La máquina del tiempo

Resumen del libro: "La máquina del tiempo" de

La primera gran historia de viajes en el tiempo y una de las grandes novelas de ciencia ficción de todas las épocas. Una especulación arriesgada y sumamente aguda no sólo en lo científico, sino, y especialmente, en lo social y lo político.

El Crononauta de Wells recorrerá distintos momentos de nuestro futuro para acabar en una remota y aparentemente utópica sociedad en la que la humanidad se ha dividido en dos especies tan antagónicas como dependientes la una de la otra: los apacibles Elois y los siniestros Morlocks. La evolución social que prefigura ese escenario sigue siendo, más de cien años después de su publicación, uno de los momentos más brillantes y estremecedores de la ciencia ficción de todos los tiempos.

Y como complemento perfecto a la novela, Félix J. Palma (El mapa del tiempo, El mapa del cielo, El mapa del caos) realiza un interesante repaso al proceso creativo de Wells, la intencionalidad, a menudo política, de su obra y el eco que la novela alcanzó en su tiempo.

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I

El Crononauta, que así lo llamaré a partir de ahora, nos exponía una cuestión bastante complicada. Sus ojos grises brillaban y su rostro habitualmente pálido estaba arrebolado y lleno de vida. El fuego crepitaba en la chimenea y el suave resplandor de la luz eléctrica que emanaba de los lirios de plata se reflejaba a veces en las burbujas de nuestros vasos. El ambiente de la sobremesa no podía ser más agradable: recostados en nuestros cómodos asientos, creación del Crononauta, nos sentíamos completamente relajados y libres de preocupaciones. Él nos exponía el asunto de forma vehemente, señalando aquí y allá con el dedo, mientras nos dejábamos llevar perezosamente por lo agudo y fecundo de su pensamiento, siempre en busca de nuevas paradojas.

—Tenéis que prestarme atención, pues voy a cuestionar algunas ideas aceptadas por todos. Por mencionar una, digamos que la geometría que nos enseñaron se basa en una concepción errónea.

—¿No te parece que empiezas por el tejado? —dijo Filby, pelirrojo y discutidor.

—No pretendo que aceptéis lo que digo sin cuestionar nada. Pero creo que tras oír mis argumentos coincidiréis conmigo. Desde luego, sabéis que el concepto matemático de recta como línea carente de grosor no existe realmente. Así os lo enseñaron, ¿no? Igual sucede con el plano. No son más que abstracciones.

—En efecto —dijo el Psicólogo.

—Por tanto, un cubo, al tener tan solo profundidad, altura y grosor, tampoco tiene existencia real.

—Un momento —dijo Filby—, no estoy de acuerdo. Por supuesto que un cuerpo sólido existe. Es tan real como…

—Eso es lo que cree la mayoría. Pero pensadlo un momento. ¿Puede existir un cubo instantáneo?

—Creo que no te sigo —dijo Filby.

—¿Puede ser real un cubo que no prolonga su existencia en instante alguno del tiempo?

Filby se quedó pensativo y el Crononauta siguió hablando:

—Es evidente que cualquier cuerpo real debe existir en cuatro direcciones. Debe tener largo, alto, profundidad… y duración. Pero a causa de un fallo de nuestra percepción tendemos a olvidar esto último. En realidad hay cuatro dimensiones; tres a las que llamamos espacio y una cuarta que sería el tiempo. Sin embargo, existe una tendencia a trazar una división artificial entre las tres primeras y la última por culpa de que nuestra consciencia se mueve siempre en la misma dirección a través de esta: desde el inicio de nuestras vidas hacia su final.

—Parece bastante… Bastante claro.

Quien así hablaba era un joven que intentaba encender de nuevo su puro de un modo algo espasmódico.

—Y sin embargo lo que acabo de decir no lo sabe casi nadie —añadió el Crononauta de un modo repentinamente jovial—. La famosa Cuarta Dimensión no es sino lo que acabo de explicar, por más que muchos hablen de ella sin saber realmente a qué se refieren. No es más que otro modo de encarar la idea del tiempo. No hay diferencia alguna entre ella y las tres dimensiones del espacio, salvo por el hecho de que nuestra consciencia se mueve a través del tiempo. Sin embargo, algunos idiotas tienen una idea totalmente equivocada. Supongo que todos sabéis lo que se dice acerca de esta Cuarta Dimensión.

—No, yo no —dijo el Vicealcalde.

