La vida de las mujeres

Resumen del libro: "La vida de las mujeres" de

La vida de la gente, en Jubilee como en todas partes, era aburrida, simple, asombrosa e insondable… cuevas profundas cubiertas de linóleo de cocina.

Bastan estas pocas palabras para reconocer el talento de una espléndida narradora y colarse en la vida de Del Jordan, una chiquilla que vive con sus padres en el pueblo de Jubilee.

Del empieza contando su día a día, su relación con la familia, los vecinos y los amigos, y pronto descubrimos que esa niña sabe observar el mundo y sacar buen provecho de lo que ve: compadece la poquedad del padre, admira el arrojo de la madre, que deja la granja para dedicarse a vender enciclopedias por los alrededores, y comprende que tarde o temprano llega el momento en que hay que elegir entre una risueña mediocridad -hogar, iglesia, matrimonio, hijos- y otras opciones más interesante

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Para Jim

Flats Road

Pasábamos los días a orillas del río Wawanash ayudando a tío Benny a pescar. Atrapábamos ranas para él. Las perseguíamos, las acechábamos, nos acercábamos muy despacio a ellas, a lo largo de la orilla lodosa bajo los sauces y en las pantanosas hondonadas cubiertas de juncos y espadañas que dejaban finísimos cortes, al principio invisibles, en nuestras piernas desnudas. Las ranas viejas sabían lo suficiente para no cruzarse en nuestro camino, pero no estábamos interesados en ellas; eran las verdes jóvenes y esbeltas, las adolescentes jugosas las que buscábamos, frías y resbaladizas; las estrujábamos con delicadeza en nuestras manos y las dejábamos caer con ruido sordo en un balde para la miel que luego tapábamos. Ahí se quedaban hasta que tío Benny estaba preparado para clavarlas en el anzuelo.

Él no era nuestro tío, ni el de nadie.

Se quedaba de pie un poco apartado del agua marrón y poco profunda, donde el fondo lodoso se convierte en guijarros y arena. Iba vestido igual todos los días de su vida, daba lo mismo dónde te lo encontrabas: botas de goma, un mono sin camisa y una americana de un negro herrumbroso y con botones que dejaba ver una V de piel correosa y roja, bordeada de una tierna franja más pálida. El sombrero de fieltro que le cubría la cabeza conservaba su estrecha cinta y dos pequeñas plumas, totalmente ennegrecidas por el sudor.

Aunque nunca se daba la vuelta, sabía si habíamos metido un pie en el agua.

«Si vais a chapotear en el barro y asustar a los peces, marchaos a otra parte. Largaos de mi orilla.»

No era suya. Precisamente el tramo donde él solía pescar era nuestro. Pero nunca nos paramos a pensarlo. Desde su punto de vista, el río, el monte y todo el pantano de Grenoch eran poco más o menos que suyos, porque los conocía mejor que nadie. Aseguraba no haberse limitado a hacer pequeñas incursiones por los alrededores del pantano sino ser la única persona que lo había recorrido entero. Decía que había un hoyo de arenas movedizas allí dentro capaz de engullir un camión de dos toneladas de un solo bocado. Decía que en el río Wawanash había hoyos de veinte pies de profundidad en pleno verano. Decía que podía llevarnos a ellos, pero nunca lo hizo.

Ante el menor indicio de duda se ofendía.

«Cuando caigáis en uno me creeréis.»

Tenía un bigote poblado y negro, ojos feroces y un delicado rostro de depredador. No era tan viejo como su ropa, su bigote y sus costumbres hacían creer; era la clase de hombre que se convierte en un excéntrico redomado casi antes de cumplir los veinte años. En todas sus afirmaciones, predicciones y juicios había una pasión concentrada. Contemplando en nuestro patio un arco iris, una vez exclamó: «¿Sabéis qué es? ¡Es la promesa del Señor de que no habrá otro Diluvio!». Tembló con la trascendencia de esa promesa, como si acabara de ser pronunciada y él mismo fuera su portador.

Cuando había pescado lo que quería (volvía a tirar al agua las lubinas negras, y se quedaba con los cachos y las percas, diciendo de estas últimas que eran un pescado sabroso aunque tenían tantas espinas como un acerico repleto de agujas), dejábamos el umbrío cauce y cruzábamos los campos de regreso a casa. Owen y yo, descalzos, andábamos con desenvoltura sobre los rastrojos. A veces nuestro perro, Major, tan poco sociable, nos seguía a cierta distancia. A lo lejos, bordeando el monte —el monte que se convertía en una ciénaga una milla más adentro—, estaba la casa de tío Benny, alta y plateada. Viejos tablones sin pintar, blanquecinos y resecos en verano, y persianas verde oscuro, agrietadas y partidas, bajadas en todas las ventanas. Detrás de la casa, el monte era negro, sofocante, cubierto de arbustos espinosos y lleno de insectos que se arremolinaban en galaxias.

