La novia gitana 4

Las madres

Resumen del libro: "Las madres" de

«Las madres» es una novela de misterio y suspense escrita por Carmen Mola, un enigmático seudónimo que ha intrigado a los lectores. Ambientada en las sombrías calles de Madrid, la historia se teje en torno a una serie de brutales asesinatos que sacuden la sociedad. La inspectora Elena Blanco, una mujer valiente y obstinada, es la encargada de liderar la investigación. Sin embargo, este caso no es como los demás; el asesino parece ser alguien astuto, siniestro y que posee un conocimiento profundo de los secretos más oscuros de las víctimas.

A lo largo de la trama, la inspectora Blanco se sumerge en un laberinto de pistas y sospechosos mientras lucha contra sus propios demonios internos. Su pasado traumático y una serie de inquietantes sucesos personales comienzan a entrelazarse con la investigación, poniendo en peligro su cordura y la de su familia.

La novela nos lleva a través de una montaña rusa de emociones y sorpresas, manteniendo al lector al borde del asiento. Carmen Mola ha tejido una trama compleja con personajes fascinantes, cada uno escondiendo oscuros secretos y motivaciones.

«Las madres» es una novela que explora la psicología humana, los traumas, las relaciones familiares y los límites de la maldad. La prosa cautivadora de Mola nos sumerge en un mundo de intriga, violencia y suspense. A medida que la inspectora Blanco se adentra en la mente del asesino, descubrimos un oscuro submundo que pondrá a prueba su determinación y su valentía.

Con giros inesperados y un ritmo frenético, «Las madres» es una montaña rusa emocional que no da tregua al lector. Carmen Mola ha creado una novela adictiva y perturbadora que deja una huella duradera en el lector. Una historia que nos lleva a reflexionar sobre la naturaleza humana y hasta dónde estamos dispuestos a llegar en nombre del amor y la justicia.

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Primera parte

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer.
No he sido feliz.

JORGE LUIS BORGES

Ella tuvo suerte, nada más que eso. El día en que desaparecieron sus tres amigas, habían quedado para ir a las rebajas en Las Misiones Mall, pero Violeta les puso un mensaje excusándose: tenía algo de fiebre, no se veía con fuerzas para salir de casa. Encogida bajo una manta en su sofá, las imaginó eufóricas por los pasillos del mall, cacareando de alegría. Nunca más las volvió a ver. Lloró su ausencia, pero no con sorpresa, tan habituada estaba a las desapariciones de mujeres en Ciudad Juárez. Pensaba en la suerte, en ese factor caprichoso que marca las vidas de todas y cada una por encima de cualquier afán humano, cuando, semanas más tarde, una compañera le susurró algo al oído en la cadena de la maquiladora.

—Las encontraron…

No se planteó preguntar si estaban vivas.

—En el cerro del Cristo Negro. Muertas y vacías por dentro…

Las Lomas de Poleo, en Lote Bravo, el cerro del Cristo Negro, terrenos baldíos convertidos en cementerios.

Hace solo tres años, Violeta se mudó a un departamento en la colonia Parajes del Sur y, con su maleta, trajo a Ciudad Juárez el sueño de cruzar la frontera. Dejaba atrás un pasado de sobresaltos y un novio delincuente que la introdujo en las mañas del hurto al descuido en terrazas y mercados, del allanamiento de las casitas desvencijadas de Ecatepec y del robo de coches con cualquier alambre que sirviera de ganzúa. No era vida para ella. Con veintiún años, flaca y rubia, güerita, ojos color miel que tantas veces han sido objeto de los piropos de los hombres, se sentía llamada a un futuro mejor. Pero su aspecto cumple a la perfección con las características habituales de las víctimas. Hay decenas como ella en la manifestación que organiza el grupo Voces sin Eco para exigir que la policía federal ponga freno a los asesinatos, aunque ella confía más en el azar que la alejó de ir al mall con sus amigas que en los agentes.

—No sé qué demonio pudo hacerles eso —escucha a unos pasos—. Hasta el corazón les faltaba.

—Mi flaco leyó que a una le abrieron la cabeza y se llevaron el cerebro.

Violeta prefiere ahorrarse los detalles. No quiere recordar a sus amigas como aparecen descritas en algunas notas de prensa. Después de la manifestación, se disculpa con las compañeras de la maquila que se habían reunido a tomar algo en la avenida Vicente Guerrero. Descansa en un banco del parque frente a la catedral de Nuestra Señora de Guadalupe e intenta dirigir sus pensamientos al curso de la academia de computación, a la vida que le espera en Estados Unidos en algún momento propicio. Él se sienta a su lado y le sonríe.