—Es muy sencillo. Nuestros matemáticos han definido un espacio de tres dimensiones, a las que podemos llamar largo, alto y profundidad, que puede siempre ser definido mediante tres planos, cada uno en ángulo recto con los otros dos. Algunos filósofos se han preguntado por qué sólo tres dimensiones, por qué no puede existir otra más en ángulo recto con las tres conocidas. Incluso han intentado construir una geometría de cuatro dimensiones. El profesor Simon Newcomb expuso este tema en la Sociedad Matemática de Nueva York hace poco más de un mes. Como sabéis, en una superficie plana de dos dimensiones podemos representar una figura de tres; por analogía, afirman que se pueden crear modelos de tres dimensiones que representen una figura de cuatro, siempre que sean capaces de dar con la perspectiva adecuada. ¿Queda claro ahora?

—Eso creo —murmuró el Vicealcalde, mientras fruncía el ceño reflexivamente. Sus labios se movían en silencio, como si mascullara un sortilegio—. Sí, creo que ahora lo tengo claro —dijo al cabo, saliendo de su ensimismamiento.

—No creo que os sorprenda si os digo que he estado algún tiempo trabajando en este asunto de la geometría de cuatro dimensiones. Y algunos de los resultados obtenidos han sido sorprendentes. Por ejemplo, aquí podéis ver un retrato del mismo individuo a los ocho años, otro a los quince, otro a los veintitrés y así sucesivamente. Todo esto no son más que secciones, por así decir, representaciones tridimensionales de un ser tetradimensional, captado como algo inalterable.

El Crononauta esperó a que hubiéramos asimilado sus palabras antes de continuar.

—Los científicos saben muy bien que el tiempo no es más que un tipo de espacio. Echad un vistazo por ejemplo a un diagrama científico bastante habitual, un registro barométrico. Esta línea que traza mi dedo muestra el movimiento del barómetro. Ayer estaba así de alto, cayó por la noche y esta mañana subió de nuevo hasta este punto. Desde luego, el mercurio no trazó esta línea en ninguna de las tres dimensiones aceptadas normalmente. Pero puesto que sí que la trazó, debemos concluir que lo hizo en la Cuarta Dimensión.

—Pero si el tiempo no es más que una cuarta dimensión espacial —dijo el Médico, sin apartar la vista de la chimenea—, ¿cómo es que siempre se lo ha considerado algo diferente? ¿Y por qué no podemos movernos libremente por él como nos movemos por las tres dimensiones del espacio?

El Crononauta sonrió.

—¿Seguro que te puedes mover libremente por el espacio? Podemos ir a izquierda y derecha, adelante y atrás con bastante libertad, es cierto, siempre hemos podido. Admitamos que nos movemos sin cortapisas en dos dimensiones. Pero, ¿arriba y abajo? Ahí nos limita la gravedad.

—No del todo —dijo el Médico—. ¿Qué me dices de los globos?

—Quizá. Pero antes de que existieran, aparte de algún que otro salto o un bache, el hombre no tenía libertad de movimiento vertical.

—Pero sí que podía moverse arriba y abajo, aunque fuera un poco —replicó el Médico.

—Hacia abajo mucho más fácilmente que hacía arriba.

—Y no te puedes mover por el tiempo de ninguna forma, no puedes escapar del presente.

—Querido amigo, no puedes estar más equivocado. De hecho, el mundo entero está totalmente errado en esa idea. Escapamos continuamente del presente. Nuestra existencia mental, inmaterial y sin dimensiones, se traslada por la dimensión tiempo, desde el nacimiento hasta la muerte, a una velocidad uniforme. Igual que nos moveríamos hacia abajo si empezásemos nuestra existencia a cincuenta millas sobre la superficie terrestre.

—Pero la diferencia es que puedes cambiar de dirección en el espacio, pero no en el tiempo —le interrumpió el Psicólogo.

—Y ahí está la semilla de mi descubrimiento. Aunque lo que has dicho no es del todo cierto. Por ejemplo, si rememoro algún acontecimiento de un modo intenso, estoy volviendo al instante en que tuvo lugar. Me abstraigo, como se suele decir, y salto hacia atrás, aunque sea por un instante. Por supuesto no somos capaces de permanecer en el pasado ni por un instante, del mismo modo que un salvaje o un animal no puede quedarse ni un instante flotando a seis pies del suelo. Pero un hombre civilizado es superior al salvaje en ese aspecto: podemos contrarrestar la gravedad con un globo. ¿Y por qué no podríamos suponer que llegará un momento en que seamos capaces de detener o acelerar nuestro tránsito a través de la dimensión tiempo, o incluso darle la vuelta y viajar en sentido contrario?

—Pero eso… eso… —dijo Filby.

—¿Qué?

—Va contra la razón —dijo Filby.

—¿Qué razón?

—Puedes argumentar que el negro es blanco, si quieres, pero no me vas a convencer.