Entre la casa y el monte había varios corrales que desde siempre albergaban animales cautivos: un hurón dorado a medio domesticar, un par de visones salvajes, una zorra roja que se había roto una pata en una trampa. La zorra cojeaba y aullaba por las noches, y su nombre era Duchess. Los mapaches no necesitaban corrales. Vivían sueltos por el patio y en los árboles, más mansos que los gatos, y solo se acercaban a la puerta para que les dieran de comer. Les gustaba mascar chicle. Eso por no hablar de las ardillas, que se sentaban con descaro en el alféizar de las ventanas y hurgaban entre los montones de periódicos del porche en busca de comida.

Junto a la casa también había una especie de cercado u hoyo poco profundo formado por la misma pared y unos tablones clavados entre sí de dos pies de altura. Allí era donde tío Benny guardaba las tortugas. Un verano lo dejó todo para cazar esos bichos. Dijo que iba a venderlas a un yanqui de Detroit que estaba dispuesto a pagarle treinta y cinco centavos por libra.

—Hacen sopa con ellas —explicó, inclinándose sobre la cerca de las tortugas.

Por mucho que disfrutara domesticando y dando de comer a los animales, también disfrutaba con el desagradable destino que les aguardaba.

—¡Sopa de tortuga!

—Para los yanquis —añadió tío Benny, como si eso lo explicara todo—. Yo no la probaría.

O el yanqui no apareció, o no quiso pagar lo que tío Benny le pedía, o no había sido más que un rumor, pero todo quedó en agua de borrajas. Semanas después, si le mencionabas las tortugas, tío Benny te miraba sin comprender.

—Ah, ese asunto ya me trae sin cuidado —decía, como si lamentara que te hubieras quedado atrás.

Sentado en su silla favorita junto a la puerta de nuestra cocina —se sentaba allí como si apenas tuviera tiempo para sentarse, como si no quisiera molestar o fuera a marcharse enseguida—, siempre venía con noticias de alguna iniciativa empresarial, una realmente extraordinaria, con la que, en algún lugar no muy lejano, al sur del país o tan cerca como Grantly, los había que estaban ganando sumas de dinero increíbles. Criaban conejos chinchillas. Criaban periquitos. Ganaban diez mil dólares al año sin apenas mover un dedo. Probablemente la razón por la que seguía trabajando para mi padre, aunque nunca antes había tenido ningún otro empleo fijo, era porque se dedicaba a la cría de zorros plateados, y en esa clase de negocio había algo precario y fuera de lo corriente, una especie de ilusión de fortuna, tan glamurosa como fantasmal, inalcanzable siempre.

Limpiaba el pescado en su porche y, si tenía hambre, inmediatamente freía algo en una sartén, con grasa vieja y ahumada. Comía de la misma sartén. Aunque fuera hiciera un día soleado y caluroso, siempre tenía encendida la luz, una única bombilla que colgaba del techo. Las múltiples capas superpuestas de desorden y mugre engullían la luz.

Al volver a casa, Owen y yo, a veces intentábamos enumerar todo lo que había en la de tío Benny, o al menos en su cocina.

—Dos tostadoras, una de puertecillas a los lados y la otra de las que pones la tostada encima.

—Un asiento de coche.

—Un colchón enrollado. Un acordeón.

Pero no llegábamos ni a la mitad, lo sabíamos. Podríamos haber sacado de la casa todo lo que recordábamos y ni se habría notado; solo eran unos cuantos objetos entre una formidable acumulación de escombros, una confusión profusa, oscura y putrefacta de alfombras, linóleo, muebles, piezas de maquinaria, clavos, cables, herramientas y utensilios de toda índole. Era la casa donde habían vivido sus padres a lo largo de su vida de casados (me acordaba de ellos, viejos, corpulentos y medio ciegos, sentados en el porche al sol con muchas capas oscuras de ropa raída), de modo que parte de aquella acumulación era fruto de los cincuenta años de vida familiar. Pero también se habían ido sumando objetos desechados por otras personas, cosas que tío Benny pedía y se llevaba a casa o que, llegado el caso, rescataba del vertedero de Jubilee. Esperaba repararlas y, una vez volvieran a ser utilizables, venderlas. De haber vivido en una ciudad habría llevado una enorme tienda de artículos de segunda mano; habría pasado su vida entre montones de muebles rayados, aparatos viejos, platos desportillados y lúgubres retratos de parientes ajenos. Valoraba los desechos por sí mismos, pero ante los demás hacía ver que iba a darles una utilidad práctica.