—Traes mala cara.

El hombre bromea con que una cara tan bonita nunca debería estar triste y, sin apenas darse cuenta, Violeta se siente a gusto en la conversación. A él sí le habla de sus amigas aparecidas muertas en el cerro del Cristo Negro, de la pena que la infecta como un virus cuando imagina cuánto debieron sufrir.

—No puedo evitar lo que ya ha pasado, pero sí conseguir que, durante unas horas, no pienses en eso.

Se llama Néstor. Ronda los treinta años, guapo, educado, con una sonrisa cálida. Pasean por la avenida, entran a cenar algo rápido en un restaurante, él la invita, luego la acompaña a casa y se despide en la puerta, pero volverán a verse otros días, y entonces Violeta se dará cuenta de que Néstor tiene plata. Se le nota en la forma de vestir, siempre de marca, con dinero en apariencia sin fin en el bolsillo, una pick up Ford Ranger Roush, que no es de las más grandes que existen, pero que llena de envidia a todas las que ven a Violeta subirse con él.

Algunas compañeras de la maquila la avisan de que puede ser un padrote, que es como llaman a los hombres que enamoran a las mujeres jóvenes y bellas —su cuerpo y esos ojos vuelven a ser más una desgracia que una dádiva— para después entregarlas a los capos de los cárteles de drogas. No es el caso de Néstor, se dice ella, no es cierto que sea un padrote; es solo que otra vez ha tenido la estrella que les faltó a sus amigas y ha interesado a un hombre bueno y guapo. Se porta bien, le ha hablado de ayudarla a dejar la maquiladora y dedicarse nomás que a estudiar computación y así cambiar de vida, incluso le ha propuesto ir unos días a Acapulco… Al pensar en alojarse en un hotel junto al mar, comer en buenos restaurantes y pasear abrazada a él, Violeta desprecia todas las advertencias de terceras voces. La suerte está de su lado.

—¿Voy guapa?

—Tú siempre vas guapa, flaca.

Néstor conduce la Ford Ranger por la carretera Panamericana y Violeta está nerviosa. Van a cenar y dormir en el rancho de Santa Casilda, propiedad de Albertito Céspedes, el «padrino» de Néstor, como él lo llama. Su jefe. Habrá gente importante, quizá algún actor, grupos de música para acompañar la fiesta. Una de esas reuniones que Violeta solo ha visto en las revistas.

—Nunca me has dicho en qué trabajan.

—El padrino ayuda a la gente a alcanzar lo que le falta. Hasta los más poderosos de este país necesitan que don Albertito intervenga para conseguir algunas cosas, que en esta vida no todo te lo dan a cambio de plata. Él me tiene afecto, me hizo su ahijado, y quiere conocerte. Tú solo sonríe y confía en mí.

El rancho de Santa Casilda es enorme. Algunos invitados han llegado en helicóptero y en avionetas privadas. Violeta ha oído a unas mujeres en el baño comentar que a lo mejor asiste a la fiesta Ismael «el Mayo» Zambada, el líder del cártel de Sinaloa tras la detención del Chapo Guzmán, también que habrá miembros de la familia Treviño, la de los Zetas… Violeta no sabe mucho del narco, le da miedo que Néstor esté relacionado con ese mundo, pero también ha creído reconocer entre los corrillos al secretario de Seguridad Pública, así que probablemente las mujeres del baño solo fantaseaban.

Don Albertito se mezcla con sus invitados, cercano y sonriente. Apenas alcanza el metro sesenta, pero la estatura no es impedimento para que su figura imponga un extraño respeto. Los grandes hombres parecen tímidos escolares que rodean con admiración al maestro mientras cruza la fiesta. Don Albertito es un cubano afincado en México hace unos diez años, según le contó Néstor. Viste un traje blanco que acentúa el contraste con su tez morena, varios collares de cuentas rojas y blancas cuelgan de su cuello. Violeta observa cómo esos collares embelesan a los invitados cual diamantes.

Cuando se reencuentra con Néstor, quiere preguntarle por los collares de don Albertito, pero atruena el grupo musical que ha empezado a tocar rancheras y, para cuando se deja llevar por su enamorado hasta el lienzo charro —ese cercado parecido a una plaza de toros—, la pregunta de Violeta ya ha muerto en sus labios. Dan una vuelta por el lienzo, Néstor es un buen jinete y la lleva detrás, sentada a la grupa de una yegua negra preciosa. Se siente admirada por todas, hasta envidiada cuando don Albertito se acerca a saludar a su ahijado.

