Historia de un amor turbio

Resumen del libro: "Historia de un amor turbio" de

Horacio Quiroga, reconocido como uno de los maestros del cuento latinoamericano, incursiona en el terreno de la novela con «Historia de un amor turbio». En esta obra, Quiroga despliega una narrativa económica y directa, que se asemeja más a un guion cinematográfico que a una prosa densa. La trama gira en torno a las relaciones conflictivas entre un hombre y dos hermanas, explorando los matices de la pasión y la ambigüedad moral.

La novela se desarrolla con una aparente sencillez, sin grandes eventos que rompan la cotidianidad de los personajes. Sin embargo, en medio de esa aparente calma, se gesta un drama íntimo que redefine las relaciones entre los protagonistas. El protagonista, Rohán, se ve envuelto en un juego de seducción con las dos hermanas, donde cada pequeño gesto o ausencia cobra una relevancia crucial en el desarrollo de la trama.

Quiroga construye sus personajes con una profundidad psicológica notable, explorando sus motivaciones y contradicciones de manera sutil. Rohán, en particular, se presenta como un personaje complejo, cuyas acciones pueden interpretarse desde la cobardía hasta la comodidad burguesa. Esta ambigüedad moral añade capas de tensión a la narrativa, manteniendo al lector en vilo sobre el desenlace de esta historia de pasión turbia.

A través de un estilo despojado de florituras, Quiroga logra capturar la esencia misma de los conflictos humanos. La tensión entre el deseo y la moralidad, entre la atracción y la responsabilidad, se convierte en el motor de la trama. «Historia de un amor turbio» no solo es una exploración de las relaciones amorosas, sino también un estudio sobre la naturaleza humana y sus complejidades.

En conclusión, «Historia de un amor turbio» es una obra que destaca por su sobriedad narrativa y su profundidad psicológica. Horacio Quiroga nos sumerge en un universo de pasiones conflictivas y dilemas morales, donde cada palabra cuenta y cada silencio resuena con significado. Una novela que, a pesar de su aparente simplicidad, deja una huella indeleble en el lector, invitándolo a reflexionar sobre los entresijos del amor y la moralidad.

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I

Una mañana de abril, Luis Rohán se detuvo en Florida y Bartolomé Mitre. La noche anterior había vuelto a Buenos Aires, después de año y medio de ausencia. Sentía así mayor el disgusto del aire maloliente, de la escoba matinal sacudiendo en las narices, del vaho pesadísimo de los sótanos de confitería. El bello día hacíale echar de menos su vida de allá. La mañana era admirable, con una de esas temperaturas de otoño que, sobrado frescas para una larga estación a la sombra, piden el sol durante dos cuadras nada más. La angosta franja de cielo recuadrada en lo alto, evocábale la inmensidad de sus mañanas de campo, sus tempranas recorridas de monte, donde no se oían ruidos sino roces, en el aire húmedo y picante de hongos y troncos carcomidos.

De pronto sintióse cogido del brazo.

—¡Hola, Rohán! ¿De dónde diablos sale? Hace más de ocho años que no lo veo… Ocho, no; cuatro o cinco, qué sé yo… ¿De dónde sale?

Quien le detenía era un muchacho de antes, asombrosamente gordo y de frente estrechísima, al cual lo ligaba tanta amistad como la que tuviera con el cartero; pero siendo el muchacho de carácter alegre, creíase obligado a apretarle el brazo, lleno de afectuosa sorpresa.

—Del campo —repuso Rohán—. Hace cinco años que estoy allá…

—¿En la Pampa, no? No sé quién me dijo…

—No, en San Luis… ¿Y usted?

—Bien. Es decir, regular… Cada vez más flaco —agregó riéndose, como se ríe un gordo que sabe bien que habla en broma de la flacura—. Pero usted, —prosiguió— cuénteme: ¿qué hace allá? ¿Una estancia, no? No sé quién me dijo… ¡También! ¡Sólo a usted se le ocurre irse a vivir al campo! Usted fue siempre raro, es cierto… ¿A qué usted mismo trabaja?

—A veces.

—¿Y sabe arar?

—Un poco.

—¿Y usted mismo ara?

—A veces…

—¡Qué notable!… ¿Y para qué?

El muchacho obeso gozaba, muy contento, a pesar de la tortura del cuello que lo congestionaba, del pantalón que bajo el chaleco lo ceñía hasta el pecho, ahogándolo. Sentíase felicísimo con la ocasión de un hombre raro que no se ofendía de sus risas.

—Sí, el otro día leí una cosa parecida… ¿Astorga, eh? ¿Tolstoi, eh? ¡Qué bueno!…

Y a pesar de todo era un buen muchacho quien le hablaba, lo que hacía pensar de nuevo a Rohán en la dosis de corrupción civilizadora que se necesita para convertir en ese imbécil escéptico a un honrado muchacho.

Por ventura, Juárez había pasado a mejor tema, informando a Rohán en tres minutos de una infinidad de cosas que éste jamás hubiera soñado averiguar.

Rohán lo oía como se oye sin querer, cuando uno está distraído, la charla lejana de los peones en la chacra. De pronto Juárez notó que la mirada de su amigo pasaba fija sobre él, y callándose miró a su vez.

Dos chicas de luto avanzaban por la vereda de enfrente. Caminaban con la firme armonía de paso que adquieren las hermanas, el cuerpo erguido y las cabezas serias y decididas. Pasaron sin mirar, la vista fija adelante. Rohán las siguió con los ojos.