Lo que más me gustaba de su casa, y lo que nunca me cansaba de mirar, eran los periódicos amontonados en el porche. No recibía el Herald-Advance de Jubilee ni el periódico de la ciudad, que llegaba a nuestro buzón con un día de retraso. No estaba suscrito al Family Herald ni a The Saturday Evening Post. Su periódico llegaba una vez a la semana y estaba mal impreso en papel burdo con titulares de tres pulgadas de altura. Aquella era su única fuente de información acerca del mundo exterior, ya que casi nunca tenía una radio que funcionara. Se trataba de un mundo muy distinto del que mis padres conocían leyendo el diario o escuchando las noticias. Ajenos a la guerra, que estalló por aquellas fechas, ajenos a las consultas electorales, a las olas de calor o a los accidentes, los titulares rezaban así:

PADRE ECHA DE COMER A LOS CERDOS A DOS GEMELAS

MUJER DA A LUZ A UN MONO HUMANO

VIRGEN VIOLADA EN UNA CRUZ POR MONJES DEMENTES

ENVÍA EL TORSO DE SU MARIDO POR CORREO

Yo me sentaba a leer en el escalón del porche medio vencido, rozando con los pies las minutisas que debía de haber plantado su madre.

—Puedes llevarte todos esos periódicos, si quieres —me decía al final—. Ya he acabado con ellos.

Yo sabía que no era buena idea. Leía cada vez más deprisa, todo lo que era capaz de asimilar, y luego me marchaba tambaleándome bajo el sol, por el sendero que llevaba a nuestra casa, campo a través. Me sentía embotada y aturdida por las revelaciones del mal, por su versatilidad, fabulosa inventiva y tremenda picardía. Pero a medida que me acercaba a casa esa visión se desvanecía. ¿Por qué la pared trasera de la casa, el ladrillo pálido y desgastado, la losa de cemento frente a la puerta de la cocina, los barreños colgados de clavos, la bomba y el arbusto de lila con las hojas moteadas de marrón me hacían dudar de que realmente una mujer hubiera enviado el torso de su marido, envuelto en papel con motivos navideños, a la amante que este tenía en Carolina del Sur?

Nuestra casa se encontraba al final de Flats Road, que se extendía hacia el oeste a partir de Buckles’ Store, la tienda de comestibles, en las afueras de la ciudad. Esa desvencijada tienda de madera, tan estrecha toda ella que parecía una caja de cartón puesta en vertical, llena de letreros pintados y de chapas metálicas colocadas de cualquier modo, con anuncios de harina, té, copos de avena, refrescos y tabaco, siempre señalaba el final de la ciudad. Las aceras, las farolas, las hileras de árboles tupidos, los carros de los lecheros y de los heladeros, las piletas para pájaros, los parterres de flores, los porches con sillas de mimbre desde donde las mujeres miraban la calle: todo lo deseable y civilizado se acababa, y echábamos a andar (Owen y yo al salir del colegio, mi madre y yo al volver de la compra un sábado por la tarde) por los anchos meandros de Flats Road, sin una sola sombra desde Buckles’ Store hasta nuestra casa, entre campos desiguales de malas hierbas, amarilleados por los dientes de león, la mostaza silvestre o las varas de oro, según la época del año. Las casas quedaban algo apartadas y en general parecían más abandonadas, humildes y estrambóticas de lo que podían ser nunca las casas de la ciudad; allí había una pared a medio pintar, con la escalera de mano apoyada; más allá habían dejado a la vista las cicatrices de un porche arrancado o una puerta delantera sin escalones, a un metro del suelo; muchas ventanas estaban cubiertas de amarillentas hojas de periódico en lugar de persianas.

Flats Road no formaba parte de la ciudad, pero tampoco estaba en el campo. El recodo del río y el pantano de Grenoch la aislaban del resto de la ciudad, a la que pertenecía solo de nombre. No había granjas propiamente dichas. Estaban las casas de tío Benny y la de los Potter, de quince y veinte acres, la de tío Benny se prolongaba hasta el monte. Los hijos de los Potter criaban ovejas. Nosotros teníamos nueve acres y criábamos zorros. Casi todo el mundo tenía un par de acres y algún animal, normalmente una vaca o pollos, a veces alguna especie menos corriente. Los hijos de los Potter tenían una familia de cabras que soltaban junto a la carretera para que pacieran. Sandy Stevenson, que era soltero, tenía un pequeño burro gris, como el de una ilustración de la Biblia, que pastaba en la pedregosa esquina de un campo. El negocio de mi padre no estaba fuera de lugar allí.

Mitch Plim y los hijos de los Potter eran los contrabandistas de Flats Road. Tenían estilos diferentes. Los Potter eran alegres pero podían ponerse violentos cuando se emborrachaban. Nos recogían a la salida del colegio en su camioneta y nos llevaban a casa; subidos a la parte trasera, nos veíamos arrojados de un lado para otro, porque iban muy deprisa y pasaban por muchos baches; mi madre tenía que respirar hondo cuando se lo contábamos. Mitch Plim vivía en la casa de los periódicos en las ventanas; no bebía, estaba tullido por el reumatismo y no hablaba con nadie; su mujer salía al buzón a cualquier hora del día, con una andrajosa bata con volantes y descalza. Toda la casa parecía encarnar tanta maldad y misterio que yo nunca la miraba directamente; pasaba de largo con la vista clavada rígidamente al frente, conteniendo las ganas de echar a correr.

