La señorita Mackenzie

Resumen del libro: "La señorita Mackenzie" de

La señorita Mackenzie es una novela del escritor inglés Anthony Trollope, publicada en 1865. La obra narra la historia de Margaret Mackenzie, una solterona de cuarenta años que hereda una fortuna de su hermano y se ve envuelta en una serie de aventuras amorosas y sociales. La novela explora temas como el papel de la mujer en la sociedad victoriana, el matrimonio, el dinero y la religión.

La novela se divide en tres partes: la primera se centra en la vida de Margaret en Littlebath, una ciudad balneario donde se aloja con su prima Susanna Ball; la segunda narra su viaje a Londres, donde conoce a dos pretendientes, el abogado Ruben Rubb y el clérigo John Ball; y la tercera describe su regreso a Littlebath y su decisión final sobre su futuro.

La señorita Mackenzie es una novela entretenida y conmovedora, que retrata con ironía y sensibilidad el carácter y los dilemas de su protagonista. Trollope crea un personaje complejo y realista, que evoluciona a lo largo de la historia y que busca su felicidad y su independencia en un mundo que le impone muchas restricciones. La novela también ofrece un panorama de la época, con sus costumbres, sus prejuicios y sus conflictos. La señorita Mackenzie es una obra que merece ser leída y disfrutada por los amantes de la literatura inglesa del siglo XIX.

Libro Impreso EPUB

I. La familia Mackenzie

Me temo que debo importunar a mi lector con algunos detalles relativos a los primeros años de vida de la señorita Mackenzie —detalles cuyo relato será más bien tedioso, por lo que intentaré alargarlo lo menos posible—. Su padre, que en su juventud había dejado Escocia para vivir en Londres, había dedicado toda su vida al servicio de su país. Se convirtió en empleado de Somerset House a los dieciséis años y aún era empleado de Somerset House cuando murió, a la edad de sesenta. Será suficiente añadir que su esposa había muerto antes que él y que, al morir, dejó dos hijos y una hija.

Thomas Mackenzie, el mayor de los hijos, se había involucrado en actividades comerciales —como solía decir su esposa al referirse al trabajo de su marido—; o se había convertido en vendedor y poseía una tienda, como decían generalmente las personas de su círculo que expresaban libremente lo que pensaban. La verdad auténtica y sin adornos del asunto la expongo a continuación. Junto a su socio fabricaba y vendía tela encerada y poseía un establecimiento en New Road sobre el que estaban impresos —en grandes letras— los nombres «Rubb y Mackenzie». Como usted, lector, hubiera podido entrar en dicho establecimiento y comprar yarda y media de tela encerada, si tal hubiera sido su deseo, pienso que los amigos de la familia que hablaban sin medias tintas sobre el tema no estaban demasiado distantes de la realidad. La señora Thomas Mackenzie, no obstante, afirmaba que de este modo se la calumniaba a ella, y se injuriaba cruelmente a su marido, y basaba sus afirmaciones en el hecho de que «Rubb y Mackenzie» tenían un negocio mayorista que vendía sus artículos a los comercios, que a su vez los revendían. Si eran injuriados o no, dejo a mis lectores decidirlo, tras haberles dado toda la información necesaria para formarse una opinión propia.

Walter Mackenzie, el segundo hijo, se había colocado en la oficina de su padre, y también había fallecido con anterioridad a la época en que —según parece— comienza nuestra historia. Era una pobre criatura enfermiza, siempre con achaques, y estaba dotado de una naturaleza afectuosa y un gran respeto por el linaje de los Mackenzie, pero desprovisto de otras cualidades intrínsecamente propias. La sangre de los Mackenzie era, de acuerdo a su manera de pensar, una sangre extremadamente pura, y sentía que su hermano había deshonrado a la familia asociándose con el llamado «Rubb», en New Road. Lo había sentido aún más profundamente al ver que «Rubb y Mackenzie» no habían logrado grandes cosas en su actividad comercial. Habían mantenido su asociación a flote, pero hubo momentos en que apenas habían logrado hacer tal cosa. Nunca entraron en quiebra, y eso, tal vez, desde hacía algunos años, era todo lo positivo que podía decirse sobre el negocio. Si un Mackenzie decidía establecerse como comerciante, debería, en cualquier caso, haber conseguido algo mejor que eso. Ciertamente, debería haber obtenido algo mejor, en vista de que había comenzado su vida con una considerable suma de dinero.

El viejo Mackenzie, venido desde Escocia, era primo hermano de sir Walter Mackenzie, baronet, de Incharrow, y se había casado con la hermana de sir John Ball, baronet, de Cedars, Twickenham. Los jóvenes Mackenzie, por tanto, tenían motivos para sentirse orgullosos de su linaje. Es cierto que sir John Ball era el primer baronet de su familia, y que había sido «simplemente» un alcalde políticamente activo en tiempos políticamente agitados; un alcalde comerciante de cuero, es cierto. No obstante, su negocio había sido indudablemente mayorista, y un hombre convertido en baronet se ve limpio de la «mancha» del comercio incluso a pesar de tratarse del comercio del cuero. Además, el actual baronet Mackenzie era el noveno de este nombre, de modo que por esa rama más alta y noble de la familia, nuestros Mackenzie podían sentirse ciertamente muy «fortalecidos».