—Son las de Elizalde —dijo Juárez, bajando a la calle para estorbar menos y conversar mejor—. ¡Qué tiempo que no las veía! ¿Las conoce?

—Un poco…

—No lo vieron. Son monas chicas, sobre todo la más alta. Es la menor. Viven en San Fernando… Están muy pobres.

—Yo creía que tenían fortuna…

—Sí, en otro tiempo. El padre estaba bastante bien. Aunque con el tren que llevaban… Tenía hipotecado todo. Murió hace cerca de un año.

Rohán no pudo menos de hacerlo notar:

—Bien enterado…

El muchacho obeso soltó una gran carcajada, echándose adelante de risa como una mujer.

—¡No tanto, no sea tan malo! —repuso—. ¡Hay que dejar de ser pobres, amigo Rohán! No todos tenemos la suerte de heredar estancias… aunque tengamos que arar —añadió con otra carcajada, sujetándose de las solapas de Rohán con cariñosa confianza.

Se fijó así en el traje de éste.

—No trabaja con esta ropa, ¿verdad?… ¿Por qué no viene de botas?

Pero Rohán se había cansado ya del excelente animalito, y caminaba solo.

Lo que Juárez ignoraba es que Rohán conocía excesivamente a las de Elizalde. Tras una amistad de diez años con la casa, Eglé, la menor, había sido su novia. La había querido inmensamente. Y allí estaban, sin embargo; ella paseando con su hermana su belleza de soltera, y él, soltero también, trabajando en el campo a doscientas leguas de Buenos Aires. ¡Eglé!… Repetíase el nombre en voz baja, con la facilidad de quien antes ha pronunciado mucho una palabra en distintos estados de ánimo. Pero, a pesar de que esas dos sílabas conocidísimas le evocaban distintamente las escenas de amor en que las pronunció con más deseo, constataba que de toda la vieja pasión no le quedaba sino el cariño al nombre, nada más. Y lo murmuraba, sintiendo únicamente al oírlo una dulzura oscura de palabra que antes expresó mucho, como los idiotas que con la vista fija repiten horas enteras: —mamá…

—¡Cuánto la he querido! —se decía, esforzándose en vano por conmoverse. Recordaba las circunstancias en que se había sentido más feliz; se veía a sí mismo, la veía a ella, veía su boca, su expresión… Pero todo esto con excesiva prolijidad, esforzándose más en recordar la escena que sus sensaciones, como quien trata de fijarse bien en una cosa para contarla después a un amigo.

Caminaba siempre, pensando en ella, cuando se le ocurrió de pronto ir a verla.

¿Por qué no? Aunque después del rompimiento no había vuelto más a casa de Eglé, aquél había sido provocado por causas tan particulares de ellos dos, que no halló inconveniencia en hacerlo. Sintió sobre todo viva curiosidad de ver qué emoción sería la suya cuando se miraran en plenos ojos… Y de nuevo evocaba la mirada de amor de Eglé, deteníala largo rato ante la suya, tratando inútilmente de revivir su dicha de aquellos momentos. Sabía por Juárez que vivían en San Fernando; costaríale poco averiguar dónde.

Al día siguiente, a las tres, estaba en el Retiro. Ahora que se acercaba a ella, que iba a verla antes de una hora, sentíase emocionado. Anticipaba mentalmente su llegada, la sorpresa, las primeras palabras, la ambigua situación… Volvía en sí, y suspiraba hondamente para recobrar su pleno equilibrio. Pero al rato recomenzaba el proceso —retrospectivo esta vez—; y así, con los ojos fijos en la ventanilla, mientras las chacras, las quintas y las casetas del guardavía colocábanse sucesivamente bajo su visual, volvió al pasado.

«Historia de un amor turbio» de Horacio Quiroga

Horacio Quiroga. (1878-1937) Fue un escritor uruguayo, conocido por sus cuentos y relatos de terror y misterio. Nació en Salto, Uruguay, y creció en una familia adinerada. Después de la muerte de su padre, se mudó con su familia a Montevideo, donde comenzó a estudiar derecho pero no llegó a terminar la carrera. En 1900, Quiroga se mudó a Buenos Aires, donde comenzó a trabajar como periodista y escritor. Publicó su primer libro, "Los arrecifes de coral", en 1901, y desde entonces escribió una gran cantidad de cuentos y relatos que se hicieron muy populares en toda América Latina.

A lo largo de su vida, Quiroga sufrió varias tragedias personales, incluyendo la muerte de su padre, de su padrastro y de dos de sus esposas, además de varios intentos de suicidio. Estas experiencias se reflejan en su obra, que a menudo presenta personajes que enfrentan la muerte, el dolor y la locura.

Quiroga también fue un apasionado de la naturaleza y pasó muchos años en el campo, donde escribió algunos de sus cuentos más conocidos, como "La gallina degollada" y "El almohadón de plumas". También escribió sobre la caza y la pesca, y publicó varios libros sobre estos temas.

La obra de Quiroga ha sido comparada con la de otros escritores de la época, como Edgar Allan Poe y H.P. Lovecraft, y ha sido muy influyente en la literatura latinoamericana. A pesar de su corta vida y de las tragedias que enfrentó, Quiroga dejó un legado literario significativo que sigue siendo leído y admirado en todo el mundo.