En Flats Road había también dos idiotas. Uno era Frankie Hall; vivía con su hermano Louie Hall, que llevaba un taller de reparación de relojes junto a Buckles’ Store. Era grueso, y tan pálido que parecía tallado en jabón Ivory. Se sentaba al sol junto al sucio escaparate donde dormían unos gatos. La otra era Irene Pollox, y no era tan amable ni tan idiota como Frank; perseguía a los niños por la carretera, y se colgaba de su verja cacareando y agitando los brazos como un gallo borracho, por lo que era peligroso pasar por delante de su casa. Había una canción popular que todo el mundo conocía y que decía:

Irene no me persigas

o te colgaré de las tetas

de un manzano silvestre.

Yo la canturreaba cuando pasaba por delante con mi madre, pero tenía suficiente juicio para cambiar «tetas» por «trenzas». ¿De dónde había salido esa canción? Hasta tío Benny la cantaba. Irene tenía el pelo blanco, pero no era cosa de la edad sino de nacimiento, y tenía la tez tan blanca como las plumas de ganso.

Flats Road era el último lugar donde quería vivir mi madre. En cuanto sus pies pisaban la acera de la ciudad, erguía la cabeza, agradeciendo la sombra después del sol de justicia de Flats Road, y una sensación de alivio, un nuevo aire de dignidad emanaban de ella. Me mandaba a Buckles’ Store cuando le faltaba algo, pero hacía la compra en la ciudad. Charlie Buckle cortaba carne en su trastienda cuando pasábamos por delante; lo veíamos a través de la oscura mosquitera como una figura parcialmente oculta en un mosaico, e inclinábamos la cabeza y apretábamos el paso, confiando en que no nos viera.

Mi madre me corregía cuando yo decía que vivíamos en Flats Road; insistía en que vivíamos al final de Flats Road, como si eso lo cambiara todo. Más tarde descubriría que tampoco pertenecía a Jubilee, pero en ese momento se aferraba a ello esperanzada y con placer, y se aseguraba de no pasar inadvertida, saludando a las señoras que se volvían con una expresión sorprendida pero amable cuando entraba en la oscura mercería, se sentaba en uno de los pequeños taburetes y pedía un vaso de agua después de la calurosa y polvorienta caminata. Por aquel entonces yo la seguía sin avergonzarme, disfrutando del alboroto.

Mi madre no era muy bien vista en Flats Road. Hablaba con la gente con un tono menos afable del que utilizaba en la ciudad, con severa cortesía y un uso de la buena gramática algo llamativo. A la mujer de Mitch Plim —que había trabajado durante un tiempo, aunque yo no lo sabía entonces, en el almacén de la señora McQuade— no le dirigía la palabra. Estaba de parte de los pobres del mundo entero, de parte de los negros, los judíos, los chinos y las mujeres, pero no toleraba la bebida, como tampoco la ligereza de cascos, el lenguaje obsceno, las vidas desordenadas y la ignorancia petulante; por lo que tenía que excluir a la gente de Flats Road del grupo de los verdaderamente oprimidos y necesitados, los pobres de verdad a quienes todavía amaba.

Mi padre era distinto. Gustaba a todo el mundo y a él le gustaba Flats Road, aunque apenas bebía, no tenía un comportamiento licencioso con las mujeres ni decía tacos. Creía en el trabajo y trabajaba duro todo el tiempo. Se sentía a gusto allí, mientras que con los hombres de la ciudad, con cualquier hombre que fuera a trabajar con americana y corbata, no podía evitar mostrarse desconfiado, un poco orgulloso y susceptible, con esa delicada y especial disposición para olfatear la presunción que es una cualidad de la gente de campo. Se había criado (como mi madre, aunque ella había dejado atrás todo eso) en una granja del campo; pero allí tampoco se sentía a gusto, entre las tradiciones profundamente arraigadas, la pobreza orgullosa y la monotonía de la vida de granja. Flats Road ya le parecía bien; tío Benny le estaba bien como amigo.

Mi madre se había acostumbrado a tío Benny. Comía con nosotros todos los días de la semana excepto los domingos. Pegaba el chicle en el extremo del tenedor, y al final de la comida lo despegaba y nos enseñaba el dibujo, tan nítidamente grabado en la masa color peltre que daba pena mascarlo. Vertía té en su plato y soplaba. Con un pedazo de pan insertado en el tenedor dejaba el plato tan limpio como un gato. Llevaba a la cocina un olor que no me disgustaba, a pescado, a animales peludos, a pantano. Recordando sus modales de campo, nunca se servía él mismo ni repetía sin preguntar tres veces.

Contaba anécdotas en las que casi siempre ocurría algo que mi madre negaba que fuera posible, como la del matrimonio de Sandy Stevenson.

