ya está todo dispuesto —replicó él—, y el ómnibus local estará aquí a las nueve en punto. Le deseo que se divierta…, si puede.

En este negocio del turismo y las excursiones utilizamos ciertas palabras convenidas entre nosotros para designar a nuestros clientes. Los ingleses son «carne» en ese argot, y los norteamericanos «bárbaros». Es posible que esas definiciones no sean muy corteses, pero sí adecuadas. Estas gentes andaban vagando por los pastos en estado salvaje cuando nosotros gobernábamos al mundo desde Roma. Además, aquellas palabras no tenían intención alguna de herir a nadie.

Me volví para saludar a los respectivos jefes de mi grupo anglonorteamericano.

—Todo está perfectamente arreglado —dije—. Comodidades para todos en el segundo piso. Teléfonos en todas las habitaciones. Para cualquier cosa que deseen, pueden llamar por teléfono a recepción, y allí les comunicarán conmigo. La cena es a las siete y media. Yo les esperaré aquí. Y ahora, el encargado de recepción les acompañará a sus habitaciones… ¿Está bien así?

Teóricamente, ése era el momento en que yo podía olvidarme por completo de mis ovejas por espacio de una hora y veinte minutos, ir en busca de mi propia habitacioncita, darme una ducha y descansar. Pero muy pocas veces ocurría eso. Y hoy tampoco ocurrió. No bien me había quitado la chaqueta, sonó el timbre del teléfono.

—¿Mr. Fabbio? —dijo una voz femenina.

—Con él habla —respondí.

—Le habla la señora Taylor. ¡Me ha ocurrido un espantoso desastre! ¡He olvidado en ese hotel de Perugia todos los paquetes con las compras que había hecho en Florencia!

En realidad debía haber esperado aquello. La señora Taylor había olvidado un abrigo en Génova y un par de galochas en Siena. E insistió en que esas cosas, casi seguramente innecesarias al sur de Roma, debían ser pedidas por teléfono y enviadas a Nápoles.

—¡Lo siento mucho, señora Taylor…! ¿Qué contienen esos paquetes? —le pregunté.

—En su mayor parte, objetos frágiles. Dos cuadros, una estatuilla del David de Miguel Ángel…; algunos cartones de cigarrillos…

—Bien, no se preocupe. Me ocuparé de eso. Telefonearé a Perugia inmediatamente y me aseguraré de que esos paquetes suyos vuelvan a nuestra Oficina de Génova, donde la esperarán a su regreso. ¿Está contenta?

Todo dependía de lo ocupados que estuvieran en la recepción si les encomendaba que hiciesen la llamada telefónica y averiguaran el paradero de los paquetes, o que me ocupase yo personalmente de todo eso. Me pareció que, a la larga, ahorraría tiempo haciéndolo yo.

No bien se unió a nuestro grupo en Génova, catalogué a la señora Taylor como a una de esas damas que se olvidan algo en cada lugar que visitan: lentes, chales, postales, caían constantemente de su bolso, que tenía un tamaño enorme. Ésa es algo así como una tara inglesa: un defecto de la especie. Pero aparte de eso, la «carne» da muy poco quehacer, aunque en su ardiente deseo de buscar el sol que no encuentra en sus islas, se llena de ampollas mucho más rápidamente que las personas de otras nacionalidades. Desnudas de brazos y piernas, se visten ya como para una playa desde que suben al ómnibus, y, naturalmente, su color, al día siguiente, ya es el de un ladrillo. Y entonces es misión mía conducirlas a la farmacia más próxima en busca de ungüentos, cremas y lociones.

El timbre del teléfono sonó por segunda vez. No era mi llamada a Perugia, sino uno de los «bárbaros». Bueno; creo innecesario hacer constar que se trataba de «una». Los maridos jamás me molestan para nada.

—¿Mr. Fabbio?

—Sí, con él habla…

—¿A qué no adivina…? ¡Es un varoncito!

Me puse a pensar rápidamente. Los «bárbaros» le confían a uno toda la historia de su vida y la de su familia, desde la primera noche, en Génova. ¿Cuál de las damas de esa nacionalidad era la que estaba esperando el cable anunciándole la llegada al mundo de su primer nieto o nieta? ¡Ah, sí! Era la señora Hiram Bloom, de Denver, Colorado.

—La felicito muy cordialmente, señora Bloom. Y creo que este suceso merece que se celebre adecuadamente.

—¡Claro que sí! Por eso le he llamado. ¡Estoy tan nerviosa…! ¡Casi no sé lo que hago! —El grito de placer estuvo a punto de hacerme saltar el tímpano—. Bueno: quiero que usted y dos o tres más se reúnan con el señor Bloom y conmigo en el bar antes de la cena, para tomar una copa y brindad por la salud del nene. ¿Le parece bien a las siete y cuarto?

Aquello reduciría mi tiempo libre a sólo media hora, y la llamada telefónica de Perugia no había; llegado todavía, pero no podía rehuir aquel compromiso. El lema de nuestra empresa es «Cortesía primero, cortesía después, y cortesía siempre».

—Muy bien, señora Bloom, es usted muy amable. Allí estaré a las siete y cuarto. ¿Su nuera está bien?

—¡Sí, sí, está bien, muy bien, y el nene también!

Colgué antes que se le ocurriese leerme el cable. Bueno: de cualquier modo tenía tiempo para afeitarme, e incluso darme una ducha si me quedaban algunos minutos.

Uno tiene que andar con suma cautela en eso de aceptar invitaciones de los clientes. Un cumpleaños, el aniversario de un casamiento, son ocasiones legítimas, como lo es también el nacimiento de un nieto. Pero no hay muchos motivos legítimos más, pues la aceptación de tales invitaciones tiende a crear enemistades, y éstas siempre redundan en perjuicio del éxito de la excursión. Además, cuando se trata de ingerir bebidas alcohólicas, el guía de una excursión tiene que mirar mucho el número de copas. Ocurra lo que ocurra al grupo bajo su tutela, él tiene que mantenerse sobrio en todo momento. Y lo mismo puede decirse del conductor, claro. Y eso no siempre resulta fácil de lograr.

«El vuelo del Halcón» de Daphne du Maurier

Daphne du Maurier. Escritora inglesa, Daphne du Maurier nació en una familia dedicada a las artes y las letras, recibiendo una cuidada educación. El ambiente en el que se crió y los contactos de su familia fueron decisivos para el lanzamiento de su carrera literaria.

Du Maurier se convirtió en una de las grandes damas de la literatura británica del siglo XX. Mujer adelantada a su tiempo. Muchos de sus libros se convirtieron en éxitos indiscutibles, pese a no gozar con el respaldo de gran parte de la crítica. Además de novelas, Du Maurier también escribió obras de teatro y recibió premios y reconocimientos como el National Book Award de los Estados Unidos y la Orden del Imperio Británico.

Varias de las novelas y relatos de Du Maurier fueron llevados al cine, en algunas de las películas más recordadas de Alfred Hitchcock, como son Los pájaros o Rebeca.