Libro 4: Los Pilares de la Tierra

La armadura de la luz

Resumen del libro: "La armadura de la luz" de

Ken Follett, reconocido maestro de la ficción apasionante, regresa a Kingsbridge con su última obra, «La armadura de la luz». En esta historia épica, situada en 1792, Follett nos transporta a una época de revolución y cambio, donde un gobierno tiránico en Inglaterra busca consolidar su poderío comercial mientras que en Francia, Napoleón Bonaparte comienza su ascenso al poder, sumiendo a los países vecinos en la incertidumbre y la disidencia.

En este contexto tumultuoso, Kingsbridge se ve amenazado por un cambio industrial sin precedentes que trae consigo una miseria palpable para los trabajadores de las prósperas fábricas de telas. La modernización desenfrenada y la peligrosa maquinaria separan familias y dejan obsoletos los antiguos oficios, llevando a la ciudad al borde de la crisis.

Es en medio de esta vorágine de cambios que surge la historia de un pequeño grupo de personas de Kingsbridge, entre ellos el hilandero Sal Clitheroe, el tejedor David Shoveller y Kit, el ingenioso hijo de Sal. Su lucha por la iluminación y por un futuro libre de opresión definirá el curso de una generación y marcará el destino de la ciudad.

Con «La armadura de la luz», Follett nos sumerge en el corazón de la historia, llevándonos de la mano a través de las complejidades y los peligros de la época. Esta quinta novela de la serie Kingsbridge se presenta como la más ambiciosa del autor hasta la fecha, prometiendo una experiencia de lectura cautivadora y llena de personajes inolvidables en un contexto histórico fascinante.

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Este libro está dedicado a los historiadores. Hay miles de ellos en todo el mundo, algunos encerrados en bibliotecas, concentrados en la lectura de manuscritos milenarios, tratando de desentrañar lenguas muertas codificadas en misteriosos jeroglíficos. Otros pasan horas arrodillados en el suelo, examinando la tierra que sepulta los emplazamientos de las ruinas de distintas construcciones, buscando fragmentos de civilizaciones perdidas. Pero muchos más dedican su tiempo a leer toda clase de documentación oficial, absolutamente soporífera, relacionada con crisis políticas olvidadas hace ya mucho tiempo. Se muestran implacables en su búsqueda de la verdad.

Sin ellos no entenderíamos el mundo del que venimos, y eso haría aún más difícil saber hacia dónde vamos.

Desechemos, pues, las obras de las tinieblas,
y vistámonos con la armadura de la luz.

Romanos 13, 12

PRIMERA PARTE

La máquina de hilar

1792-1793

1

Sal Clitheroe nunca había oído gritar a su marido, hasta ese día. A partir de entonces, no volvería a oírlo gritar jamás, salvo en sueños.

Era mediodía cuando llegó a Brook Field. Sabía qué hora era por la textura de la luz que asomaba tímidamente entre las nubes gris perla que encapotaban el cielo. El campo era una extensión de poco más de hectárea y media de terreno llano y embarrado, con un impetuoso riachuelo que fluía por un lado y una loma baja en el extremo sur. El día era frío y seco, pero había llovido durante toda la semana, y Sal se abrió paso chapoteando entre los charcos, con el pegajoso fango tratando de arrancarle los zapatos hechos con sus propias manos. Le costaba trabajo avanzar por el lodazal, pero era una mujer grande y fuerte y no se cansaba con facilidad.

Había cuatro hombres recogiendo una cosecha invernal de nabos, agachándose, incorporándose y levantando y apilando los tubérculos nudosos de color pardo en unas cestas amplias y bajas llamadas corbes. Cuando el corbe estaba lleno hasta arriba, el jornalero lo llevaba al pie de la loma y volcaba los nabos en el interior de un robusto carro de roble de cuatro ruedas. Sal vio que los hombres casi habían terminado, pues no quedaba ni un solo nabo en la parte más próxima del campo y los jornaleros ya habían alcanzado la ladera del monte.

Todos iban vestidos de igual modo: llevaban camisas sin cuello, calzones cortos hasta la rodilla tejidos a mano por sus mujeres y chalecos que habían comprado de segunda mano o bien heredado de entre la ropa desechada por hombres de las clases más pudientes. Los chalecos nunca se desgastaban. El padre de Sal había tenido uno muy elegante, un chaleco cruzado a rayas rojas y marrones y ribeteado con cordoncillo, sin duda descartado por algún dandi de ciudad. Su hija nunca lo había visto vestido con otra cosa, y lo habían enterrado con él.

Los jornaleros iban calzados con botas usadas y remendadas una y otra vez, y todos llevaban la cabeza cubierta con una prenda distinta: un gorro de pelo de conejo, un sombrero de paja de ala ancha, un sombrero alto de fieltro y un sombrero de tres picos que podía haber pertenecido a un oficial de la armada.

Sal reconoció el gorro de pelo. Era de su marido, Harry, y se lo había hecho ella misma, después de cazar al conejo, matarlo de una pedrada, desollarlo y guisarlo a la cazuela con una cebolla. Aunque habría reconocido a Harry también sin el gorro, incluso de lejos, por la barba pelirroja.