Sandy Stevenson se había casado con una mujer gorda que provenía del este, de un condado remoto, y tenía dos mil dólares en el banco y un coche Pontiac. Era viuda. En cuanto fue a vivir con Sandy a Flats Road, hacía doce o quince años, empezaron a ocurrir cosas. Los platos se estrellaban solos contra el suelo durante la noche. Un guiso emprendió el vuelo por sí solo desde los fogones, embadurnando las paredes de la cocina. Sandy se despertó en mitad de la noche y notó algo parecido a unos cabezazos de cabra a través del colchón, pero cuando miró debajo de la cama, no había nada. El mejor camisón de su mujer estaba rasgado de arriba abajo y atado a la cuerda de la persiana de la ventana. Por la tarde, cuando querían sentarse tranquilos y charlar un poco, se oía un golpeteo en la pared, tan fuerte que era imposible pensar con claridad. Al final su esposa le dijo a Sandy que sabía quién era el responsable de aquello. Era su difunto marido, que estaba furioso con ella por haberse casado de nuevo. Reconocía esa forma de golpear, eran sus nudillos. Trataron de no hacer caso pero fue inútil. Probaron de irse de viaje en coche y ver si eso lo desalentaba. Pero él se fue con ellos. Viajó sobre el techo del coche, golpeándolo con los puños, dando patadas y sacudiéndolo de tal modo que Sandy apenas podía evitar salirse de la carretera. A Sandy al final le fallaron los nervios. Paró el coche en un arcén y le dijo a la mujer que tomara el volante, que él iba a bajarse y volver a casa en autoestop. Le aconsejó que regresara a su ciudad e intentara olvidar. Ella se echó a llorar, pero coincidió en que era lo único que podían hacer.

—Pero tú no lo crees, ¿verdad? —preguntó mi madre con jovial energía, y empezó a explicarle que todo era producto de la casualidad, la imaginación, y la autosugestión.

Tío Benny le lanzó una mirada feroz y compasiva.

—Ve y pregúntaselo a Sandy Stevenson. Vi los cardenales con mis propios ojos.

—¿Qué cardenales?

—Los de las cornadas de debajo de la cama.

—Dos mil dólares en el banco —musitó mi padre, para atajar esa discusión—. Eso sí que es una mujer. Tendrías que buscarte una mujer así, Benny.

—Eso es precisamente lo que voy a hacer uno de estos días —respondió él, adoptando el mismo tono entre jocoso y serio—, cuando encuentre el momento.

—Tener una mujer así podría serte útil.

—No dejo de repetírmelo.

—La cuestión es, ¿delgada o gorda? Las gordas tienen forzosamente que cocinar bien, pero pueden comer mucho. Claro que también lo hacen algunas flacas, es difícil saberlo. A veces encuentras una gorda que vive más o menos de las grasas acumuladas, lo que supone un gran ahorro. Asegúrate de que tiene bien los dientes; eso, o que no le queda ninguno y tiene una buena dentadura postiza. Y es mejor que le hayan extirpado el apéndice y la vesícula biliar.

—Hablas como si fueras a comprar una vaca —dijo mi madre.

Pero en realidad no le importaba; tenía uno de esos momentos impredecibles de indulgencia, que más tarde perdería, en que los mismos contornos de su cuerpo parecían suavizarse y sus movimientos despreocupados, como al recoger los platos, tenían una elegancia natural. Era entonces una mujer más pletórica, más hermosa de lo que sería más tarde.

—Pero podría engañarte —insistió mi padre con seriedad— y decirte que le han extirpado la vesícula y el apéndice, cuando siguen en su sitio. Es mejor pedirle que te enseñe las cicatrices.

Tío Benny soltó un hipo, se puso colorado y se rió silenciosamente, inclinándose sobre su plato.

—¿Sabes escribir? —me preguntó tío Benny en su casa, mientras yo leía en el porche y él vaciaba las hojas de té de una tetera de latón, que salpicaron la barandilla—. ¿Hace cuánto que vas al colegio? ¿A qué curso vas?

—Iré a cuarto cuando vuelva a empezar.

—Entra.

Me llevó a la mesa de la cocina, apartó una plancha que estaba arreglando y una sartén con la base agujereada, y trajo un bloc nuevo, un tintero y una pluma.

—Practica un poco aquí.

—¿Qué quieres que escriba?

—Da igual. Solo quiero ver cómo lo haces.

Escribí su nombre y la dirección completa: «Sr. Benjamin Thomas Poole, Flats Road, Jubilee, condado de Wawanash, Ontario, Canadá, Norteamérica, el Hemisferio Norte, el mundo, el sistema solar, el universo».

Él leyó por encima de mi hombro.

—¿Dónde está eso con respecto al cielo? No has ido lo bastante lejos. ¿Acaso el cielo no está fuera del universo?

—El universo lo engloba todo. Es todo lo que hay.