—Qué linda güerita, Néstor… Ya tenía ganas de conocerte. Le tengo un eleke, no se crea que me olvido de usted.

La mirada de don Albertito parece hundirse en Violeta, ver cosas que nadie más puede ver. Néstor y su padrino se alejan de ella charlando mientras cae la noche y la mayoría de invitados comienza a dejar la fiesta. Solo unos pocos escogidos pueden dormir en Santa Casilda.

—¿Qué es un eleke? —pregunta ella cuando el más joven regresa.

La multitud que antes bullía en el rancho ha quedado reducida a una veintena de personas, los ahijados, como le explica Néstor. Allí siguen el secretario de Seguridad Pública y un grupo en el que está el Mayo Zambada.

—Pronto lo sabrás. Don Albertito ha dicho que esta noche te rayará.

Extiende él la mano derecha y muestra el espacio entre el pulgar y el índice; unas tenues cicatrices dibujan algo parecido a dos flechas y una cruz. Violeta se había fijado otras veces en ellas, pero nunca se había atrevido a preguntarle cuál era su significado.

—¿Estás reglando? —Una mujer morena, de casi metro ochenta, se ha aproximado a ellos y Violeta se extraña ante la pregunta—. No puedes entrar en la casita si estás en los días.

Violeta niega con la cabeza y camina del brazo de Néstor hasta una pequeña construcción apartada de la casa principal donde ya se adentra el resto de invitados.

—¿Qué va a pasar ahí dentro, Néstor?

—Don Albertito es un babalawo. Te dije que él puede conseguir lo que la plata no consigue. Habla con Orunmila y ve el pasado, el presente y el futuro. Nadie te puede dar más protección que él, por eso todos vienen a buscarlo. Para que los protejan los orishas. Y a ti también te protegerán cuando te raye.

Violeta cruza el umbral de la casita. Eleke, babalawo, rayado, Orunmila, orishas… Son palabras desconocidas para ella, no alcanza a descifrar su significado, pero todas parecen formar parte de la parafernalia que envuelve la santería. Venida de Cuba, de Haití o de Brasil, sabe que la religión yoruba ha acabado mezclándose con las creencias cristianas o la devoción a la Santa Muerte mexicana. Ha oído hablar del poder de los santeros, de los ritos que predisponen a tu favor a las entidades de ese panteón de origen africano, los orishas. Ahora entiende la veneración que todo el mundo rinde a don Albertito: el destino de quienes se han encerrado en esa casita iluminada solo por velas está en sus manos.

Unos tambores resuenan con ritmo acelerado, tribal. En el centro, un caldero de cobre herrumbroso borbotea como un volcán en erupción. Debe de contener hierbas aromáticas que impregnan el aire, aunque por debajo Violeta intuye algún otro aroma; dulzón y pútrido, le recuerda a los días de matanza en su hogar, cuando su padre degollaba a un cerdo.

La entrada de don Albertito, desvaído entre el humo y el vapor de la olla, tiene algo de aparición mágica. Ahora solo viste el pantalón blanco del traje, sobre su pecho desnudo destacan los collares, y chupa con fruición un puro cuyo humo exhala. Lo acompaña la mujer que antes le preguntó a Violeta si tenía la regla. Es una yubona, le explica Néstor, la madrina de los elegidos que van a recibir la protección de los orishas.

Moyugba Olodumare Logué Ikú embelece

La oración que profiere don Albertito con voz ronca se mezcla con la síncopa de los tambores. El humo de las velas y el vapor del caldero espesan el ambiente, y Violeta se siente cada vez más incómoda, casi enferma. Néstor ha debido de notar su debilidad porque la sujeta con fuerza del brazo.

—Cierra los ojos y trata de respirar hondo. —El consejo de su pareja no está vestido con el cariño, al contrario; por primera vez Violeta adivina un temblor de miedo en su voz, que es casi una amenaza—. Dentro de la olla están los elekes. Son collares de protección, llevan una semana hirviendo con veintiuna yerbas.