Harry era un hombre delgado pero fibroso, y no aparentaba lo fuerte que era en realidad: podía llenar su cesta de nabos, cargándola hasta arriba como los jornaleros más corpulentos. Solo de mirar aquel cuerpo duro y musculoso al fondo del barrizal, Sal ya sintió una punzada de deseo en su interior, una mezcla perfecta de placer y expectación, como si acabara de percibir el cálido olor de un hogar de leña tras haber pasado frío a la intemperie.

Mientras atravesaba el lodazal, le llegaron sus voces. Cada escasos minutos, un hombre interpelaba a otro y luego seguía un breve intercambio que acababa en un estallido de risas. Sal no alcanzaba a descifrar sus palabras, pero se imaginaba la clase de cosas que estarían diciendo. Seguro que se trataba de las pullas y las chanzas típicas entre peones del campo, joviales exabruptos y desenfadadas obscenidades, bromas destinadas a aliviar la monotonía del trabajo duro y repetitivo.

Había un quinto hombre observándolos, de pie junto al carro y con una fusta corta en la mano. Iba mejor vestido que los otros, con una casaca azul y unas lustrosas botas negras hasta la rodilla. Se llamaba Will Riddick, tenía treinta años y era el hijo mayor del terrateniente de Badford. El campo pertenecía a su padre, al igual que la yegua y el carro. Will lucía una mata espesa de pelo negro que le llegaba a la barbilla, y no parecía muy contento. Sal creía adivinar por qué: supervisar la recolección de la cosecha de nabos no era tarea suya, y creía estar rebajándose por dedicar su tiempo a tan despreciable labor; sin embargo, el administrador del terrateniente se había puesto enfermo y Sal supuso que Will se había visto obligado a sustituirlo, muy a su pesar.

Junto a Sal, el hijo de esta correteaba descalzo por el terreno enfangado, tratando de seguir a su madre y no quedarse atrás, hasta que la mujer se volvió para agacharse y tomarlo en brazos sin ninguna dificultad; luego siguió andando con el niño en brazos, mientras él apoyaba la cabeza en el hombro de ella. Sal estrechaba su cuerpecillo cálido y delgado con más fuerza de lo necesario, simplemente porque lo quería muchísimo.

Le habría gustado tener más hijos, pero había sufrido ya dos abortos y alumbrado a otro hijo sin vida. Había abandonado toda esperanza y empezado a decirse a sí misma que, siendo tan pobres como eran, un niño era más que suficiente. Estaba volcada por completo en su hijo, puede que incluso demasiado, pues con frecuencia los niños pequeños sucumbían a la enfermedad o se los llevaba por delante un accidente, y Sal sabía que le rompería el corazón perderlo para siempre.

Lo había llamado Christopher, pero cuando empezó a balbucear sus primeras palabras él mismo acortó su propio nombre hasta dejarlo en Kit, y así era como lo llamaban ahora. Tenía seis años y era menudo para su edad. Sal esperaba que, al hacerse mayor, llegase a ser como Harry, flaco pero fuerte. Desde luego, había heredado el pelo pelirrojo de su padre.

Era hora de comer, y Sal llevaba un cesto con queso, pan y tres manzanas esmirriadas. Por detrás de ella, un poco rezagada, también iba andando otra de las esposas de los jornaleros, Annie Mann, una mujer enérgica y vigorosa de la edad de Sal; y otras dos se aproximaban desde la dirección opuesta, con el mismo cometido, bajando por la colina con cestas en la mano y un reguero de chiquillos a la zaga. Los hombres dejaron de trabajar, agradecidos por la interrupción, se limpiaron las manos sucias de tierra en los calzones y se dirigieron hacia el arroyo, para poder sentarse en la ribera de hierba.

Sal llegó a la vereda y dejó a Kit en el suelo con cuidado.

Will Riddick se sacó un reloj con cadena del bolsillo de su chaleco y consultó la hora frunciendo el ceño.

—No es mediodía aún —dijo.

Sal estaba segura de que era mentira, pero nadie más tenía ningún reloj.

—Vosotros, seguid trabajando —ordenó. Sal no se sorprendió. Will era una persona mezquina. Su padre, el terrateniente, podía ser un hombre duro, pero Will era peor—. Terminad la faena, y luego podréis comeros vuestra pitanza —añadió. Había cierto dejo de desdén en la forma en que lo dijo, como si la comida de los jornaleros fuese una cosa despreciable. Sal pensó que, al volver a la casa solariega, a Will sin duda lo aguardaría un buen rosbif con patatas, y seguramente una jarra de cerveza fuerte con que acompañarlo.

Tres de los hombres se agacharon de nuevo para seguir trabajando, pero el cuarto no lo hizo. Era Ike Clitheroe, el tío de Harry, un hombre de unos cincuenta años con la barba entreverada de canas.

—Es mejor no cargar en exceso el carro, señor Riddick.

—Déjame a mí la decisión de cargarlo demasiado o no.