Los dos empleados de Somerset House sentían y disfrutaban esta «fortaleza» muy profundamente, por lo que podemos entender que no tuvieran en alta estima la fabricación de tela encerada.

Cuando Tom Mackenzie tenía veinticinco años —más tarde se convertiría en «Rubb y Mackenzie»— y Walter, con veintiuno, se había colocado desde hacía uno o dos años tras un escritorio de Somerset House, murió Jonathan Ball, hermano del baronet Ball, dejando todo lo que tenía en el mundo a los dos hermanos Mackenzie. Aquello en modo alguno era una bagatela, pues cada hermano recibió aproximadamente doce mil libras cuando finiquitaron las demandas interpuestas por la familia Ball. Estas demandas se llevaron a cabo con gran empuje —aunque sin éxito alguno para la rama de los Ball— durante tres años. Al término de esos tres años, sir John Ball, de los Cedars, estaba medio arruinado, y los Mackenzie obtuvieron su dinero. Es innecesario extenderse demasiado para explicarle al lector la forma en que Tom Mackenzie encontró su camino en el comercio; cómo, en primer lugar, trató de retomar la participación del tío Jonathan en el negocio del cuero, estimulado por su deseo de oponerse a su tío John —sir John, que se enfrentaba a él por el asunto de la herencia—, cómo perdió su dinero en este intento, y finalmente invirtió el resto de su fortuna —tras alguna otra infructífera especulación— en su asociación con el señor Rubb.

Todo esto ocurrió hace ya mucho tiempo. Ahora es un hombre de casi cincuenta años que vive con su esposa y su familia —una familia de seis o siete niños— en una casa de Gower Street, sin que la vida le haya tratado demasiado bien.

Tampoco es necesario extenderse mucho en la figura de Waller Mackenzie, que era cuatro años más joven que su hermano. Continuó con su trabajo de oficina a pesar de su riqueza, y como nunca se casó, fue un hombre rico. En vida de su padre, cuando aún era muy joven, brilló durante un tiempo en el beau monde bajo la protección del baronet Mackenzie y de otros que pensaban que un empleado de Somerset House con doce mil libras era una compañía muy estimable. No había brillado, no obstante, de una manera muy destacada. Invitado a recepciones durante uno o dos años, había probado la vida de un joven de ciudad, frecuentando teatros y salas de billar, haciendo algunas cosas que no hubiera debido hacer, y dejando sin hacer otras que debería haber hecho. Pero, como ya he dicho, era tan débil de cuerpo como de mente, y pronto se convirtió en un inválido; y aunque conservó su puesto en Somerset House hasta su muerte, su época de brillo en la sociedad de moda llegó a su fin muy rápidamente.

Y finalmente, llegamos a Margaret Mackenzie, la hermana, nuestra heroína, que era ocho años más joven que su hermano Walter y doce años más joven que el socio del señor Rubb. Era poco más que una niña cuando su padre murió; o para ser más exacto, debería decir que a pesar de haber llegado a una edad en la que las niñas se convierten en mujeres, tal cambio aún no se había producido en ella. Tenía por entonces diecinueve años, pero su vida en la casa de su padre había sido muy monótona y aburrida, apenas se había relacionado socialmente, y sabía muy poco de las costumbres del mundo. La familia del baronet Mackenzie no había reparado en ella. No le habían dado demasiada importancia a Walter y sus doce mil libras, y menos se preocuparon por Margaret, que no tenía fortuna alguna. La rama del baronet Ball estaba absolutamente enfrentada con su familia, y, como era costumbre, no recibió apoyo ninguno de su parte. Bien es verdad que en aquellos tiempos no recibió demasiado apoyo de nadie, y tal vez debería decir que no mostró excesivo interés en ese tipo de protección que tan a menudo se presta a las señoritas por parte de sus parientes más ricos. No era hermosa ni inteligente, ni poseía el especial encanto de dulzura y gracia de la juventud que en algunas jovencitas parece expiar la falta de belleza o inteligencia. A los diecinueve años, casi se podría decir que Margaret Mackenzie era más bien poco agraciada. Tenía el cabello castaño muy encrespado, y no le crecía por igual. Sus pómulos eran ligeramente salientes, a la manera de los Mackenzie, y su figura era delgada y desgarbada, con los huesos demasiado grandes como para otorgarle un atractivo juvenil. Sus ojos grises no estaban desprovistos de cierto brillo, pero era esta una cualidad que desconocía aún cómo utilizar. En esa época su padre vivía en Camberwell, y dudo que la educación que recibió Margaret en el establecimiento para jóvenes damas de la señorita Green en ese suburbio, pudiera compensarla por las destrezas que la naturaleza le había negado. Además, había dejado la escuela cuando aún era muy joven. A la edad de dieciséis años, su padre —que para entonces era un anciano—, cayó enfermo, y pasó los siguientes tres años cuidando de él. Cuando murió se trasladó a la casa del más joven de sus hermanos, que se había instalado en una de las tranquilas calles que conducen desde hasta el río, con el fin de estar cerca de su oficina; y allí había vivido durante quince años, comiendo su pan y cuidando de él, hasta que murió también, y se encontró sola en el mundo.