La yubona va sacando los collares con un palo y los dispone con cuidado en una estera. Don Albertito continúa su rezo en ese idioma que Violeta no puede entender, pero cuya sonoridad, unida al ritmo infinito de los tambores, la hace pensar en algo primigenio, ancestral, algo que ha cruzado el tiempo desde los orígenes del mundo. Iyami Oshoronga es el nombre que ahora invoca don Albertito. Habla de la sangre, del equilibrio que la deidad mantiene entre la noche y el día, la vida y la muerte.

Un hombre de unos sesenta años se arrodilla ante la estera y extiende la mano derecha. Con la punta de un machete, don Albertito dibuja algo entre sus dedos. La sangre mana y gotea sobre uno de los collares que, acto seguido, el santero pone alrededor del cuello del iniciado. Es el rayado; Violeta sabe que también se lo hará a ella para convertirla en una de sus ahijadas, para que, como don Albertito dice mientras sigue adelante con el rito, Iyami Oshoronga le entregue su poder.

Los tambores no cesan y Violeta tiene la sensación de que flota en el interior de la casita. ¿Han podido administrarle algún tipo de alucinógeno durante la fiesta? Las sombras que la luz de las velas dibuja en las paredes se transforman en criaturas gigantescas. Ha creído ver a una enorme mujer con alas de pájaro en la pared que hay al otro lado del caldero.

La yubona que ayuda a oficiar el rito ha traído una segunda olla. Con un palo, ha sacado algo de ella. Es una masa gelatinosa, blanquecina, que don Albertito toma entre las manos y acerca al hombre que sigue arrodillado ante él.

—La siguiente serás tú —le murmura Néstor.

El hombre coge la ofrenda y, sin dudarlo, la muerde. Le cuesta desgajar un trozo de esa extraña masa que, ahora, Violeta puede ver mejor. Los surcos caracoleados, las protuberancias, la semejanza a una nuez aunque de mayor tamaño, le revelan que se trata de un cerebro.

Retrocede un paso, mareada. La yubona está sacando otras ofrendas de la segunda olla: dos corazones, un órgano rosáceo que podría ser un hígado. El hombre que ha mordido el cerebro mastica con dificultad el trozo hasta que logra tragarlo.

—No te muevas.

La voz de Néstor se pierde entre los tambores y las oraciones de don Albertito.

Ana ibá, ibá mi ibá eyé, ibá mi cachecho

Como si descendieran a toda velocidad por una pendiente, le vienen las imágenes de sus amigas correteando por los pasillos de Las Misiones Mall. Sus cuerpos vaciados en el cerro del Cristo Negro. «Le abrieron la cabeza; se llevaron el cerebro». La yubona está mirando a Violeta. También lo hace don Albertito. Va a ser rayada. Los órganos de sus amigas le darán la bendición de Iyami Oshoronga. El poder de la madre. Pero siente una arcada y, al contenerla, trastabilla y cae al suelo. Quiere salir de esa casita. Quiere desaparecer, mas los tambores no cesan.

La mano de Néstor se clava en su muñeca como una garra y, de un tirón, la pone en pie. Violeta está congelada y está sudando.

—¿Son ellas?

—Son una ofrenda. ¿No quieres tener a Iyami Oshoronga de tu parte?

Violeta rompe a llorar. Todos los asistentes se han transformado en sombras que la rodean como animales hambrientos. Los tambores repiquetean sin tregua. Antes de desvanecerse, cree ver de nuevo a la mujer con alas de pájaro levantándose por encima de todos los asistentes.

—Te buscaré —piensa que le dice la sombra de Iyami Oshoronga.

Las madres: Carmen Mola

Carmen Mola. Antonio Mercero (Madrid, 1969), Agustín Martínez (Lorca, 1975) y Jorge Díaz (Alicante, 1962) son los autores que escriben bajo el seudónimo Carmen Mola.

Su primer libro publicado, La novia gitana, obtuvo un gran éxito de ventas en el panorama de la novela negra. Con él dio inicio a la saga protagonizada por la inspectora Elena Blanco, que se ve en la tesitura de investigar el asesinato de una familia gitana. Para ello deberá conocer los secretos y misterios del enfrentamiento entre dos novias gitanas.

La saga continúa con La Red Púrpura. En esta ocasión se trata de un thriller todavía más extremo sobre la desaparición de un adolescente relacionado con el tráfico de vídeos de muertes en directo. En 2020 publica la tercera parte, La Nena.

Bajo el seudónimo, los autores resultaron ganadores del Premio Planeta 2021 gracias a su obra La Bestia, una historia a caballo entre la novela histórica y el thriller, que tiene lugar en el Madrid de 1834 durante la epidemia de cólera.