—Con todo el respeto, señor —insistió Ike—, pero ese freno está ya muy gastado.

—No le pasa nada al maldito carro —dijo Will—. Lo que pasa es que queréis dejar de trabajar antes de tiempo, siempre hacéis lo mismo.

El marido de Sal intervino entonces. Harry nunca perdía la ocasión de participar en una discusión.

—Debería hacer caso de lo que dice el tío Ike —le recomendó a Will—. De lo contrario, podría perder su carro, su yegua e incluso todos sus puñeteros nabos.

Los otros hombres se echaron a reír, pero nunca era sensato hacer bromas a expensas de los señores del lugar, y Will frunció el ceño y dijo con gesto sombrío:

—Cierra esa bocaza insolente, Harry Clitheroe.

Sal notó que la manita de Kit apretaba la suya con fuerza. Su padre estaba metiéndose en un lío y, pese a su corta edad, el pequeño percibía el peligro.

La insolencia era el punto débil de Harry. Era un hombre honrado y muy trabajador, pero no creía que los señores fuesen mejores que él. Sal lo amaba por su amor propio y porque pensaba por sí mismo, pero eso era justo lo que molestaba de él a los patrones, y muchas veces se veía en apuros por su desobediencia e insubordinación. Sin embargo, esta vez ya había verbalizado lo que pensaba y no añadió nada más, sino que volvió a ponerse a trabajar.

Las mujeres depositaron sus cestas a la orilla del riachuelo. Sal y Annie fueron a ayudar a sus maridos a coger los nabos mientras las otras dos mujeres, que eran mayores, se quedaban junto a las viandas.

Entre todos acabaron enseguida, momento en que se hizo evidente que Will se había equivocado al estacionar el carro al pie de la colina. Debería haberlo dejado cincuenta metros más adelante, separado de la loma, a fin de darle espacio a la yegua para que pudiese tomar carrerilla antes de enfilar la pendiente. Se quedó pensando un momento y anunció:

—Vosotros empujad el carro por detrás, para ayudar a arrancar a la yegua. —A continuación, se subió al asiento, sacó la fusta y dijo—: ¡Arre!

La yegua gris encajó el latigazo.

«La armadura de la luz» de Ken Follett

Ken Follett. Escritor galés es uno de los autores más vendidos y conocidos en los últimos 20 años. Sus novelas de ficción histórica, en especial Los pilares de la tierra, han sido vendidas y traducidas en prácticamente todo el mundo, alcanzando el número uno en casi todas las listas de ventas.

Criado en Londres, nació en una familia profundamente religiosa, debido a que sus padres no le permitían ver la televisión o escuchar la radio, se refugió en los cuentos que le contaba su madre y los libros que leía en la biblioteca desarrollando una gran pasión por los libros.

Follett estudió Filosofía en la University of London donde, posteriormente, escogió especializarse en periodismo. Tras licenciarse trabajó tanto en Gales como en Londres, en medios como el Evening News o la editorial Everets books. Fue en esta época cuando comenzó a escribir la que sería su primera novela, El ojo de la aguja o La isla de las tormentas (1978), libro que resultaría todo un éxito a nivel internacional permitiéndole dedicarse por completo a su carrera literaria.

Ken Follet también tenía una pasión por la política, llegando a colaborar con el Partido Laborista, donde conoció a Barbara Broer, su actual esposa, a la que ayudó en su campaña y colaboró en actividades de su partido, aunque Follet nunca dejó que la política influyera en sus obras.

La obra de Follett no se compone sólo de novela histórica ya que, en realidad, la mayoría de sus obras pertenecen a otro tipo de géneros, variando desde relatos más policiales a libros con un gran componente de intriga, thriller o incluso aventuras. Habría que destacar títulos como Las alas del águila, El tercer gemelo o En el blanco, entre otros muchos.

Sin embargo, la mayoría de esas obras de Follett acabaron eclipsadas por el éxito arrollador de su novela de 1989 Los pilares de la tierra, uno de los best-sellers más famosos de la historia y cuyas ventas se cuentan por millones de ejemplares.

En 2007 publicó su continuación, Un mundo sin fin, que también se ha situado entre los grandes éxitos de principios del siglo XXI, y un año después se le otorgó el Premio Olaguibel del Colegio Oficial de Arquitectos Vasco-Navarro.

En 2010 se rodó una miniserie de televisión de gran presupuesto sobre Los pilares de la tierra, aunque la relación de las obras de Follett con la gran pantalla ya se había dado con las adaptaciones de El tercer gemelo, La clave está en Rebeca, La gran prueba o El ojo de la aguja, que contó con un guion del propio autor.

Su última trilogía, la aclamada The Century, ha supuesto su vuelta a los primeros puestos de los más vendidos en prácticamente todo el mundo ambientada en la Revolución Rusa y la Primera Guerra Mundial: La caída de los gigantes (2010), El Invierno en el mundo (2012) y El Umbral de la eternidad (2014), y fue galardonado con el Premio Qué Leer (2010) por La caída de los gigantes.

En 2017 publica el esperado final de la Trilogía Los pilares de la tierra, Una columna de fuego.