Durante estos quince años había vivido hastiada. Una granja amurallada en el campo es pésima para la vida de cualquier Mariana, pero en la ciudad es mucho peor aún. Su vida en Londres había sido digna de una granja amurallada y parecía muy aburrida ya antes de la muerte de su hermano. Yo no diría que estuviera a la espera de alguien que no llegó, o que se declarara aburrida, o que deseara morirse. Pero su estilo de vida se le aproximaba tanto como la prosa puede estarlo a la poesía, o la verdad a la novela. Había deseado en alguna ocasión la llegada de alguien que, por circunstancias, pronto dejó de venir a verla. Había un joven empleado de Somerset House, un caballero llamado Harry Handcock, que visitaba a su hermano al comienzo de su larga enfermedad. Harry Handcock había percibido la belleza de sus ojos grises; los desordenados mechones, desiguales hasta entonces, estaban por esa época más atusados; las gruesas articulaciones, cubiertas, conformaban movimientos más suaves y femeninos; y la ternura de la joven hacia su hermano era muy admirable. Harry Handcock le había hablado una o dos veces —Margaret tenía por entonces veinticinco años y Harry era diez años mayor—. Harry le había hablado, y Margaret le había escuchado gustosamente, pero el enfermo se había mostrado muy enojado e irascible, y como tal cosa no debía efectuarse sin su pleno consentimiento, Harry Handcock dejó de hablarle tiernamente.

Dejó de hablarle con ternura, pero no de visitar la tranquila casa de Arundel Street. En lo que se refiere a Margaret, bien podría haber dejado de hacerlo; y en su corazón, cantó la canción de Mariana, lamentando amargamente su hastío, aun cuando el hombre aparecía por la habitación de su hermano regularmente, una vez por semana. Y así continuó durante años. Su hermano se arrastraba hasta su oficina durante el verano, Itero nunca salía de la habitación durante los meses de invierno. En aquellos tiempos, estas cosas eran permitidas en las oficinas públicas, y solo al final de su vida, algunos austeros oficiales reformistas insinuaron la necesidad de su jubilación. Quizá fue esta insinuación lo que le mató. En cualquier caso, él murió «trabajando», si es que podemos decir que alguna vez lo había hecho. A su muerte, Margaret Mackenzie pensó más en Harry Handcock. Harry aún era soltero y, cuando se conoció la naturaleza de la última voluntad de su amigo, dijo unas palabras para confirmar que aún no se juzgaba demasiado viejo para el matrimonio. Pero el hastío de Margaret ya no podía ser aliviado de este modo. Quizá habría sido posible mientras no tenía nada, o quizá le habría aceptado en aquellos primeros días si la fortuna hubiera llenado de oro su regazo. Pero había visto a Harry Handcock al menos una vez por semana durante los últimos diez años, y no habiendo recibido la menor expresión de amor hacia ella, no estaba preparada ahora para una renovación de tal discurso.

La señorita Mackenzie: Anthony Trollope

Anthony Trollope. (1815-1882), una figura destacada de la literatura victoriana, se alza como uno de los novelistas más exitosos y prolíficos de su época. Su obra, conocida por las Crónicas de Barsetshire, sumerge a los lectores en la vida del ficticio condado de Barsetshire, explorando temas sociales, políticos y humanos en medio de la Inglaterra del siglo XIX.

A pesar de su popularidad constante entre lectores notables como Alec Guinness, John Major, John Kenneth Galbraith y Sue Grafton, Trollope sufrió una breve disminución en la estima de los críticos. Esto, en parte, se debió a su franqueza acerca de su enfoque metódico en la escritura, lo que le valió críticas sobre la cantidad de sus obras. Sin embargo, su estilo incisivo y su habilidad para diseccionar las complejidades humanas en una sociedad victoriana en constante evolución continúan siendo apreciados.

Las Crónicas de Barsetshire son su obra más conocida, presentando una mirada minuciosa y reflexiva a la vida de la época. Pero es en sus novelas políticas, como "El mundo en que vivimos," donde Trollope revela su destreza satírica y crítica, denunciando los fallos morales y económicos detrás de las apariencias institucionales.

En resumen, Anthony Trollope dejó un legado literario sólido y perenne, caracterizado por su facilidad narrativa, imaginación fértil y observación precisa de la sociedad de su tiempo. Sus Crónicas de Barsetshire y sus novelas políticas ofrecen una visión reveladora de la Inglaterra victoriana que sigue siendo relevante en la actualidad.