—De acuerdo, tú que crees saber tanto, ¿qué hay cuando llegas al final? Tiene que haber algo más o no habría final, tiene que haber algo más que le ponga fin, ¿no?

—No hay final —respondí poco convencida.

—Ya lo creo que lo hay. Está el cielo.

—¿Y qué hay cuando llegas al final del cielo?

—¡Nunca llegas al final del cielo porque el Señor está allí! —exclamó tío Benny triunfal, y estudió con atención mi caligrafía, que era redonda, temblorosa e incierta.

—Bueno, se lee sin dificultad. Quiero que te sientes aquí y escribas una carta por mí.

Sabía leer perfectamente pero no escribir. Dijo que la maestra de la escuela había intentado enseñarle a base de golpes, y que él la respetaba, pero que nunca había servido de nada. Cuando necesitaba que le escribieran una carta acudía a mi padre o a mi madre.

Se quedó suspendido sobre mí viendo cómo escribía el encabezamiento. «Flats Road, Jubilee, 22 de agosto de 1942.»

—¡Eso es, así se hace! Ahora empieza. «Estimada joven.»

—Se empieza con «Estimado» y el nombre de la persona —expliqué—, a menos que sea una carta comercial, que entonces se empieza con «Estimado señor» o «Estimada señora». ¿Es una carta comercial?

—Sí y no. Escribe «Estimada joven».

—¿Cómo se llama? —pregunté insistente—. Sería más fácil poner sencillamente su nombre.

—No sé cómo se llama.

Con impaciencia, tío Benny fue a buscar el periódico, su periódico, lo abrió hacia el final, por los clasificados, una sección a la que yo nunca llegaba, y lo sostuvo debajo de mis narices.

Joven con criatura precisa puesto de empleada del hogar para hombre de campo tranquilo. Amante de la vida de granja. Matrimonio si conviniera.

—Esa es la joven a la que estoy escribiendo. ¿Cómo quieres que me dirija a ella?

Me di por vencida y escribí las dos palabras, seguidas por dos puntos primorosos, y esperé para empezar de nuevo justo debajo de la d de «Estimada», tal como me habían enseñado.

«Estimada joven —dijo tío Benny precipitadamente—. Me dirijo a usted…»

Me dirijo a usted en respuesta al anuncio que puso en el periódico que recibo por correo. Soy un hombre de treinta y siete años que vive solo en una finca de quince acres de mi propiedad al final de Flats Road. En ella hay una buena casa con cimientos de piedra. Se encuentra junto al monte, de modo que nunca falta leña en invierno. Hay un buen pozo de sesenta pies de profundidad y un depósito. En el monte hay más bayas de las que pueda comer y en el río buena pesca, y podríamos tener un huerto si logra que no se lo coman los conejos. Fuera de la casa, en un corral, tengo una zorra doméstica, así como un hurón y dos visones, y a todas horas hay mapaches y ardillas alrededor. No dice usted si la criatura es niño o niña, pero será bien recibida. Si es niño podría enseñarle a poner trampas y a cazar. Trabajo para un hombre que vive en la casa de al lado y cría zorros plateados. Su mujer es culta, por si le gusta ir de visita. Quedo a la espera de una respuesta. Le saluda atentamente,

BENJAMIN THOMAS POOLE

Al cabo de una semana tío Benny recibió una respuesta:

Estimado señor Benjamin Poole:

Le escribo en nombre de mi hermana, la señorita Madeleine Howey, para decirle que acepta encantada su ofrecimiento y que está dispuesta a ir en cualquier momento a partir de primeros de septiembre. ¿Cuál es la conexión de autobús o tren para llegar a Jubilee? ¿O le vendría bien venir hasta aquí? Al final de esta carta le escribiré nuestra dirección completa. No le costará encontrar nuestra casa. Mi hermana no tiene un niño, sino una niña de dieciocho meses llamada Diane. A la espera de sus noticias, sinceramente,

MASON HOWEY,

121 Chalmers Street, Kitchener, Ontario

—Bueno, es algo arriesgado —dijo mi madre cuando tío Benny nos enseñó esa carta durante la comida—. ¿Qué te hace pensar que es la mujer que buscas?

—No creo que haya nada malo en echarle un vistazo.

—A mí me da la impresión de que el hermano está deseando librarse de ella.

—Llévala al médico antes para que la examinen —dijo mi madre con firmeza.

Tío Benny dijo que así lo haría. A partir de ese momento los preparativos se aceleraron. Se compró ropa nueva. Pidió prestado el coche para ir a Kitchener. Salió por la mañana temprano con un traje verde claro, una camisa blanca, una corbata verde, roja y naranja, un sombrero de fieltro verde oscuro, y zapatos marrones y blancos. Se había cortado el pelo y recortado el bigote, y se había lavado. Se le veía extraño, pálido, apto para el sacrificio.