—Seguro. Pero, en todo caso, te haces una idea de cuál ha sido el objeto de mis investigaciones sobre la geometría tetradimensional. Hace tiempo tuve una idea, apenas un atisbo, acerca de una máquina…

—¡Para viajar en el tiempo! —exclamó el Joven.

—Para viajar en cualquier dirección espacial o temporal que el conductor desee.

Filby luchaba por reprimir una carcajada.

—Lo he confirmado experimentalmente —dijo el Crononauta.

—Sería de gran ayuda para los historiadores —apostilló el Psicólogo—. Se podría viajar hacia atrás y verificar si la batalla de Hastings sucedió como nos han contado, por ejemplo.

—¿No crees que atraerías demasiada atención? —preguntó el Médico—. La tolerancia de nuestros antepasados hacia los anacronismos era escasa.

—Se podría aprender griego directamente de Homero y Platón —murmuró el Joven.

—En cuyo caso suspenderías cualquier examen moderno. Los académicos alemanes han mejorado demasiado el griego.

—Y está el futuro —dijo el Joven, imperturbable—. ¡Imaginaos! Se podría invertir todo el dinero, dejar que fuera acumulando interés y saltar hacia delante.

—Y encontrarte entonces con que estás en una sociedad creada a partir de las tesis comunistas —dije.

—En cualquier caso —dijo el Psicólogo—, estamos hablando de una teoría de lo más extravagante…

—Eso parece —dijo el Crononauta—, y por eso hasta ahora nunca he hablado de ella con nadie.

—¡Verificada experimentalmente! —exclamé de pronto—. Pero, ¿cómo?

—Sí, ¿cómo? —dijo Filby, que empezaba a estar harto.

—En efecto, veamos esa verificación —dijo el Psicólogo—. Aunque creo que todo esto no es más que una patraña.

El Crononauta sonrió y nos abarcó a todos con la mirada. Sin dejar de sonreír y con las manos en los bolsillos del pantalón, salió lentamente de la habitación y oímos el susurro de sus zapatillas descendiendo por el largo pasillo que daba a su laboratorio.

El Psicólogo nos miró.

—¿Qué pretende?

—Algún truco de feria —dijo el Médico.

Filby empezó a hablarnos de un prestidigitador al que había visto en Burslem, pero antes de que hubiera dicho un par de frases, el Crononauta regresó y la anécdota murió a mitad de una frase.

Lo que el Crononauta llevaba en la mano era una brillante pieza de maquinaria de delicada factura, poco mayor que un reloj pequeño. Parte de ella era de marfil y parte de algún tipo de cristal transparente.

Intentaré ser lo más claro posible a partir de ahora, porque lo que sigue, a menos que aceptemos la explicación del Crononauta, es algo totalmente inexplicable.

Se acercó a una de las pequeñas mesas octogonales que había en la habitación y la colocó frente a la chimenea, sobre la alfombra. Luego, puso el mecanismo sobre ella, cogió una silla y se sentó. Sobre la mesa había también una pequeña lámpara con pantalla que arrancaba destellos del artefacto. La habitación estaba bien iluminada por al menos una docena de velas, tanto en los candelabros sobre la mesa del comedor como en apliques por aquí y por allá. Yo me sentaba en un sillón de orejas junto al fuego y lo moví un poco, de modo que quedé casi entre el Crononauta la chimenea. Filby se sentaba tras él y miraba por encima del hombro. El Médico y el Vicealcalde lo contemplaban de perfil desde la derecha y el Psicólogo desde la izquierda, con el Joven a su espalda. Todos estábamos alerta y me pareció imposible que un truco de magia, por muy sutil y hábilmente que fuera ejecutado, pudiera engañarnos.

El Crononauta nos miró y luego miró el artefacto.

—¿Y bien? —dijo el Psicólogo.

El Crononauta apoyó los codos en la mesa y rodeó el aparato con las manos.

—Esto no es más que un modelo —dijo—, un prototipo de mi máquina para viajar por el tiempo. Habréis notado que parece extrañamente torcida y que esta barra tiene un resplandor insólito, como si no fuera del todo real —añadió mientras señalaba con el dedo—. Podéis ver también estas dos pequeñas palancas.

El Médico se puso en pie y le echó un vistazo a la máquina.

—Parece muy bien diseñada —dijo.

—Me llevó dos años de trabajo —repuso el Crononauta, mientras los demás nos mostrábamos de acuerdo con el Médico—. Quiero que entendáis que cuando se presiona esta palanca, la máquina viaja hacia el futuro, y que esta otra causa el movimiento inverso. Esta sillita representa el lugar donde se sentaría el viajero. Ahora presionaré la palanca y la máquina iniciará su viaje. Se desvanecerá, será lanzada hacia el futuro y desaparecerá. Miradla con atención, por favor. Y examinad también la mesa hasta que estéis convencidos de que no hay truco alguno. No quisiera perder este prototipo para que luego me dijerais que ha sido un timo.