Mi madre y yo cruzamos los campos cargadas con una fregona, una escoba, un trapo de polvo y una caja de detergente Old Dutch Cleanser. Pero mi madre nunca había estado en la cocina de tío Benny, nunca había llegado a entrar en ella, y se sintió derrotada. Empezó a tirar cosas al porche, pero al cabo de un rato vio que era inútil.

—Habría que cavar un hoyo y meterla en él —dijo, y se sentó en los escalones con el mango de la escoba debajo de la barbilla, como una bruja de cuento, y se rió—. Me río por no llorar. Imagínatela entrando aquí. No aguantará una semana. Volverá a Kitchener aunque tenga que hacerlo andando. Eso o se tirará al río.

Restregamos la mesa y las dos sillas, y un espacio en mitad del suelo; frotamos los fogones con papel encerado y quitamos las telarañas de la luz. Cogí un ramo de varas de oro y las puse en un jarro en el centro de la mesa.

—¿Para qué limpiar la ventana —preguntó mi madre— e iluminar más el desastroso interior?

En casa dijo:

—Bueno, me parece que compadezco a esa mujer.

Después del anochecer tío Benny llegó y dejó las llaves del automóvil encima de la mesa. Nos miró con el aspecto de quien vuelve a casa tras un largo viaje cuyas aventuras nunca podrá contar como es debido, aunque sabe que tendrá que intentarlo.

—¿Has llegado bien? —preguntó mi padre, alentador—. ¿Te ha dado problemas el coche?

—No, señor. Ninguno. Dejé una vez la carretera, pero no había avanzado mucho cuando me di cuenta.

—¿Consultaste el mapa que te di?

—No, vi a un tipo con un tractor y le pregunté, y me hizo dar la vuelta.

—Entonces ¿has llegado bien?

—¡Oh, sí, he llegado bien!

—Pensaba que traerías a la señorita Howey para tomar una taza de té —terció mi madre.

—Bueno, está cansada del viaje y demás, y tenía que acostar a la niña.

—¡La niña! —exclamó mi madre con remordimiento—. ¡Me había olvidado de ella! ¿Dónde dormirá?

—Nos las arreglaremos. Creo que en alguna parte hay una cuna, si le cambio algunos listones. —Se quitó el sombrero, dejando al descubierto una franja roja en su sudorosa frente, y añadió—: Iba a deciros que ya no es la señorita Howey sino la señora Poole.

—Bueno, Benny. Mis felicitaciones. Te deseo toda la felicidad. Has tomado la decisión en cuanto la has visto, ¿eh?

Tío Benny se rió nervioso.

—Bueno, estaba todo listo. Habían organizado la boda antes de que yo llegara. Habían llamado a un predicador, comprado el anillo y mandado a un tipo para conseguir la licencia a toda prisa. Enseguida vi que lo habían organizado de arriba abajo. Todo estaba listo para la boda. Sí, señor. No se olvidaron de nada.

—Bueno, ahora eres un hombre casado, Benny.

—¡Sí, un hombre casado!

—Tendrás que traer a la novia para presentárnosla —dijo mi madre, valiente.

Su uso de la palabra «novia» fue inesperado, y evocaba largos velos blancos, flores y una celebración que resultaban inimaginables allí. Tío Benny prometió que lo haría. Sí, en cuanto se recuperara del viaje seguro que lo haría.

Pero no lo hizo. No se veía a Madeleine por ninguna parte. Mi madre pensó que tío Benny dejaría de comer en nuestra casa, pero al día siguiente entró en la cocina a la hora habitual.

—¿Cómo está tu mujer? —preguntó mi madre—. ¿Qué tal se las está arreglando? ¿Se las apaña con esa clase de fogones?

Él respondió a todo con afirmaciones vagas, riéndose entre dientes y negando con la cabeza.

Más avanzada la tarde, cuando acabó de trabajar, me preguntó:

—¿Quieres ver algo?

—¿Qué?

—Ven conmigo y lo verás.

Owen y yo lo seguimos a través de los campos. Él se volvió e hizo que nos detuviéramos en el umbral de su patio.

—Owen quiere ver el hurón —dije.

—En otra ocasión. Esperad aquí.

Al cabo de un momento salió de la casa con una niña pequeña. Me quedé decepcionada; así que era solo eso. La dejó en el suelo. Ella se inclinó tambaleándose y cogió una pluma de cuervo.

—Diles cómo te llamas —dijo tío Benny intentado camelarla—. ¿Cómo te llamas? ¿Di-ane? Dile a los niños cómo te llamas.

Ella no quiso.

—Puede hablar bien, si quiere. Dice mamá, Benny, Di-ane y «aua». ¿Verdad que sí? ¿Aua?

Una chica con una chaqueta roja salió al porche.

—¡Entra ahora mismo!

¿Gritaba a Diane y a tío Benny? Su voz sonó amenazadora. Tío Benny cogió a la niña y nos dijo en voz baja:

—Será mejor que os vayáis corriendo. Venid otro día a ver el hurón. —Y se dirigió a la casa.