Transcurrió como un minuto sin que nadie dijera nada. Por un momento, el Psicólogo pareció que iba a hablar, pero cambió de idea. Luego, el Crononauta acercó el dedo a la palanca.

—No —dijo de repente—. Dame la mano.

Se volvió al Psicólogo, tomó su mano y le dijo que extendiera el índice. Así que fue el Psicólogo quien envió el prototipo de máquina del tiempo en su viaje interminable. Todos vimos cómo bajaba la palanca y estoy seguro de que no hubo truco alguno.

Sentimos una ligera brisa y la lámpara parpadeó por un instante. Uno de los candelabros de la mesa del comedor se apagó y de pronto la máquina tembló, se volvió borrosa como si fuera un espectro, un remolino diminuto, difuso y brillante de metal y marfil. Luego desapareció. Salvo por la lámpara, no había nada en la mesa.

Nadie dijo nada durante un buen rato, hasta que Filby masculló un juramento.

El Psicólogo salió de su estupor y se puso a mirar bajo la mesa. El Crononauta se rio en voz baja.

—¿Y bien? —dijo, medio imitando al Psicólogo.

Sin esperar respuesta, fue hasta la caja de tabaco que había sobre el mantel y, de espaldas a nosotros, se puso a llenar su pipa.

Nos miramos.

—Un momento —dijo el Médico—, ¿esto va en serio? ¿De verdad crees que esa máquina está viajando en el tiempo?

—Desde luego —dijo el Crononauta, que se inclinó hacia la chimenea y prendió fuego a una astilla.

La máquina del tiempo – H. G. Wells

H. G. Wells. Herbert George Wells, conocido como H. G. Wells, fue un influyente escritor y novelista británico nacido el 21 de septiembre de 1866 en Bromley, Kent. Su vida y obra abarcaron una amplia gama de géneros literarios, dejando un legado duradero en la literatura y la cultura. Wells es ampliamente reconocido como uno de los padres de la ciencia ficción junto con Julio Verne y Hugo Gernsback.

Wells nació en una familia de clase media-baja, donde su padre, Joseph Wells, tenía una tienda que vendía productos deportivos y loza fina. Su temprano interés por la lectura se despertó cuando, a la edad de ocho años, sufrió un accidente que lo dejó confinado a la cama con una pierna quebrada. Durante ese tiempo, comenzó a explorar libros de la biblioteca local y desarrolló una pasión por la lectura y la escritura.

A lo largo de su vida, Wells estudió biología y, más tarde, se especializó en zoología en el Royal College of Science de Londres, donde fue alumno de Thomas Henry Huxley. Sin embargo, perdió su beca en 1887 y se enfrentó a dificultades económicas antes de graduarse en 1890. Su experiencia en trabajos diversos, como aprendiz de una tienda de textiles y profesor en la Henley House School, influyó en sus obras posteriores que describían la vida de la clase media-baja.

Wells se unió a la Sociedad Fabiana, un grupo de pensadores socialistas, en un momento y fue un defensor apasionado de la justicia social y los derechos de los marginados. Sus primeras obras de ciencia ficción, como "La máquina del tiempo" (1895), "La isla del doctor Moreau" (1896) y "El hombre invisible" (1897), reflejaron temas relacionados con la lucha de clases y los límites éticos de la ciencia.

Entre sus obras más famosas se encuentran "La guerra de los mundos" (1898), que exploró temas como el imperialismo y las prácticas de la época victoriana. También escribió "Los primeros hombres en la luna" (1901), que es otra de sus obras destacadas.

A medida que avanzaba su carrera, Wells se adentró en la literatura de carácter social, escribiendo novelas como "Ana Verónica" (1909), que abordaba la liberación de la mujer, y "Tono-Bungay" (1909), una crítica al capitalismo irresponsable. Sus últimas obras, como "El destino del homo sapiens" (1945), reflejaban un tono pesimista sobre el futuro de la humanidad.

Además de su carrera literaria, Wells se destacó en la defensa de causas sociales y fue un pacifista en gran parte de su vida. También se preocupó por la supervivencia de la sociedad contemporánea y escribió extensamente sobre temas políticos y sociales.

H. G. Wells dejó un legado duradero en la literatura y la ciencia ficción, influyendo en generaciones de escritores y pensadores. Su enfoque en la ciencia ficción como una herramienta para explorar temas sociales y políticos lo convierte en una figura fundamental en la historia de la literatura. Falleció el 13 de agosto de 1946 en Londres, dejando una profunda huella en la literatura y la cultura.

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