La vimos de lejos, con la misma chaqueta roja, bajando por la carretera hacia Buckles’ Store. Tenía las manos en los bolsillos de la cazadora, la cabeza gacha, y sus largas piernas se abrían y cerraban como tijeras. Mi madre la conoció por fin en la tienda. Puso mucho interés en ello. Había visto a tío Benny fuera con Diane en los brazos y le preguntó qué hacía allí.

—Estamos esperando a su mamá —respondió él.

De modo que mi madre entró y se acercó al mostrador donde ella estaba esperando a que Charlie Buckle le cobrara.

—Usted debe de ser la señora Poole. —Se presentó.

La chica no dijo nada. Miró a mi madre y oyó lo que dijo, pero guardó silencio. Charlie Buckle lanzó una mirada a mi madre.

—Habrá estado ocupada instalándose. Venga a verme siempre que quiera.

—No voy a ninguna parte por caminos de grava a menos que tenga la necesidad de hacerlo.

—Podría venir campo a través —insistió mi madre, solo porque no quería irse y dejar que ella dijera la última palabra.

—Es una cría —le dijo a mi padre—. No puede tener más de diecisiete años. Lleva gafas y está muy delgada. No es idiota, no se la quitaron de encima por eso, pero tal vez sufre de enajenación mental o está al límite de la inteligencia normal. Uf, pobre Benny. Bien mirado, ha venido a vivir al lugar adecuado. ¡Encajará de maravilla en Flats Road!

Madeleine ya se estaba dando a conocer. Había perseguido a Irene Pollox hasta dentro de su propio patio, había subido las escaleras y la había obligado a arrodillarse, y le había tirado de su pelo blanco de bebé con las manos. O eso decía la gente.

—No vayáis nunca por allí —nos dijo mi madre—. Olvidaos del hurón. No quiero a nadie tullido.

De todos modos fui. No me llevé a Owen porque se chivaría. Pensaba llamar a la puerta y preguntar con mucha educación si podía leer los periódicos que estaban en el porche. Pero antes de que pudiera subir los escalones se abrió la puerta y salió Madeleine con la tapa de la estufa en la mano. Podría haber estado levantándola cuando me oyó o haberla cogido a propósito, pero yo la vi como un arma.

Por un momento me miró. Tenía la misma cara que Diane, delgada, pálida y de aspecto evasivo. Su rabia no fue inmediata. Necesitó tiempo para recordarla, para reunir fuerzas. Era como si le hubiera resultado imposible expresar algo más que rabia desde el primer momento en que me vio. Eso o el silencio parecían ser las únicas opciones que tenía.

—¿Por qué vienes a espiar? ¿Por qué vienes a espiar mi casa? Será mejor que te largues. —Empezó a bajar los escalones.

Retrocedí ante su avance tan deprisa como era necesario, fascinada.

—Sinvergüenza. Una sinvergüenza fisgona y descarada, eso es lo que eres.

La vida de las mujeres – Alice Munro

Alice Munro. La laureada escritora canadiense Alice Munro, una autora que ha dejado una huella indeleble en la literatura contemporánea, es aclamada por su habilidad única para capturar la profundidad de la vida cotidiana en sus relatos. Nacida en Wingham, Ontario, en 1931, Munro se erige como un faro literario, merecidamente galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 2013.

Con una narrativa magistralmente sencilla pero rica en emociones subyacentes, Munro transforma lo mundano en una exploración fascinante de las complejidades humanas. Sus cuentos, a menudo ambientados en escenarios rurales y pequeñas comunidades, revelan un profundo entendimiento de la psicología humana y las tensiones que yacen bajo la superficie. Su enfoque en personajes femeninos, sus anhelos y luchas, añade un matiz distintivo a su trabajo, resonando con un público amplio.

A lo largo de su prolífica carrera, Munro ha publicado numerosas colecciones de relatos, como "Secretos a voces", "El progreso del amor" y "Demasiada felicidad". Su prosa meticulosa y sus tramas intrincadas exploran temas universales como el amor, la pérdida, la memoria y la autodescubrimiento. Sus historias a menudo poseen un final enigmático, incitando a la reflexión y dejando a los lectores sumidos en pensamientos profundos.

Munro es una maestra de la economía narrativa, destilando complejas emociones en frases precisas. Su enfoque en la vida ordinaria, pero llena de matices, brinda autenticidad a sus relatos, resonando en un nivel personal con los lectores. Su habilidad para capturar momentos fugaces de revelación y transformación ha establecido un estándar que pocos pueden igualar.

En resumen, Alice Munro trasciende la etiqueta de "escritora de cuentos" para convertirse en una observadora de la condición humana. Su estilo distintivo y su profundidad emocional la han consagrado como una de las voces literarias más influyentes de nuestro tiempo. Munro, con su poder para tejer complejidad en las fibras de lo común, ha dejado una marca perdurable en el tejido de la literatura contemporánea.